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LA VOCACIÓN, HORIZONTE O FRONTERA II

MARC VILARASSAU ALSINA, SJ*


Grupos ignacianos

Después de este recorrido general a vista de pájaro, podemos centrarnos en nuestro entorno, el de la Compañía de Jesús y de los movimientos laicales ignacianos: ¿cómo vivimos nosotros el problema vocacional, en qué situación nos encontramos y por qué? ¿Qué pasa con los movimientos laicales ignacianos y su relación con la Compañía de Jesús? ¿Qué es lo que no funciona, pensando en clave vocacional? ¿Cómo podría funcionar mejor? ¿Qué debería cambiar, en clave de futuro y de vitalidad apostólica renovada?
Detectemos primero algunos de los problemas de los movimientos laicales ignacianos en general, al menos en Cataluña, y sin pretender generalizar. En los últimos años se ha dado en muchas de nuestras comunidades cristianas algo que podríamos llamar un cierto «principio de disgregación»: cada grupo, una comunidad; cada jesuita, un grupo; cada laico, un carisma. A menudo, los grupos de inspiración ignaciana afirmaron su identidad desmarcándose del liderazgo jesuítico que los vio nacer y crecer. Eso provocó que los jesuitas tiraran por su cuenta en el trabajo de la cantera juvenil y vocacional. El resultado ha sido una desconexión cada vez mayor de las comunidades laicales adultas con la cantera juvenil, que está resultando letal para ambas.
«A menos vida consagrada, menos vida laical»...: esa ha sido la conclusión real del proceso, y no la que se prometían algunos, con toda buena voluntad, pero ingenuamente. A mi parecer, la reversión de ese proceso es una de las mayores urgencias pastorales que debemos afrontar si queremos empezar a superar ciertos escollos identitarios en los que hace un tiempo que estamos, por así decirlo, encallados, tanto consagrados como laicos ignacianos.
Compañía de Jesús y movimiento laical ignaciano deben compartir cantera y alimentarla mutuamente, ya que en el momento en que eso deja de suceder se inicia la decadencia. Las comunidades ignacianas se alimentan de la pastoral juvenil de la Compañía de Jesús y, viceversa, las vocaciones a la Compañía de Jesús deberían salir mayoritariamente del seno de las comunidades ignacianas, en el contexto de los Ejercicios Espirituales de elección, en la etapa universitaria. Afortunadamente, parece que nos hemos dado cuenta, y en esas estamos de un tiempo a esta parte.


De la afiliación a la vocación

En relación con lo planteado hasta aquí, me gustaría analizar más a fondo algunas posibles razones de esa falta de vitalidad vocacional de nuestras comunidades. La primera cuestión que me planteo cuando pienso en ello es si no habremos apostado a menudo por una vida cristiana más centrada en la afiliación que en la vocación. «Estoy afiliado a esta comunidad, a esta parroquia, a esta comunidad de vida cristiana (CVX), a esta ideología, a estos que son de los míos..., frecuentemente contra aquellos que son los malos». Cristianismo de partido que reseca y acaba pudriendo la raíz. Desaparece la voluntad de Dios para mi vida como centro desde donde soy enviado a la Iglesia y al mundo, y aparece en su lugar mi derecho a voto: ¿a quién voy a dar mi voto como cristiano?; ¿en qué nido cristiano me quiero resguardar de la Iglesia y del mundo?; ¿en qué nicho me voy a sentir confirmado y seguro?
La gran pregunta no debería ser «a qué grupo estoy afiliado», sino «de quién recibo yo la misión». Dicho de otro modo, ¿quién me envía? La misión cristiana se recibe de alguien, y se responde de ella ante alguien: así funciona en la Iglesia desde su fundación. Jesús enviaba a los apóstoles de dos en dos y después les pedía cuentas. Y el que me da la misión tiene que estar autorizado a hacerlo para que sea misión de Jesús y no un golpe de genio del superapóstol de turno. ¡Qué mecanismos más sutiles y perversos utilizamos para apropiarnos ilícitamente de la misión...! ¡Cuántos pseudoapóstoles que se han enviado a sí mismos sin las credenciales de su Señor...! ¡Cuánta impostura disfrazada de perfección moral, de autoridad esotérica, de liderazgo carismático...! ¡Cuánto guru emocional...! Y así nos convertimos en cristianos que van por libre, en almas puras que profesan un cristianismo de buenas intenciones y grandes eslóganes, pero vacío por dentro. Eso mata la vitalidad y las vocaciones.


