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EL SACERDOTE, TESTIGO Y MINISTRO DE LA MISERICORDIA DE DIOS I

 

CARTA PASTORAL DEL OBISPO DE MONDOÑEDO-FERROL CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL

 

 

 

 

Introducción

 

Queridos sacerdotes y seminaristas, queridos consagrados y fieles laicos:

 

"Como elegidos de Dios, santos y amados, vestios de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada" (Col 3, 12-14)

Estamos viviendo el Año Jubilar Sacerdotal convocado por el Papa Benedicto XVI para conmemorar el 150 aniversario de la muerte del Cura de Ars. Es una buena oportunidad para recordar, es decir, pasar por el corazón y la oración, a tantos sacerdotes entregados amorosamente a Jesucristo en el ministerio que han dejado profunda huella entre nosotros. Hemos de manifestar nuestro amor a los sacerdotes y ayudarles a vivir aspirando a la santidad, llenos de alegria en su cotidiano quehacer apostólico. Esperamos que, a lo largo de este Año Sacerdotal, el Señor conceda al Obispo y a los sacerdotes de nuestra querida diócesis renovar la frescura de su entrega sacerdotal y su pasión por anunciar a Jesucristo. La intercesión del santo Cura de Ars la tenemos asegurada.

 

Pero, como recuerda el Papa actual, vivimos en un mundo cansado de su propia cultura, un mundo que ya no siente la necesidad de Dios, y en el que el hombre pretende construirse a si mismo. En un clima de racionalismo que considera el modelo de las ciencias como único modelo de conocimiento y, en consecuencia, todo lo demás es subjetivo. En un mundo donde resulta difícil creer. Y, si es difícil creer, mucho más difícil es entregar la vida al Señor para ponerse a su servicio . ¿Cómo es posible ser sacerdote hoy? ¿Cómo es posible ejercer el ministerio en este nuevo tiempo, no para condenar al mundo

sino para salvarlo? Sería imposible de no contar con la ayuda del Espíritu Santo y vivir fuertemente la alegría misionera de llevar a la gente de hoy a Jesucristo. Y, por otra parte, ¿cómo puede servir de referente a los sacerdotes de hoy el santo Cura de Ars muy alejado ya para nosotros en el tiempo?

 

Juan Pablo II respondía a esta pregunta en 1986: El Cura de Ars -decía- debió afrontar en el siglo pasado dificultades que no eran menos grandes que las nuestras. Por su vida y por su actividad fue para la sociedad de su tiempo, un gran reto evangélico que ha dado frutos de conversión sorprendentes. No dudamos de que él sigue ofreciéndonos todavía hoy ese gran reto evangélico .

 

Benedicto XVI, por su parte, ha explicado así la actualidad del santo Cura de Ars: "Lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque admirable, de la espiritualidad devocional del siglo XIX, es más bien necesario captar la fuerza profética que marca su personalidad humana y sacerdotal de altísima actualidad". Y en la Carta que dirigió a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal escribe: "El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8)".

 

Creo que un camino válido para presentar la figura del Cura de Ars en nuestro tiempo es hacer hincapié en esa faceta característica suya y de todo sacerdote: sentir en el propio corazón y hacer sentir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo el amor de Dios convertido en misericordia. Certeramente afirmó el obispo de la Eucaristía, Beato D. Manuel González: "Si la vida y acción de todo cura (y cuando cito este nombre me refiero al que lo es opere et veritate) son siempre un poder en la debilidad, de riqueza en la pobreza, de influencia transformadora y vencedora, en definitiva, en la humildad y en el silencio, la vida y la acción de un cura santo, como el Cura de Ars, es misterio sobre misterio" .

 

En el Mensaje que los Obispos de España hemos dirigido recientemente a los sacerdotes nos expresamos así: "El corazón del sacerdote que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra perfección en ser 'misericordiosos', como el Padre lo es. Y comentaba el Papa Juan Pablo II que 'fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad'. Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Nosotros hemos de recibir frecuentemente en este sacramento el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del Padre misericordioso" .

 

Por todo esto presentaré algunos rasgos de la espiritualidad sacerdotal centrándome en la figura del sacerdote como testigo y ministro de la misericordia de Dios. Antes propondré unas reflexiones de carácter introductorio, aunque absolutamente imprescindibles, sobre la Iglesia como sacramento de la misericordia de Dios.

 

 

 

I. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE LA MISERICORDIA DE DIOS

 

1. Cómo se plantea el hombre de hoy la misericordia

 

"La mentalidad contemporánea, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende, además, a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia" .

