El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo II
Identidad y reconocimiento de los otros
La identidad se refiere también al ser reconocidos y afirmados por los otros
como tales. Este aspecto tiene bastante relevancia en la vida del presbítero en
nuestro tiempo, ya que cada vez que uno se pregunta y duda de su valor y su rol, y
por el reconocimiento del entorno social en que vive, es muy probable que surja un
sentimiento agudizado de autoconsciencia y se inicie un deseo escondido de revisar
y reformular la propia identidad.
Es evidente la devaluación social de la función del sacerdote, y esto no sólo en
la sociedad en general, sino en las mismas comunidades cristianas. Es igualmente
patente cómo influye este fenómeno en la identidad de los sacerdotes, cuando
sentimos el desfase entre la bella imagen teológica del presbítero y la pobre imagen
sociológica que captamos en la sociedad y a veces en nosotros mismos; no son
simplemente diferentes, sino que en muchos rasgos, llegan a ser contrapuestas;
aquella nos valoriza, esta nos puede abatir. Es un hecho, pues, que en nuestra
sociedad la imagen social del presbítero se ha devaluado hasta cotas insospechadas
hace relativamente pocas décadas.
Paralelamente padecemos un desajuste entre la oferta y la demanda de lo
religioso. Es sin duda, una de las heridas que más hondo se clava en el corazón del
presbítero. La oferta de la fe en el Dios de Jesucristo y su Buena Noticia que es el
servicio central de nuestro ministerio, son hoy débilmente estimadas; lo que da
sentido a nuestra propia vida, lo que creemos con convicción que es fuente de vida y
felicidad para el hombre, es a penas apreciado y con frecuencia desvalorizado hasta
considerarlo inútil y anacrónico. Todo ello puede socavar nuestra autoestima como
presbíteros hiriendo la propia identidad, lo cual si no es debidamente ayudado puede
generar estados anímicos como la tristeza y el escepticismo que provocan la desgana
y el desinterés por el ejercicio del ministerio.
Por otra parte, la incorporación de los laicos a la acción pastoral ha hecho que
el presbítero haya dejado de ser el protagonista casi único de la evangelización. Es
sin duda una gracia y un don del Espíritu esta presencia activa y responsable de los
laicos como partícipes, por derecho propio, de la construcción de la comunidad
eclesial. Y así es aceptado en general, pero hemos de reconocer que en una parte del
clero está suponiendo una dificultad esta emergencia del laicado bien preparado, que
no se contenta ya con ser simplemente auxiliares o meros ejecutores de lo mandado
por quiénes piensa ser los únicos responsable de la comunidad. Esta situación en
algunos sacerdotes puede socavar la estima personal y el sentido de sus funciones
ministeriales.
Identidad y pertenencia a un grupo
Otro ingrediente de la identidad madura es la pertenencia de los individuos a
grupos de referencia. Es obvio que nosotros sacerdotes pertenecemos también
sociológicamente a un grupo, la Iglesia, el presbiterio, la diócesis, una congregación
religiosa, y que ese grupo es fuertemente nuestro “grupo de referencia”. Sin embargo,
en una cultura en que la mayoría ve siempre como deseable un cambio vital, no
resulta tan obvio, sino al contrario difícil, mantener una identidad social estable y una
pertenencia firme. Y aquí no me refiero a los abandonos del ministerio, sino al
debilitamiento de esa fidelidad diaria y gozosa, a veces obscura pero que alimenta la
vida y el ministerio del presbítero, a esa pertenencia responsable que siente como
propios los gozos y los sufrimientos de la Iglesia universal, de la Iglesia local, de su
presbiterio, es decir, su “grupo de referencia”.
