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LA VOCACIÓN, HORIZONTE O FRONTERA I

 


MARC VILARASSAU ALSINA, SJ*


«Queridos Reyes Magos…
os pido más vocaciones a la vida consagrada»

Debo empezar este artículo con algunos previos. Soy jesuita y voy a hablar de las vocaciones a la vida consagrada desde esta perspectiva. Creo que la Iglesia necesita vocaciones consagradas, tanto a la vida religiosa como a la sacerdotal. Las necesita para llevar adelante su misión de evangelización y de animación comunitaria de la fe cristiana. Pero también como signo para todos de que el seguimiento de Jesús en pobreza, castidad y obediencia puede llenar toda una vida. En Occidente, y particularmente en Europa, se habla mucho de crisis de las vocaciones consagradas, y no voy a ser yo ahora quien la niegue. Siguen siendo ciertas aquellas palabras de Jesús: «Es mucha la mies, y pocos los segadores». Más aún en nuestros días, cuando sentimos con especial intensidad la radical reducción demográfica de la población consagrada en los últimos treinta años.
Me gustaría analizar aquí algunos porqués de esa reducción y proponer algunas pistas que nos ayuden a modificar esa tendencia, huyendo por igual del derrotismo y de la complacencia. No se trata de idear nuevas estrategias, afinar más en el marketing, o introducir algunos cambios superficiales; se trata, más bien, de inaugurar y promover una nueva cultura vocacional que transforme de raíz nuestras actitudes y nuestras perspectivas de futuro. Se trata de convertir el tema vocacional en nuestras comunidades cristianas, no en una frontera que ya no podemos traspasar, sino en un horizonte hacia el que tender de nuevo.


El prejuicio ideológico como frontera

La primera frontera que nos ha frenado y deberíamos tratar de superar es la frontera ideológica. Clerical, anticlerical; «carca», «progre»; derechas, izquierdas... son extremos que te sitúan necesariamente a un lado u otro de la frontera. No hay lugar posible de encuentro, sino exclusivamente de confrontación. Se trata de una frontera nítidamente trazada entre la tendencia nostálgica que abanderó las opciones aperturistas nacidas del Concilio Vaticano II y una tendencia restauracionista en la Iglesia que pasa factura de los excesos de esas opciones aperturistas volviendo a «lo de antes» con un encono exacerbado. Cada sector construye su propio muro, cada vez más alto; y si no te alineas a tiempo, corres el riesgo de quedar aislado en tierra de nadie. Y mucho me temo que, en esa contraposición, los aperturistas tenemos todas las de perder, si no las hemos perdido ya todas, y no siempre por culpa de los otros, como ahora me gustaría poder mostrar.
¡Cuánto tiempo y energía perdemos en España (especialmente en España) pasando el filtro de la afiliación (¿a qué sector estás afiliado?) antes de dignarnos escuchar a alguien, acoger una idea, incorporar una propuesta...! Lo primero es colocar a la persona en un bando, saber si es de los nuestros o de los otros. Padecemos una ansiedad etiquetadora. Eso suele simplificar el pensamiento y empobrecer las ideas. Y eso lo hacen estupendamente tanto los «carcas» como los «progres». Hay una ortodoxia rancia que funciona imponiendo una serie de clichés que incorporan necesariamente un discurso perteneciente a una determinada línea ideológica. Recuerdo a algunos compañeros que, para calibrar la ortodoxia de un discurso, contaban las veces que contenía la palabra «pobres». ¡Vaya manera de empobrecer un discurso... y de convertir a los pobres en una muletilla ideológica...! Esos compañeros «progres» hacían exactamente lo mismo que algunos seminaristas «carcas» que contaban las citas del magisterio de la Iglesia para certificar el valor de un determinado discurso teológico. Todos ellos, aunque fuera desde escenarios opuestos, tocaban el mismo tipo de música.
Y como yo me encuentro, por historia y por afiliación, del lado de los «progres», se me va a permitir hacer autocrítica. No siempre ha sido ni es culpa de los «carcas». También nosotros hemos utilizado a los «carcas» como coartada para mantener vivo nuestro discurso y justificar nuestras lamentaciones. ¿Cuántos iconos de lo «carca» hemos erigido para parapetarnos en contra de ellos? El clergyman, el hábito, el arrodillarse en misa, el rosario, la piedad popular, el incienso, la liturgia, el respeto a la jerarquía, la figura del papa, los tópicos periodísticos de la moral católica...: con todos estos iconos y unos cuantos más hemos levantado nosotros la frontera, como si lo importante fuera eso. Traspasar alguno de esos obstáculos te hacía incurrir ipso facto en la excomunión. Y así nos hemos ido empobreciendo, perdiendo las fuerzas con contraposiciones ideológicas de opereta, pagando con la misma moneda a quienes confieren a esos iconos un valor absoluto. El problema de los «progres» no ha sido la falta de pureza ideológica, como pretenden algunos que siguen tirando balones fuera, sino la falta de vitalidad espiritual y apostólica. Ahí es donde debe residir la autocrítica necesaria, si queremos no seguir anclados en la autojustificación barata. Esa falta de vitalidad espiritual y apostólica constituye, a mi parecer, la principal causa de nuestra sequía vocacional.


