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ENVÍO SACRAMENTAL

Don y tarea del sacramentum ordinis

Josef Freytag

I. ORIGEN Y LUGAR DEL SACRAMENTUM ORDINIS (SACRAMENTO DEL ORDEN)

1. Fundamento e hilo conductor

 La afirmación fundamental sobre el sacramentum ordinis, y sobre el envío sacramental en él contenido, es, según el Vaticano II, la siguiente frase: «La plenitud del sacramentum ordinis está en el (ministerio del) obispo. Dicho de otro modo: El sacramentum ordinis confiere en una unidad originaria y sacramental el poder de orden y de jurisdicción» (potestas ordinis y potestas iurisdictionis) (1). Y la configuración plena y básica del sacramento del orden hay que verla en el obispo, no en el sacerdote. Esto tiene consecuencias importantes.

a) No es el pleno poder de ofrecer el sacrificio de los sacerdotes, sino el ser y la función de los obispos son la auténtica pieza clave y el verdadero punto de partida para entender el sacerdocio cristiano y el ministerio eclesial. Este enfoque se manifiesta también cuando se parte de la potestad de ofrecer típicamente «sacerdotal» conferida sacramentalmente, pues el sacerdote recibe su ministerio de servicio del obispo (y lo realiza en unidad con el obispo). Por otro lado, el obispo es obispo sólo en cuanto miembro del colegio episcopal, que a su vez se fundamenta en la sucesión del colegio apostólico y de su misión y poder. De ahí que también haya que entender el sacerdote y su sacerdocio a partir de los apóstoles y de su envío (tarea y poder). Permanecer en el servicio apostólico y ser enviados de Cristo es la base del sacerdocio. La procedencia de Cristo escrita y transmitida es el punto clave. Este origen lo marca absolutamente todo. En realidad el concilio no dice que la primera tarea del sacerdote sea la celebración de la eucaristía, sino (como en los obispos) la predicación y la evangelización (cf. LG 28.25.19.24; PO 2.4).

b) La plena manifestación del sacramentum ordinis en el ministerio del obispo tiene como consecuencia la naturaleza eclesial de este sacramento. No sólo el ministerio episcopal, sino el ministerio en general tiene un carácter colegial: se es sacerdote en cuanto miembro del presbiterio, del colegio de los sacerdotes (cf. la imposición de las manos en la ordenación sacerdotal). Cuanto más sacerdote es un sacerdote, menos puede ejercer o desempeñar su ministerio aisladamente; sólo lo ejerce en colaboración con sus hermanos en el sacerdocio(2).

c) En razón del carácter episcopal, es decir, apostólico y colegial del sacramentum ordinis, el poder de santificar y de regir son originariamente uno y por tanto no pueden separarse adecuadamente o combinarse a voluntad. Hay que distinguirlos en y por su referencia mutua y sólo son correlativamente autónomos. Toda ordenación confiere poder de santificar y un poder de regir referido a los miembros de la Iglesia.

Esta unidad fundamental, sacramentalmente constituida y diferenciada entre sacramento y envío en el sacramentum ordinis, que precisa de una concretización eclesial, a pesar de su «configuración» completamente eclesial no es simplemente una plenitud de poder eclesialmente disponible, sino que es una misión y una plenitud de poder otorgada inmediatamente por Cristo al ordenado. Este don constituye a la vez la tarea de toda persona ordenada, a saber, desempeñar la misión y la plenitud de poder recibido sacramental e inmediatamente en la configuración eclesial, no en nombre propio, sino en nombre de Cristo; no sólo en la fuerza, sino también bajo la dirección de su Espíritu. El sacramentum ordinis quiere y debe imprimir en quien lo recibe el «character indelebilis», pero también quiere y debe estamparlo en toda su persona. La gracia sacramental debe seguir marcando.

2. La tarea fundamental

 La tarea del ordenado, el don de la capacitación para vivir el servicio en y desde el Espíritu que se ha recibido, se halla formulada con precisión en la primera (!) pregunta del nuevo rito de ordenación sobre la aptitud del candidato:

¿Estáis dispuestos a ejercer el ministerio como fieles colaboradores del obispo y así dirigir escrupulosamente el rebaño de Cristo bajo la guía del Espíritu santo? (3).

Preparación para la dirección a través del Espíritu santo es la primera tarea —¡justamente porque el don es el mismo Espíritu!—. Creo que la referida pregunta a los candidatos a la ordenación tiene la ventaja:

— de que la dirección por el Espíritu como ayuda, camino e instancia decisiva (en el marco y sobre la base del fundamento constituido por los apóstoles y dado por Cristo) se hará conscientemente;

— que la tarea de dirección (del sacerdote) responsable personalmente en su relación con Cristo, con la Iglesia y con el obispo estará muy presente en la conciencia del ministro y también del pueblo;

— que la dirección por el Espíritu (por lo menos la aptitud manifiesta para ello) es reclamada y exigida pública y eclesialmente como condición primera y necesaria para la asunción del ministerio presbiteral.

Se confirmará, profundizará y concretizará fundamentalmente que el único don del servicio de salvación y del servicio pastoral se convertirá en el deber de entender y realizar el ministerio de acuerdo con su principio fundamental, el Espíritu santo. Pues el Espíritu santo es, por antonomasia, el don de Dios y el principio de la misión.

Esto se ve en la efusión del Espíritu el día de Pentecostés, de donde brota la Iglesia como enviada y preparada para esta misión. En la fuerza del Espíritu santo reciben los apóstoles su franqueza, su claridad y su sabiduría. Como Jesús, también los apóstoles tienen el Espíritu desde el principio, y permanece para ellos como principio directivo tanto en lo grande como en lo pequeño (cf. Lc y Hech).

Todo hombre llega también a la fe por la fuerza del Espíritu santo. En el bautismo, se recibe expresa, consciente y sacramentalmente el Espíritu y convierte a los catecúmenos, no sólo en cristianos, sino también, en cuanto llenos del Espíritu, en enviados; envío que encuentra en la confirmación su sello sacramental.

Hasta la consumación, el Espíritu es la fuerza que edifica y consolida la Iglesia.

Impregnados en el único y mismo Espíritu, los nuevos creyentes que llegan se integrarán en el único cuerpo de Cristo que existe y que se ha desarrollado hasta ahora. Esta integración no deja de afectar a los miembros ya existentes, porque todos juntos forman, son y serán (deberán ser) cada vez más y cada vez de forma nueva un solo cuerpo. Esta unidad no debe crecer sólo cuantitativamente, porque un crecimiento meramente cuantitativo entorpecería y debilitaría la unidad del cuerpo, ya que crecería desproporcionadamente y pronto sería incapaz de actuar. La unidad de un cuerpo de Cristo en crecimiento sólo puede mantenerse y renovarse con una creciente diferenciación del mismo y con la consiguiente reintegración de sus actividades y de su misión. El crecimiento cuantitativo es sólo edificación real del cuerpo de Cristo si va acompañado a la vez de un cambio de lo que ya existe, es decir, de una unidad que crece también cualitativamente. La unidad y la diversidad no se contraponen aquí, sino que se condicionan mutuamente, y o crecen a la par o se menguan una a otra. Sólo hay más unidad cuando existe una mayor diferenciación.

La obra del Espíritu consiste en convertir ese crecimiento integrador o esa progresiva integración, mediante la diferenciación, en un solo cuerpo y hacia un solo cuerpo. Su gracia y su don especifica la misión de cada miembro en una relación más grande y diversificada e integra a todos de nuevo en un nuevo todo, en el que los que se incorporan constituyen una parte viva de lo anterior y al mismo tiempo lo anterior se transforma y sólo así se conserva. Igual que Hans Urs von Balthasar dice que no hay ningún carisma cuya finalidad no sea el servicio, esto es, la integración y la unidad con los demás, tampoco hay ninguna tarea en la que Dios nos deje solos sin darnos su Espíritu; y con ello se alude al proceso descrito. Del don del Espíritu se desprende también el objetivo querido por él, que no se alcanza sin integración en el todo anterior. Un don recibido como tarea no sólo crea algo nuevo, sino que también renueva lo anterior. Sólo así el don otorgado tiene vigencia y no se degenera, sólo así el todo anterior sigue vivo en lugar de endurecerse (en sí y ante las iniciativas de Dios).

Cuanto más se deja actuar al Espíritu y cuanto más puede hacerlo, más se acredita como principio de una verdadera y creciente unidad y diversidad, es decir, de la complejidad del cuerpo de Cristo. El Espíritu es el compositor y director de la sinfonía que debe interpretar la orquesta cristiana, y para interpretar su composición prepara sus propios músicos.

La tarea básica a que nos hemos referido de concebir y desempeñar el propio servicio dirigidos por el Espíritu santo y dirigiendo a través de él, no depende solamente de la Iglesia como un todo (pentecostés), de cada uno individualmente (bautismo, confirmación, orden) y de la acción del Espíritu para el crecimiento del cuerpo de Cristo, sino también de un cuarto elemento, a saber, de una reflexión que afecta específicamente a los ministros. Ello se ve claramente en un conocido dicho de J. A. Möhler, que quiere evitar un malentendido sobre la jerarquía de la Iglesia católica, a saber: que Cristo instituyó desde el principio la jerarquía, desentendiéndose en lo sucesivo, hasta el final de los tiempos, de la Iglesia.

