volver al menú
 
La identidad y la
espiritualidad del sacerdote a
la luz de la vocación laical
II

Continuando con la reflexión iniciada en el número anterior, el autor propone recentrar la vida y la espiritualidad del ministerio sacerdotal en aquellas cuestiones que le son esenciales y específicas.

A favor de la centralidad fontal de la Eucaristía

Cuando indicamos que colaborar con la dirección del cuidado pastoral de la parroquia no es "suplir o sustituir" al sacerdote, no olvidamos que la expresión "párroco" implica funciones especialmente encomendadas a él, algunas de las cuales derivan del Orden Sagrado, como "la celebración eucarística más solemne los domingos y días de precepto" (CIC 530, 7). En este sentido, el sacerdote es "insustituible", ya que la comunidad, que no se entiende sin la Eucaristía, tampoco se entiende sin el sacerdote (Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, 7, 14). En este mismo sentido la declaración Dominus Iesus ha dicho que donde no está presente el misterio eucarístico en su íntegra substancia, o donde no es válidamente celebrado por ausencia de sucesión apostólica, no hay Iglesia "en sentido propio" (Dominus Iesus, 17b), lo cual sólo puede entenderse correctamente desde la convicción de que la Eucaristía es el centro y la fuente principal de la vida comunitaria eclesial. Pero esta centralidad de la Eucaristía, que requiere necesariamente de un sacerdote que la presida, no exige que el sacerdote deba ejercer por sí mismo todas las funciones que impliquen alguna autoridad o alguna decisión en una comunidad pues es esta misma centralidad la que plantea hoy la exigencia de que el párroco delegue en otros muchas de las funciones con las que tradicionalmente se ha sobrecargado su ministerio. Porque esa sobrecarga es lo que impide muchas veces la celebración digna, frecuente y bien preparada de la Eucaristía, y la administración de la Reconciliación que permita a muchos fieles acceder a la comunión sacramental. Además, son muchísimas las poblaciones rurales, aunque no sean parroquias, que carecen de un sacerdote residente, y sólo tienen Misa una vez al mes o incluso una vez al año. Por lo tanto la comunión eucarística y la dimensión celebrativa de la vida cristiana quedan reducidas a la más pobre y mínima expresión. Y, puesto que normalmente no hay una persona responsable del cuidado pastoral de esas comunidades pequeñas, y todo depende de las esporádicas y veloces visitas del "todopoderoso" párroco, la vida comunitaria y evangelizadora de esas comunidades carece del necesario estímulo y también se empobrece enormemente. El temor a opacar la figura del sacerdote atenta así contra la finalidad principal del sacerdocio que es la santificación de los fieles. Pensemos también en los sectores marginales de las grandes ciudades, que a veces son parte de parroquias inmensas. Es cierto que los fieles podrían trasladarse a las sedes parroquiales, pero muchos de ellos sólo pueden hacerlo los fines de semana, y difícilmente encuentran al sacerdote disponible para confesar. Si el sacerdote, en cambio, no tuviera tantas reuniones y actividades que planificar y preparar, porque ha delegado esas funciones, podría acercarse por las noches o en distintos horarios durante la semana para ofrecer a los fieles ese servicio sacerdotal y además visitar a los enfermos de ese sector.

Podría objetarse que los laicos no están preparados para asumir variadas funciones. Pero se olvida que el mejor aprendizaje se da, precisamente, a partir de las exigencias y desafíos de la práctica. ¿De hecho no es así como aprenden muchas cosas, mejor que en el seminario, muchos sacerdotes jóvenes? ¿No es constatable también que muchos sacerdotes recién ordenados muestran una menor capacidad que algunos laicos para formar a otros con una enseñanza catequística bien adaptada al lenguaje del interlocutor, para tomar decisiones con sentido común, para aconsejar a otros, etc.? Los que enseñamos en facultades de teología podemos constatar también que, muchas veces, algunos alumnos laicos adquieren un juicio teológico mucho más seguro, maduro y completo, e incluso una mejor capacidad de discernimiento moral, espiritual y pastoral que el de candidatos al sacerdocio; y no podemos pensar que la ordenación sacerdotal modificará mágicamente esa situación. Es fácil advertir que muchos sacerdotes no están naturalmente dotados para un ejercicio destacable de algunas de las funciones que actualmente tienen los párrocos.

Mediación funcional y subordinada

Intentando ubicar el ministerio sacerdotal en el contexto de la vida de la Iglesia, podemos decir también que, así como la mediación del sacerdote es inferior y subordinada a la del sacramento de la Eucaristía, también es inferior y subordinada a otras mediaciones más centrales y fundamentales: la de María y la de la comunidad.

