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SER SIGNO EVANGELIZADOR HOY

Desde nuestra pequeña atalaya de observación,  empieza a asaltarnos  una preocupación que se concreta en una pregunta: ¿los  sacerdotes y religiosos/as somos signo evangelizador? Y no es que tengamos duda alguna de que el Señor guía a su Iglesia y “protege” los carismas que ella necesita en cada momento de su historia. La razón de nuestra preocupación está en el hecho de que nos parece ver,  en un cierto número de instituciones eclesiales, una especie de “congelación” del carisma, y no sabemos bien el por qué. Nos preguntamos si, en algunos casos, será para no tener que soportar las duras inclemencias del tiempo presente,  esperando que pase la  tormenta o que desaparezca la “terrible epidemia que nos asola”, o se encuentre el antídoto para atajarla; postura y actitud que podíamos llamar de hibernación.

Ahora bien, frente a estos hechos, no encontramos ninguna palabra del Señor que nos dispense de nuestra obligación de evangelizadores. Al contrario, su palabra continuamente nos recuerda que la luz ha de brillar en la tiniebla y la sal ha de ser levadura del Reino dentro de la masa. Y no hay duda, la palabra del evangelizador es siempre palabra nueva, si presenta, en toda su integridad, el mensaje salvador del Señor. Por otra parte, estamos convencidos de que este mensaje cautiva los corazones de mucha gente que se dispone a convertirlo en el centro de su vida. Lo malo es cuando el mensaje está contaminado por miedos personales, o por intereses egoístas que “secuestran” la palabra viva y liberadora, sometiéndola a normas, apariencias, hábitos y supuestas ortodoxias. En estos casos, el carisma pierde frescura, libertad, atractivo y eficacia evangelizadora.

Y esto nos parece que está impidiendo (o dificultando) la respuesta de muchas personas que sienten la llamada y no encuentran el lugar y camino concretos de respuesta. Sienten que el Señor les abre un horizonte de luz, y luego se encuentran con oscuridades y esoterismos llamados a ser ejercidos en lo secreto de la propia incapacidad de escucha.

Los dones y carismas del Señor son para los humildes y sencillos, para los que se fían y confían, para los que no tienen miedo a la verdad ni a la sorpresa de la palabra de Dios, a los nuevos caminos del Espíritu. Algunos, en cambio,  prefieren los caminos trillados de siempre aunque por ellos no transite casi nadie y no puedan, por consiguiente, entrar en diálogo pastoral con persona alguna.

La vivencia del carisma no puede hacerse desde el encogimiento o el temor. Pablo nos dice en 2 Tim 1, 6-7: “ Por lo cual te aconsejo que reavives el don de Dios  que te fue conferido cuando te impuse las manos. Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y buen juicio”.

¡Cuántas veces, a lo largo de estos años, hemos olvidado ese espíritu de fortaleza y nos hemos lanzado, con nuestras únicas fuerzas, a una conquista hecha, frecuentemente, con malos modos y gesto torcido, falta de vigor y evangélica paciencia!

Reavivar el don de Dios, soterrado en las cenizas de nuestra debilidad,  quiere decir  permitir que  de nuevo se muestre ese Dios amor y Padre de todos, que nos enseñe a ser padres que procuran el crecimiento de los hijos y se gozan con que éstos sepan ser libres, padres que no quieren manipular sus vidas y les dejan “ser los hijos de ese futuro al que los padres no soñamos llegar”. Y desde ese dejar a Dios ser Dios, su ‘fuego’ comenzará a calentar la tierra de nuevo y a purificar la mena que oculta la brillantez del metal noble. Pero hemos de saber discernir las cualidades del fuego de Dios y el nuestro. El fuego de Dios es constructivo, ilumina y conforma (transforma); el nuestro es destructivo, reduce a cenizas y borra los perfiles. Y sólo el primero nos da el espíritu de valentía para pregonar el evangelio, el otro podría llevarnos a un espíritu de revancha, frente a los que no aceptan ‘nuestro’ evangelio. Y nunca la revancha es actitud buena para evangelizar.

A partir de este fuego, siempre nuevo, se deja sentir la llamada en jóvenes de hoy, en sus peculiares circunstancias: con sus luces y sus sombras. Y nos da gozo que sea en jóvenes de hoy y no en jóvenes que parezcan seres sacados de las páginas de un “diario” antiguo. Porque ‘¿cómo van a entender a sus coetáneos si no son contemporáneos de ellos más que en lo cronológico?’. Se dice que los jóvenes de hoy tienen grandes carencias. Habría que decir que los adultos no las tenemos menores ni menos graves. De todos modos, nos alegra pertenecer a una Iglesia en la que el perfecto es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, una Iglesia que, llamada a la perfección, dirige su mensaje a los santos y pecadores de cada tiempo, y les encomienda a unos y a otros una misión en la Iglesia y en el mundo.