Del pacto a la alianza

De esta manera, nos hemos ido convirtiendo más en cristianos del pacto que de la Alianza. Hacemos un pacto con Dios: «mira, yo te doy mi voto, voy a la Eucaristía, soy catequista, toco la guitarra, hago el camino de Santiago o voy a Taizé cada verano..., y tú te estás tranquilito, sin darme sobresaltos». Nos acostumbramos a Dios y hacemos nuestros planes al margen de Él, esperando que venga a rubricar nuestras opciones en el último momento. Dicho de otra manera, nosotros rellenamos todos los apartados del contrato y, una vez controlados todos los flecos, le presentamos el contrato de nuestra vida a Dios para que lo firme. Aquí empieza y acaba el protagonismo que le damos a Dios: Él es el big boss que nos protege y firma los cheques; el resto es cosa nuestra.
Pero vivir en clave vocacional es otro asunto. Para empezar, consiste en presentarle a Dios el contrato de nuestra vida, por nuestra parte casi en blanco. Un contrato que hemos recibido de Él y que lleva ya escritas algunas de sus cláusulas más importantes. Para, a partir de ahí, ir escribiendo con Él las concreciones e ir definiendo las opciones que nos acercan más a nuestra felicidad, vista esta no tanto con nuestros ojos, sino con los suyos, que son los definitivos. Y en ese contrato el apartado de la vocación consagrada es uno de los que aparecen primero: «te lo ofrezco antes que cualquier otra posibilidad; si tú quieres, no se hable más». Esa sería, a mi parecer, la actitud que deberíamos promover en nuestras comunidades si queremos recuperar la vitalidad apostólica y vocacional; actitud, por otro lado, que propone Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales.
De lo contrario, ¡con qué facilidad caemos en ese cristianismo pactista del «no hace falta»...!: «no hace falta ser sacerdote para poder animar una comunidad; no hace falta ser religioso para vivir la entrega a la misión con exclusividad; no hace falta consagrarse para poder vivir la vocación con radicalidad; no hace falta...». Pero ¿qué esconde esta postura? Una desconfianza de los carismas que el Espíritu ha ido suscitando en la Iglesia; una dejación de responsabilidad respecto de nuestra tradición y su continuidad; un falso idealismo que busca siempre la novedad como una huida hacia adelante; un falso espíritu de fundador que al final siempre queda en un grupito que no sobrevive a sí mismo; una ingenuidad simplona que piensa que los carismas se pueden vivir sin institución y que la institución, lejos de protegerlos, acaba siempre matándolos.


Diversidad de carismas

La Iglesia se organiza desde los inicios carismáticamente, porque es el Espíritu el que la rige y la conduce. Los carismas se validan en Iglesia, se confirman y se reconocen eclesialmente, porque no son carismas para uno, sino para el cuerpo. Puede que haya cosas de la organización de la Iglesia que nos disgusten o con las que estemos en desacuerdo, pero no las vamos a cambiar creando una mini-iglesia paralela. En todo caso, lo que no vamos a cambiar es la organización carismática de la Iglesia, la estructuración del cuerpo según las vocaciones que el Espíritu Santo suscita en su seno, vocaciones que se reciben individualmente, pero que se confirman y se consagran comunitariamente.
Habrá quien considere que la vida religiosa tradicional es un carisma ya agotado en la Iglesia (hay quien lo defiende, tanto por la izquierda como por la derecha), y que hay que buscar nuevas formas más adaptadas a nuestra sensibilidad contemporánea. Sea como fuere, el carisma de la vida consagrada no es un lujo innecesario en la Iglesia, sino uno de los signos imprescindibles para todo el cuerpo de su vitalidad espiritual y de su radicalidad evangélica.