 

En nuestro mundo la misericordia no goza de buena reputación. Para muchos es un sentimiento pasajero que ante las miserias ajenas se ablanda y se entristece sintiéndose impotente para remediarlas, o una actitud envilecedora, sospechosa, encubridora de la injusticia. Es la virtud de los débiles y genera pasividad. Las personas vigorosas y capaces de valerse por sí mismas no necesitan ni recibir ni otorgar misericordia. La 'cultura de la fuerza', que caracteriza nuestro tiempo, es contraria a la misericordia. Sostiene que ofende la dignidad de la persona asistida e induce en el bienhechor una falsa conciencia de persona honorable. Por otra parte, la 'cultura del deseo sin límites' excluye la misericordia porque no permite pensar en los demás y, en todo caso, no deja sentir las necesidades ajenas.

 

Estas caricaturas de la misericordia contienen, no obstante, algunos elementos de verdad y denuncian que algunas veces ejercemos la misericordia de forma paternalista, practicamos una asistencia sin promoción, y herimos a los necesitados.

 

Para las miserias humanas hay un remedio que es la misericordia. Ante los fallos y las debilidades, ante la maldad humana incluso, hay quien reacciona con violencia o mira para otro lado. Pero también se puede 'dar el corazón a los miserables', que eso significa etimológicamente la palabra misericordia. La misericordia, lejos de ser debilidad, es la fortaleza del que ama. Así nos la presenta Jesucristo en el Sermón de la Montaña. Sólo Él se atrevió a llamar felices y bienaventurados a los hombres de corazón misericordioso. Sólo El ha prometido misericordia a quien la tenga con sus hermanos.

 

Aunque nos resistamos a admitirlo, hemos de reconocer que la misericordia rige la vida de los hombres. Sin ella no podemos vivir. Estamos hechos de tal modo, que si no recibimos gratis continuamente, se frustra nuestro destino. No podemos satisfacer nuestra ansia de felicidad con ninguna iniciativa nuestra por interesante y noble que sea. Sólo podemos vivir medianamente felices, si somos acogidos y sostenidos en el camino de la vida, si hay Alguien que nos levanta una y otra vez porque nos ama. No nos bastan las cosas que tenemos al alcance de nuestra mano, necesitamos lo que sólo se recibe gratuitamente, lo que llega a nosotros como un don imprevisible por parte de Dios, lo que nos sobreviene antes de todo esfuerzo nuestro. El amor, y esa forma de amar que es perdonar, son frutos granados de la misericordia. 

 

2. ¿En qué consiste la verdadera misericordia?

 

La misericordia no es un sentimiento superficial ni una conmoción romántica pasajera. Tampoco es sentimentalismo vacío ni paternalismo estéril. Evoca un modo de actuar no sólo instintivo y pasional, sino unos comportamientos pacientes y constantes.

 

Sentir misericordia es dejarnos afectar de verdad por el dolor del prójimo: descubrir ese dolor, no pasar de largo ante él, solidarizarnos de forma eficaz con el que sufre. Mirarle con los ojos de Dios a quien "le conmueve la aflicción de su pueblo". Descabalgarnos, pues, de nuestra intransigencia y de nuestra frialdad al tratar a nuestros semejantes.

 

Practicar la misericordia significa ejercer las obras de misericordia, que tienen como destinatario principal al pobre. El sentido de la limosna, urgido de manera reiterada y constante en la tradición de la Iglesia, se inscribe en este capítulo: "Nadie podrá ser grato a Dios si no tiene el afecto de la limosna, enseña San Pedro Damiano. Quiero decir: que si no tiene qué dar, tenga deseos de dar. Y si no le sobran bienes, no le falten las riquezas de un espíritu generoso".

 

Es verdad que un problema tan grave como, por ejemplo, la pobreza en el mundo no se resuelve sólo con misericordia, pero tampoco se resuelve sin ella. La misericordia tiene que acompañar a la justicia para que ésta no degenere en una ideología o se convierta en una justicia inhumana.

Para entender mejor todo esto, podemos diferenciar los siguientes pasos a la hora de ejercitar la misericordia. En primer lugar, por decirlo así, se da una interiorización del sufrimiento ajeno, dejo que penetre en mis entrañas, en mi corazón, en mi ser entero, lo hago mío de alguna manera, me duele a mí. En un segundo momento, ese sufrimiento interiorizado, que me ha llegado hasta dentro, provoca en mí una reacción, se convierte en punto de partida de un comportamiento activo y comprometido. Por último, esa reacción se va concretando en actuaciones y compromisos diversos orientados a erradicar ese sufrimiento o, al menos, aliviarlo.