La Psicología ha podido constatar que cuanta más posibilidad de dar prestigio
tiene un grupo, más probable es que sus miembros se vinculen a él y de él reciban su
identidad social. Ahora bien, según hemos sugerido antes, en algunos de nuestros
contextos sociales el prestigio de la Iglesia está en entredicho. En una sociedad
secularizada no comporta prestigio el dar el nombre a un grupo cuya presencia social
es indiferente para muchos. De esta constatación surgen una serie de cuestiones que
tal vez no siempre se plantean con claridad: ¿No estará socavando este ambiente, de
un modo más menos inconsciente, nuestro sentido de pertenencia como presbíteros a
la Iglesia, o a sus realidades más cercanas, como nuestra diócesis, presbiterio o
congregación religiosa? ¿No estará sucediendo que otros grupos u otras pertenencias
pasen a ser más importantes, más significativas y por tanto más normativas o rectoras
de nuestras vidas? No son estas las únicas causas posibles de la desafección eclesial
que existe en algunos ambientes. En ellos el amor a la Iglesia y el sentido de
pertenencia a ella, está dejando de ser entrañable. La relación con los Pastores, con
los Obispos se convierte en una relación funcional, administrativa, que favorece a su
vez, un distanciamiento interior e incluso público y social de la misma Iglesia. Se
perciben, más bien, perteneciendo afectivamente a este o aquel “grupo”,
compartiendo sus análisis, sus proyectos e, incluso, en algunos grupos, sus críticas a
la Iglesia, a la que se comienza a llamar “la Iglesia oficial”.
Como presbíteros, para la gente somos quienes visibilizan públicamente a la
Iglesia; es decir somos para ellos como reflejos de la imagen que de la Iglesia tiene
la sociedad. Una imagen que comparten en ocasiones miembros de nuestras
comunidades cristianas e incluso un número no pequeño de presbíteros que
participan de las críticas y apreciaciones que los Medios de Comunicación Social
difunden, no raramente tan fuera de la verdad.
Hemos de reconocer que vivir en esta tensión produce un desgaste muy fuerte
en muchos presbíteros, de modo particular a aquellos que siente fuertemente la
necesidad pastoral de dialogar con esta sociedad y con esa cultura en un intento de no
cortar todos los puentes y encerrarnos en nuestras propias defensas.
La pérdida de la interioridad
o ¿por qué la misión nos agota tanto?
El equilibrio entre la interioridad y la exterioridad, entre la contemplación y la
acción ha sido siempre una condición básica para la madurez humana y espiritual.
Más aún, no ya el equilibrio sino la integración de acción y contemplación es el ideal
de un camino espiritual del hombre y la mujer apostólicos.
La vida del presbítero está llena de interioridad y de exterioridad, de acción y
de deseos de contemplación, pero el camino para llegar a integrarlas es delicado, y
de modo particular hoy. Es posible que en una minoría de presbíteros y religiosos
esta armonía se rompa por una interioridad desenfocada que acaba en intimismo, sin
embargo con más frecuencia la descompensación viene por la falta de esa
interioridad.
Por lo general, la actividad del sacerdote como la del religioso está
comenzando a ser preocupante. La actividad pastoral llega a ser desmesurada; en
consonancia con el modo de vivir de muchos de nuestros contemporáneos. Pero en
consonancia también con ellos frecuentemente estamos cansados e incluso con
sensación de agotamiento. El P. Kolvenbach se preguntaba en una conferencia ¿por
qué la misión nos desgasta tanto? ¿cómo estamos viviendo que nos agotamos y nos
quemamos tanto en nuestro esfuerzo por hacer el bien? La respuesta a estas preguntas
nos sitúa en el corazón mismo del modo cómo estamos viviendo la caridad pastoral.
Es evidente que el cambio demográfico que padecemos en la Iglesia de
occidente, explica mucho del cansancio, pues hacemos el mismo o más trabajo entre
menos personas o personas más envejecidas y, por tanto con menos fuerzas. Pero
hemos de reconocer que no lo explica todo. Además ya no vivimos en un mundo
natural, gobernados por los ciclos de la naturaleza. Nuestros ritmos de trabajo son
bastante artificiales. Deberíamos imponernos una tarea de ascesis, que consistiera
más que en poner o hacer ejercicios ascéticos especiales, en discernir, elegir, y
priorizar tareas para recuperar en nuestro trabajo dimensiones humanas.
Otro cansancio propio de nuestra época es la saturación, que tiene que ver con
el exceso de estímulos y solicitaciones y la poca capacidad de filtro que mostramos.
