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‘¿Qué aspecto tendrá la Iglesia del futuro?’

de Joseph Ratzinger


El teólogo no es un adivino. Tampoco es un futurólogo que, por los factores calculables del presente, deduce el futuro. Su oficio escapa bastante al cálculo. Sólo en una mínima parte podría por tanto ser objeto de la futurología, que no es tampoco adivinación, sino que constata lo calculable y debe dejar en suspenso lo incalculable. Ya que la fe y la Iglesia se internan hasta esa profundidad del hombre de la que brota continuamente lo nuevo creador, lo inesperado y no planificado, su futuro sigue siéndonos oculto incluso en la época de la futurología. ¿Quién, al morir Pío XII, hubiera podido predecir el Concilio Vaticano II o la evolución posconciliar? ¿O quién se hubiera atrevido a predecir el Vaticano I cuando Pío VI, secuestrado por las tropas de la joven república francesa, murió prisionero en Valence en 1799? […] Seamos, por tanto, cautos con los pronósticos. Todavía vale la frase de Agustín de que el hombre es un abismo; lo que de ahí sube, nadie puede verlo de antemano. Y quien cree que la Iglesia no sólo está determinada por el abismo, sino que se funda en el abismo mayor, infinito, de Dios, podrá tener bastante razón en abstenerse de unas predicciones cuyo ingenuo ‘querer-saber-respuestas’ podría ser sólo una manifestación de falta de visión histórica. […]

El futuro de la Iglesia puede venir y sólo vendrá, también hoy, de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. No vendrá de aquellos que dan sólo recetas. No vendrá de aquellos que sólo se acomodan al instante actual. No vendrá de los que critican sólo a los otros y se aceptan a sí mismos como norma infalible. Por eso tampoco vendrá de aquellos que sólo escogen el camino más cómodo, los que evitan la pasión de la fe, y tienen por falso y superado, por tiranía y legalidad, todo lo que exige al hombre, lo que le duele, lo que le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo positivamente: el futuro de la Iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los santos. Por hombres, por tanto, que perciben algo más que las frases que son precisamente modernas. Por hombres que pueden ver más que los demás, porque su vida tiene mayores vuelos. El desprendimiento que libera a los hombres, sólo se alcanza por las pequeñas renuncias diarias a sí mismo. En esta pasión diaria, por la cual únicamente puede expresar el hombre de qué múltiples formas le ata su propio yo, en esta pasión diaria y sólo en ella, se va abriendo el hombre palmo a palmo. El hombre sólo ve tanto cuanto ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir a Dios, es porque nos resulta muy fácil escapar a nosotros mismos, huir de la profundidad de nuestra existencia al sopor de cualquier comodidad. Así lo que es más profundo en nosotros sigue estando inexplorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡cuán ciegos estamos todos!

Y esto ¿qué significa para nuestra cuestión? Pues significa que las grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe, son discursos vacíos. No necesitamos una Iglesia que celebre en ‘oraciones’ políticas el culto de la acción. Nos es completamente superflua y perecerá con toda espontaneidad. Permanecerá la Iglesia de Cristo. La Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho hombre y nos promete vida más allá de la muerte. Del mismo modo, el sacerdote que sólo es un funcionario social puede ser substituido por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero el sacerdote que no es especialista, que no se está mirando al espejo al dar asesoramiento ministerial, sino que, a partir de Dios, se pone a disposición de los hombres, que está a su servicio en su tristeza, en su alegría, en su esperanza y en su angustia, éste seguirá siendo muy necesario.

Demos un paso más. De la Iglesia de hoy saldrá también esta vez una Iglesia que ha perdido mucho. Se hará pequeña, deberá empezar completamente de nuevo. No podrá ya llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más propicia. Al disminuir el número de sus adeptos, perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se habrá de presentar a sí misma, de forma mucho más acentuada que hasta ahora, como comunidad voluntaria, a la que sólo se llega por una decisión libre. Como comunidad pequeña, habrá de necesitar de modo mucho más acentuado la iniciativa de sus miembros particulares. Conocerá también, sin duda, formas ministeriales nuevas y consagrará sacerdotes a cristianos probados que permanezcan en su profesión: en muchas comunidades pequeñas, por ejemplo en los grupos sociales homogéneos, la pastoral normal se realizará de esta forma. Junto a esto, el sacerdote plenamente dedicado al ministerio como hasta ahora, seguirá siendo indispensable. Pero en todos estos cambios que se pueden conjeturar, la Iglesia habrá de encontrar de nuevo y con toda decisión lo que es esencial suyo, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la asistencia del Espíritu que perdura hasta el fin de los tiempos. Volverá a encontrar su auténtico núcleo en la fe y en la plegaria y volverá a experimentar los sacramentos como culto divino, no como problema de estructuración litúrgica.

Será una Iglesia interiorizada, sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como con la derecha. Será una situación difícil. Porque este proceso de cristalización y aclaración le costará muchas fuerzas valiosas. La empobrecerá, la transformará en una Iglesia de los pequeños. El proceso será tanto más difícil porque habrán de suprimirse tanto la cerrada parcialidad sectaria como la obstinación jactanciosa. Se puede predecir que todo esto necesitará tiempo. El proceso habrá de ser largo y penoso. Hasta llegar a la renovación del siglo XIX, también fue muy largo el camino desde los falsos progresismos en vísperas de la revolución francesa, en los cuales incluso para los obispos era de buen gusto bromear sobre los dogmas y quizá hasta dar a entender que no se había de tener de ninguna manera por segura ni siquiera la existencia de Dios.

Pero tras la prueba de estos desgarramientos brotará una gran fuerza de la Iglesia interiorizada y simplificada. Porque los hombres de un mundo total y plenamente planificado, según serán indeciblemente solitarios. Cuando Dios haya desaparecido completamente para ellos, experimentarán su total y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo completamente nuevo. Como una esperanza que les sale al paso, como una respuesta que siempre han buscado en lo oculto. Así que me parece seguro que para la Iglesia vienen tiempos muy difíciles. Su auténtica crisis aún no ha comenzado. Hay que contar con graves sacudidas. Pero también estoy completamente seguro de que permanecerá hasta el final: no la Iglesia del culto político, que ya fracasó en la revolución francesa, sino la Iglesia de la fe. Ya no será nunca más el poder dominante en la sociedad en la medida en que lo ha sido hasta hace poco. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.

 


(Tomado de: Joseph Ratzinger, Fe y Futuro, Salamanca, Sígueme).