 

Ser compasivo y misericordioso es siempre lo primero y lo último en un seguidor de Jesucristo. Nada hay más importante. Tendremos que hacer muchas cosas a lo largo de la vida, pero la compasión ha de estar en el trasfondo de todo. Nada puede justificar la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La compasión ha de configurar todo lo que constituye nuestra vida: nuestra manera de mirar a las personas y de ver el mundo, nuestra manera de relacionarnos y de estar en la sociedad, nuestra manera de entender y de vivir la fe cristiana.

 

Misericordia es una actitud de apertura incondicional hacia el hermano, incluso hacia el enemigo, intentando restañar sus heridas con nuestra comprensión e indulgencia. Es la presencia de su dolor en nuestro propio corazón, y la de su pobreza física o espiritual en nuestra propia carne.

 

3. Dios se ha manifestado rico en misericordia

 

El pueblo de Israel experimentó que el Dios que salía a su encuentro era un Dios capaz de escuchar conmovido los gritos de su pueblo: "He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado su clamor..." (Ex 3,7). La razón que mueve a Dios a escuchar ese clamor no es otra que la misericordia: "Clamará a mí y yo le oiré, porque soy compasivo" (Ex 22,26). Ya desde el comienzo de la historia, Yahvé se revela como "Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad" (Ex 34,6). La historia de la salvación se pone en marcha por obra y gracia de la misericordia divina. "La sabiduría que viene de arriba -y que es el mismo Dios- ante todo es pura y además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera" (Sb 3,17)

 

La misericordia, la hesed divina, a pesar de la infidelidad del pueblo, es el rasgo más sobresaliente del Dios de la primera Alianza y llena la Biblia de principio a fin. Un salmo lo repite en forma de letanía, explicando desde la misericordia todos los eventos de la historia de Israel: "Porque eterna es su misericordia" (Sal 136).

 

La misericordia, en definitiva, es el modo de ser de Dios, su manera de ver la vida y de mirar a las personas, lo que mueve y dirige toda actuación suya. Dios siente hacia sus criaturas lo que una madre siente hacia el hijo que lleva en sus entrañas. Dios nos ama entrañablemente.

 

La confianza absoluta y constante de Israel en este amor misericordioso y tierno de Yahvé suena como una profesión de fe en aquella fórmula contenida en Ex 34,6-7: "El Señor, Dios clemente y misericordioso, tardo para la ira y lleno de lealtad y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones y perdona la iniquidad, la infidelidad y el pecado". Esta fórmula se recoge, total o parcialmente, en algunos otros lugares del Antiguo Testamento (Núm 14,18; Sal 86,15; 103,8.13; 145,8; Neh 2,13; Jl 2,13; Jon 4,2). Así llega hasta el Nuevo Testamento donde aparece la fórmula compendiada "rico en misericordia" (Ef 2,4). A menudo los orantes, necesitados de perdón, de ayuda y de protección, se dirigen a Dios invocando su piedad (Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16; 51,3) y llamándolo Padre (Is 63,16; cf Sal 103,13). Pero es en Is 49,15 donde encontramos la imagen más bella y significativa del amor de Dios plenamente fiel. Cuando Jerusalén se duele de verse abandonada, el mismo Yahvé responde: "¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas (las entrañas) lo olvidaran, yo no me olvidaría de ti". Con esta atrevida imagen el profeta quiere expresar que el amor de Yahvé trasciende cualquier modelo humano, ya que no falla jamás.

 

En resumen: "La misericordia -como ha enseñado Benedicto XVI- es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que Él se ha revelado en la antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia, y se manifiesta ya sea a través de los sacramentos, en particular el de la Reconciliación, ya sea con obras de caridad, comunitarias e individuales" . Por todo esto, "es necesario aprender que la omnipotencia de Dios no es un poder arbitrario, pues Dios es el Bien, es la Verdad, y por eso lo puede todo [...] Dios es el custodio de nuestra libertad, del amor, de la verdad. Y este ojo que nos mira no es un ojo malévolo que nos vigila, sino la presencia de un amor que nunca nos abandona [.] La cumbre de la potencia de Dios es la misericordia y el perdón. El verdadero poder es el poder de gracia y de misericordia. En la misericordia, Dios demuestra el verdadero poder" .

 

"La compasión -explica H. Nowen- consiste en tener el atrevimiento de reconocer nuestro recíproco destino, a fin de que podamos ir hacia delante, todos juntos, hacia la tierra que Dios nos indica. Compasión significa también 'compartir la alegría', lo que puede ser tan importante como compartir el dolor. Dar a los otros la posibilidad de ser completamente felices, dejar florecer en plenitud su alegría. Ahora bien, la compasión es algo más que una esclavitud compartida con el mismo miedo y el mismo suspiro de alivio, y es más que una alegría compartida. Y es que tu compasión nace de la oración, nace de tu encuentro con Dios, que es también el Dios de todos.