1. Con respecto a la prioridad de la mediación de María, tenemos que decir lo mismo que decíamos de la Eucaristía: es ciertamente mucho más importante la relación del fiel con María que con el sacerdote, porque la mediación materna de María no es una mera función, y la del sacerdote sí lo es (aunque sea indispensable para la celebración eucarística). Esta superioridad de la mediación mariana vale también con respecto al ministerio del Papa y de los obispos:

"La dimensión mariana de la Iglesia antecede a la petrina, aunque esté estrechamente unida a ella y sea complementaria. María, la inmaculada, precede a cualquier otro, y obviamente al mismo Pedro y a los apóstoles, no sólo porque Pedro y los apóstoles, proviniendo de la masa del género humano que nace bajo el pecado, forman parte de la Iglesia sancta ex peccatoribus, sino también porque su triple ministerio no tiende más que a formar a la Iglesia en ese ideal de santidad, que ya está formado y figurado en María". (Juan Pablo II, Alocución a los Cardenales y Prelados de la Curia Romana, 22/12/1987).

2. Con respecto a la mediación de la comunidad, tenemos que decir que es superior a la mediación del sacerdote, porque no hay vida cristiana sin atender a su dimensión comunitaria que procede necesariamente del dinamismo de la Gracia; pero sí puede haber Gracia donde el sacerdote no está presente (por impedimentos geográficos, porque se está de buena fe en otra comunidad eclesial o en otra religión, etc.). En estos casos, la vida de la Gracia de la persona no dejará de proceder del centro vital que es la Eucaristía, ni dejará de estar ligada a la mediación femenina de María en el corazón de la Iglesia, aunque no tenga una relación directa con el sacerdocio ministerial. Pero siempre será indispensable, para que esa persona pueda vivir en Gracia, una apertura a los hermanos.

Concluimos, entonces, que la mediación eucarística junto con la mariana y la comunitaria son fundamentales, mientras la mediación del sacerdote ministro es meramente funcional y subordinada a ellas. Esto es lo que se quiere afirmar cuando se sostiene que el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

Al servicio del Padre y Pastor

Un riesgo de estas figuras aplicadas a los ministros es el de una sacralización y mitificación que lleva a opacar el lugar de Dios, desplazado por la figura del sacerdote. Por algo Jesús pedía: "A nadie llamen padre, a nadie llamen maestro..." (Mt 23, 8-10). Y esta advertencia se dirigía particularmente a los fariseos, a quienes les agradaba hacerse llamar "mi maestro" (Mt 23, 6-7).

Esto no niega que podamos vivir una suerte de participación de esas atribuciones que en primer lugar deben aplicarse a Jesús o a Dios. Algunos textos bíblicos nos muestran la legitimidad de ese procedimiento:

  • A los dirigentes de las comunidades se los considera pastores que apacientan la grey (1Ped 5, 2), si bien se los exhorta a no comportarse como tiranos (5, 3) y a someterse al supremo Pastor (5, 4).
  • En Hech 20, 28 se llama pastores a los que cuidan la comunidad, si bien se les recuerda que la Iglesia no es de ellos sino de Dios, que la compró con la sangre de su Hijo. Por eso mismo Jesús dijo a Pedro: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17).
  • Pablo pide que en sus comunidades lo consideren como un padre (2Cor 6, 11-13; 12, 14-15; 1Tes 2, 11-12), y como su único padre (1Cor 4, 14-16), y defiende esa función con uñas y dientes (2Cor 7, 2-4; 10, 7-18; 11, 1-6. 16-19). Pero eso debe entenderse desde la preocupación del Apóstol por salvar la autenticidad del mensaje evangélico, evitando que las comunidades abandonaran el Evangelio detrás de falsas propuestas (2Cor 11, 13-14).

Es cierto que el riesgo de mitificar las funciones en la Iglesia puede darse también en los ministerios laicales, donde suele haber liderazgos excesivamente personalistas; pero también es cierto que ese riesgo es mayor y más frecuente porque las figuras de padre y pastor se concentran excesiva o exclusivamente en el sacerdote, olvidando que también son padres, madres, pastores y maestros los catequistas, los misioneros estables, los variados agentes pastorales. Ellos generalmente ejercen, con los que están a su cargo, una paternidad o un pastoreo que en la práctica suele ser más cercano, íntimo, frecuente y significativo que el del sacerdote de la comunidad.

Con estilo sacerdotal y personal

No está todo dicho. También hay que reconocer que, si bien estas figuras pueden utilizarse para describir a cualquier cristiano, la función del sacerdote como ministro de los sacramentos las reviste con notas peculiares y exclusivas del sacerdocio: sólo él es padre en cuanto hace presente a Cristo donándose como alimento en la Eucaristía; sólo él es pastor en cuanto hace presente a Cristo que cura a los fieles del pecado en el Sacramento del perdón y unge a los enfermos. Sólo él es pescador en cuanto su función de presidir la celebración eucarística y la Reconciliación sacramental que es su modo peculiar de echar las redes en los corazones humanos.