Si se quiere evitar este deísmo eclesiológico (desde el principio se habrían sentado todos los principios para el desarrollo de la Iglesia y por tanto se habrían tomado las medidas necesarias) y negar que Dios ha abandonado a la Iglesia a sus propias fuerzas, hay que resaltar una y otra vez en ella la acción del Espíritu, y dejar que dirija y sea decisiva en su actividad. En concreto: si no se quiere subrayar que basta con que haya sacerdotes y con que desempeñen —quizás con frecuencia— sus poderes, y si su actividad no se da de antemano por supuesta, entonces los sacerdotes han de tener el suficiente olfato para ver qué es lo mejor que se puede hacer en esta situación. Para hacer la voluntad de Dios tienen que poseer un olfato especial para el «sacramento del instante» o para la oportunidad de la situación. Sólo si captan esta oportunidad, podrán cumplir con su misión (en la Iglesia y para la Iglesia) y realizar, por tanto, su propia vocación (la voluntad de Dios para cada uno).

Llevar realmente a cabo lo conocido (discernido, reconocido), me parece el paso más decisivo para descubrir una vocación, para percibirla realmente y para poder seguirla y perseguirla como el camino propio y personal de vida (4).

La vocación es un proceso que no acaba ni con la entrada en el seminario ni con la ordenación sacerdotal. Es un proceso que ha de durar toda la vida, que tiene que configurar a la persona llamada cada vez más radical y globalmente, si no se quiere que ambas, vocación y persona vocacionada, se pierdan por el camino. Ya advierte Pablo: «El que está de pie, tenga cuidado, no sea que se caiga» (1 Cor 10, 22; cf. 2 Pe 1, 10s). De ahí la importancia de profundizar el sentido y los sentidos en el desarrollo del proceso de la propia vocación para su crecimiento. Hacia dónde conduzca a cada uno realizar su vocación, es cosa de Dios y del llamado. Entender la vocación sacerdotal no sólo como algo que conduce al sacramentum ordinis sino que tiene perspectivas más amplias, tiene que evitar por una parte que la gente se sitúe en el ministerio y tiene que hacer frente al cansancio y a la resignación de los sacerdotes, pero por otra debe conservar también su vitalidad humana. Y esto sólo puede hacerse espiritualmente en lo espiritual, preparándose y ejercitándose tanto para ser dirigidos como para dirigir espiritualmente. «La carne mata, pero el Espíritu da vida» (Jn 6, 63). Cuando no es el Espíritu sino un sustitutivo del mismo lo que mantiene vivo a alguien, pasa lo mismo que con un ramo de flores: Por mucho que se cuiden, marchitarse es cuestión de tiempo, porque no están unidas a sus raíces. (Sólo habría una solución: volverlas a unir a ellas).

Aquí, más que el sacerdote y la comunidad afectada por su vitalidad o por su resignación, lo que está realmente en juego es la edificación real del cuerpo de Cristo, que sólo puede lograrse con la guía del Espíritu santo y no con nuestras recetas ni con nuestros medios. Para obrar por el hombre y por el reino de Dios, sobre todo por amor de Dios y no por amor a sí mismo, la dirección ha de concebirse y ejercerse por medio del Espíritu. Para dar estabilidad definitiva a esta dirección y a la edificación del cuerpo de Cristo por el Espíritu, ahí está el sacramentum ordinis, la continuación sacramental de la misión y del poder de Cristo y de su acción. Aquí reside como don la misión de quien es enviado por el sacramento.

3. La configuración apostólica de la misión

La única misión de Cristo que recibieron los apóstoles y cuyo primer portador es el Colegio apostólico, asume desde el principio en los apóstoles (y en los varones apostólicos) una configuración plural sin menoscabo de su unidad. Y ninguna de sus numerosas configuraciones concretas representa la misión en su totalidad (aunque sí todas en conjunto), ninguna tiene el monopolio de la misión, ninguna es paradigma originario para las demás. Sólo todas juntas y complementándose mutuamente forman un todo provisional. Esto es un principio estructural.

La diversidad existente ya desde los apóstoles en la unidad primitiva, a saber, la configuración colegial de la unidad posibilita y favorece su crecimiento en amplitud y profundidad, porque nuevos miembros serán admitidos como compañeros en la forma establecida de la unidad (el Colegio) y pueden operar en ella con igualdad de oportunidades y de derechos.

Desde una pluralidad y unidad colegial, los apóstoles son encargados de la dirección del pueblo de Dios. En cuanto «Doce», expresan la reunión escatológica del pueblo de las doce tribus y además la reivindicación de Jesús de todo el pueblo de Dios al que representan. De aquí que no sólo los dirigentes, sino todos los miembros participan en la única misión de Cristo, aunque con distintas funciones. Todos recibieron el Espíritu santo (pentecostés; «todos fueron llenos del único Espíritu»: 1 Cor 12, 13) y todos fueron marcados por el bautismo, que por la fuerza del Espíritu convierte a todos en enviados de Cristo.

La pertenencia al cuerpo de Cristo une y distingue a todos al mismo tiempo. Pues el don del Espíritu, que pone a cada uno en su intransferible peculiaridad al servicio de la comunidad y desarrolla su vida, integra en la unidad a los distintos miembros del cuerpo de Cristo justamente desde su diversidad.

Partiendo de esta pertenencia, pero no en el mismo plano, vige una vez más una misión específica para la edificación del cuerpo de Cristo y también para el mundo, que desde muy pronto se confirió mediante la imposición de las manos y la oración y que más tarde se llamó sacramentum ordinis. Que para esta tarea hubo que recurrir a los carismáticamente dotados y acreditados, es lógico, se cae por su peso. Pues ¿qué otra preparación y qué otros criterios de elección hubieran sido más adecuados (y más fiables para la comunidad)? Los ordenados asumen por largo tiempo la tarea del Colegio de los apóstoles, la representación de la totalidad del pueblo de Dios y su dirección, primero en cada lugar, pero luego, como puede verse en los sínodos, de forma supralocal.

Sobre los ordenados no se implora más que el don de Dios, el Espíritu santo, que ha de prepararlos y a través de ellos ha de preparar a la comunidad para su servicio y también debe dirigirlos. Los ordenados no reciben más que cualquier bautizado, pero reciben el Espíritu santo de otro modo: con vistas a la comunidad, a la oración para todos y por todos. El Espíritu es el principio de elección, de capacitación y de dirección.

El mismo proceso de la ordenación (elección por la comunidad, ordenación por los obispos vecinos) deja ya bien claro que que los ordenados no tienen ni el monopolio de la misión ni el monopolio del Espíritu. Por eso han de prestar atención a la fe y a la misión de los no ordenados, de los que no han sido enviados por la jerarquía, de los enviados carismáticos, de los enviados proféticos y otorgarles un espacio, corresponderles, defenderlos y promoverlos. Y porque no son ellos, sino el Espíritu santo el que ha de guiar a la Iglesia, también los ordenados sacramentalmente sólo pueden enseñar con autenticidad y dirigir la Iglesia, en la medida en que ellos mismos escuchan la palabra y la acción del Espíritu. Pues de otro modo sustituyen la acción del Espíritu con simples normas, por ejemplo la organización jerárquica, o sencillamente la eliminan (y con ella también al Espíritu que se les ha dado) (5). Contra esto pone ya sobre aviso el escrito más antiguo del nuevo testamento (1 Tes 5, 19-21).

Aun cuando existe el carisma del discernimiento de espíritus, se precisa en la Iglesia la misión de los ordenados para hacer efectiva la acción del Espíritu. Pues tanto en la dirección cotidiana como en los casos especiales es decisivo, evidente, público, vinculante y reconocido que la Iglesia pueda discernir para que sea realmente el Espíritu de Dios y no la subjetividad religiosa, quien dirija a la Iglesia.

La misión sacramental por la ordenación es necesaria en la Iglesia, pero también para que la misión de Cristo por los apóstoles se mantenga visible, clara y sobre todo íntegra, pura y realmente eficaz desde Dios, y no sólo en la intencionalidad humana, de generación en generación.

En resumen: para conservar la misión de Cristo mediante el envío del Espíritu y para que sea real y originariamente efectiva en la Iglesia y a través de ella en el mundo, es necesario el sacramentum ordinis.

En la experiencia de su propia misión y de su historia, la Iglesia ha ido profundizando progresivamente en el conocimiento de la peculiaridad del sacramentum ordinis. Abordaremos a continuación, esquemáticamente, algunos momentos de esa historia.