 

En el mismo momento en que te des cuenta de que el Dios que te ama sin condiciones ama a todos los otros seres humanos con el mismo amor, se abrirá ante ti un nuevo modo de vivir, para que llegues a ver con unos ojos nuevos a los que viven a tu lado en este mundo. Te darás cuenta de que tampoco ellos tienen motivos para sentir miedo, de que tampoco deben esconderse detrás de un seto, de que tampoco tienen necesidad de armas para ser humanos. Comprenderás que el jardín interior que ha estado desierto durante tanto tiempo, puede florecer también para ellos" .

 

Ahora nos explicamos muy bien por qué los santos no presumen de sus esfuerzos ni de sus cualidades, sino que todo lo atribuyen a la misericordia de Dios: "Mi único mérito es la misericordia del Señor, reconoce S. Bernardo. No puedo ser pobre en méritos si él es rico en misericordia. Y si la misericordia del Señor es grande, muchos serán mis méritos [.] Y si la misericordia del Señor dura por siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor". Y añade con una atrevida metáfora que las llagas de Cristo son las ventanas por las cuales podemos de alguna manera asomarnos a la misericordia de Dios: "las heridas que su cuerpo [de Cristo] recibió nos dejan ver los secretos de su corazón, nos dejan ver el gran misterio de la piedad... ¿Qué dificultad hay en admitir que tus llagas nos dejan ver tus entrañas? No podría hallarse otro medio más claro que estas llagas para comprender que tú, Señor, eres bueno y clemente y rico en misericordia. Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor" . 

 

4. Cristo, imagen del Padre compasivo y misericordioso.

 

Jesucristo es "imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación" (Col 1,15; cf 2 Cor 4,4), "el resplandor de su gloria y la impronta de su ser" (Heb 1,3). "Haciéndose carne y habitando entre nosotros"(Jn 1,14), el unigénito del Padre es, desde su aparición en el mundo, el revelador del misterio del "Padre de las misericordias" (2Cor 1,3), es decir, Aquel que es fuente de la misericordia y que la derrama generosamente sobre nosotros.

 

El evangelista Lucas, "escriba de la mansedumbre de Cristo", como le llama Dante , nos presenta a Jesús que, al inaugurar su ministerio público en la sinagoga de Nazaret, hace suyas estas palabras de Is 61,1-2: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19). Cuando más tarde el Bautista envía a preguntar si El era el Mesías, responderá haciendo eco a las palabras del profeta: 'Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia el evangelio a los pobres' (Lc 7,22). En realidad, la vida pública de Jesús es todo un despliegue de amor y de misericordia frente a todas las formas de miseria humana. El revela el amor del Padre para con todos aquellos que física o moralmente se sienten destruidos y reclaman piedad y compasión, comprensión y perdón. Por ellos y para ellos, Jesús no sólo echa mano de su poder de realizar milagros, sino que se enfrenta incluso con la mentalidad estrecha y hostil del ambiente con tal de hacer el bien y sanar a todos (Hech 10,38). Médico de los cuerpos, pero sobre todo médico de las almas (Mc 2,17; Lc 5,21), muestra su actitud llena de indulgencia y de amor para con los pecadores, que encuentran en él un "amigo" (Lc 7,34), que no teme incluso sentarse a su mesa (Lc 5,27-32; 7,36-50; 15,1-2; 19,1-10), siendo éste un gesto provocativo en aquel contexto social.

 

En los evangelios vemos cómo Jesús se conmueve frecuentemente ante las necesidades de los hombres y 'siente compasión' por todos, sea cual sea su enfermedad o su necesidad (Mc 1,41; 5,19; 6,34; 8,2; Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13). Por eso, todos los que recurren a él invocan su misericordia (Mc 9,22; 10,47-48; Mt 9,27; Lc 17,13; 18,38-39). Y le suplican: "¡Ten compasión de mí, Señor!" (Mt 15,22; 17,15; 20,30-31). En todo semejante a los hombres menos en el pecado, experimenta en su propia carne la dureza del sufrimiento humano (Heb 2,17-18), y acepta libremente morir en la cruz por la redención del mundo. Morir en la cruz ha sido el testimonio más patente de su amor misericordioso. Ahora, sentado a la derecha del Padre, permanece como "sumo sacerdote misericordioso y fiel" (Heb 2,17). A El podemos dirigirnos "a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno" (Heb 4,16).

 

"Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, -comenta S. Bernardo- su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. [.] Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Ya que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad. Ya que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad, se reconociese su bondad. Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. [...] ¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho que haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? [.] Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora" .