Falta de vitalidad

¿Puede una comunidad cristiana mantener su vitalidad espiritual y apostólica sin un aprecio real de la vocación consagrada? ¿Puede uno ser cristiano a fondo sin haberse planteado nunca seriamente esa posibilidad como voluntad de Dios para su vida? En nuestras comunidades cristianas, muy pocos parecen plantearse la vocación religiosa y sacerdotal como horizonte vital posible. Pero es que muy pocos se plantean la vocación matrimonial y familiar también como llamada de Dios, como concreción de la misión de anunciar el Reino de Dios. ¿No denota esto una falta de vitalidad preocupante de cara al futuro?
Pero no es igual en todas partes; se dan perfiles bastante diferenciados que vale la pena tener en cuenta para ver si son circunstanciales o si denotan tendencias de fondo a las que convendría prestar más atención. Por un lado, hay movimientos, monasterios, órdenes religiosas, seminarios... que, dada la tendencia generalizada, parecen eludir la carencia vocacional con sorprendente holgura. Por otro lado, tenemos muchos de los seminarios diocesanos y la mayoría de las formas tradicionales de la vida religiosa, tanto activa como contemplativa, que basculan entre la lenta y simple disolución y una supervivencia a menudo renqueante e incierta, aliviada ocasionalmente por vocaciones venidas de otras latitudes.
No pretendo analizar aquí las causas de estas diferencias, pero sí tratar de ver cómo se plantean unos y otros el aspecto vocacional, no en las grandes proclamas, sino en las actitudes y en los discursos ordinarios. ¿Cómo se valora, en unos y otros ambientes religiosos, el tema vocacional? ¿Qué posición ocupa en el ranking de prioridades reales? ¿Qué medios se le dedica? ¿Cómo afecta a la organización, a la planificación y a la identidad del grupo de cara a su misión en la Iglesia?


Grupos con tasa vocacional negativa

Hay grupos que llamaremos «viejos». Grupos con más salidas que entradas, en los que la tasa de mortalidad supera la tasa de natalidad. Pero quisiera poner el acento no tanto en la cuestión de la edad o el número cuanto en la de la actitud. Llamo «grupos viejos» a aquellos que han gastado la munición fuerte, y solo les queda la nostalgia y una cierta amargura. Creyeron que esto de las vocaciones era asunto exclusivamente del espíritu y que bastaba con «ser auténticos», que el resto ya vendría. Se parecen a mi amigo artista, que dice que para vender cuadros no hace falta marchante; que si son buenos, se venden solos. Y así le va: que no vende ni una rosca. Es la tentación del puritanismo, del cristianismo ético de los perfectos. Aunque puedan todavía publicar documentos sobre la importancia de la promoción vocacional, estos grupos ya no se lo creen, han empezado hace tiempo a bajar persianas y han colgado en un lugar bien visible el rótulo «se liquida el stock». Se empezó con eso tan evangélico de ser levadura en la masa, pasar desapercibido..., y se olvidó que, si desaparece la masa, ¿para qué sirve la levadura? Si desaparece el misionero, acaba desapareciendo también el Evangelio.
Luego, cuando ya era demasiado tarde, se encontró el filón: los laicos. Para estos grupos viejos y resignados la solución es clara: se ha acabado el tiempo de la vida consagrada, para dejar paso a los laicos: son ellos los que han de llevar la Iglesia, los que han de darle su carácter testimonial, los que han de gobernarla, los que han de dar cuenta de todos los carismas, los que han de orar a todas horas, los que han de estar en el mundo, los que han de cuidar de la prole, los que han de asegurar la cadena de transmisión..., llevando de esta manera a lo que yo llamo el colapso laical, una especie de sobrecarga que ha llevado a los laicos primero, y a todo el sistema después, a una especie de cortocircuito. Se empezó bien y se acabó mal, cayendo en esta trampa mortal en la que muchos han quedado embarrancados: «cuanto más consagrado, menos laico; cuanto más laico, menos consagrado». Craso error.


Grupos con tasa vocacional positiva

Por otro lado, hay grupos que llamaremos «nuevos», grupos, en definitiva, que se renuevan vocacionalmente, con una tasa de natalidad positiva, equilibrados demográficamente, por decirlo de alguna manera. Dejando de lado un cierto triunfalismo ingenuo, propio de estos grupos, y con los pies en la tierra –pues a menudo los grandes crecimientos y entusiasmos del hoy hacen más dura la penuria vocacional del mañana–, me interesa observar algunas de las características de estos movimientos que sí viven la vida cristiana con un cierto optimismo vocacional. Uno de los aspectos que sorprenden en primera instancia es la unidad de laicos y consagrados en un mismo entorno comunitario. Digo «unidad», no mezcla ni confusión; cada cual con su identidad específica, sanamente asumida y vivida como complemento, nunca como competencia desleal. Un segundo aspecto que va asociado casi siempre al primero es la valoración positiva que en estos grupos se da de la vida consagrada. La vocación religiosa o sacerdotal tiene un cierto rango de prestigio en el grupo, es preservada como algo valioso para el grupo entero, aunque sea minoritario, precisamente por ser minoritario, como un activo que hay que proteger e incentivar.
Un tercer aspecto es que existe un claro liderazgo en la comunidad; liderazgo en el sentido evangélico, como no puede ser de otra manera; liderazgo en orden a la misión: alguien que envía y alguien que es enviado; alguien que convoca y alguien que es convocado; alguien que preside y alguien que es presidido. Otro aspecto que aparece de forma invariable en estos grupos es una clara vocación al matrimonio centrada en la familia y los hijos como misión prioritaria, sin que ello implique dejación de otros aspectos de la misión y de la gestión comunitaria. La familia como misión vivida en profundidad y plenitud, sin complejos, así como la educación de los hijos y el asegurar la continuidad en la cadena de transmisión de la fe. Un último aspecto que merece la pena destacar, dado el objetivo que nos ocupa, es la conciencia colectiva de la importancia del cuidado de la «cantera», el futuro del grupo y su supervivencia, que pasa por la responsabilidad de todos, cada uno a su nivel.


(Fuente: Marc Vilarassau Alsina SJ, Sal Terrae, enero 2011)