II. ETAPAS HISTÓRICAS DEL DESARROLLO Y DE LA HISTORIA DE LA INFLUENCIA DEL SACRAMENTUM ORDINIS

1. Desde los tiempos apostólicos constitutivos hasta los tiempos postapostólicos transmisores de la tradición

La idea corriente de la transferencia de la misión a los apóstoles y obispos la formula el concilio Vaticano II del siguiente modo: «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (cf. Jn 10, 36), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los obispos, los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos» (LG 28).

Esta concepción incluye algunos puntos que tienen que ver en definitiva con la colegialidad:

1. La única misión de Cristo se convierte en el primer escalón de la tradición en una misión concebida colegialmente, que se manifiesta en una pluralidad humana concreta y en ella conserva su unidad.

2. Esta pluralidad no es algo terminado, sino una pluralidad que crece dinámicamente, que influyéndose mutuamente en el dar y recibir, asume una peculiaridad en los receptores posteriores del mensaje apostólico, que a su vez se convierten en transmisores de ese mensaje, hasta que toda la pluralidad humana y cultural se haya integrado (o separado) en la unidad del cuerpo de Cristo.

3. Esta colegialidad se desarrolla siempre desde una concreción local y desde una solidaridad universal, es decir, desde la catolicidad. Cada Iglesia local con su obispo es Iglesia en sentido pleno y sin embargo sólo es realmente Iglesia en la medida de su solidaridad (transparencia y permeabilidad; ósmosis) con las demás Iglesias. Cuando no hay universalidad, tampoco hay eclesialidad. Pero también viceversa: cuando no hay concreción local (inculturación) tampoco hay eclesialidad. La Iglesia local tiene que asumir universalidad y tiene que insertarse en la comunidad universal de las Iglesias; y al contrario, la Iglesia universal tiene que dejarse impregnar en su peculiaridad en y por las Iglesias locales, en lugar de reducirse a estar sobre ellas sólo institucional, general o estructuralmente.

Para el indispensable desarrollo de los servicios y ministerios, la Iglesia local y la evolución de su vida fue originariamente el punto de partida, de llegada y el punto decisivo (y hoy debería volver a serlo). La diferenciación de las tareas y de los ministerios se determinó eclesiológicamente. En ello, lo realmente importante fueron el testimonio, el anuncio y la transmisión, no los distintos ritos y realizaciones. La cohesión de la comunidad fue el motivo que impulsó a la primera división de tareas por parte de los apóstoles, como se dirá expresamente con motivo del nombramiento de Esteban y de sus compañeros para diáconos (Hech 6) (6). En 1 Cor 12, 8-10 y en Ef 4, 11 se trata de la edificación del cuerpo de Cristo y ello a través de distintos ministerios: apóstoles, maestros, profetas, evangelistas...

Pero pronto personas jóvenes tuvieron que desempeñar algunas tareas, como la predicación, la enseñanza, la liturgia, la dirección de la comunidad y de sus servicios religiosos. Pero ¿quiénes debían ser? ¿quién tenía que decidir sobre estos «sucesores»? ¿quién confirma a los (posibles) candidatos?

Es seguro que no sólo los apóstoles o los ministros instituidos por ellos han confirmado a los sucesores, sino en cierto modo también las comunidades. Justamente las comunidades más importantes y determinantes como Antioquía, Alejandría o Roma no fueron fundadas por ningún apóstol ni ninguno de los doce apóstoles instituyeron en ellas directamente ningún sucesor. La incorporación de algún apóstol a determinadas sedes y listas episcopales en la mayoría de los casos refleja reivindicaciones posteriores. En general, es fluido el paso al tiempo postapostólico y la constitución episcopal. Diversos factores aceleran la evolución iniciada ya muy pronto (en Siria y Asia menor) hacia el episcopado monárquico.

4. El retraso de la parusía y el final de la espera de su próxima llegada, obliga a las comunidades a organizarse a largo plazo. A veces, algunas normas que tenían carácter provisional se consolidan como cambio y como prueba y consiguen el rango de tradiciones.

5. El advenimiento de los maestros del error y de la herejía estimula la institucionalización en las comunidades, porque facilita la delimitación, se adquiere rango público y de esa forma estabiliza.

6. El montanismo, con su apelación al Espíritu, desacredita la acción del Espíritu no insertada en la Iglesia.

En esta evolución, la acción del Espíritu en el nombramiento de ministros adquiere rasgos nuevos, ciertamente no espectaculares. Las comunidades han de descubrir quién de sus miembros es el más fiel, el más sólido en su fe y el más relacionado con todos, para que pueda guiarla mejor que nadie y pueda robustecerla. El ministro ligado a un lugar, que mediante las normas necesarias de sucesión recibe una estructura, será elegido de entre los que tienen un carisma. Como representante de la fe de la comunidad y pilar de auténtica tradición será elegido responsable principal (monoepiscopado, no necesariamente episcopado monárquico) que puede discernir lo originario y apostólico de las tradiciones especiales de los gnósticos y así conservarlo en toda su pureza.

2. El problema de la tradición auténtica

Los seguidores de los apóstoles y de la generación apostólica no son más que receptores del evangelio, y no son todavía elementos constitutivos. Por eso la generación post-apostólica se plantea la tarea de conservar la misión de Cristo, su mensaje y autoridad en su configuración apostólica, íntegros y puros contra todas las objeciones, recortes o añadiduras. De este modo, la tradición y (por su causa) la sucesión adquirieron los rasgos característicos del siglo II (7). Lo que es y lo que constituye la «tradición apostólica» no puede definirse antes de la generación post-apostólica. El hecho de la tradición apostólica con todas sus implicaciones, como el «sacramentum ordinis», tampoco pudo configurarse antes ni ser consciente. Como respuesta práctica a las preguntas: ¿qué es y qué no es tradición originaria? ¿quién tiene (tenía) acceso a ella y puede discernir de ella todo lo posterior? ¿quién es testigo auténtico y cómo puede probarlo? ¿quién instituye —o prueba— a los demás testigos?, se forma en su contenido la tradición apostólica y la regula fidei, es decir, desde un punto de vista técnico en lo que respecta a la tradición, el ministerio apostólico (obispos). Frente a la tradición secreta y a los transmisores privados, surgen el Canon de los libros sagrados y las listas de sucesión de las comunidades. Hay reconocidos maestros de la fe que poco a poco formulan una doctrina de la fe (8).

3. La Traditio apostolica de Hipólito

Después de la Didajé de Siria, a comienzos del siglo II con la Traditio apostolica de Hipólito (en Roma, hacia el 215, redactada en griego) hay una organización eclesial que describe las situaciones más antiguas de finales del siglo II en Roma, para advertir sobre su observancia y para reforzarlas (9).

La Traditio apostolica distingue claramente entre obispo, presbítero y diácono, que han sido ordenados mediante la imposición de manos y la oración y por ellas han recibido el Espíritu santo, y otros ministerios o categorías (como lectores, viudas, vírgenes), que sólo se enumeran. Obispo, presbítero y diácono se distinguen por la ordenación, por el cometido y por la competencia.

El diácono es ordenado para el servicio, no para el sacerdocio (que une al obispo y al sacerdote). No tiene, como el presbítero, el espíritu de consejo, sino que depende directamente del obispo para transmitir sus órdenes o para informarle.

El obispo debe ser elegido por toda la comunidad, o por lo menos ésta tiene que dar su aprobación, igual que los obispos cercanos, que ordenarán al elegido. El obispo elige y ordena diáconos y sacerdotes. La ordenación de los ministerios y servicios a la comunidad priman sobre él. Recibe la dynamis tou hegemonikou pneumatos, el spiritus principalis, el Espíritu de la dirección. Dirige la celebración de la eucaristía y la comunidad (10). Es el centro de la reconciliación hacia dentro y el hombre de la unión hacia fuera. La referencia del ministerio a la comunidad es evidente. A él le corresponde la diversidad de los poderes y tareas recibidas en la ordenación. La ordenación faculta para cumplirlos. El santuario al que tiene que servir no es un altar ni un edificio, sino claramente la misma comunidad. Por eso el ministerio tiene que ver menos con el culto que con las relaciones eclesiales.

4. Importancia del poder de perdonar para el sacramentum ordinis

En la Iglesia antigua el bautizado, tras haberse convertido personalmente y haber profundizado en su conversión mediante un catecumenado fundamental, inició públicamente con el bautismo una nueva vida en santidad. ¿Qué hacer si vuelve a caer bajo el dominio del pecado, sobre todo si él —y muchos otros con él— apostataba de la fe en tiempos de persecución? La Iglesia le imponía una penitencia pública cuya duración y dureza establecía el obispo. Aunque la comunidad también compartía la penitencia con la oración y la ascesis, sin embargo era el obispo quien decidía cuándo la persona en cuestión podía ser readmitida a la celebración de la eucaristía. Esta readmisión era el signo real de la reconciliación con Dios y de la recuperación de la salvación. Según Campenhausen, el poder de perdonar se redujo cada vez más exclusivamente al obispo (en perjuicio de la comunidad). Además, el poder de perdonar se entendió cada vez más de forma absoluta, precisamente porque los penitentes impulsaban a ello con sus peticiones de perdón y de seguridad de perdón. Para Campenhausen, este poder episcopal de perdonar y de santificar fue la clave de su situación sacramental anclada en la comunidad y para la evolución del ministerio episcopal en el siglo III (11)(si conforme a derecho, ahí se muestra).