 

Dios se ha hecho hombre en Cristo Jesús, el Misericordioso, para que puedan acercarse a El los pequeños y los pecadores: "¡Gloria al Invisible que se ha revestido de visibilidad para que los pecadores pudieran acercarse a El! Nuestro Señor no impidió a la pecadora acercarse, como el fariseo esperaba que hiciera, porque todo el motivo por el que había descendido de aquella altura a la qe el hombre no alcanza, es para que llegasen a El pequeños publicanos como Zaqueo, y toda la razón por la que la Naturaleza que no puede ser aprehendida se había revestido de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como la pecadora [.] Pero tuvo piedad de ella el Misericordioso, y su cuerpo puro santificó su impureza" .

Jesús no sólo revela la misericordia del Padre, sino que él mismo la encarna y por eso se atreve a perdonar los pecados de los hombres: "Tus pecados te son perdonados" (Mc 2,5). Por comportamientos como éste los fariseos y letrados de entonces le consideraron blasfemo: "¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?" (Mc 2,7), se preguntaban. En efecto, el comportamiento de Jesús hacia los pecadores y su pretensión de actuar en representación de Dios, le ganaron la condena a muerte. Murió como un maldito de Dios (Dt 21,23; Gal 3,13). "Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras", enseña san Pablo (1 Cor 15,3; cf. 11,24). La gracia del perdón se obtiene a un alto precio: la sangre preciosa de Cristo (cf. 1 Pe 1, 18s; 1 Cor 6,20). 

 

4.1. Las parábolas de la misericordia

 

Las parábolas más bellas que salieron de labios de Jesús son sin duda las de la misericordia de Dios. Jesús las contó para defenderse de las acusaciones de los fariseos y para justificar su conducta, llena de compasión y de misericordia con los publicanos y los pecadores (Lc 15,1-2). Las dos primeras, la de la oveja extraviada y la de la dracma perdida (15,3-10), se cierran con una alusión a la alegría que causa en el cielo la conversión, aunque sea de un solo pecador. Lo más sorprendente de la misericordia de Dios es que Él experimenta alegría mostrándose misericordioso. Jesús concluye la parábola de la oveja perdida diciendo: "Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión" (Lc 15, 7). La mujer que encontró la dracma perdida grita a sus amigas: "Alegraos conmigo".

 

La tercera parábola es la más cautivadora. Llena de indicaciones de fina psicología paternal, muestra cómo un hijo pródigo y libertino es esperado pacientemente por su padre, que aguarda incansable su retorno. Cuando le divisa a lo lejos, lleno de compasión, corre a abrazarlo (Lc 15,11-32). Es la imagen más viva del amor ilimitado y sorprendente del Padre celestial, que Jesús nos revela de una forma incomparable. Como sólo él podía hacerlo. Los hombres que experimentan este amor han de ser testigos agradecidos: "Vete a tu casa con los tuyos -le encarga al endemoniado que ha curado- y cuéntales todo lo que el Señor, compadecido de ti, ha hecho contigo" (Mc 5,19). Así nos ofrece la clave para entender el significado más profundo de todos sus milagros. Es el Padre quien actúa en él (Jn 5,17) y el que en su persona manifiesta visiblemente su misericordia. Dios es como un Padre que no se guarda para sí la herencia, que espera siempre al hijo perdido, que ve a su hijo 'estando todavía lejos', se le "conmueven las entrañas', echa a correr, le abraza y le besa efusivamente como una madre. Un Padre que interrumpe la confesión

del hijo para ahorrarle humillaciones y le devuelve la condición de hijo. Un Padre que acoge siempre a sus hijos perdidos y suplica a los hermanos que los acojan con el mismo cariño.

 

"No carece de significado que Lucas -comenta San Ambrosio, obispo de Milán- nos haya presentado tres parábolas seguidas: La oveja perdida se había descarriado y fue recobrada, la dracma perdida fue hallada; el hijo pródigo que daban por muerto lo recobraron con vida, para que, solicitados por este triple remedio, nosotros curásemos nuestras heridas. ¿Quién es este padre, este pastor, esta mujer? ¿No es Dios Padre, Cristo, la Iglesia? Cristo que ha cargado con tus pecados te lleva en su cuerpo; la Iglesia te busca; el Padre te acoge. Como un pastor, te conduce; como una madre, te busca; como un padre te viste de gala. Primero la misericordia, después la solicitud, luego la reconciliación. Cada detalle conviene a cada uno: el Redentor viene en ayuda, la Iglesia asiste, el Padre reconcilia. La misericordia de la obra divina es la misma, pero la gracia varía según nuestros méritos. La oveja cansada es conducida por el pastor, la dracma perdida es hallada, el hijo vuelve donde su padre y vuelve plenamente arrepentido de su mala vida... Alegrémonos, pues, que esta oveja que había perecido en Adán sea recogida en Cristo. Los hombros de Cristo son los brazos de la cruz; aquí he clavado mis pecados, aquí, en el abrazo de este patíbulo he descansado" .