La Iglesia, horizonte o frontera

Como colofón, me parece oportuno detenerme precisamente en la Iglesia como frontera. Me atrevería a afirmar que nuestro futuro vocacional se juega en una profunda reforma de nuestro sentir con la Iglesia; reforma no meramente cosmética o estratégica, sino verdaderamente espiritual, que restaure de raíz nuestra identidad jesuítica e ignaciana.
Hay quien todavía mira la frontera desde dentro y dice: «extra ecclesiam nulla sallus» (fuera de la Iglesia no hay salvación); otros, en cambio, la miran desde fuera y exclaman: «intra ecclesiam nulla sallus» (dentro de la Iglesia no hay salvación). ¿Cómo salir de esta dicotomía tan falsa como fatal? Si bien no es cierto que fuera de la iglesia no hay salvación, sí lo es que al margen de ella no la hay. «Fuera» de la Iglesia, quizá sí, pero no «sin» ella o «al margen de» ella. La salvación cristiana pasa por la historia y lo concreto de su cuerpo visible, ya que, de lo contrario, quizá sea salvación, pero no será cristiana.
El dogma cristiano de la encarnación no afecta solo a la asunción de una carne biológica en Jesús de Nazaret, sino también de una carne histórica en la Iglesia. Sigue siendo válido para su cuerpo histórico lo que lo fue para su cuerpo biológico: que solo se puede salvar lo que se asume plenamente. Dios asume plenamente su cuerpo histórico como prolongación de su cuerpo humano, plenamente humano. Y lo asume salvándolo y para la salvación, para ser signo y sacramento de salvación ofrecida a todos los hombres. Este es el origen y la finalidad de la Iglesia, y para esto pervive en la historia hasta el fin de los tiempos, cuando Dios lo será todo en todos.


Empatía con la Iglesia

No hay vocaciones sin una inequívoca empatía con la Iglesia, con sus sufrimientos, con su desconcierto, con sus miedos y sus carencias...; pero también, y sobre todo, con sus gozos y sus esperanzas, que son muchas. Estamos en esto bajo el signo de Rut: no lo entiendo todo, no lo comparto todo..., pero «tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios». El deseo de seguir a Jesús, la obediencia a su voluntad, pasa también por este Getsemaní eclesial. La frontera pasa de golpe por el interior de la Iglesia, de mi vinculación a ella, ya no separando, sino uniendo mis dudas y mi confianza.
La encarnación es dolorosa, la carne impone una exasperante lentitud al espíritu, y es que la encarnación es la kénosis del espíritu... Nosotros querríamos liberarlo de la carne y de la historia, dejándolo volar libre, sin ataduras, sin estructuras, sin mediaciones humanas, sin ambigüedades, puro como la energía, libre como nuestros inciensos aromáticos que sobrevuelan la realidad sin aterrizar en ella..., pero Dios no.
La iglesia católica tiene sus defectos, sus desavenencias, sus disensiones, pero se mantiene indefectiblemente una en la diversidad. Creo que este aspecto no se calibra lo suficiente cuando se sitúa uno en esa frontera eclesial donde se perciben más las sacudidas y las dificultades que las virtudes. Se habla mucho en el presente de la «fidelidad creativa», y yo deseo que sea más que un eslogan elegante para salir del paso y contentar a todos. La fidelidad no puede ser más que creativa, al menos si nos situamos dentro de la tradición ignaciana de servir a la Iglesia, dispuestos a acudir a sus fronteras y ampliar sus horizontes, también vocacionales.


Conclusión

Llegamos en este punto al final del artículo. Quizá me haya excedido en algunos criterios y en algunas conclusiones, o tal vez haya simplificado más de lo justo o haya caído también yo en el eslogan fácil que suelo denunciar. Espero, sin embargo, no haberme «pasado demasiados pueblos» en el intento, y que lo incisivo de algunas afirmaciones, más que dificultarlo, ayude al debate y enriquezca nuestros análisis. Reconozco que no es un artículo preciosista, sino más bien trazado a brocha gorda (así me salen los escritos últimamente). Quizá estoy en una fase de mi vida en que necesito sacarlo todo a lo bruto antes que poner orden y concierto. Yo también estoy en «crisis», espero que en positivo, es decir, en fase de revisión y de autocrítica. Y este tema de las vocaciones me afecta profundamente, no solo por el interés legítimo de tener compañeros de camino con los que compartir vida y misión, sino también por el aprecio que siento por una forma de vida que es uno de los motores más eficaces de la vitalidad apostólica y espiritual de nuestra Iglesia.


(Fuente: Marc Vilarassau Alsina SJ, Sal Terrae, enero 2011)