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LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES DEBE ADAPTARSE A CADA MOMENTO DE LA HISTORIA

(Conferencia del cardenal DANNEELS)

 

 

            A modo de introducción a este symposium, se me ha pedido que sitúe a grandes rasgos el estado de la cuestión en lo que respecta a  la formación de los sacerdotes después del Concilio: retos, objetivos cumplidos y objetivos pendientes de cumplimiento.

            Me limitaré a proporcionaros algunos puntos de reflexión porque, detrás de mí, otros conferenciantes os explicarán lo que tenga necesidad de ser explicado, presentarán interrogantes y encuadrarán  los problemas.

            Como es natural, yo debo limitar mi exposición, porque no puedo decirlo todo. Quisiera, en primer lugar, remitiros a la instrucción postsinodal “Pastores dabo vobis”, aparecida en 1992, que contiene muchos elementos de reflexión; ella señala la situación general de las vocaciones y de la formación de los sacerdotes en la Iglesia. Y, como quiera que soy obispo de Europa occidental, debo limitar mi reflexión a Europa occidental. Por otra parte, poco es lo que puedo decir de África, de Asia, de América Latina, aunque... Hablaré, pues, de la situación y de los retos en Europa occidental, incluyendo América del Norte, EE.UU. y Canadá, rogando que me excusáis por los límites impuestos, límites por otra parte necesarios por la discreción exigida en esta exposición.

            Advierto que hablaré en nombre propio, lo cual quiere decir que pondré sobre la mesa algunos juicios y opiniones que son discutibles. Pero convencido de que sólo desde la confrontación de ideas brota paulatinamente la luz. En una palabra, diré lo que pienso, pero sin pretensiones de  monopolizar la verdad. Todo lo que voy a decir es el resultado de veinte años de episcopado en Bélgica, en Europa occidental, en un mundo profundamente secularizado.

            El objetivo, la “meta” del seminario, de la formación en el seminario es éste: formar el sacerdote eterno tal como Jesús lo ha querido en el evangelio, formar sacerdotes para siempre pero destinados a una época concreta, a un lugar determinado. Aquí se sitúa todo el problema de la formación en el seminario. En que es necesario formar al sacerdote tal como Cristo lo ha querido, de modo que la naturaleza, la identidad profunda no cambie, pero lo adapte a cada momento de la historia, a cada cultura, a cada país, a cada época... y esto no es fácil. Al mismo tiempo que éste es el problema de la formación en el seminario es su riqueza y su desafío.

            En pocas palabras quiero centrar el problema en Europa del Norte, sobre todo  la que se extiende al norte y sur de los Alpes: Europa occidental. Y también en  América del Norte: Canadá y Estados Unidos. La pregunta: ¿Cuál es el gran desafío de la formación en los seminarios de estas regiones citadas?. Sin duda, la escasez extrema de vocaciones sacerdotales. Tenemos muy pocos sacerdotes jóvenes, sobre todo en Europa. Esta escasez de vocaciones sacerdotales determina y condiciona muchos aspectos de la concepción de los seminarios, así como sus dificultades y problemas. Por ejemplo: como hay muy pocas vocaciones los seminarios se reducen a pequeños grupos de personas y la formación se ve condicionada por los pocos destinatarios de la misma. Lo cual es, desde el punto de vista humano, una desventaja, porque no es lo mismo formar a cuatro, cinco, incluso a veinte que cuando el número de formandos era de ochenta o cien. Las limitaciones son más, los conflictos más abundantes y más fuertes, las dificultades interpersonales más importantes y sobre todo el cargo de dirección es más difícíl cuando se tiene que afrontar todos los días con unos pocos y siempre los mismos. Por otra parte los seminaristas de hoy tienen la impresión de ser excepciones en este mundo, bichos raros, especie única (protegida): ¿Quién se hace aún sacerdote en nuestros días?. Esta situación provoca una psicología muy especial, una psicología de excepción. Con las secuelas de desánimo, duda, agitación y replanteamiento diario que esto conlleva. Caso que no se daba cuando en los seminarios había cien o doscientos. El razonamiento era: “Ya que otros se hacen sacerdotes, yo también lo puedo ser... No es nada excepcional.”

            El reclutamiento se hace cada vez de manera más caótica. En la época en la que yo era seminarista, todos acabábamos las humanidades, esto es la enseñanza secundaria, a los 18 años.  En la actualidad los seminaristas nos llegan a los 18, a los 20, a los 30, incluso a los 40 años. Cada candidato acarrea su propia historia personal, totalmente diferente de las historias de los otros. No hay ya casos clásicos; sólo hay casos excepcionales que necesitan ser acompañados en su excepcionalidad, lo cual no facilita mucho la tarea de dirección. Pues cada seminarista que nos llega –ahora que son tan poco numerosos- con su peculiar historia constituye un mundo, un planeta aparte. Esto complica la convivencia y la orientación.. Vemos lo que la escasez de vocaciones trae ya desde el mismo seminario, como fruto inmediato, de manera casi automática. Al ser pequeños grupos, llegados de todos los horizontes, con una historia muy personal, tienen difícil llegar a constituir una unidad y más aún encontrar  un programa completo, adaptado y definido para cada uno. No se puede presentar un menú-plato del día: son todos menús a la carta. Y eso entraña grave dificultad.

            Con frecuencia nos hemos preguntado cuál era la causa de esta escasez de vocaciones sacerdotales. No es una sola. Las causas son múltiples. Nos hemos visto vivamente asombrados de que en Bélgica haya tan pocas vocaciones sacerdotales. Por el momento, para todo Flandes, o sea el norte del país. Sólo tenemos nueve  nuevos ingresos para cinco millones de católicos. No nos lo llegamos a explicar al ver las condiciones externas: tenemos una buena tradición cristiana, nuestras gentes son generosas, y lo es particularmente nuestra juventud. ¿Cuáles son, entonces, las causas?. No me voy a detener excesivamente en ello. Enumeraré sólo algunas.

            En primer lugar entre nosotros, llegar a ser sacerdote no es una promoción social, es más bien descender a un nivel más bajo en la consideración . ¿Quién busca hoy una profesión que te lleve a un nivel no de promoción, sino de descenso?. Esta es la primera causa. Otras veces, el sacerdote era un notable en el mundo, en la Iglesia, en la sociedad. Ya no lo es en absoluto. Incluso se le compadece en secreto. “Pobre hombre”... Primera causa pues: la falta de relieve social.