No seríamos sinceros si no confesásemos que nos da miedo la misión de evangelizar. El mundo en el que nos ha tocado en suerte vivir, nos parece lleno de resistencias y de “sorderas”, aparentemente incurables, hacia la palabra de Dios. Está, decimos, como apantallado frente a lo transcendente. Vive, se desarrolla y muere situado en otras coordenadas. Parece como si fuese imposible, para gran parte de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, realizar un encuentro con el Señor Jesús, encuentro de salvación al que está llamado. Ardua tarea la de la evangelización, pero ¿cuándo ha sido fácil evangelizar?

Si releemos los textos del Nuevo Testamento, Hechos y Cartas sobre todo, podremos descubrir que, pese a la acción directa del Espíritu en los primeros pasos de la evangelización, esta presencia no  ahorró a los apóstoles persecuciones, ni fracasos, ni aprendizajes constantes de que el que realmente hacía la obra de salvación, a través de ellos, era Dios. Recordemos algunos de los discursos ‘mejor preparados’ de Pablo (Hech 17, 16-34). La actitud de los pueblos gentil (y judío) ante la nueva predicación no fue muy acogedora. El evangelio se va abriendo paso, por la acción del Espíritu y por la palabra y ejemplo de vida de  los creyentes. La acción del Espíritu se genera en el interior; y la palabra incesante del evangelizador repite un anuncio de salvación, realizada en aquellos hombres, que no se predican a sí mismos, sino a Cristo.

No vemos que aquella situación fuese más propicia que la actual. En la nuestra se da, al menos, un barniz cristiano (aunque para otros esto constituye un obstáculo más). Ahora bien, si estamos seguros de que el Espíritu no falla, algo está pasando en la acción evangelizadora de la Iglesia. ¿Será que los evangelizadores nos hemos quedado en formalidades, legalismos y ritualismos y nos hemos  olvidado de vivir?, ¿desde dónde, cómo y a quiénes evangelizamos? ¿qué misión es la que tenemos encomendada y qué hacemos realmente? Hablamos mucho de signos de los tiempos y nos podemos preguntar si hemos sabido leer los signos de este tiempo nuestro o nos hemos contentado, porque es más cómodo, con mantener signos de otros tiempos y darles categoría de signos perennes, inmutables y multiseculares. ¿No nos estará diciendo el Espíritu que hemos de aprender a leer los signos nuevos para poder hacer que la voz que él inspira en el interior tenga su traducción en las palabras y la vida de los “heraldos oficiales”?

Un signo importante es el de la Iglesia pueblo de Dios, una Iglesia de hermanos en la que la jerarquía es, de verdad, servicio. Y el servicio empieza por ser apertura de diálogo, diálogo que no significa poner en cuestión la palabra de Dios, sino liberarla de todo aquello que pueda oscurecerla o distorsionarla.

En esta perspectiva del pueblo de Dios, a veces se percibe, en ámbitos y personas de nuestra Iglesia, un miedo a que los laicos ocupen su lugar, como si de una competencia se tratara, y no se les permite que sean evangelizadores, desde su vida y acción diarias. Hay  quienes piensan si en la falta de vocaciones de especial servicio no habrá una llamada fuerte del Señor que quiere que la Iglesia viva toda su ministerialidad, al servicio del Reino en la historia, una Iglesia camino del hombre, en tensión escatológica y como signo de esperanza, Iglesia icono de la Trinidad e Iglesia en el mundo. Pablo VI interpreta este estar en el mundo, pero sin ser del mundo, en Ecclesiam suam 52, diciendo: “Esto no significa que pretendamos creer que la perfección consiste en la inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables  de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo(...), la palabra ‘aggiornamento’  Nos la tendremos siempre presente como directiva programática; la hemos confirmado como criterio directivo del Concilio ecuménico, y la recordaremos como un estímulo a la siempre naciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos, a su siempre joven agilidad de probar  todo y de apropiarse de lo bueno, siempre y en todas partes”.