Así, parece que queremos vivir más relaciones, más actividades y más experiencias
de las que caben en una vida. Las nuevas tecnologías, el contestador automático, el
teléfono móvil, el ordenador, el correo electrónico, los nuevos medios de transporte,
las técnicas de marketing, la televisión, Internet, son magníficas ayudas para llevar
adelante nuestros trabajos pastorales, pero también son una carga impensable hace
sólo veinte años. Ya no estamos referidos a un lugar, podemos vivir con la fantasía
de la ubicuidad, estar en todas partes y localizados en cualquier momento. Tal
cantidad de estímulos día tras día acaba saturando. De nuevo la ascesis aquí consiste
en un ejercicio de la libertad, del discernimiento orante y del elegir, reduciendo la
sobreestimulación, diciendo concretos síes y noes.
Por supuesto que un cierto cansancio forma parte de la felicidad de la vida del
presbítero. El cansancio, pero no el estrés. Imagino con facilidad a S. Francisco
Javier cansado y feliz, pero no harto de todo. Sin embargo, en nuestro tiempo hay
demasiada gente –también presbíteros y religiosos– que llega a fin de curso o al fin
de semana cansada, con cierta amargura y desazón. No cansados y contentos, sino
agotados y hartos. Y no parece que sea tanto por el exceso de tarea cuanto por el
déficit de sentido en lo que hacen. Se habla también de un cansancio abstracto que
no es consecuencia de esfuerzos particulares, porque surge del simple hecho de vivir;
un cansancio “que sería equivocado combatir a base de descanso”. Este cansancio no
depende de la cantidad de actividad sino de otra cosa. Y es que, en este sinsentido
global sentimos la necesidad, como sucede a nuestros contemporáneos, al menos, de
sentirnos ante nosotros mismos y ante los demás, útiles, eficaces, e importantes, y
acabamos en un activismo poco fecundo pero que cansa. Parece que se impone
preguntarnos si, en verdad, es trabajo excesivo o más bien “paro encubierto”, si está
inspirado por la caridad pastoral o es el fruto de nuestros caprichos bajo apariencia de
celo pastoral. Lo que ciertamente consigue es dificultar los espacios interiores que
hacen posible el cultivo de la interioridad y facilitan la unificación de la persona del
presbítero.
Todas estas razones pueden hacer cundir el desánimo y hacer que la misión se
realice como teniendo que andar en el fango o en un barrizal, que es agotador. Sin
embargo, también se pueden descubrir oportunidades en esta situación. Se puede ver
como una invitación para vivir más de lo esencial, de Jesús y del Evangelio, en otras
palabras, vivir el contenido esencial de la caridad pastoral, que no es solo aquello que
hacemos sino la total donación de sí a la Iglesia compartiendo el don de Cristo y a su
imagen (PDV 23).
Otra ascesis para hacer frente a la pérdida de interioridad y a la dispersión en
la misión, es la educación de nuestros sentidos. Nosotros nos relacionamos con la
realidad a través de nuestros sentidos. Son importantes para la vida espiritual y
solemos darles poca importancia. La publicidad que nos bombardea y estimula
nuestros deseos, conoce la importancia de la sensibilidad, nos educa los sentidos y
nos enseña a desear. Podemos hacer mucha oración, reflexionar mucho, leer
magníficos libros... pero si no evangelizamos nuestra sensibilidad avanzamos poco.
No basta con la conversión de la mente y las ideas. Hay que ir descendiendo a la
conversión de los hábitos, de los modos de pensar, de valorar, de desear, hasta la
conversión de la sensibilidad. Para ello es necesario mirar mucho y amorosamente al
Jesús del Evangelio, y desear identificarse con él, para que su sensibilidad eduque la
nuestra y elaboremos respuestas ‘cristianas’. La realidad nos entra por los sentidos y
éstos están habituados a seleccionar automáticamente aquello que nos interesa. Hay
muchas realidades que “no vemos”, que “no oímos”, que “no nos gustan”, que “no
nos huelen bien” o que “no nos tocan” y a las que no prestamos atención porque
nuestros sentidos no están abiertos a ellas. Otras, en cambio, sí “vemos”, “oímos”,
“nos gustan, “nos huelen bien” y “nos tocan”. Lo evangélico ha de pertenecer a éste
segundo grupo. Lo que acabamos amando y nos acaba organizando la vida es lo que
deseamos con el corazón y lo que aceptan nuestros sentidos. Ahí está la respuesta a
un influjo más de nuestro mundo: la importancia de la educación de la sensibilidad y
del deseo. Lo evangélico tiene que ‘gustarme’ de verdad, pues al final es la
sensibilidad la que elige.