            Segunda causa. La reducción del número de miembros de la familia (escasa natalidad). Esto quiere decir que, cuando sólo se tienen dos hijos, no gusta que uno de los dos llegue a ser sacerdote. Cuando se tenían seis o diez se decía: “¡Qué bien! ¡es un honor!” ¡Ahora no!. Muchas de las familias de las que provienen nuestros seminaristas son, además, familias heridas, de cuando en cuando también y cada vez con más frecuencia, heridas por el divorcio. Lo que esto quiere decir es que ese calor afectivo, estabilizante para el joven, no existe.

            Tercera. Nos encontramos en una sociedad secularizada en su casi totalidad. Dios ha sido desterrado totalmente de la vida pública. No se habla de él ni en los periódicos, ni en la televisión o la radio, salvo cuando hay un escándalo. Dios ha emigrado de la sociedad y de la vida pública. Se ha refugiado en el cuarto de baño o en la vida estrictamente privada. Esto significa que los sacerdotes han acabado siendo personajes públicos para intereses privados, por ser la religión un asunto privado. Todo el mundo puede hacer lo que le apetezca en su vida privada, pero de eso no se habla en público. Así el sacerdote ha devenido en funcionario de la vida privada.

            Ocurre también que muchas personas y muchos de los jóvenes seminaristas que ingresan tienen dentro de ellos una imagen negativa de la Iglesia y del sacerdote. Sobre todo del sacerdote diocesano. Porque el sacerdote diocesano es un pobre hombre (piensan). En principio es un  “generalista” (como el médico de cabecera), lo que quiere decir que debe hacerlo todo, mientras que el religioso es con más frecuencia “especialista”. No tiene el apoyo de una comunidad; está totalmente solo. Se encuentra situado frente a los mismos problemas que afrontra el común de los mortales cada día. Cada diario televisado de la tarde puede presentarle un problema con el que deba luchar durante semanas antes de poder responder. No  goza de la ayuda de otros colegas o ésta es pequeña. Se siente con frecuencia solo. Todo esto crea una imagen negativa del sacerdote, imagen difícil de integrar cuando se entra en el seminario. Es preciso una lucha continua para vencer esta imagen negativa.

            Pero hay algo que se presenta como más difícil y duro para el nuevo sacerdote y para el seminarista, es esto la desaparición de la mirada hacia lo invisible en nuestra sociedad. El mundo no ve a Dios. Dios ha acabado por hacerse totamente invisible para el mundo. Sufre un fenómeno de reducción: no es una persona sino una energía vital cósmica, (burda reducción). Cristo es un personaje entre otros tantos: Buda, Mahoma, y demás. Jesús no es, por tanto, tan excepcional. Puede resultar interesante, pero no es único. La Iglesia es una especie de UNESCO con una meta espiritual y filantrópica: cuida a la gente sobre todo en el aspecto espiritual; pero es una UNESCO, no un misterio. Es más, la palabra del sacerdote no adquiere su valor y relieve del hecho de haber sido enviado por Cristo, sino que se la sitáu dentro de otros parámetros: “¿Es elocuente, sabe establecer relaciones, es comunicativo?”. Se juzga la Palabra de Dios y la predicación según las leyes de las ciencias humanas y no según la fe. En cuanto a la autoridad pastoral del sacerdote, no se la considera como unida al envío por Cristo , a la “exousía” (Cristo que comunica); la única pregunta que se hacen: “¿Es un buen animador?”. Para nada se considera a Dios, a Cristo, a la Iglesia, al sacerdote en su aspecto mistérico y misterioso. También hay (insistiré más sobre ello) una desaparición casi absoluta del sentido de la sacramentalidad. Que la Iglesia sea un sacramento de salvación, que la palabra sea el sacramento de la comunicación divina y de la Revelación, que la eucaristía sea una especie de sacramental y no solamente una clase de símbolo grande y noble, que la misa sea algo más que una pieza de teatro, aun en el sentido más elevado, todo esto cae fuera de las concepciones actuales. No se percibe la profundidad  última simbolizada. De esto se lamentaba ya Romano Guardini al final de su vida, cuando decía: “Tenemos un punto ciego en nuestra retina; estamos incapacitados para percibir lo invisible”. Es totalmente exacto. Y he aquí el gran problema para los sacerdotes jóvenes, el poder aceptar y creer que en ellos, en sus palabras, en sus gestos y en su autoridad hay un aspecto sacramental profundo, accesible solamente por la fe. Porque continuamente se les compara a un buen número de personas que son mejores oradores, o comunicadores, u organizadores de la vida comunitaria, que son frecuentemente los laicos... Es cierto, los sacerdotes sólo se diferencian del laico por un elemento sólo perceptible por la fe, la sacramentalidad. Y ésta es difícil de captar.

            Otra causa de la escasez de vocaciones: la dificultad –casi imposibilidad- para los jóvenes de nuestros días de soportar el sufrimiento. Partimos de una afirmación en la que creemos: hay que combatir el sufrimiento; pero nuestros jóvenes son incapaces de reconocer  y dar un significado profundo al sufrimiento. Además la mayor parte no ha sufrido jamás. Hay niños a los que nunca les ha mojado la lluvia. Cuando llueve, se les lleva en coche. Pero ellos se dejarán mojar voluntariamente por la lluvia. En el Sínodo para la formación sacerdotal, el arzobispo de Sydney, el cardenal E. Clancy, ha dicho: “Me asombra que algunos jóvenes presbíteros, recientemente ordenados, hace dos o tres años, abandonen el ministerio, no en razón de la dificultad de guardar el celibato, no porque les sobrevenga una crisis de fe, sino por el hecho de sentirse incapaces de soportar el fracaso. Nunca han aprendido a integrar la cruz en su vida. Y abandonaron”. Es necesario que hagamos bien la relación entre “estos jóvenes no han aprendido a sufrir jamás” y “no saben situar la cruz”. Creo que es tolmente pertinente. Hay una especie de imposibilidad para los jóvenes de soportar el sufrimiento o de atribuirle un significado. Además ¿queda todavía alguien que cargue con la cruz?. Hace cincuenta años los curas cargaban con la cruz del Viernes Santo, sin el Domingo de Pascua. Actualmente, saltan con los dos pies juntos por encima del Viernes Santo, y entran rápidamente en la Resurrección. Y lo que se preguntan es por qué Cristo ha resucitado, si jamás ha sufrido. Es muy profundo lo que el cardenal de Sydney decía hace algunos años, en 1991, sobre esa imposibilidad de los jóvenes sacerdotes de integrar el sufrimiento.