Otro signo es la Iglesia de la escucha  No se trata de que la Iglesia haya dicho ya su palabra y  tenga ahora que escuchar la de los otros, sino de entablar el diálogo, convencida de que la verdad del que es la Verdad iluminará cualquier situación: “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio” (Ecclesiam suam, 67). A veces parece que tenemos tan poca con fianza en la virtualidad de la Palabra, que damos a las ‘otras palabras’ el poder de oscurecerla. ¿No será que sentimos que son nuestras palabras las que no pueden con las palabras de los otros? Para saber iluminar la realidad actual es preciso escuchar todo lo que ella nos dice. Lo cual significa que es necesario hacernos idea cabal de todo lo que ella es, enseña y transmite, sus grandezas y sus limitaciones. “El diálogo de la salvación no obligó a ninguno a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor (...) Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada de coacción externa, sino que solamente por los caminos legítimos de la educación humana, de la persuasión interior, de la conversación ordinaria ofrecerá su don de salvación respetando siempre la libertad personal y civil” (ib. 77) Cómo influye en la actuación de los hombres de nuestro tiempo no puede ignorarse, so pena de estar siempre evangelizando a ‘las nubes’ o, lo que quizás es peor, ‘en las nubes’. No entendemos el miedo cuando la fuerza viene de dentro y de... arriba. Sin olvidarlo nunca: “este tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria viene de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4, 7). Eso es lo que hace falta que vean: que la fuerza viene de Dios.
Creemos que no nos situamos en una actitud de ingenuidad: pese a todo esto, la tarea es ardua. Los signos del evangelizador entran en conflicto con los signos de lo que hemos dado en llamar ‘el mundo’: el evangelizador quiere que sea todo el hombre el que se salve, desde la profunda riqueza interior hasta todas las realidades materiales (cuerpo, alma y espíritu), y el ‘mundo’ empuja a contentarse con desarrollar una sola dimensión: la de la parte material del hombre, potenciando solamente lo que atañe al bienestar físico, a la buena figura, al ‘carpe diem’ como filosofía del aprovechar cualquier situación de gozo, aun a costa de quien sea o de lo que sea, a la trivialización de la vida, a poner la identidad no en el ser, sino en el aparecer. Somos conscientes de la realidad que nos rodea, pero también de que esa realidad está pidiendo a gritos ser redimida. Y la redención no puede venir de una condena sistemática de todo lo que ella es, sino de un mostrar el amor con el que Dios quiere liberarla de esa esclavitud del no ser más que un globo hinchado, pero... no pinchemos el globo. Eso es lo más fácil y...lo menos conforme al plan de salvación de Dios sobre los hombres.

Animaríamos a hacer presente en nuestra sociedad el signo, siempre atrayente, de la alegría. Vivimos en un momento en el que abunda demasiado la melancolía, el disgusto, el gesto torcido. Contemplamos continuamente sus secuelas en forma de anorexias, depresiones, suicidios colectivos, violencia y terrorismo, desencanto y falta de esperanza, todo ello indicios de una sociedad que está triste y necesita de mucho ruido para no enterarse.  Pero nosotros estamos llamados a vivir, testimonialmente, desde la dimensión del gozo pascual. Jesús ha resucitado y nosotros con El, y tenemos las puertas abiertas a una alegría sin fin. Esta alegría sí que se contagia y difunde. Alegría que no es un calentón momentáneo, sino proceso ‘in crescendo’, fruto de la presencia de Alguien que llena de sentido y de esperanza  nuestra vida. Desde ahí, el creyente crece en la alegría, al ritmo de su vivencia interior del misterio.

Estos rasgos de diálogo, escucha, alegría hacen a la Iglesia “icono” de la presencia de Dios y, consecuentemente son icono de esa presencia todos y cada uno de los que forman ese pueblo de Dios que camina hacia la patria con el canto en los labios y la sonrisa irradiando desde el corazón. El optimismo, nuestro optimismo, no procede de la seguridad en nuestro poder ni en la buena gestión de nuestro “negociado”, sino de ser signo de otra realidad que construye desde dentro al nuevo hombre (o al hombre nuevo). La falta de vocaciones puede ser  una manifestación de la falta de vitalidad de los que formamos la Iglesia, o de falta de escucha de la palabra que llama y convoca,  para seguir haciendo nuestra “santa” voluntad. Quizás no estamos construyendo la Iglesia que Jesús quería y los signos nos están diciendo que el camino es otro. Ahora bien, como él cuida y ama  a su Iglesia, tenemos la esperanza de que ésta le escuchará a su tiempo y esperamos que éste sea un tiempo ya cercano.

Por último, tengamos en cuenta que sólo se puede predicar el evangelio a la manera de Jesús. Los discípulos tenían planes muy diferentes a los del Maestro cuando se “apuntaron” a la “escuela de Jesús” y, tan empecinados estaban en su proyecto que, aun antes de la Ascensión del Señor”, le preguntaron si era ese el momento en el que iba a restablecer el reino de Israel (Hech 1, 6) El Espíritu les dio a conocer todo lo que tenían que hacer, en una pedagogía progresiva y dentro de la historia de ese tiempo. Les enseñó a comprender también esa otra forma sencilla, humilde y pobre del reino de Dios. Las excesivas grandezas y boato siempre lo han oscurecido; el relumbrón no es propio de los discípulos del que nació en pobreza, y nunca es signo de su presencia. Evangelizadores humildes, pobres y hermanos de todos, revestidos del espíritu de las bienaventuranzas, entregados sin reservas a la justicia del Reino de Dios, son los que nuestro mundo necesita. Estos evangelizadores serán las vocaciones del futuro.