Sobre la importancia posterior del poder penitencial en el sacramentum ordinis, sólo algunos apuntes:

En la alta edad media, con la introducción del modelo penitencial irlandés, el poder de perdonar se extendió a todos los sacerdotes. Para el cumplimiento de su (nuevo) cometido, se les proporcionó libros penitenciales elaborados expresamente para ello. Sólo en casos especialmente graves se reservó la absolución al obispo. Y como la absolución era efectiva antes del cumplimiento de la penitencia, se planteó la importante cuestión, de si el sacerdote absolvía realmente o si sólo declaraba la absolución de Dios, si la fórmula de la absolución tenía carácter deprecativo o indicativo y cuál era el papel real del sacramento en el perdón.

En las cuestiones que acabamos de formular se trata también de la concepción del sacramentum ordinis, a saber, de si el poder de perdonar pertenece al sacerdotium y cómo, de si se participa o no en el sacramentum ordinis, de si (y cómo) pertenece a la potestas ordinis y/o a la potestas iurisdictionis y de qué relación tienen estos dos poderes entre sí. La praxis sólo permite oír la confesión a ciertos sacerdotes (en principio también en el CIC de 1983, cf. canon 970). En el poder de perdonar, la correspondencia y la diferencia del poder del obispo y del poder del sacerdote pueden verse y discutirse a su manera, pero nunca se han aclarado definitivamente. A causa de los privilegios para confesar se multiplican y enconan los conflictos intraclericales entre el clero diocesano y el clero religioso. Debido a las bulas para confesar y a las bulas de indulgencias, el poder espiritual central del papa gana muchísimo terreno (frente a los obispos). E incluso en este plano es fuerte la lucha por la libertad de los laicos en la Iglesia: ¿pueden elegir sus confesores o no? ¿y en qué casos?

Aludamos brevemente a una consecuencia de la situación jurídica actual. El hecho de que a un sacerdote, que tiene en su diócesis la facultad normal para confesar, el nuevo Código se la convalide en principio para toda la Iglesia y sólo pueda limitarse en determinadas condiciones jurídicas técnicas y administrativas (las reservas se han reducido también al mínimo)(12), deja muy claro que también en este punto la situación funcional del sacerdote se orienta hacia la del obispo y se acerca cada vez más a ella (una tendencia inherente ya desde el principio a la evolución en occidente). Esto constituye un comentario muy práctico a la afirmación del Concilio de que la plenitud del sacramento está en el ministerio episcopal, pero también a la afirmación de que los sacerdotes son colaboradores del obispo.

5. Consecuencias del giro constantiniano

Por mucho debate que haya al valorar el giro constantiniano y sus consecuencias, dos de éstas son indiscutibles:

1. Desde entonces hay una relación conscientemente formada entre la Iglesia y el mundo, es decir, el poder. La Iglesia, y con ella el sacramentum ordinis, que constituye indiscutiblemente el punto clave de esta relación, no hay que entenderlas solamente desde un punto de vista exclusivamente intraeclesial e intrateológico, sino también y plenamente desde la perspectiva de su relación con el mundo, con el poder, con la sociedad y con la dimensión pública.

2. La relación entre Iglesia y mundo, debido a su mutua influencia, están en cambio permanente y por tanto marcada por cada época. La autocomprensión del ministerio eclesial y su praxis se caracterizará, pues, y dependerá en sus motivaciones también de cada época. La historia de los concilios, sobre todo del decreto sobre el orden del concilio de Trento, ofrece en este punto numerosos ejemplos. Toda pastoral y toda pastoral vocacional viene marcada, consciente o inconscientemente, por una determinada opción sobre esta relación.

6. La contienda donatista: Christus est qui baptizat et ordinat

La disputa entre Agustín y los donatistas es sin duda la contienda más rica en consecuencias para el sacramentum ordinis. El año 312 los obispos de Numidia no aceptan la ordenación de Ceciliano para obispo de Cartago porque quien le había ordenado no se había mantenido fiel en la persecución y había sido un traditor. Había perdido el Espíritu y por tanto era imposible que pudiera transmitir lo que no tenía (13). ¿Cómo va Ceciliano a bautizar, a ordenar, a regir la Iglesia? La eficacia del sacramento que se administra se hace depender de la pertenencia de quien lo administra (origen del sacramento) a la Iglesia santa y pura. De esta forma, el receptor, mediante una mediación personal, accede a parte de la santidad de la Iglesia (del administrador, del ministro). Agustín, por el contrario, está convencido de que no es la santidad personal del ministro del sacramento lo que confiere la gracia, sino que es el mismo Cristo quien bautiza y ordena. El ministro humano es sólo un instrumento. Esta argumentación coincidía con la convicción donatista de que «lo que hay que mirar es la conciencia del donante, porque es lo que limpia la conciencia del receptor, pero al mismo tiempo podía utilizarse contra ella, porque la limpieza del ministro (humano) es algo que nunca se conoce. Sobre la pregunta capital de a quién se entregan los hombres en el sacramento, Agustín podía remitirse convincentemente a Cristo, y con esta respuesta excluir (teóricamente) las debilidades e inseguridades en la mediación eclesial. Por amor a la comunidad no cabe ninguna otra decisión. Cualquier otra solución sería extraordinariamente dura para el sacerdote. Pues nadie puede garantizar su santidad personal, y mucho menos mostrarla públicamente (14). Y sin embargo la gente busca sacerdotes santos que hagan visible lo que transmiten sacramentalmente. Esta búsqueda no sólo se debe a una exigencia humana irrenunciable, sino que también forma parte de la lógica de la visibilidad de la gracia. Las consecuencias son evidentes: hay siempre nuevas formas en las que se espera y exige la gracia. Y también luchan los sacerdotes por un estilo de vida sacerdotal.

7. Los monjes como baremo

A los sacerdotes se les empezó a medir muy pronto por el baremo de renuncia al mundo, de esfuerzo ascético, de vida y de ideal de los monjes. Más adelante se exige que el sacerdote debía dedicarse exclusivamente a la celebración del sacrificio de la misa. De ahí la exigencia de abstención de las relaciones sexuales y finalmente la exigencia de celibato (15).

Los primeros ascetas y monjes eran laicos y querían seguir siéndolo; por eso huyeron de los obispos, por miedo a que les ordenaran sacerdotes. Difícilmente cabe una prueba más indiscutible de que los monjes, en lo que de ellos dependía, no querían competir en absoluto (por los puestos) con los clérigos, y que sin embargo las comunidades quisieran tenerlos como sacerdotes. La expectativa de las comunidades plantea las preguntas sobre qué significan hasta hoy para la gente los monjes y las órdenes religiosas:

— ¿qué se piensa de una decisión de vida determinada por la fe y de la correspondiente adopción de una forma de vida?

— ¿qué se piensa de la santidad personal y del esfuerzo por conseguirla (por ejemplo, para seguir los consejos evangélicos...)?

— ¿qué se piensa de la propia experiencia espiritual y de la preparación que de ella se deriva para la dirección espiritual? En concreto, ¿está capacitado este sacerdote para llevarme a una experiencia espiritual personal y para acompañarme en ella?

8. Clarificación después de la Reforma gregoriana

Sin pretender hacer ninguna valoración, hemos de afirmar que en la Iglesia latina la vida religiosa y la imagen sacerdotal se han influido mutuamente. Y esto mismo vale al menos en un punto en cuanto al estilo de vida y la autocomprensión espiritual, y por mucho tiempo también en lo que respecta a la comprensión dogmática del sacramentum ordinis. Pues en la esfera de los monjes se amplía y se impone la práctica de la ordenación absoluta, no ligada a una comunidad. Primero se garantiza la relación con el convento. Pero en la praxis se empezó enseguida a disolverse cada vez más este vínculo del sacerdote ordenado y se abre camino la ligazón con la eucaristía. El altar o la celebración de la misa se convirtió en el punto de referencia del sacerdote, sustituyendo a la comunidad-Iglesia.

Reflexiones de Agustín en la contienda donatista llevan también, por un nuevo camino en el planteamiento del problema, a la separación del poder sacramental y del poder relacionado con la comunidad. Esta separación procede de llevar al extremo la comprensión de la simple instrumentalidad del sacerdote en la administración de los sacramentos. En las luchas de la Reforma gregoriana del siglo XI hay muchos sacerdotes simoníacos, que viven en concubinato o que han sido excomulgados; también hay otros muchos que han sido ordenados por obispos simoníacos o excomulgados. La disputa centra la atención en los poderes del sacerdote y en su correcta distinción. ¿Cuáles son los poderes que pierde con su fallo personal? ¿qué poderes recibe en una ordenación no canónica y cuáles no? ¿qué poderes se le pueden quitar eventualmente y cuáles no? ¿quién se los puede quitar? ¿qué poderes se confieren en la ordenación y cuáles extrasacramentalmente?