            Otra dificultad proviene del hecho del escaso número de sacerdotes aún en activo. En los sacerdotes diocesanos, con el añadido de sentirse solos, de tener que acudir a dos, tres, cinco parroquias, y, sobre todo, no tener nunca la posibilidad de establecer el balance de su acción al final de año: “Yo he conseguido esto, yo no he logrado esto otro”. Siendo así que los jóvenes de nuestros días centran su interés en la eficacia. Además. Al final de un año pastoral, no se puede establecer un balance. No es posible saber qué se ha conseguido. Los principios de la rentabilidad económica transportados a la espiritual, en el sacerdote, son totalmente inaplicables; La sensación que queda... “Probablemente no he hecho nada”. Y, aunque eso no es verdad... Sí es cierto que la tarea pastoral ni se sabe medir, ni se puede reducir a  cifras.

            La útima razón por la que yo creo que hay pocas vocaciones sacerdotales, sobre todo en Bélgica, es que tenemos una juventud muy generosa cuando se trata de enrolarse en cualquier clase de acción social y caritativa, en convivencias cuaresmales, operaciones de solidaridad: tercer mundo, Cruz Roja, campos para discapacitados, etc. Es lo que yo llamaría “una generosidad horizontal” referida a lo próximo. Pero la generosidad vertical (hacer alguna cosa por Dios), es harina de otro costal. Yo creo además  que imperceptiblemente –y esto no es bueno- se está determinando, definiendo la especificidad del cristiano horizontalmente, diciendo: “¿qué es un cristiano?. Es aquel que ama  a los pobres, que es solidario, que libera a los prisioneros, que va en busca de los más pequeños y débiles, que se entrega enteramente...”  Pero nunca se dice: “El cristiano es alguien que ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas”. La especificidad del cristiano no es, sin embargo, la solidaridad –esto también, por supuesto- sino amar a Dios. Evidentemente ¿qué es amar a Dios, a quien jamás se ve?. Esta realidad acarrea un gran problema. Estas, creo yo, que son algunas de las causas de la escasez de vocaciones sacerdotales, al menos en mi país.

            Y surge la pregunta ¿cómo formar a los jóvenes que provienen de este mundo que acabamos de describir, con la mentalidad del seminario que hemos evocado? ¿Cómo formar sacerdotes para el futuro?.  Examinaré tres puntos: la formación humana, la formación intelectual y teológica y la formación espiritual.

 

LA FORMACIÓN HUMANA

 

            Los jóvenes que entran en el seminario, sea a los 18, a los 20 o a los 25, no tienen la madurez humana de hace cincuenta años. Tampoco los de más años. Su evolución humana no está del todo estabilizada ni acabada. Se haya en periodo de evolución. Son, en general, personas muy generosas, pero poco estables. Y no es exclusivo de ellos: todos los jóvenes son de esta manera. Por el momento constatamos que la adolescencia se prolonga indefinidamente: hasta los 20, 25, 30 años. Hace algunos años los jóvenes huían del hogar de sus padres lo más rápidamente posible. Ahora no se marchan de casa. Se dicen “Permanezco en casa porque allí me alimentan, me instruyen y me lavan la ropa: tengo todo sin tener que dar nada. ¿Por qué me voy a marchar?”. Al mismo tiempo, los padres, que hace cincuenta años, o treinta o veinte, decían: “Vamos a procurar que él (ella) no nos abandone demasiado pronto y se lance a la aventura...”  se dicen ahora: “Pero ¿cuándo se va a marchar?. Él (ella) no acaban de marcharse. No quiere esto decir que no mantengan relación amorosa con nadie, ese es otro asunto; pero  él (ella) no se va de casa. Con lo cual la adolescencia no acaba, se prolonga; los jóvenes se convierten en eternos adolescentes, yo diría que fácilmente, hasta los 40 ó 50 años... Existe, por otra parte, lo que en otro tiempo se llamaba “Conmoción de cimientos”. Los jóvenes no tienen apoyos o tienen muy pocos. ¿A qué o a quién arrimarse. No hay suficientes estrellas en el cielo para determinar la órbita a seguir por cada uno, porque todas están en movimiento y no es posible encontrar la estrella polar. Los puntos de referencia y de anclaje intelectual fallan. No hay filosofía. Todos los sistemas filosóficos son fuegos fatuos (han hecho aguas), y la única formación filosófica que se ha podido conseguir en las universidades es el positivismo puro: no hay sistema. Cada profesor tiene su propia filosofía. Y, además, se desmoronan  los puntos de referencia intelectual.

            Los puntos de apoyo afectivo son aún menos abundantes: la familia está fragmentada. Hay experiencias sexuales precoces, pasajeras y frecuentes. No hay estabilidad afectiva. Son muy pocos también los puntos de apoyo y de referencia moral. En esto reina el subjetivismo. ¿Qué es bueno? Lo que me apetece. ¿Qué es malo? Lo que me molesta.  Y no siempre es bueno o malo lo mismo. Más tarde esto puede cambiar. Sobre todo hay una ruptura de consenso fundamental ético en la sociedad. No hay acuerdo ético. Para cualquier problema, no existe evidencia moral. Faltan leyes que determinen qué se puede hacer y qué no se puede hacer. Así pues, el respeto a la vida que debería ser totalmente evidente, debe ahora ser codificado en leyes, hasta el punto que nuestra sociedad está a punto de evolucionar hacia una sociedad de abogados y jueces.  A propósito de todo, absolutamente de todo, es preciso legislar, porque es necesario reemplazar las evidencias fundamentales previas por leyes y decretos positivos. La consecuencia es que quedan siempre brechas por las que escaparse. Hay ruptura del consenso ético fundamental, multiplicación de leyes, de modo que la ley natural, que debería ser evidente, ha desaparecido de nuestro horizonte para ser reemplazada por un revoltijo de  pequeñas leyes y decretos positivos. Y esta es la mejor manera de perder cualquier  referencia moral segura. En nuestra sociedad se da, sobre todo, la ausencia trágica de la figura del padre: muchas leyes y el padre ausente. Y, de vez en cuando, los jóvenes echan en falta la presencia de un padre  en el sentido verdadero de la palabra, no un padre paternalista y anulador, sino un verdadero padre.