Sensibilidad sacerdotal
Es el momento de hablar, aunque solo sea brevemente, de esa “sensibilidad
sacerdotal” que se fundamenta en la ordenación sacramental, y que es signo de que el
ordenado se va haciendo existencialmente sacerdote. Hay ciertamente un vínculo
profundo entre el ministerio y la vida, pero se requiere tiempo y la actuación libre y
dócil del presbítero que acoja la gracia que le impulsa a vivir participando de la
misma caridad pastoral de Jesucristo. Por tanto, existe el riesgo de que quede
frustrado este dinamismo del Espíritu.
Se trata de un proceso en el que se va trascendiendo la mera funcionalidad
ministerial, incluso vivida con entusiasmo juvenil, y superando la perenne tentación
de vivir el sacerdocio como una “profesión”, aunque se realice con dedicación
ejemplar. En tal situación el presbítero está lejos de vivirse como respuesta a esa
“llamada misteriosa” que da sentido, unifica y conduce toda su existencia, cualquiera
sea la tarea pastoral y las circunstancias en que la desarrolla.
Vivimos en una “cultura sin vocaciones”, o al menos con un enorme déficit
vocacional. No sólo porque escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada, sino porque escasean las vocaciones sin más: también al matrimonio,
también a la medicina, a la política, al servicio público…Estaríamos en una cultura
de muchas profesiones sin vocación, es decir, con un componente muy pequeño o
nulo de “llamada”… Existen personas que han adquirido ciertos conocimientos y
competencias aptos para conseguir determinados objetivos útiles y prácticos, y eso es
lo único que la sociedad les pide, del resto no se interesa. Tales competencias ni
interfieren ni anidan en el núcleo de la persona, sólo afectan a ciertos aspectos de la
persona del profesional y en determinados momentos de su vida. Difícilmente le
unifica, e incluso, con frecuencia, ni les da sentido, ya que, en la mayor parte de las
veces, se reduce a un modus vivendi, o una simple fuente de ingresos.
En cambio, la “vocación” tiene un fuerte componente de “llamada” que
emplaza a la persona a una forma concreta de vida como respuesta. Así cuando la
“vocación” se va integrando en el presbítero afecta, “toca” existencialmente a su
persona y ésta se vive como empapada, trascendida por el Espíritu que le llamó y le
concedió el don para ejercer el ministerio en nombre de Cristo, Cabeza y Mediador.
(cf. PO 2). Se apodera de su sensibilidad, queda afectado su modo de ser y estar, su
manera de actuar, sus intereses, sus afectos, sus gustos…(la razón, el deseo, las
pulsiones, los ideales); en una palabra, configura toda su vida con Cristo sacerdote
(PO 2) y desde ahí concibe su plenitud y su felicidad. No es posible entenderse sino
como sacerdote, esté donde se esté, se haga lo que haga, sea cual sea la situación vital
El sacerdote sanado en la misericordia de Cristo.
en que se encuentre, en gozo o en tristeza, en éxito o en debilidad. Jesucristo le va
seduciendo y el presbítero se deja seducir: “Vivo yo, ya no yo, es Cristo quién vive en
mí” (Gal 2,20). Son pues todas las facetas de la vida del presbítero las que se deben ir
orientando hacia esa “figura” y “forma” del Padre que es Jesucristo Sacerdote, el
único Mediador. Este es el ideal al que somos llamados: hacer vida la íntima relación
entre “representar sacramentalmente a Cristo” e ir existencialmente
“transformándose en Cristo.”
La soledad
Quizás sea la soledad la herida que con más fuerza sentimos los sacerdotes y
los religiosos; también la que los demás nos atribuyen más frecuentemente; pero es
necesario comenzar preguntándonos si en verdad se trata de una herida que tiene su
origen en nuestra condición de célibes, o la compartimos con los demás seres
humanos.