La solución de Agustín no va en detrimento de la validez del sacramento administrado y, por lo tanto, de la aptitud para la administración de los sacramentos incluso en el caso de fallo o de culpa. El único poder que se puede quitar es el poder de dirigir la comunidad. Así pues, la presión de problemas concretos va radicalizando, afinando y profundizando cada vez más la distinción entre el poder relacionado con el sacramento y el poder relacionado con la dirección (potestas ordinis y potestas iurisdictionis) hasta llegar a dividir en dos este poder que originariamente era uno solo. En unión con la ordenación absoluta, desvinculada de la Iglesia local (o del convento religioso respectivo) y no vinculada a ninguna tarea pastoral determinada se afirma la conciencia de que la potestas ordinis no se puede quitar, que parece anclarse en un «character indelebilis». La interpretación de que el sacramentum ordinis ha de entenderse a partir de la simple administración de sacramentos y de la mediación salvadora sacerdotal y sacramental, va consolidándose progresivamente. La esencia del sacramentum ordinis está en el sacerdocio sacrificial que se realiza en el ofrecimiento del sacrificio de la misa, completamente desvinculado de todo poder de dirección. La formación globalizante en el siglo XII de un derecho eclesiástico autónomo frente a la teología favorece eficazmente esta dicotomía y la impone en la práctica.

9. Interrogantes de parte de la vita apostolica y de las ordenes mendicantes

Prescindiendo de la fascinación y de la fuerza para marcar espiritualmente que todavía hoy proceden de Francisco y de Domingo; prescindiendo también de que el movimiento de pobreza de entonces era una reacción contra la riqueza y el poder de la Iglesia (que podría darnos alguna idea a nosotros), el movimiento de la vita apostolica plantea hasta hoy algunas cuestiones importantes sobre la ordenación sacramental de los ministros:

— ¿qué dinámica apostólica o misionera tienen hoy los sacerdotes en la sociedad y en la Iglesia? ¿son levadura crítica y distintiva en sus comunidades y en sus círculos sociales? ¿su baremo (en su actividad y estilo de vida) son realmente los apóstoles?

— ¿qué papel desempeña la comunidad, la colegialidad y la fraternidad entre los clérigos? Jesús envió a los apóstoles de dos en dos; a partir de la coincidencia de dos testigos se les puede creer a ellos y a su mensaje. (El sacramentum ordinis es constitutivamente colegial; un sacerdote o un párroco por sí solo «lleva» a una imagen eclesial monárquica y piramidal...).

— ¿Qué influencia tiene una remuneración segura en la vida personal del sacerdote y en su posición social de hecho? ¿con qué grupo social es «solidario» de este modo?

— En aquella época, las órdenes mendicantes fueron las portadoras de la necesaria atención pastoral a las ciudades. Para este nuevo vino fabricaron nuevos odres. ¿Quién ofrece hoy una pastoral o un nuevo estilo de ser cristiano que respondan a las exigencias y condiciones de una sociedad industrial y basada en la información, que además es urbana y móvil? ¿es que la suerte del cristianismo no se está jugando también hoy en las ciudades?

— Las órdenes mendicantes no sólo elaboraron la teología grande y clásica, sino que también marcaron el estilo y el camino de la formación teológica. Relevaron a los conventos y a las escuelas catedralicias como centros teológicos en favor de una teología elaborada en la universidad. Esta ya no apuntaba solamente a la perspectiva de monjes y canónigos, sino que se planteaba las exigencias de los laicos formados científicamente. De esta forma las órdenes mendicantes convirtieron a la teología en una ciencia y sentaron las bases para la formación del clero.

¿Qué lugar ocupan hoy en la sociedad la teología y los teólogos? ¿a qué grupos se dirigen, quiénes son sus compañeros sociales? ¿a quién se entregan? ¿a qué exigencias responde la formación de los sacerdotes? ¿dónde se logra una formación teológica de los laicos (o se responde a sus preguntas), que no desdiga de su otro nivel de formación?

10. Sobre el papel de los jesuitas

Siguiendo su lema «contemplata aliis tradere», los dominicos hicieron de la predicación y del ejemplo personal el instrumento de su actividad, mediante el cual intentaron que la verdad fuera lo único que les caracterizara tanto a ellos mismos como a sus oyentes, fueran amigos como enemigos, para alcanzar todos juntos la única fe verdadera. Gracias a los ejercicios de san Ignacio, los jesuitas dieron un impulso en la esfera de la verdad común de la fe a la experiencia individual de la fe y a la consiguiente opción vital personal como fuerza configuradora de la fe y de la vida. Sin embargo, en el ámbito de las verdades objetivas de la fe, se descubrió y decidió la misión en la esfera de la propia peculiaridad individual y personal. La pastoral individual hizo aquí su aparición. La llamada personal al seguimiento y al sacerdocio pasó a ocupar el primer plano. Poder ayudar a las «almas» ante Dios se convirtió en motivo para recibir el sacramentum ordinis. En beneficio de la pastoral, los jesuitas renunciaron a la oración coral y pudieron hacer a solas el rezo de las horas; la vida conventual se subordinó a una mayor disponibilidad e incluso llegó a desaparecer para que ésta aumentara. Para favorecer el apostolado se renunció también a un hábito propio. Después de estas decisiones, era evidente que el monacato había dejado de ser el modelo ideal de la vida y de la acción cristiana; la peculiaridad y la importancia espiritual de la actividad apostólica la fueron aislando paulatinamente. El apostolado empezó a ser tan importante para la propia salvación como la observancia de la Regla, la contemplación y la oración. La actividad apostólica, como observancia de la Regla, se convirtió en una forma de obediencia, penitencia y santificación.

11. La disputa sobre la misión del obispo en el concilio de Trento (1545-1563)

Para fijar bien las distancias con los reformadores, había que defender el sacramentum ordinis como verdadero sacramento y no sólo como rito de inserción inventado por uno mismo (16). Lutero rechazó el sacerdocio sacramental y jerárquico, porque para él la Escritura sólo convalidaba el bautismo y la Cena (y además la penitencia), porque los sacerdotes eran los ministros del sacrificio de la misa, tan encarnizadamente combatido, ya que consideraba a los clérigos los destructores de la fraternidad cristiana y un sacerdocio propio junto al sacerdocio común le parecía superfluo, incluso una falsificación del mismo. Su concepción personal del ministerio fue el resultado de la necesidad del anuncio de la palabra de Dios. Pues la palabra de Dios viene «de fuera»; nadie puede decírsela a sí mismo. Tiene que ser predicada para que sea escuchada y pueda generar la fe.

La sacramentalidad del ordo pertenecía en Trento a la conciencia creyente general, unánime y sin excepción de todos los padres conciliares. Pero las opiniones sobre su fundamentación, contenido y alcance eran muy diversos. Y desde la perspectiva católica, todavía fue más complicada la inserción del ordenado sacramentalmente en la estructura (jerárquica) de la Iglesia.

Frente a la opinión generalizada de que el concilio de Trento fundó el sacerdocio en el sacrificio, hay que decir que el sacerdocio no se fundó directamente a partir del sacrificio, sino a partir de Cristo, que instituyó el sacrificio y el sacerdocio histórica y positivamente mediante su actividad (cf. DS 1765)(17).

El intento de la doctrina de Trento sobre el Ordo en el sentido de derivar el sacramentum ordinis del sacerdocio sacrificial, fracasó por su incapacidad para fundamentar la posición privilegiada de los obispos en la Iglesia. En ese caso la posición del obispo sería puramente jurisdiccional. Como sacerdote habría sido dotado de un mayor poder administrativo, que habría recibido del papa y que no se derivaría de su propia posición. Una concepción de esta naturaleza la rechazaron muchos obispos decididamente. Y además sostuvieron que como sucesores de los apóstoles tenían derechos originariamente propios. Sus derechos como pastores, como en el caso de los apóstoles, provenían directamente de Cristo por derecho divino. El papa no quiso aceptar de ningún modo esta concepción del obispo, que no procedía de la exigencia rectamente entendida y representada, de que Cristo sólo había confiado inmediatamente a Pedro y a sus sucesores el poder como pastores, y de que por tanto a los demás obispos sólo se lo había confiado mediatamente a través de Pedro. A causa de este conflicto entonces insoluble estuvo a punto de fracasar el concilio. Sin embargo, para que se pudiera votar un decreto sobre el ordo, hubo que dejar de lado todo lo referente a los discutidos interrogantes sobre los derechos del papa y de los obispos, es decir, sobre los problemas seriamente controvertidos y centrales para el catolicismo del sacramentum ordinis.