Por otra parte, como toda experiencia humana y espiritual, el ejercicio del ministerio sacerdotal es complejo y no es vivido por todos de la misma manera. Las situaciones, los temperamentos y los momentos históricos son variados e imprimen variedad a la vivencia del sacerdocio. Por eso, aunque haya un núcleo esencial y común, es cierto que en determinadas personas, ocasiones y épocas ese núcleo puede vivirse y describirse con matices diversos y de diferentes maneras.

Sacerdocio ministerial

Hay que advertir cuidadosamente que hay una concepción sacerdotal aparentemente progresista y actualizada, que pretende alejarse de una concepción tradicional sacramentalista, pero al hacerlo no hace más que alimentar el clericalismo. Esto sucede precisamente porque concentra en la figura sacerdotal una multitud de funciones que en realidad deben ser realizadas por la comunidad en su conjunto. Desde mi punto de vista, es precisamente la concepción tradicional del sacerdocio la que da mayor lugar a un sacerdocio auténticamente participativo.

Los documentos de la Iglesia, muestran con claridad una imagen sacerdotal cuya especificidad está en relación con la Eucaristía y la Reconciliación. Veamos, para ilustrar esto, algunos textos de Presbyterorum Ordinis:

  • "De entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados" (2).
  • "Como ministros sagrados, señaladamente en el sacrificio de la Misa, los presbíteros representan a Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima por la santificación de los hombres... En el sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención" (13). 
  • "De modo semejante, en la administración de los sacramentos se unen a la intención y caridad de Cristo, cosa que hacen de manera especial cuando se muestran en todo momento y de todo punto dispuestos a ejercer el ministerio del sacramento de la penitencia cuantas veces se lo pidan razonablemente los fieles" (13).

Siempre que la Iglesia quiso especificar el punto clave para distinguir el sacerdocio ministerial del sacerdocio común de los fieles, señaló claramente la potestad para celebrar estos Sacramentos.

La disminución del número de seminaristas, las deserciones sacerdotales y las nuevas dificultades que se avisoran en el futuro de muchos países, donde la cantidad de sacerdotes no será suficiente para mantener los servicios pastorales que se estaban prestando hasta el momento, pueden ser un signo providencial a través del cual el Espíritu nos invita a volver a la esencia del sacerdocio y a fomentar y desarrollar la variedad de ministerios, que no tienen por qué ser exclusivos del sacerdote.

Pero la misma situación actual debería interpelarnos. Porque aún reduciendo la actividad del sacerdote a la celebración eucarística, a la administración privada de la Reconciliación y a la Unción de los enfermos, podemos advertir que los sacerdotes no están prestando un buen servicio: las personas tienen gran dificultad para encontrar un sacerdote que los confiese, y muchos lugares periféricos no tienen un centro de culto en el que se celebre semanalmente la Eucaristía. Muchos sacerdotes prefieren no predicar sobre la necesidad de la confesión sacramental, porque si todos los fieles decidieran confesar sus pecados al menos una vez al año, no tendrían tiempo para atenderlos.

Por consiguiente, hay que advertir que es al menos poco realista sobrecargar la figura sacerdotal, que se presenta a los seminaristas, con múltiples funciones que no le permitirán cumplir con lo que sólo él, sacerdote, podrá hacer.

Consecuencias existenciales para el sacerdote

Esta vuelta a lo esencial y específico del sacerdocio ministerial, situado en el contexto de una amplia variedad de ministerios laicales, puede permitir una vivencia del ministerio que plenifique al sacerdote en lugar de destruirlo y llenarlo de tensiones. En síntesis, las características de un ministerio podrían ser las siguientes:

1. Una vida plenamente entregada a su ministerio, pero con el gusto de una actividad que puede prepararse y ejecutarse con serenidad, de un modo humano y humanizante.

2. Una mayor disposición a vivir una espiritualidad de la acción y no al margen de ella: una espiritualidad que consiste en contemplar gozosamente la acción de Dios y su belleza en el mismo ejercicio del ministerio.

3. El desarrollo de actitudes más auténticas y significativas de caridad fraterna (pastoral) en la acogida cordial, cercana y disponible a las personas, en un trato amable y sin prisas.

4. Una vivencia más comunitaria de la actividad evangelizadora, menos solitaria e individualista, liberada del terrible peso de tener que hacerlo todo.

5. Un mayor enriquecimiento y gozo a partir del desarrollo de los carismas ajenos y de una variada y fecunda vida comunitaria que lo alimenta también a él como cristiano.

6. La desaparición de las permanentes excusas de falta de tiempo que justifican un mal cumplimiento de sus funciones específicas (la celebración de la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la Unción de enfermos), las cuales estarán más sometidas al discernimiento, la exigencia y el estímulo de la comunidad evangelizadora, que no admite parásitos: "El que no quiera trabajar que tampoco coma" (2Tes 3, 10-11).

7. La posibilidad de explotar mejor las exigencias que brotan de su cercanía a la Eucaristía: el carisma de la unidad y las exigencias sociales de la Eucaristía.

(Tomado de la revista Vida Pastoral de Argentina, n. 250)