 

Jesús contó en otra ocasión una parábola sorprendente y provocativa sobre el dueño de una viña que quería trabajo y pan para todos (Mt 20, 1-15). Contrató a diversos grupos de trabajadores. A unos a primera hora de la mañana, a otros hacia media mañana, y a otros a primera hora de la tarde, e incluso a los últimos, mediada ya la tarde, cuando sólo faltaba una hora para terminar el trabajo de la jornada. Sorprendentemente, a todos les pagó un denario: lo que se necesitaba para vivir durante un día. Cuando los primeros protestan, responde: ¿es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo mío? ¿O tenéis que ver con malos ojos que sea bueno?". El desconcierto tuvo que ser general. La misericordia de Dios está por encima de los méritos. Dios no actúa utilizando los criterios que nosotros manejamos.

 

En el recuerdo de sus seguidores quedó grabada otra parábola desconcertante sobre un fariseo y un recaudador que subieron al templo a orar. El fariseo reza de pie y seguro. Su conciencia no le acusa de nada. Cumple fielmente la Ley e incluso va más allá de sus exigencias. No es hipócrita. Dice la verdad. Por eso da gracias a Dios. El recaudador, en cambio, a penas de atreve a entrar en el lugar sagrado. No levanta sus ojos del suelo. Sabe que es un pecador y no está muy seguro de poder cambiar de vida. Por eso, no promete nada. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: "Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador". Jesús concluye su parábola con esta afirmación sorprendente: "Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no". De pronto se rompen los esquemas. Lo decisivo no son los comportamientos humanos, sino la misericordia insondable de Dios. Dios es un misterio increíble de compasión que sólo actúa movido por su ternura hacia quienes confían en Él.

 

La parábola del buen samaritano representa tal vez la parábola más provocativa y la que mejor sugiere la revolución introducida por Jesús desde su experiencia de la compasión de Dios. Jesús habla de un hombre asaltado y abandonado medio muerto en la cuneta de un camino. Aparecen por allí en primer lugar dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Los dos vinculados al Templo, al culto a Dios. Podemos suponer que el herido los vería lleno de esperanza porque pertenecían a su propio pueblo. Siendo representantes del Dios santo, sin duda tendrán compasión de él. Pero los dos 'dieron un rodeo' y pasaron de largo. Aparece en el horizonte un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece al pueblo elegido. Es un samaritano, miembro de un pueblo enemigo. Seguramente el herido sentiría miedo ante su presencia. Sin embargo, el samaritano 'tuvo compasión'y se acercó, se le hizo prójimo. Movido a compasión curó sus heridas, lo vendó, lo montó sobre su cabalgadura, lo llevó a una posada, cuidó de él y pagó todo lo que hizo falta. La sorpresa de los oyentes no podía ser mayor. Para Dios no cuentan las discriminaciones entre amigos y enemigos, no le detienen las barreras ideológicas o religiosas de los hombres. Jesús mira la vida con los ojos de las víctimas. Para él, la mejor metáfora de Dios es la compasión por los que sufren. Todo puede ser reordenado desde la compasión y desde la misericordia. La verdadera pregunta del cristiano no es ¿quién es mi prójimo?, sino ¿quién necesita que yo me acerque y me aproxime a él? 

 

4.2. «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia»

 

Jesús dice "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia" y en el Padre Nuestro nos invita a orar a Dios Padre diciendo: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Dice también: "Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt 6, 15). Estas frases podrían llevar a pensar que la misericordia de Dios hacia nosotros es un efecto de nuestra misericordia hacia los demás, y que es proporcional a ella. Nada de eso. Para poder ser nosotros misericordiosos hemos de acoger primeramente la misericordia de Dios. Se deduce de la correspondencia entre la bienaventuranza y su recompensa: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia", se entiende ante Dios, que perdonará sus pecados. La frase: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso", se explica inmediatamente con "perdonad y seréis perdonados" (Lc 6, 36-37). Debemos, pues, tener misericordia porque hemos recibido misericordia, no solo para recibir misericordia. Pero hemos de ejercitar la misericordia, porque de lo contrario Dios nos retirará la suya, como el señor de la parábola se la retiró al siervo despiadado. La gracia va siempre por delante: "Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros", exhorta San Pablo a los Colosenses (Col 3, 13).