El concilio no condenó ninguna de las posturas defendidas por los españoles, por los franceses o por el partido curial, pero sólo permaneció organizado y apto para actuar el partido curial y papal con su opinión de que en la ordenación sólo se confiere la potestas ordinis relacionada con la administración de los sacramentos, y que todos los demás poderes extrasacramentales proceden del papa. El texto votado apenas consiguió el consenso mínimo exigido. Sobre todo silencia lo que había movido al concilio: el lugar preeminente de los obispos, la habilitación de su poder de dirección mediante la sucesión apostólica, la unidad apostólica y originaria del poder de santificar y dirigir. Esta reivindicación clara e inflexible de los obispos fue aplastada por las ruedas de la historia de la influencia. Después del concilio se fue consolidando la interpretación de que en la Iglesia hay dos poderes, el poder de orden y el poder de jurisdicción. El primero se recibe sacramentalmente en la ordenación y constituye la jerarquía sagrada con el obispo al frente. Pero el segundo se recibe del papa, la cumbre o fuente de la jerarquía jurisdiccional, que depende de él como cabeza. El resto del texto, que excluía las preguntas de fondo, debido al desconocimiento de los documentos conscientemente mantenidos en secreto hasta León XIII sobre la historia del origen, fue considerado como el decreto programático del concilio de Trento sobre el ordo y desarrollado en el sentido de una interpretación sacerdotal del sacramentum ordinis, que estaba más en consonancia con la mentalidad de ese tiempo que con la del concilio de Trento.

Sin embargo, a pesar del consenso mínimo, Trento aclara algunos interrogantes sobre el ordo, sobre todo en el canon 6: «Si alguien dice que en la Iglesia católica no hay jerarquía, establecida por disposición de Dios, y que consta de obispos, sacerdotes y servidores, sea anatema» (DS 1776; cf. NR 718). Con esta decisión, el obispo es situado claramente en la cumbre de la jerarquía sagrada y no se excluye que por razón del sacramentum ordinis. Por consiguiente, ha de excluirse una interpretación puramente sacerdotal y teológico-sacrificial de este sacramento. El sacramento ha de entenderse justamente a partir del obispo y no a partir del simple sacerdote. La inclusión del diaconado en la jerarquía sacramental clarifica la dimensión diaconal de este sacramento. Como sacramento, abarca también los servicios no vinculados sacramentalmente.

De la posición suprema del obispo en la jerarquía sacramental (y de la pertenencia a ella del diácono) cabe deducir:

— que el sacramento ha de entenderse a partir del alcance de la posible amplitud del conjunto de la ordenación sacerdotal (y no sólo a partir del sacerdocio);

— que, puesto que el poder episcopal de confirmar y ordenar otorga sacramentalmente a los miembros de la Iglesia su lugar en cuanto miembros (y decide sobre este lugar), ha de entenderse el sacramento no sólo como mediador de gracia, sino también desde una perspectiva eclesiológica;

— que a pesar de todas las diferencias, de lo que en el sacramento se trata es fundamentalmente de la unidad básica de poder de santificar y poder de regir que viene de los apóstoles;

— que el sacramentum ordinis (y con ello el presbítero y el diácono) se sitúa bajo la idea directriz del buen Pastor. Ella se concretará en el decreto de reforma.

Para declaraciones conciliares sobre la jurisdicción y sobre el lugar de los obispos en la estructura de la Iglesia, habría que esperar hasta el concilio Vaticano II.

12. Vaticano II

Sobre la importancia de la diferencia «esencial, y no sólo de grado» entre el sacerdocio común y el sacerdocio especial.

Desde que la Reforma contrapuso el sacerdocio común de todos los fieles al sacerdocio conferido sacramentalmente (ordenado, ministerial, jerárquico), esta contraposición ha tenido una vida pujante gracias al polémico enfrentamiento entre las teologías católica y evangélica. Mientras la vivencia de la contraposición intraeclesial entre laicos y sacerdotes sea más fuerte que la experiencia de su colaboración, la cuestión seguirá teniendo peso y virulencia dentro de la Iglesia (como problema práctico y estructural).

También el concilio de Trento conoció y reconoció el sacerdocio común de los fieles, pero condenó que excluya o haga innecesario el sacerdocio sacramental-ministerial. La afirmación del Vaticano II de que el sacerdocio común y el sacerdocio especial se distinguen «esencialmente y no sólo en grado» (18) , concibe a ambos —cosa que a menudo se pasa por alto— no como contrapuestos, sino como referidos y complementarios entre sí. No están en competencia el uno con el otro, precisamente porque no se distinguen cuantitativa ni gradualmente, sino esencial y cualitativamente, de forma que uno no excluye al otro. Ambos forman un conjunto diferenciándose y complementándose mutuamente, porque los dos participan de distinto modo del uno y único sacerdocio de Cristo, en el que hunden sus raíces y del que nacen. Ambos son participaciones sacramentalmente fundamentadas y sacramentalmente diferenciadas del uno y único auténtico sacerdocio de Cristo.

Sobre la relación entre Trento y el Vaticano II

¿Qué relación hay entre las afirmaciones del Vaticano II sobre el ordo y las del concilio de Trento? En su comentario al decreto «Presbyterorum ordinis», el francés Henry Denis enumera cuatro puntos en los que el Vaticano II, sin contradecir a Trento, «supera» sus afirmaciones en algunos ámbitos de referencia más amplios (eclesiológicos).

— El punto de partida: De la celebración del sacrificio de la misa (Trento) a la misión de la Iglesia.

— La inserción del sacerdocio: De la Cena (Trento) a la inserción apostólica en general.

— El distintivo sacerdotal: Del poder sobre el cuerpo eucarístico de Cristo (Trento), a la actuación en nombre de Jesucristo Cabeza.

— El contenido del ministerio sacerdotal (sacerdoce ministériel): Del sacerdocio cúltico (Trento) al ministerio apostólico (ministère apostolique).

La plenitud del sacramentum ordinis en el ministerio episcopal

El Vaticano II enseña expresamente que la consagración del obispo es sacramental y que en el obispo, es decir, en el ministerio del obispo reside la plenitud del sacramentum ordinis. Propiamente se afirmará que con la consagración episcopal se confiere tanto el poder de santificar como el poder de regir, que por su misma naturaleza han de ejercerse sólo colegialmente. El colegio episcopal sucede al Colegio apostólico, los obispos son sucesores de los apóstoles(19).

Con estas afirmaciones se cerraron algunas cuestiones importantes debatidas del concilio de Trento. El sacramentum ordinis ha de entenderse desde su plenitud en el obispo y por lo tanto como misión apostólica colegialmente entendida que une el poder santificador y el poder pastoral. Y lo que vale para la plenitud, vale también mutatis mutandis para los demás grados de este sacramento. Las ampliaciones enumeradas por H. Denis en la comprensión del sacramentum ordinis (concretizadas para los sacerdotes) tienen su denominador común en esta comprensión apiscopal-apostólica del ministerio, que considera la referencia eclesial no menos constitutiva que la cúltico-sacramental.

La unidad originaria y permanente del poder de santificar y de regir en el sacramentum ordinis, que en cuanto tal funda la praxis espiritual, que dirige el Espíritu santo y que por tanto santifica todas las acciones de dirección y de enseñanza, y por lo tanto obliga, confirma y practica el concilio en una decisión que todavía no ha sido suficientemente explotada para la comprensión y praxis del sacramentum ordinis, a saber, la fundamentación de los poderes episcopales por el sistema de concesiones y reservas(20).

Según el derecho eclesiástico, por el nombramiento el papa concedía hasta ahora a un obispo sus derechos bajo la forma de missio canonica. Poder y fuerza canónica proceden pues del papa. Pero ahora es al contrario, pues el obispo, como sucesor de los apóstoles, tiene por sí mismo (per se) originaria e inmediatamente sus derechos para su misión. No los recibe en forma de missio canonica, sino en la consagración sacramental como obispo. Si en el futuro se discutiera un determinado derecho, la presunción jurídica estaría a favor del obispo, no del papa. Así pues, el fundamento jurídico del poder y de los derechos episcopales no son ni el papa ni la delegación papal, sino la consagración episcopal, el carácter de miembro del Colegio episcopal, la sucesión apostólica. Y con ello queda resuelta también la cuestión debatida en Trento sobre el origen inmediato del poder episcopal.

Por consiguiente, el obispo es el primer lugar original del poder eclesiástico. A partir del ministerio apostólico el sacramentum ordinis se confirmará y transmitirá en la unidad sacramental de misión y poderes, y así se protegerá ante posibles falsificaciones. El sacramentum ordinis se orienta no sólo hacia unos poderes exclusivos, sino también al servicio apostólico y a la capacitación y equipamiento para la edificación del cuerpo de Cristo(21).

La reconversión desde el sistema de concesiones hasta el sistema de reservas, que tiene su fundamento en la unidad originaria del poder de santificar o de regir, podría facilitar la unificación de la ordenación y de la vinculación de cada uno de los grados. Con ello podría conseguirse una mayor y más responsable autonomía de todos los ordenados y al mismo tiempo su auténtica vinculación a las iglesias locales (obispos) y a las comunidades.