 Por lo tanto ¿cómo formar en el seminario?. Yo creo que es necesario dar una gran importancia a la maduración humana y prestar mucha atención en la formación humana, al equilibrio entre ley y libertad. Todos los seminaristas tienen dificultades con esto, como todos los jóvenes de hoy día. No encuentran el equilibrio entre ley y libertad. Hacen hoy un frecuente mal uso de la libertad, hay claro abuso de libertad: se sienten perfectamente libres “de...”, pero no saben por qué son libres. La experiencia equilibrada de libertad y de norma es absolutamente imprescindible en el seminario. Yo he sido seminarista en el seminario universitario León XII en Lovaina, ya hace tiempo, en los años cincuenta. Estábamos allí, creo recordar, como un centenar de seminaristas. Debo decir que allí aprendí yo a ser verdaderamente libre y a saber qué tenía que hacer en cada ocasión. No había apenas control, sino más bien una especie de conciencia monástica. Cada día, hacia el mediodía, ante el director, los que había cometido alguna falta  se acercaban a él para acusarse. El director valoraba su gesto y les animaba. El difícil apredizaje del equilibrio entre ley conscientemente asumida y libertad, es el que yo he asumido en un contexto evidentemente  muy diferente al actual. Pero  no tengo duda de que era un aprendizaje que cumplía su objetivo.

En la formación humana es preciso que se aprenda el uso de la libertad, que éste sea cotejado con la ley, que sean definidos sus límites. Ciertos tabúes deben ser respetados: hay cosas que no se hacen y es necesario el saber su porqué. La dificultad mayor para los jóvenes seminaristas es la de aprender el sentido de la autoridad y el sentido de vivir con la autoridad. Y esto es algo importante, porque se hará realidad concreta más adelante: vivir con la Iglesia, vivir con el magisterio de la Iglesia. Cuando en el seminario no se aprende a situarse exactamente con relación a la autoridad, se pierde pie, se está totalmente desorientado, no se entiende nada. Además, esto es para el sacerdote uno de los grandes problemas que, al menos yo, encuentro en la Iglesia actual: ¿Cómo situarse frente a Roma, hablándole crudamente? ¿cómo situar exactamente la autoridad, que es indispensable, pero no lo es todo?

Diría también unas palabras sobre la educación sexual, para que estéis bien al corriente; también en este tema la madurez es muy pobre (escasa).Pienso que es preciso asumir que el celibato sacerdotal no es ni mínimamente comprendido por la opinión pública, y que esta incomprensión va a más. Es, por lo tanto, necesario educar a los seminaristas como para un estado de resistencia frente a las opiniones  recibidas, porque en su entorno, alrededor de ellos, entre sus compañeros, amigos y amigas, apenas hay alguien que entienda eso del celibato. Y es tarea difícil. Los medios de comunicación no entienden absolutamente nada de este tema. Es necesario saber que un seminaristas o un joven conformista que piense y quiera siempre como piensan y quieren los otros jóvenes, puede llegar  un día en el que esté absolutamente desorientado, porque en el mundo nadie piensa ni quiere el celibato, lejos de ellos tal pensamiento.

Es imprescindible, además, purificar la motivación del celibato eclesiástico. Si se permanece célibe no es para poder trabajar con mayor libertad. Hay muchos médicos que trabajan más que los sacerdotes y están casados. La Iglesia  no es una empresa como la Philips o Sony donde es preciso consagrar a la tarea la vida de familia,  o la vida afectiva. De ninguna manera somos una multinacional que, a cualquier precio, tenga que  resultar rentable. La única motivación verdadera del celibato es la imitación fiel de Jesús. Nada más. Cuando no se comprende esto, no hay que buscar ninguna otra razón para permanecer célibe. Ningún otro argumento se sostiene. Es una cuestión de amor y el amor no se explica. Ésta es mi respuesta a los jóvenes que con frecuencia me preguntan: “¿Por qué no se ha casado?”. Yo les respondo: “No sé”. De lo que ellos deducen: “¡Ah, no es usted libre, ha caído en la trampa!”. “No –digo yo- Si tú amas a una chica y te pregunto el porqué , tampoco sabes darme explicaciones. El amor no tiene más razones que el mismo amor”.

Ángel Silesio, un autor de hace ya algunos siglos decía: “El porqué de la rosa es la rosa”. Igualmente, el porqué del amor celibatario por Cristo es el amor celibatario. Es inexplicable. No obstante esto, la motivación que se tiene para abrazar el celibato es importante, creo yo. En la educación afectiva y sexual es necesario servirse de todo aquello que aportan las ciencias humanas. Las buenas ciencias humanas: la psicología, y también el psicoanálisis. El termómetro de una sana evolución en el celibato, el termómetro de la salud de un joven que se deja iniciar en el celibato, es la alegría. Si se encuentra con un celibatario triste. Échelo. Si se encuentra con un celibatario alegre, guárdelo. San Vicente de Paul recibió un día una carta de una religiosa maestra de novicias que le decía: “Tengo aquí una novicia que es muy sensata, que reza mucho pero que está todo el tiempo melancólica. Y tengo otra que es indomable pero que siempre está alegre. ¿Qué debo hacer?. El santo le respondió: “Eche a la melancólica y quédese con la indomable”. La alegría es termómetro de buena salud, también en el celibato. Pero lo que es necesario enseñar a nuestros seminaristas y a nuestros jóvenes sacerdotes, es a que tengan un estilo de vida y una higiene (cuidado) adaptadas a la vida celibataria. Yo creo que algunos jóvenes sacerdotes no saben bien qué hacer. Y hacen delante de los demás cosas que muchos hombres casados no harían jamás, como el ir de vacaciones a ciertos lugares en los que reina tal promiscuidad que ningún hombre casado aceptaría. Y  no se enteran de lo que pasa a su alrededor. Su fiesta es claramente la del 28 de diciembre: los santos Inocentes. Evidentemente ellos se arriesgan a caer antes de que les llegue el turno... Creo, por otra parte, que es necesario que cada uno aprenda ciertas reglas de estrategia, de vida equilibrada, de estilo de vida, sin por eso ser duro. Es necesario aprender las reglas de la amistad. Toda amistad tiene sus reglas, la del sacerdote también, sobre todo frente a adolescentes y mujeres. Y son exactamente las mismas reglas que para un hombre casado unido a su mujer: frente a las otras mujeres tiene unas reglas que observar en la amistad. El sacerdote está unido a Cristo: hay unas reglas de conducta con las mujeres. Es natural.