Vivimos en una sociedad en que la soledad se ha convertido en una de las
heridas humanas más dolorosas. Una creciente competencia y rivalidad envuelve las
vidas de tanta gente y crea un fuerte sentimiento de aislamiento. Pero la soledad es
ante todo una realidad profundamente humana, que nos revela un vacío interior que
puede ser destructivo cuando se le comprende mal, pero lleno de promesas para el
que sabe llenarlo de sentido.
Asistimos con frecuencia al afán con que tantos hombres y mujeres de nuestra
sociedad desarrollada se esfuerzan por escapar de la soledad. Se está tentado de
llenar este vacío con variedad de cosas: comida, bebida, sexo, diversión, poder o
trabajo. Pero el vacío sigue ahí. Se crean expectativas de “curar” la soledad, pero
nunca son satisfechas plenamente, llevando a la frustración e incluso a la amargura.
No se puede llenar ni siquiera con la presencia de otras personas. Muchos
matrimonios fracasan porque ninguno de los dos ha sido capaz de llenar la esperanza,
a menudo escondida, de que el otro pudiera arrancarlo, o arrancarla, de su soledad.
Igualmente no pocos célibes viven con el sueño ingenuo de que su soledad
desaparecería en la intimidad del matrimonio.
A veces nosotros mismos parece que hacemos todo lo posible por evitar la
dolorosa confrontación con nuestra soledad, cuando es posible que el reconocimiento
de la propia soledad sea un hecho fundamental en nuestra existencia. Cuando el
presbítero con falsas ilusiones huye de la soledad y busca llenar el hueco que siente
en su interior, solo consigue que el dolor del corazón se acreciente, impidiendo a la
vez vivirla como fuente de interioridad y compresión humana. En cambio, si el
sufrimiento es aceptado y comprendido, el sacerdote puede convertirse en un
servidor que cura desde sus propias heridas, haciendo comprender que nada ni nadie
puede llenar la expectativa humana de absoluto, sino solo Dios.
Por eso, nuestra soledad no debe ser simplemente soportada. Así recuerda la
Exhortación “Pastores dabo vobis”: “La capacidad de mantener una soledad positiva
es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una
soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la
luz del Espíritu” (PDV 74). Hay que vivirla como un acceso a la soledad de Cristo en
su muerte, que asume todas las soledades humanas y las transforma: “Dios mío, Dios
mío, por qué me has abandonado” (Mt 27,46). Si tomamos sobre nosotros la cruz de
la soledad y caminamos con ella se revelará que la percepción moderna del yo no es
verdadera. La verdad más honda del hombre es que no estamos solos: en lo más
profundo de nuestro ser está Dios, cuyo amor sacia la soledad y nos abre a la
donación a los demás. Si logramos entrar en este desierto y encontrar allí a Dios,
seremos libres para amar gratuitamente, libremente, sin dominio ni manipulación.14
Entrar en el desierto de la soledad, tocar la “ley de la cruz” nos revuelve y nos
perturba, pero sólo ahí somos liberados del pecado, sólo ahí nuestras heridas son
curadas, porque ahí nos situamos en el meollo del misterio pascual, en el misterio de
un Dios muerto y resucitado, clave de la existencia humana y clave del misterio de
nuestra vocación sacerdotal. Compartimos las pruebas de este inicio de siglo con
muchos hermanos de nuestras comunidades, pero hay que vivirlas, “de pie junto a la
cruz” (Jn 19,25), mirando al crucificado, mirando al que traspasaron para que nos
inunde la sangre y el agua que brota de la herida de su corazón (cfr Jn 19,33), de esa
herida de amor, la que sana al mirarla como la serpiente de bronce en el desierto (Jn
3,14; 12,32). Y mirando saciarse de la belleza del rostro de Cristo crucificado y
glorioso, hasta sentir pleno nuestro corazón sacerdotal. Y entonces podremos repetir,
como Pedro en la transfiguración:¡Señor, que bien se está aquí!, (Mt 17,4). Así
desaparecerá la tristeza y la pesadumbre de nuestros ojos, será posible entender las
Escrituras y arder de alegría nuestros corazones y enviados, proclamar a todas las
gentes: es verdad, el Señor ha resucitado y le hemos conocido en el partir del pan.
(Lc 24,35).
(Fuente: Comisión del clero, CEE) |