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Testamento de siete vocaciones libres



Los siete mártires trapenses de Tibhirine

Cuando un A-Dios se vislumbra…

Si me sucediera un día (y ese día podría ser hoy)
ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar
en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia,
yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia,
recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios
y a este país.

Que ellos acepten que el único Maestro de toda vida
no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.

Que recen por mí.

¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas
y abandonadas en la indiferencia del anonimato.

Mi vida no tiene más valor que otra vida.

Tampoco tiene menos.


En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.

He vivido bastante como para saberme cómplice del mal
que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo,
inclusive del que podría golpearme ciegamente.

Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez
que me permita pedir el perdón de Dios
y el de mis hermanos los Hombres,
y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón,
a quien me hubiera herido.

Yo no podría desear una muerte semejante.
Me parece importante proclamarlo.

En efecto, no veo cómo podría alegrarme
que este pueblo al que yo amo sea acusado,
sin distinción, de mi asesinato.

Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás,
la “gracia del martirio”,
debérsela a un argelino, quienquiera que sea,
sobre todo si él dice actuar en fidelidad
a lo que él cree ser el Islam.

Conozco el desprecio con que se ha podido rodear
a los argelinos tomados globalmente.

Conozco también las caricaturas del Islam
fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila,
identificando este camino religioso
con los integrismos de sus extremistas.

Argelia y el Islam, para mí son otra cosa,
es un cuerpo y un alma.

Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien
todo lo que de ellos he recibido,
encontrando muy a menudo en ellos
el hilo conductor del Evangelio
que aprendí sobre las rodillas de mi madre,
mi primerísima Iglesia,
precisamente en Argelia y, ya desde entonces,
en el respeto de los creyentes musulmanes.

Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que
me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:
“¡que diga ahora lo que piensa de esto!”
Pero estos tienen que saber que por fin será liberada
mi más punzante curiosidad.

Entonces podré, si Dios así lo quiere,
hundir mi mirada en la del Padre
para contemplar con ÉL a sus hijos del Islam tal como ÉL
los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo,
frutos de su pasión, inundados por el don del Espíritu,
cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión
y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.

Dom Christian de Chergé†
f. Luc Dochier†
p. Christophe Lebreton†
f. Michel Fleury†
p. Bruno Lemarchand†
p. Célestin Ringeard†
f. Paul Favre-Miville†

Por esta vida perdida, totalmente mía
y totalmente de ellos,
doy gracias a Dios
que parece haberla querido enteramente
para este GOZO, contra y a pesar de todo.

En este GRACIAS en el que está todo dicho,
de ahora en más, sobre mi vida,
yo los incluyo, por supuesto,
amigos de ayer y de hoy y a vosotros,
amigos de aquí,
junto a mi madre y a mi padre,
mis hermanas y hermanos y los suyos,
¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante,
que no habrás sabido lo que hacías.

Sí, para ti también quiero este GRACIAS,
y este “A-Dios” en cuyo rostro te contemplo.

Y que nos sea concedido reencontrarnos,
ladrones bienaventurados,
en el paraíso, si así lo quiere Dios,
Padre nuestro, tuyo y mío. ¡AMÉN!

Argel, 1 de diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de enero de 1994
(Abierta en el domingo de Pentecostés de 1996)