Yo me pregunto con mucha frecuencia –no he podido resolver aún la cuestión- si no será el momento de que nuestros sacerdotes –hablo de sacerdotes diocesanos- vivan más tiempo juntos, se reúnan para vivir en comunidad. A este propósito me viene a la memoria que, en la Edad Media, cuando San Norberto fundó los Premonstratenses, ésta era  en realidad una orden diocesana destinada a  parroquias que él fundaba agrupando a sus sacerdotes en prioratos. Creo que, en nuestros días, se ha de hacer casi imposible vivir solo. Será necesario agruparse, aunque no sea en la misma vivienda, sino estando más unidos; de no hacer esto a tiempo, será imposible parar el golpe. Sin embargo yo constato que la mayor parte de los sacerdotes no aceptan del todo esta idea. Cuando se les propone ir a vivir juntos, dicen: “No, yo tengo mi casa, mi apartamento, mi libertad”. ¡No sé qué hacer!. Teóricamente estoy convencido de que, en la situación actual, sería necesario vivir más tiempo en comunidad. En la práctica, no consigo hacérselo aceptar: a mis sacerdotes no les gusta esta perspectiva.

Esto es todo sobre la formación humana.

 

PASEMOS A LA FORMACIÓN INTELECTUAL Y TEOLÓGICA

           

            Me causa gran preocupación la formación teológica e intelectual de nuestros jóvenes. Hace una decena de años, era “pastoral-pastoral”, se estaba en contra de toda teoría,  de toda teología. Me acuerdo de mi viejo amigo Luc con quien yo había estudiado en Lovaina , a quien su profesor de fisiología le decía: “No hay nada más práctico que la teoría”. Y es verdad. “El gran problema del clero del siglo XX”, decía ya el cardenal Daniélou antes de morir: “El gran problema del clero del siglo veinte es su calidad intelectual”. Es verdad. Muchos de nuestros sacerdotes tienen miedo de hablar con universitarios, y lo que es peor, evitan la discusión. No acuden al podium o al foro de los medios de comunicación públicos. Tienen miedo. Y es una pena. Pienso que, desde este punto de vista, no se ha hecho progreso alguno. Es importante estar bien formado intelectualmente, y sobre todo no tener la idea de que la generosidad salva cualquier situación. Ser bobo y generoso, eso no arregla nada. Son necesarias las dos cosas: ser inteligente y generoso.  Ahora bien, la formación intelectual es difícil. No siempre ha sido apreciada como merece. Afortunadamente, hoy ha cambiado esta postura, al menos entre nosotros.

Presento  en primer lugar la gran cuestión de la formación filosófica. Después del Concilio, ha existido  en la Iglesia  la tendencia de decir: “¿Cómo es necesario creer? ¿Es preciso pedir a los jóvenes seminaristas hacer dos años de filosofía antes de la teología? Ellos no han venido de ninguna manera al seminario para oír hablar de Aristóteles o de Platón, sino más bien de Cristo”. De tanto insistir en esto se cayó en la trampa. Se abandonó el estudio de la filosofía. Afortunadamente, en el Sínodo de 1991, se da  un importante viraje. Muchos de los obispos decían: “Es necesaria una formación filosófica”. En lo que a mí se refiere, estoy totalmente convencido de que es absolutamente indispensable el tener un formación filosófica. ¿Antes de la teología o mezclada con ella? Yo no soy en absoluto partidario de la mezcla. Es preciso tener el coraje y la disciplina intelectual suficiente como para cultivar la filosofía por ella misma y no como “Ancilla theologiae”. No agrada esta visión. ¿Por qué? ¿Por qué la formación filosófica es importamte por sí misma?. Porque el subjetivismo está totalmente presente en el pensamiento. ¿Cuál es el criterio de verdad? El “mío” y mi sensibilidad epidérmica. Lo que me hace bien, eso es la verdad; lo que me cosquillea, eso es lo malo. De todas maneras, todo el mundo sabe que algunas veces la verdad hace daño. El subjetivismo filosófico es el yo omnipresente. La verdad no es un regalo; es algo que yo mismo fabrico. No es un templo ya existente en el que yo entro, en el que yo de vez en cuando puedo reemplazar los muebles, pero del que no puedo cambiar ni los cimientos ni las paredes. En relación a la verdad, yo no soy el maestro de la realidad ni del ser, todo lo más su pastor. Yo puedo mover el hato, pero no lo creo. Pienso, por tanto, que la formación filosófica es  indispensable. Ciertamente es preciso adaptarla, pero es importante demostrar a los jóvenes seminaristas que la verdad no es algo que  nosotros nos inventemos. La verdad humana está ahí. Es un templo que no nos fabricamos a nuestra medida y deseo.

En segundo lugar yo constato en los jóvenes seminaristas una ausencia total, o casi total,  de fuerza lógica, de capacidad de construir un silogismo que tenga fundamento. Por tanto, es necesario aprender a pensar, aprender a juzgar, aprende a construir un silogismo correcto. Existen reglas a este efecto. La única regla no puede ser: esto que me hace bien, es posiblemente verdadero. ¡Decididamente, lógica y filosofía!.  Que no se olviden de cultivar en este contexto el espíritu de síntesis, que hace tanta falta en el momento actual, asediados como estamos por la multitud de informaciones en mosaico, fragmentadas y fragmentarias.

Junto a la filosofía existe en algunos países – el Sínodo ha insistido ampliamente en ello, pero yo no sé en qué momento de la cuestión nos encontramos- un año propedeútico o un año de iniciación. Nosotros lo hemos impuesto en la diócesis, hace diez años para la parte de habla francesa, y hace unos pocos para la parte flamenca. Este da buenos resultados. Por un año, pues, todos los que ingresan en el seminario, sean o no sean ingenieros, entran en un año de iniciación.  ¿qué hacen?. Una especie de recuperación, porque en sus ámbitos no saben en general nada del contenido de la fe. Simplemente se les enseña en primer lugar el catecismo. Durante sus estudios previos, no han tenido catecismo, o lo han tenido en migajas y por trozos a derecha e izquierda. Pero jamás han tenido una síntesis de la fe. Se comienza. pues, por el catecismo, una dogmática simplificada. Se explica una introducción a la liturgia, al año litugico, a los salmos, a la vida espiritual y a la Biblia, una introducción muy simple, porque ellos no conocen nada de la Biblia, no saben los que es el Adviento y muy poco la Cuaresma. Algunos no saben qué es la fiesta de la Ascensión. Algunos llegan a decir: “Ah sí, es quizás el aniversario del primer cosmonauta en el cielo”.  ¡Es increíble! Por lo tanto se hace un año de reciclaje. A fin de cuentas, es necesario un año para efectuar el discernimiento de su vocación. En general, antes de entrar en el seminario han tenido algo de contacto con un sacerdote o un consejero (director) espiritual. Vienen con una generosidad extrema, pero con una bagaje nulo. Es lo que me decía un obispo ortodoxo ruso hace poco tiempo:  “Tenemos ahora entradas de jóvenes que son todo generosidad pero que no conocen nada en absoluto de la fe cristiana,. “Fides qua” sí, pero ¿“fides quae”...?. Éstas son las diversas razones que explican el que organicemos un año de iniciación. A veces, algunos de los que han hecho estudios universitarios prolongados se resisten un poco: “¿Es preciso que todavía tengamos que soportar una especie de noviciado?” Pero yo les obligo. A pesar de eso, tras este año de iniciación, se muestran satisfechos de haberlo realizado. Y constatamos que el número de jóvenes que abandonan el seminario durante sus estudios, después de este año, es menor. Naturalmente, como tenemos pocos seminaristas, casi no es posible hacer estadísticas. Lo que está claro es que los candidatos abandonan después del año de iniciación o muy al principio de sus estudios. He aquí lo que se refiere a la formación intelectual, sobre todo en lo tocante a la formación filosófica.

