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Sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural

Intervención del cardenal Tauran en el Consejo de Europa

 


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- Ofrecemos a continuación, por su interés, la intervención que el cardenal Jean-Louis Tauran, presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, pronunció ayer ante el Consejo de Europa



La Iglesia católica y la cultura son viejos compañeros de viaje. Jesús, encarnándose, asumió todas las dimensiones de la persona humana, incluyendo la cultural. Y el concilio Vaticano II en su constitución Gaudium et spes define con términos precisos qué es la cultura: “Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano” (n. 53).

Los creyentes tienen un modo de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar su religión, de enriquecer las ciencias y las artes que proporciona a toda la comunidad humana una respuesta a los grandes interrogantes que atormentan al hombre desde siempre, los que formulaba Enmanuel Kant: “¿Qué puedo conocer, qué debo hacer, qué puedo esperar?”.

El Papa Juan Pablo II, durante su visita a la universidad de Coimbra, el 15 de mayo de 1982, observaba: “En el pasado, cuando se quería definir al hombre, casi siempre se hacía referencia a la inteligencia, a la libertad o al lenguaje. Los recientes progresos de la antropología cultural y filosófica muestran que se puede obtener una definición no menos precisa de la realidad humana refiriéndose a la cultura. Esta caracteriza al hombre y le distingue de los demás seres no menos claramente que la inteligencia, la libertad y el lenguaje”. Y durante su visita a la UNESCO el 2 de junio de 1980 no dudó en concluir su discurso diciendo: “¡Sí! El futuro del hombre depende de la cultura!”.

En este comienzo de milenio en el que la transmisión de los valores es tan difícil de llevar a cabo, las tareas de la fe cristiana en la cultura parecen más evidentes que nunca. No se trata de dictar a los hombres lo que tienen que hacer, se trata de recordarles que son los gestores de los recursos materiales y morales de este mundo en beneficio de todos, y por tanto que a ellos incumbe el deber de mantenerlos y de cultivarlos para las generaciones futuras. Les toca a ellos también hacer de moro que sus contemporáneos no se vean nunca privados de las fuentes de luz o de las propuestas de sentido capaces de iluminarles y de sostenerles: frente a los experimentos sobre lo humano, al aborto, a la eutanasia, a la banalización de la sexualidad, a la dictadura de la apariencia, deben “ser cómplices de todo lo que, en la cultura, va aún, va siempre, va ya en el sentido de lo humano y de la humanización”. También esto es amar a los propios hermanos en humanidad. Y finalmente, deben dar testimonio de la singularidad cristiana, ¡deben tener el valor de la diferencia!

Todos los creyentes deberán tomar en serio sensibilizar a los legisladores y profesores sobre la oportunidad de respetar siempre a la persona que busca la verdad frente al enigma de su condición, educar en el sentido crítico que permite elegir entre lo verdadero y lo falso, apreciar y difundir las grandes tradiciones culturales abiertas a la trascendencia, que expresan tan bien nuestra aspiración a la libertad y a la verdad.

De la misma forma es importante, en particular, que los jóvenes sean considerados iguales frente al diálogo intercultural e interreligioso: deben tener la misma posibilidad de acceder al conocimiento de su religión y de poder conocer la religión de los demás. Preocupémonos siempre de informarles sobre otras formas de pensar y de creer y disipar así sus miedos. Nosotros nos enriquecemos cada uno con las formas de pensar del otro, compartiendo lo mejor de nuestras tradiciones espirituales. No se trata de hacer concesiones a la verdad, sino de conocer al otro, de escucharle, de reconocer lo que tenemos en común y de poner este saber hacer – saber vivir – a disposición de todos.

Existe un humanismo europeo de origen cristiano. Ciertamente, no hay que minusvalorar la presencia de los judíos, la aportación de la filosofía árabe, los interrogantes de la ilustración, pero es el cristianismo el origen de muchas instituciones europeas: la escuela, la universidad, los hospitales. Este humanismo europeo ha podido hacer posible, con la excepción de una gran parte del siglo pasado, el debate entre fe y razón. Un humanismo abierto a la trascendencia que, aún hoy, a pesar del secularismo y el relativismo ambientales, permite a los cristianos – y a los creyentes en general – de recordar la prioridad de la ética sobre las ideologías del momento, el primado de la persona sobre las cosas, la superioridad del espíritu sobre la materia.

Me vuelve a la mente lo que dijo Paul Valéry en una conferencia que dió en la universidad de Zürich, a finales del 1922: “Existe Europa allí donde las influencias de Roma en la administración, de Grecia sobre el pensamiento, del cristianismo sobre la vida interior se hacen notar los tres”.

En Europa, ninguna religión puede pretender imponerse con la astucia o con la fuerza. En Europa se dialoga. En Europa la religión no sólo se hereda, sino que cada vez más a menudo se elige. Y dado que las religiones son también culturas, ¡Europa sigue siendo hoy un crisol del vivir juntos del que Estrasburgo es laboratorio y símbolo!

Por ello es oportuno que no falten nunca espacios de escucha y de compartir, como el que nos reúne esta mañana. Estos nos permiten conocer el verdadero rostro de las religiones. Auguro que el Consejo de Europa tenga siempre el valor de tomar las decisiones concretas necesarias para promover – y si es necesario defender – la libertad de religión, para denunciar toda forma de persecución, de violencia y de discriminación por motivos religiosos, en Europa y en cualquier parte del mundo.

Como creyentes, se nos ofrece un inmenso taller para trabajar juntos, en el marco del diálogo ecuménico, del diálogo interreligioso, y también con todos los que caminan hacia el Absoluto. ¡Hagamos de modo que nunca el nombre de Dios sea invocado para justificar discriminaciones y violencias!

Dejaré la tarea de concluir mi discurso al cardenal Joseph Ratzinger. En su discurso de recibimiento en la Academia de las ciencias morales y políticas del Institut de France, el 6 de noviembre de 1992, afirmaba: “No corresponde a la Iglesia ser un Estado o una parte del Estado, sino más bien una comunidad basada en convivviones (…) Debe, con la libertad que le es propia, dirigirse a la libertad de todos, de modo que las fuerzas morales de la historia sigan siendo las fuerzas del presente y que resurja siempre nueva esta evidencia de los valores sin la cual la libertad común no es posible”.