Nuestra misericordia, como la de Cristo, ha de ser humilde, pues la misericordia es amor, y, al ejercerla, no podemos herir los sentimientos de nadie. Para ser misericordiosos hemos de colocarnos a la altura del que sufre sus miserias. Porque es la compasión cristiana, y no una compasión meramente humana, la que nos impulsa a cargar con el dolor y el pecado ajenos. Porque ese pecado ha sido redimido por Cristo, ese dolor ha sido bendecido y es el mismo Dios quien nos lo entrega para aliviar el peso del hermano. Solamente así sentiremos la alegría, en medio del dolor, que será nuestra más inmediata recompensa.

 

Si Dios perdona nuestros muchos pecados ¿cómo no perdonar nosotros las pequeñas ofensas del prójimo? Si Dios tiene misericordia de nuestra pobreza material y espiritual, ¿cómo no vamos a tener misericordia de aquellos compañeros de camino que reclaman un poco de comprensión y de amor? El apóstol Santiago afirma: "El juicio será sin misericordia para el que no ha tenido misericordia; pero la misericordia triunfa sobre el juicio" (2,13).

 

Un monje ortodoxo rezaba así: "Señor, lleno de misericordia, ¡qué grande es tu amor por mí, pecador! Tú me has dado poder conocerte, tú me das a saborear tu gracia. '¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!' (Sal 33,9) Tú me das a gustar tu bondad y tu misericordia, y día y noche, mi alma se siente irresistiblemente atraída por ti. El alma no puede olvidar a su creador porque el Espíritu divino le da las fuerzas de amar a aquel que ama; no puede saciarse, antes bien desea sin cesar ver a su Padre celestial. Dichosa el alma que ama la humildad y las lágrimas y que odia los pensamientos malos" .

 

San Isaac de Siria (hacia el año 600) monje de Ninive (Iraq) comentando el mandato de Jesús: "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,36), recomienda: "No intentes distinguir al hombre digno del indigno. Considera a todos los hombres iguales a la hora de servirlos y amarlos. Así los podrás llevar a todos hacia el bien. El Señor ¿no se sentaba a la mesa con los publicanos y mujeres de mala vida, sin apartar de su presencia a los indignos? Así, tú harás el bien y honrarás igual al infiel y al asesino; con más razón porque él también es hermano tuyo, ya que participa de la única naturaleza humana. He aquí, hijo mío, el mandamiento que te doy: "que la misericordia siempre prevalezca en tu balanza, hasta tal punto de sentir dentro de ti la misericordia que Dios siente por el mundo"  

 

5. Una Iglesia llena de misericordia, sacramento de la compasión de Dios

 

La Iglesia del Dios 'rico en misericordia', ha de ser ella misma misericordiosa. No convertirá el pecado en algo irrelevante, como tampoco lo hizo Cristo, pero siguiendo sus huellas no se alejará jamás de los pecadores, sino que los atraerá hacia sí. No verá en ellos sólo lo que son, sino aquello que pueden llegar a ser, si son tocados por la misericordia divina en lo más profundo de su miseria. Jesús es firme y riguroso en los principios, pero sabe cuándo un principio debe ceder paso a otro superior como es el de la misericordia de Dios. También en la vida de la Iglesia, como en la de Jesucristo, deben resplandecer juntas la misericordia de las manos y la misericordia del corazón, o lo que es lo mismo, las 'entrañas de misericordia' han de traducirse en obras de misericordia. San Pablo nos exhorta: "Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros" (Col 3, 12-13).

 

La Iglesia, mirando el corazón y las entrañas de Dios, contemplando cómo Jesús ama y acoge, ha de convertirse en una Iglesia samaritana, una Iglesia con rostro maternal. Por eso no evangelizará primariamente desde las normas, sino desde el amor que comunica la Buena Noticia y transmite esperanza. "Todo lo que dice y hace la Iglesia -recuerda Benedicto XVI-manifiesta la misericordia que Dios siente por el hombre. Cuando la Iglesia tiene que recordar una verdad descuidada, o un bien traicionado, lo hace siempre movida por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (Cf. Jn 10, 10). De la misericordia divina, que pacifica los corazones, surge, además, la auténtica paz en el mundo, la paz entre los pueblos, culturas y religiones" .

 

La Iglesia está llamada a ofrecer al mundo el amor gratuito y desinteresado que ella recibe del Padre misericordioso. Ella ha de ser la Iglesia de la misericordia. O la Iglesia samaritana, que ama más a los más necesitados de ser amados. Cultivando asiduamente la dimensión contemplativa, la unión con Dios, será más humana, es decir, más comprensiva, cercana y acogedora, En el trato asiduo con Dios potenciará la finura en la acogida, sin discriminaciones, reduplicando la atención a los que no tienen sitio en la mesa de nuestro mundo: los pobres y los excluidos. Sigue vigente el mandato de S. Pablo: "Acogeos mutuamente como Cristo nos acogió a nosotros para gloria de Dios" (Rom 15,7).