 

TRATEMOS DE LA FORMACIÓN TEOLÓGICA

 

Será necesario captar la especificidad del método teológico y además la relación   entre la Revelación y el pensamiento humano, todo el problema de ciencia y fe, de filosofía y fe. Porque existe algo que se llama genio teológico, el cual se percibe muy bien cuando se lee la obra de un autor, se ve si éste posee el genio teológico o más bien es un espíritu filosófico o un hombre de ciencias humanas, barnizado con  un poco de teología. Los teólogos poseen en alguna parte una especificidad. Se siente rápidamente el animal ‘teológico’ si se me permite hablar así. Es necesario enseñar a los seminaristas el mensaje. Según yo – y me puedo equivocar- la formación en la teología es sobre todo producto de dos cosas: la Biblia y la liturgia. He leído en la Constitución sobre la Liturgia que para los Padres del Concilio toda la formación teológica tenía como meta introducir en la liturgia. Pienso que es un poco exagerado... Pero en todo caso esto no se ha aplicado del todo. Sea como sea, la Biblia y la liturgia son los dos pilares sobre los que se asienta una teología. Las fuentes de la fe que son la Biblia y la liturgia – con la Tradición más cotejada, pero la Tradición es la Biblia- las fuentes son siempre más importantes que toda la sistematización posterior. Biblia y liturgia son , pues, más importantes que la dogmática. La dogmática es una especie de sistematización, con la ayuda de un sistema filosófico, de lo que se ha podido captar en la Revelación como traducible a un sistema. Pero en este caso, se pierden siempre detalles de la riqueza del Revelado. Es preciso por lo tanto que toda la dogmática sea sumergida de nuevo en la Biblia, en la liturgia para poder ser revitalizada. He aquí pues lo que es más importante, afirmando no obstante que el otro aspecto no es accesorio. Pero lo que es absolutamente inaceptable es pensar que todo está en el Derecho canónico. Que cuando se pregunta: “¿Qué es el bautismo?”. Se cita un canon  diciendo:” Todo está dicho ahí”. Y no todo está dicho ahí.

Hay en la Iglesia  actual cierta tendencia a simplificar las cosas, a decir: “No hace falta ir a consultar la Biblia para esto: se le puede encontrar en tres líneas en el canon tal”. Menos mal a que el Derecho canónico actual es más teológico. Los legisladores y juristas no son siempre muy entusiastas de esta evolución; pero, en fin, bueno está como está. No impide que quede un empobrecimiento frente a la Revelación y a mí no me agrada la gente que cita continuamente el Derecho canónico en teología. El Derecho canónico, es la organización jurídica de las relaciones en el interior de la Iglesia, organización que es indispensable, pero eso no es teología... Y los que dicen –que desgraciadamente los hay- que la verdad teológica se encuentra toda íntegra en el Derecho canónico, son unos perezosos. Os aseguro que no estoy en contra del Derecho canónico, que en el fondo lo amo, porque los textos jurídicos son importantes. Pero pretender que todo se encuentra en el Código, no. No volvamos a caer más en lo que hemos vivido antes del Concilio Vaticano II. Evitémoslo para nuestros seminaristas también.

Un tercer elemento en la formación teológica: situar exactamente el papel del Magisterio. El Magisterio me parece imprescindible. Además se constata que, en la Iglesia anglicana, donde no hay Magisterio, se empieza a reclamar un magisterio. Se quiere conferir al Arzobispo de Canterbury una especie de primado, diciéndose: “Es necesario ya  que alguna parte de las cuestiones planteadas se pueda resolver”. Según yo un Magisterio es indispensable. Además es algo totalmente querido por Jesús. Pero éste no reemplaza las fuentes, la Biblia. Decir : “Yo me doy por satisfecho con lo que se encuentra en los documentos de la Iglesia; no voy más lejos porque es bastante más onerosos y difícil y me lleva más tiempo”, es ésta una solución de facilidad y una solución engañosa. Tengo mucho respeto hacia el Magisterio de la Iglesia, pero en el orden del servicio, no en el orden de las fuentes. Es cuestión totalmente distinta.

Hay dos aspectos importantes, según creo, en la formación teológica, son éstos por una parte la eclesiología, y por otra la sacramentalidad, los sacramentos. Son dos aspectos sensibles, y de hecho son un solo y mismo problema. Se trata de creer en la ley de la Encarnación. Que en la Iglesia hay un lado visible y  un lado invisible, y que el lado visible remite al invisible que es el más importante. Que en los sacramentos, los gestos simbólicos visibles remiten a una gracia invisible y que la gracia invisible es la más importante. La formación de esta mirada en profundidad –es lo que Romano Guardini llama en su época “showing”, contemplar, ver a través- es indispensable para la formación teológica católica, porque aquí está el núcleo del catolicismo: o sea, los sacramentos y la sacramentalidad.