III. INTERROGANTES Y RETOS ACTUALES

El reto fundamental está hoy, a mi juicio, en superar mediante una complementariedad mutua y una communio global la contraposición entre sacerdotes (clérigos, Iglesia ministerial, jerarquía) y laicos en aras de una tarea común, a saber, para la edificación del cuerpo de Cristo. Por ello, para la comprensión y praxis del sacramentum ordinis, hay que dejar de partir de un sacerdocio anclado en el culto, insuficiente también desde una perspectiva teológica, y hacerlo a partir de una misión apostólica que ha de continuarse sacramental y no sacramentalmente en un pueblo de Dios (sobre la base común para todos del bautismo y de la confirmación).

1. ¿Cómo ha de ejercerse la dirección mediante el Espíritu?

El fundamento más importante para este ejercicio creo que es la convicción de que la vocación no es un acontecimiento único e histórico, sino un proceso vivo que configura cada vez más profunda y globalmente a la persona llamada, o mediante la paralización y el descuido, la va trivializando y petrificando(22).

Hay diversos medios para profundizar el propio camino espiritual, como la oración personal regular o una práctica espiritual concreta llevada a cabo con fidelidad. Muy provechosos pueden ser, si se hacen personalmente, aunque mejor si se hacen comunitariamente, la revisión de vida, el día de desierto (Familia Charles de Foucauld), la oración diaria para amar atentamente (CGL), la atención a los signos de los tiempos, la conciencia de las propias experiencias en la «palabra de la vida» (Focolares). El punto clave gira siempre en torno a la interacción e influencia mutua entre fe y vida, entre Dios y mundo. Sólo así el mundo no estará sin Dios, y Dios no estará sin mundo. Este camino ha de hacerse mediante la propia experiencia, pues de otro modo no será real. Para el evangelio de Juan y según las experiencias del cardenal Newman, lo realmente decisivo es realizar la verdad que se conoce. Porque sólo así será verdadera, es decir, real.

Para los hombres al servicio de la Iglesia, sobre todo en la pastoral hay un posible camino, aunque difícil de recorrer, a saber, la primacía de la obediencia apostólica sobre la obediencia eclesial. Yo creo lo siguiente: que el obispo (o el superior) puede con todo derecho señalar a alguien el lugar de su actividad y determinar sus objetivos. Pero sobre la forma de llevar a cabo lo mejor posible su tarea en esta situación y con estos hombres concretos, el afectado es quien tiene que dar con ella y llevarla a efecto. Porque la obediencia auténtica al encargo recibido y al obispo (o al superior) fomenta la obediencia creativa frente al hombre que se tiene confiado. Este modo de actuar en y desde la situación de la persona confiada es lo que antes y más concretamente ejercitará en la dirección mediante el Espíritu.

La siguiente pregunta directriz ante el otro puede llevar más fácilmente a descubrir la acción del Espíritu: ¿qué aptitud especial, qué don del Espíritu me sale al encuentro, me será donado a mí o a nosotros en este hombre? ¿qué carisma, qué experiencia o realidad quiere Dios encarnar en el otro y traer al mundo para enriquecerlo o renovarlo? (Todavía más: ¿Veo al otro como una tarea o como una carga o más bien como un don y una oportunidad para mí, para la Iglesia y para el reino de Dios?).

Es muy provechoso observar el camino experiencial y vocacional de los otros y comprenderlo más a fondo para poder apreciar mejor la propia vocación o la pluralidad y tipos de vocaciones y de caminos de Dios en este ámbito. Y también el análisis de su evolución en las trayectorias vitales de los llamados (por ejemplo, en Las confesiones de san Agustín, en el Relato del peregrino de san Ignacio de Loyola, en la Apologia pro vita sua, de Newman...).

La preparación más completa y efectiva para la dirección mediante el Espíritu podría radicar en el conocimiento y la aceptación cada vez mayores de la trayectoria de la propia vida como trayectoria de una vocación y de la respuesta dada a ella (con sus rodeos y maniobras de evasión, con sus trechos sedientos, con sus luchas). El hará que se vean más claros los caminos vocacionales de los demás (y otros caminos para una vocación). Y sobre todo transmitirá ahora confianza.

Este conocimiento de los caminos vocacionales se adquiere en gran medida mediante el diálogo entre sacerdotes (compañeros de curso, compañeros) sobre estas cuestiones tan importantes para todos. ¿Se conseguiría además con ello que cada día más sacerdotes prestaran una atención más confiada y despierta atención a las vocaciones sacerdotales?(23).

Es posible que de las experiencias de los responsables en el ámbito de la pastoral vocacional se puedan entresacar y concretar vivencias que hayan podido constituir puntos de partida de una vocación o que aparecen una y otra vez en el desarrollo de una vocación. Quizás podrían elaborarse tablas de regularidad o tipologías de caminos vocacionales, o mostrar fases determinadas, fortalezas o debilidades típicas (en situaciones concretas), tentaciones y peligros específicos, así como enumerar ayudas importantes o situaciones de ayuda(24).

Si se incluyeran relatos vocacionales en las experiencias personales de los jóvenes, el conocimiento global de su mundo de experiencias sería importante para dirigirse a ellos correctamente y para comprender sus reacciones (y no malentenderlas). ¿Hay contactos e intercambio de experiencias entre los responsables de la pastoral vocacional y los sacerdotes que traban con jóvenes, sus maestros y otras personas comprometidas en el trabajo con la juventud?

Si no se puede programar un camino vocacional y tampoco puede allanarse fácilmente, entonces podría ser muy provechoso (en adelante) escuchar las impresiones y experiencias de aquellos en cuyo entorno o espacio vital han crecido y madurado vocaciones sacerdotales. ¿Cuál es el clima y el humus en que pueden crecer estas plantas? ¿qué podría valer para otros sitios, para otros «jardines»?

Cabe preguntar también qué es lo que hoy han ayudado pastores ejemplares por su trabajo en su diócesis, cuáles son los retos decisivos, pero también los riesgos, y cómo se las arreglaron y siguieron adelante.

Una frase del padre de monjes Antonio muestra la importancia de la dificultad: «Elimina las tentaciones y verás cómo nadie se salva». ¿No querrá esto decir que precisamente en las dificultades es donde está la oportunidad de la pastoral vocacional, que podría formularse así: «Elimina las crisis y ya verás cómo nadie madura, ni siquiera el que ha sido llamado»?

Toda pastoral vocacional y todo acompañamiento vocacional es siempre un interrogante y una prueba de la propia vocación y de su «vitalidad»: ¿No hace acaso que la vocación sea más alegre, más plena, más amable, más apasionada, más unida a los demás, en definitiva, más humana? ¿puede acaso llenar una vida o es algo al margen de la vida real? A este respecto pueden ser importantes las palabras de Klaus Hemmerle a los acompañantes (y también a los acompañados): «El Cristo que llama en el otro es más seguro que el que llama en mí mismo». A veces quizás se ve más claro en los demás que en uno mismo. Es, pues, evidente que la vocación es un acontecimiento eclesial, no un acontecimiento exclusivamente interpersonal entre Dios y el llamado, que es cuestión de tres y que el tercero (el otro, la Iglesia) no es sólo el destinatario de la misión, sino que desde el principio forma parte de la vocación.

2. ¿Cantidad o calidad?

La mayoría de las veces uno se pregunta: ¿cuántos se han ordenado este año? Pero también hay quien pregunta: ¿qué clase de gente se ha ordenado? ¿es bueno que tengamos más sacerdotes? ¿o no sería mejor tener otros sacerdotes? ¿el problema es la falta de sacerdotes o los sacerdotes maulas? ¿qué sacerdotes son los que hacen falta?(25). A modo de reflexiones y preguntas quisiera ofrecer aquí algunas indicaciones que quizás parezcan demasiado pretenciosas. No son ni un nivel ni una red, sino intentos de discernimiento, que se debieran fomentar y a los que en cierto sentido habría que estar muy atentos.

— ¿Buscamos acaso sacerdotes que quieran o puedan tratar a los laicos como colaboradores y colaboradoras, o que al menos estén dispuestos a intentarlo? ¿que estén dispuestos a relacionarse con sus colaboradores no simplemente como amos y jefes, no sólo como gente mejor preparada o con derechos documentados, sino realmente como sacerdotes? ¿que estén dispuestos a tratar a los laicos no sólo como gente que trabaja para ellos sino como auténticos colaboradores, y a considerarse a sí mismos colaboradores de los laicos? ¿que estén preparados para vivir y trabajar en una comunidad de personas (distintas y) llamadas de distintas formas?

— ¿Acaso habría que llamar sólo a la consagración (episcopal) a los que antes hubieran sido párrocos de ciudad o decanos? Pues se les encomendarían tantos fieles como antes a estos en una gran parroquia o en varias parroquias pequeñas. Además, cada día se exige más a los sacerdotes.