 

La misericordia verdadera impulsa a la práctica del perdón: "Los seres humanos -decía San Agustín- somos como vasos de arcilla, que solo con rozarse, se hacen daño". No se puede vivir en armonía, en la familia y en cualquier otro tipo de comunidad, sin la práctica del perdón y de la misericordia recíproca. Misericordia significa conmoverse en el propio corazón ante el sufrimiento del hermano. Es así como Dios explica su misericordia frente a las desviaciones del pueblo: «Mi corazón está en mí conmovido, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8). El perdón es para una comunidad lo que es el aceite para el motor. Si uno sale en coche sin una gota de aceite en el motor, en pocos kilómetros todo se incendiará. Como el aceite, también el perdón resuelve las fricciones. Hay un salmo que canta el gozo de vivir juntos como hermanos reconciliados: "es como ungüento fino en la cabeza", que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras (cf. Sal 133).

 

Predicando los Ejercicios Espirituales al Papa y a la Curia Romana en el Año Jubilar 2000, el cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, dijo en una meditación: "Sueño una Iglesia que sea una 'Puerta Santa', abierta, que abrace a todos, que esté llena de compasión y comprensión por todos los sufrimientos de la humanidad, tendida a consolarla". Para la Iglesia es importante encontrar su justo lugar en la sociedad, el lugar auténtico para cumplir su misión evangelizadora. Es evidente que la Iglesia del Señor no puede vivir encerrada en sí misma, preocupada sólo por sus problemas y sus intereses. Ha de estar en medio del mundo, pero no de cualquier manera. Si es fiel a Jesús, la Iglesia ha de estar allí donde hay gente que sufre, allí donde están las víctimas, los empobrecidos, los maltratados por la vida o por la injusticia de los hombres..., los que no encuentran sitio ni en la sociedad ni en el corazón de las personas.

 

La misericordia de Dios debe configurar la Iglesia. Muchas cosas debe ser y hacer la Iglesia, pero, si no está transida de la misericordia de Dios, si no es, antes que nada, buena samaritana, todo lo demás será irrelevante. Por eso pedimos en la Eucaristía: "Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad, de amor y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando" .

 

La comprensión de la Iglesia como sacramento de la misericordia de Dios pone de relieve en primer lugar su 'des-centramiento', ya que su valor no está en ella misma sino en Jesucristo, del cual ella es sólo "como un sacramento, signo o instrumento" (LG 1). Y en segundo lugar, indica el 'por qué' último de esta Iglesia cuya finalidad definitiva es "la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano" (LG 1). La Iglesia no tiene su razón de ser en sí misma, sino en la llamada del Señor y en su misión y diaconía en el mundo, es decir, en el anuncio, la celebración y el testimonio vivo y comprometido del Evangelio de Jesucristo, sensible ante el sufrimiento humano. No precisamente como poder o dominio, sino como servicio para la fraternidad universal, enraizada para los creyentes en Jesucristo, testimonio concreto del amor de Dios convertido en misericordia, ya que "en el más humilde encontramos a Jesucristo mismo y en Jesús encontramos a Dios" .


 


BENEDICTO XVI, Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta. Iglesia parroquial de Introd, 25 de julio de 2005.

Cf. JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 1986.

Prólogo a la obra de F. TROCHU, El cura de Ars. El atractivo de un alma pura. Ed. Palabra, 13a ed., Madrid 2005.

CEE, Mensaje a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal, Diciembre 2009.

JUAN PABLO II, Dives in misericordia 2 [en adelante: DM].

BENEDICTO XVI, Regina coeli 30 de marzo 2008.

BENEDICTO XVI, Homilía en las Vísperas celebradas en la Catedral de Aosta 24.07.09

H. J. M. NOWEN, A mani aperte, Brescia 1997, 47S

S. BERNARDO, Sermones sobre el Cantar de los Cantares 61,5, Madrid 1987, 771.

DANTE, De monarchia 1,16.

S. BERNARDO, Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2; PL. 133,141-143 en LH vol I, pp. 380­381.

S. EFREN, Sermo de Domino Nostro, 48: citado en J. CARRON, Bienaventurados los misericordiosos: Communio 5 (1993) 406-407.

S. AMBROSIO, Tratado sobre el evangelio de San Lucas.

SAN SILOÁN (1866-1938), Sophrony, Starets, p. 339.

S. ISAAC DE NÍNIVE, Discurso ascético, 81.

BENEDICTO XVI, Regina coeli, 30 de marzo 2008.

Plegaria Eucarística V/b.

BENEDICTO XVI, DCE 15.