En moral, es importante insistir en el lado objetivo del bien y del mal. Que el bien y el mal no son manipulables en absoluto. El bien nos precede tanto como nos precede el mal: tanto uno como el otro  están ya aquí antes de que nosotros aparezcamos en el mundo. En cuanto al subjetivismo moral – bien es lo que yo considero como bien y mal lo que juzgo como mal- es totalmente dañino en una vida en sociedad. Y el haber afirmado esto – aunque se pueda hacer alguna objeción a la “Veritatis Splendor”- es el valor de esta Encíclica: el mal es objetivo y el bien es objetivo, no son subjetivos. Todavía más, se puede discutir sobre muchos detalles de la Encíclica, pero su fundamento, especialmente la objetividad del bien y del mal, es algo absolutamente indispensable y me he visto sorprendido de que después de la “Veritatis Splendor” muchos católicos se hayan declarado en contra, mientras que no creyentes estaban a favor. Aquí hay materia para la reflexión. Como ejemplo los grandes grupos americanos de información normalmente no creyentes decían: “Es un magnífico texto contra el escepticismo, el indiferentismo y el caos actuales”.

En la formación teológica es necesario captar también, creo yo, el discernimiento de los signos de los tiempos. Porque todo el mundo cita actualmente “los signos de los tiempos”, pero se mueve sobre todo por sus propios signos y no por los signos de estos tiempos. Importa, pues, hacer un discernimiento evangélico, darles un sentido, una índole teológica, y un rasgo distintivo católico. Porque existe una índole teológica y un rasgo distintivo católico: es preciso tener una nariz que olfatee (distinga- huela) lo que es católico. Es importante proporcionársela a los seminaristas: más que conocer el contenido de la teología, es preciso saber aspirar la verdad católica. ¡Es de todo punto importante para más tarde! Hay simples cristianos que no han estudiado, pero que tienen el sentido del olfato, que perciben en ellos mismos lo que es católico y lo que no lo es. En otro tiempo mi madre, cuando yo escribía algo en un periódico -.hace ya treinta años de esto- y volvía a mi casa, me decía algunas veces: “Tú has escrito esto en tal periódico; lo he leído. Está bien; no lo he comprendido muy bien, pero, ya que tú lo has escrito, lo más seguro es que sea verdadero”. Y cada vez yo me decía: “Si mi madre no lo ha comprendido es que no es verdadero”. Pero lo más frecuente, esto que ella sentía, era exacto. Mi madre no había estudiado nunca, pero tenía una formación de fe. Ella percibía (olía)  la verdad.

En nuestro seminario del lado francófono he reformado un poco el curriculum de teología, hace ya algunos años; he tomado también algunas medidas en el flamenco. Y me he dicho –la decisión es discutible, evidentemente-: “Por qué esta dispersión de materias. Actualmente, se nos manda enseñar de todo, medios de comunicación, música, cultura, expresión oral, homilética, el aprendizaje para la escucha, los cuidados paliativos, el ecumenismo,  latín, todo... ¿Qué queda en realidad de formación teológica?”.

Las ramas se multiplican cada año según la exigencia de la Congregación para la Educación católica. Regularmente se nos envían documentos diciendo que sería bueno enseñar esto o lo otro, por ejemplo un  poco más de patrística. Es imposible y no tiene utilidad alguna. Yo he decidido, por tanto, que nos limitaremos en nuestra formación teológica a un trabajo intelectual y teológico durante los tres primeros años. Nuestros seminaristas tienen siete horas de Sagrada Escritura, cuatro del Nuevo Testamento y tres del Antiguo Testamento, tres o cuatro horas de dogma, cuatro horas de moral, dos o tres horas de historia de la Iglesia, tres o cuatro horas de teología de los sacramentos y de liturgia. Es todo. Es un programa exigente, pero necesario para dar una suficiente solidez de pensamiento. Creo que nuestros seminaristas están bien formados. En cuanto a las otras materias: dicción, música, ecumenismo, acompañamiento a personas  en situación de convalecencia, asistencia a los enfermos, aprendizaje de la escucha, etc., lo hacemos en cursillos de dos días; además en estos dos día se da tanto como si  tuvieran una hora cada quince días que se perdería normalmente, por ejemplo a causa de una fiesta. Hay varios cursillos a lo largo de la formación.

El cuarto año de teología está dedicado a la pastoral. La formación pastoral es importante, creo, pero una formación pastoral práctico-práctica. Si se envía a pastoral a un seminarista del primer año de teología, que no ha estudiado nada de teología, no sabe qué hacer, escucha, pero no reflexiona sobre nada de nada, porque no tienen nada de qué reflexionar. Le parecerá a alguno que hace filigranas, ciertamente, pero en el aire. Yo prefiero que el cuarto año esté  totalmente consagrado a la pastoral, los futuros sacerdotes están plenamente integrados en una parroquia. Ya han cursado toda la teología: ahora saben moral, dogma, escritura, etc; en este momento, pueden reflexionar sobre la base adquirida. El plan es normalmente éste: durante dos años, vienen al seminario algún día para reflexionar a la luz de la teología pastoral aquello que han vivido, los demás días están en la parroquia. Desde este momento además, son ya diáconos y pueden prestar diversos servicios. Prefiero tres años de formación intelectual exigente, severa, limitada a los campos y materias esenciales y un año completo de reflexión y de práctica pastoral. No obstante sé que esto es discutible. No es la forma de proceder en todos los seminarios de Bélgica, ni mucho menos.

Hay otra cosa que yo considero indispensable  y de la que quiero hablar un poco, es la formación cultural de nuestros seminaristas. No es suficiente con que sean gentes bien formadas teológica y filosóficamente. Necesitan también una formación cultural. ¿Cuántas obras literarias leen? ¿Conocen las artes? ¿Conocen el mundo científico y el mundo técnico? ¿En una palabra, leen algo? ¿Acaso leen solamente algún periódico que otro cada equis tiempo? Es necesario  ya mismo introducirles en nuestra cultura moderna que es inmensa, que es extremadamente interesante y bella, de donde hay que tomar y dejar, es verdad... es necesario ayudarles también en este campo. Cuando yo estaba en el seminario de Brujas como profesor de teología de los sacramentos, y daba un curso sobre la confesión –el sacramento de la reconciliación-, pasé los tres primeros meses, de septiembre a diciembre, leyendo con mis seminaristas grandes obras literarias sobre la falta, el arrepentimiento, la expiación, el crimen, el castigo (Dostoïevski, Graham Green, Kafka y algunos autores franceses como Mauriac o Julien Green). Mis compañeros me decían: “¡Tú no haces teología, haces un curso de literatura!”. Sin duda eso era verdad, pero en las grandes obras –como en las grandes tragedias griegas (Edipo, Antígona)- se descubre que la falta, el perdón, el arrepentimiento, el remordimiento, la expiación, la venganza son cosas profundamente humanas, y que sólo se recuperan en la Redención y el perdón cristianos. Pongo esto a modo de ejemplo, pero lo que creo es que la formación cultural de un seminarista es muy importante. Estoy  tan en contra de las pastorales-pastorales como de las teológicas-teológicas. Es necesario que tengamos al menos un lenguaje adaptado a nuestra época. Digo esto, yo creo que es menester acompañar a nuestro seminarista en esta andadura, porque es de las cosas que se consiguen simple y llanamente en los ratos perdidos.

 

LA FORMACIÓN ESPIRITUAL

 

Por último tratemos de la formación espiritual. En realidad, sólo hay una cosa que hacer, enseñar a los seminaristas el conocimiento del amor de Cristo. La formación espiritual no es un método, unos trucos a asimilar; ni es una historia de la espiritualidad, ni un método de oración – lo que importa es que al terminar su estancia en el seminario, conozcan y amen a Cristo. Porque el cristianismo no es una teoría, es una persona. Es totalmente distinto de cualquier doctrina. Para mí la página de vida espiritual, la formación espiritual en el seminario, es la Biblia, es la liturgia y el año litúrgico, el Adviento, Navidad, la Epifanía, la Cuaresma, Pascua, el tiempo pascual, Pentecostés... Es importante, porque en la espiritualidad está la única cosa que los sostiene. Sólo el año litúrgico va a acompañar a los sacerdotes hasta su muerte. Todas las demás espiritualidades, los autores espirituales, desaparecerán. El año litúrgico quedará como lo que les reúne cada domingo con su comunidad. Es necesario, pues, introducirles en su sentido, fundamentar sobre ella su espiritualidad. Sobre la liturgia, sobre el año litúrgico y sobre la Biblia. En particular la lectura y meditación frecuente de la Palabra de Dios. Ellos la leen muy poco, a decir verdad. Hay en los seminarios una ausencia notable, a mi parecer, de lectio divina , tradición monástica por excelencia. Nosotros dedicamos poco tiempoa la lectio divina en nuestros seminarios.

Pero es también necesario el contacto con la historia de la espiritualidad: sus grandes figuras sobre todo. Y ésta a partir de los Padres de la Iglesia: no comenzar inmediatamente con el siglo XX. Así como pienso que es inútil hacer una historia de la espiritualidad en desfile, uno detrás de otro: Agustín, Gregorio el Grande, san Bernardo... Todo esto está muy bien, pero los seminaristas no se quedan con nada de ello. Es preciso leer los textos, leerles y leer con ellos las Confesiones de San Agustín, las cartas de san Ignacio de Antioquía, los “Memoralia” de Gregorio el Grande, los sermones y homilías de san Bernardo, el texto de los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, los textos de san Vicente de Paul, de Teresa de Lisieux, de san Juan de la Cruz y de Teresa de Ávila. El gran problema de la formación es el de no hacer de la espiritualidad un  curso paralelo, es el leer textos. Dom Botte, el gran liturgista de Monte Cesar en Leuven, uno de los fundadores del movimiento litúrgico, nos decía siempre: “En liturgia no es necesaria otra cosa que leer los textos: los textos de Hipólito, los textos de los grandes sacramentarios, los textos de las oraciones, los textos de la plegaria eucarística”. El trabajo en formación espiritual es del mismo orden que el trabajo exegético: analizar los textos. Porque hablar de san Agustín es muy bello, pero antes leed las Confesiones y explicadlas. La formación en la espiritualidad consiste, sobre todo, en encariñarse con las grandes figuras y con sus textos.

En cuanto a la formación en la oración, creo que el fundamento mismo de la oración son los salmos. Yo sufro por el hecho de que muchos sacerdotes – al menos me hago esa ilusión, aunque...-recitan el breviario durante cincuenta, sesenta años, sin que los salmos penetren nunca en su corazón. Hace años que no escucho una homilía en la que se cite un sólo versículo de un salmo. Entre los protestantes, sí. Además los salmos contienen todos los matices y temas de la oración.

A fin de cuentas yo creo que la formación espiritual se resume en tratar de formar el corazón del buen pastor, dicho de otra manera: en unir a los futuros presbíteros a Cristo Buen Pastor que es el único buen pastor que existe. Nosotros no somos buenos pastores, Cristo es el único buen pastor. Educar a nuestros seminaristas en una espiritualidad del don, de una generosidad grande.. Enseñarles también a que capten lo que significa la espiritualidad de oblación, del sacrificio de sí mismo, de la Cruz y de la Eucaristía. Es para mí lo esencial y acabo con esto.

Una educación, una formación de los seminaristas no está completa hasta el día en el que ellos aprendan a amar verdaderamente a la Iglesia. Si me preguntáis: “¿Cuál es la espiritualidad de un sacerdote”, yo os respondería que evidentemente la  espiritualidad de un buen pastor, pero de un buen pastor que ame apasionadamente a la Iglesia, que enferme de las enfermedadeas de la Iglesia, y se goce con sus dichas. A este amor a la Iglesia, yo le doy una gran importancia. Cualquiera que se hace sacerdote y no se sitúa claramente en su psicología y espiritualidad con la Iglesia – lo que no quiere decir que apruebe todo y no tenga dificultades- está en riesgo constante.Cuando entráis en la Iglesia, haciéndoos enteramente partícipes de ella, pero interiormente os distanciáis de ella, esto acabará por partiros en dos mitades. Acabaréis esquizofrénicos. Es algo muy peligrosso. Esto quiere decir también –y en general en nuestra época, dista mucho de ser evidente- que al final de su formación sacerdotal el joven presbítero debe sentirse perfectamente a gusto en su identidad de sacerdote. Y esta identidad es algo totalmente original: porque el sacerdote tiene su característica específica. Por  una parte él ha  intentado encontrar su lugar sereno, alegre, feliz entre los laicos, totalmente rodeado por ellos, y mientras tanto no ha perdido su conciencia de ser sacerdote. Esto parece un milagro porque se sitúa feliz como sacerdote, con su propia identidad sacerdotal, sin creerse superior a los otros, si creerse tampoco inferior a nadie, en una palabra sin complejos, diciéndose cuando sale del seminario: “Estoy feliz por ser sacerdote y vosotros sed felices por ser laicos: no hay problema alguno, todo está en orden”. Pero la cosa no es así de fácil. Esto es todo lo que os tenía que decir. Gracias.

 

 

 

(Traducida del texto publicado por La Documentation catholique , nº 6, marzo de 1999, págs. 284-292)