— Puesto que ahora se da más importancia a la predicación de facto y de iure (teológicamente) que antes, ¿habría que admitir a la ordenación (= a la predicación ministerial) sólo a los que tengan cualidades para predicar o a los que se cree que las tienen; a los que se preocupan por la palabra, a los que son capaces de traducir a palabras las cosas o las relaciones, a los que al menos ven en ello una tarea que vale la pena, a los que creen que así sirven realmente a la palabra de Dios, a los que (quieren) trabajar en la comunicación de la experiencia de la fe y en la comprensión de los creyentes?

— Puesto que tanto se lamenta el retroceso de la práctica de la confesión, ¿habría que admitir sólo a las órdenes a los que tienen o se cree que tienen gran capacidad de discernimiento o se esfuerzan en prepararse para poder escuchar realmente una confesión, y de quienes cabe esperar por tanto que debido a su experiencia y esfuerzo personal tienen la competencia necesaria para acompañar y dirigir espiritualmente a los fieles?

— Y lo mismo cabe decir en lo que se refiere a la responsabilidad directa y personal con las personas (y para la responsabilidad por el puesto ministerial o público). Antes había sacerdotes que nunca tuvieron un lugar independiente de trabajo pastoral, que nunca fueron párrocos. Hoy ya no sucede esto. ¿No habría que comprobar razonablemente antes de la ordenación si se está suficientemente preparado para asumir la responsabilidad personal, directa y espiritual de los hombres ante Dios? ¿qué campos de experiencia hay o habría que habilitar para ello? Porque es claro que es tanto más urgente cuanto que con la ordenación se confiere también poder de dirigir. ¿Se pueden ordenar o promover personas que sólo están comprometidas y tienen experiencia en lo litúrgico sin una preparación global? ¿no habría que preferir a los que ya han superado las primeras crisis, pruebas y decepciones?

— Si no se ha de salir hoy de unas estructuras intactas sociales y eclesiales, sino que la regla son «las discrepancias» y la mayoría los «alejados», ¿no habría entonces que ordenar sólo a los que pueden dirigirse y acercarse a los hombres (que no hay que confundir con estar cerca espacialmente de alguien o con mantener la proximidad) a los que son capaces dar confianza y, por tanto, pueden volver a construir? (¿o a los que por lo menos lo quieren y lo ven como reto?).

Y al revés: cuando las comunidades claves y cuando el compromiso de cada miembro de la comunidad son cada vez más importantes, ¿no sería preferible ordenar sacerdotes, no precisamente a los mejores en todo, sino a los que sean capaces de encomendar cada asunto a los que son mejores que ellos y saben confiar realmente en ellos? El párroco será medida y frontera de su comunidad cuando no pueda rebasar sus propios límites, cuando la comunidad no pueda ser más grande ni amplia que él mismo.

Todavía más: Lo que hemos dicho no pretende ser un catálogo de criterios para los candidatos al sacerdocio o a la ordenación. Para eso están más preparados los responsables de la pastoral vocacional y de la formación sacerdotal. Pero ahí queda esta pregunta: ¿qué clase de sacerdotes necesita la Iglesia? ¿hacia dónde y dónde pueden orientarse los interesados, dónde pueden ellos mismos valorarse y adquirir confianza? Por amor a los candidatos y a la Iglesia es inevitable la pregunta «¿qué sacerdotes?», aun cuando se es consciente de que es imposible fabricar sacerdotes, sino que la misma persona que es llamada es el fundamento de su vocación. Sin embargo, esa persona que ha sido llamada podría dejarse influir y desarrollar, porque sabe muy bien lo poco preparado que está (esta conciencia es también un criterio de su vocación; y si no la tiene, su vocación no existe en absoluto). Esta falta de preparación es lo que hace que la pregunta sobre «qué sacerdotes» sea tan importante.

Las reflexiones anteriores me llevan sin titubeo alguno a posicionarme en favor de la calidad en lugar de la cantidad por lo que se refiere a los sacerdotes y religiosos. Ni el reinicio ni la renovación, lo dice muy claro la historia de la Iglesia, ha sido nunca cosa de muchos, sino siempre de pocos, de los mejores. Ellos son quienes han abierto camino para todos los demás. Por lo tanto, hay que ser comprensivos, no pasarse de rigor en cada caso concreto. Esto cuesta de verdad, porque la calidad no viene por arte de birlibirloque. La gente y los obispos preguntan por el número y no, en último lugar por su propio deseo de éxito.

3. Es necesaria una vida personal, intensamente personal

A mi juicio, el sacerdote de hoy tiene que reunir dos cualidades. Por un lado, ha de vivir en medio de los hombres —no sólo en círculos eclasiásticos— y ha de estar familiarizado experimentalmente con su mundo vital. Por otro debe tener o conseguir el valor y la habilidad de distinguirse significativamente sin distanciarse, sin refugiarse en los sacramentos o recluirse en las cosas oficiales. Esta vinculación diferenciadora requiere que esté dispuesto a distinguirse, pero no negativa, sino positivamente, por su sí a la llamada de Dios y a la vinculación con él. Desde una perspectiva sociológica, psicológica y desde la banalidad de la vida cotidiana exige lo que acabamos de decir la disposición (o el esfuerzo permanente) a no formar parte de la mayoría dominante, sino a vivir en y con la minoría (incluso como su portavoz), sin doblegarse ni ceder a la espiral social de silencio. Hay distintas formas de expresarlo: estar preparado para la diáspora, ser capaz de vivir sin la protección del medio; mantener vivo el propio punto de vista y la forma propia de actuar incluso contra los planteamientos dominantes o ser capaz de entablar un diálogo con ellos. Y también, tener que vivir con la oposición y con ciertas interpretaciones de gente piadosa y simpática. Y además hay que lograr que se reconozca la propia espiritualidad o el estilo personal de ser cristiano, pero viviéndolo discretamente, y dejando y dando espacio en la comunidad a otros estilos sin infravalorarlos.

Pero sobre todo hay que estar básicamente dispuestos a vivir desde una llamada y desde las respuestas a esa llamada; no desde el tener, el poder o el disponer, sino desde el recibir. Este es un reto humanamente serio que exige mucho, bueno, que lo exige todo, algo así como el consentimiento matrimonial. Ahora bien, si como todo el mundo admite hoy, la vocación crece mediante una relación personal con Dios, es lógico que tanto esa vocación como la vida sacerdotal subsiguiente presupongan una vida (inter)personal e individual-personal muy intensas y vigorosas. Sin una conciencia definida o al menos cada vez mayor del propio carácter y de la identidad personal, aunque se entregue a fondo a la llamada y a la respuesta, es difícil que se capte una llamada y se convierta en una fuerza determinante. ¿De dónde puede venir una autoconciencia así, sobre todo en una época en que se retrasa el abandono de la casa paterna? El camino normal, es decir, apoyarse en un grupo de personas de la misma edad, apenas podría favorecer por sí sólo el proceso de la vocación personal.

Sólo cuando se posee conciencia vocacional, es decir, cuando se está preparado para una relación de esta naturaleza con Dios y con Cristo, es posible también profundizar la propia identidad a través de quien llama, no sólo a través de la llamada, sino realmente a través de Dios como el otro a quien hay que entregarse para así permanecer con él en el camino y dejarse caracterizar por él.

Para el camino de su vocación y para su sacerdocio posterior, el afectado tiene que aprender no sólo a diferenciarse de los demás, sino también a identificar dentro de sí los distintos impulsos, tendencias y deseos que le mueven. Pues justamente en el conocimiento y en el reconocimiento de sus tensiones, contradicciones y pesos tiene lugar el discernimiento espiritual, sin el cual no se logra realmente ni la dirección a través del Espíritu ni la maduración de la vocación. La capacidad y preparación necesarias para el conocimiento y la educación de sí mismo difícilmente puede sobrevalorarse.

Quizás lo primero que hay que conseguir, conservar y profundizar es una vida individual y personal suficientemente intensa, si se acepta clara y efectivamente que la llamada de Dios y la comunidad de vida con Cristo es lo más valioso e importante, no sólo en la vida privada, sino también en la pastoral y trabajo en la comunidad; que esto es lo que debe dar y lo que por tanto tiene previamente que vivir; que esto es lo que tiene que determinar no sólo y no en primer lugar su tiempo personal, sino todo su ministerio, la elección de las tareas y la lista de prioridades a realizar. Pues la comunidad de la Iglesia no sólo debe dirigirse y mantenerse haciendo sólo cosas, sino a través del mismo Cristo.

4. Ministerio apostólico para la edificación del cuerpo de Cristo

La meta final de los candidatos al sacramentum ordinis debe ser la edificación del cuerpo de Cristo (la Iglesia), no la «confección» del cuerpo eucarístico (confectio eucharistiae) ni la posesión exclusiva de los poderes sacerdotales. Se es ordenado no para la liturgia ni para la administración de los sacramentos, sino para la comunidad (cf. Heb 7, 28). El paradigma ha de ser el buen Pastor, no el sumo Sacerdote. Esto es muy claro cuando la pastoral entiende las llamadas al sacerdocio no fundamentalmente como una forma de asegurar el número de miembros que la plantilla necesita, sino como el modo de promover la vida de las comunidades a través de los sacerdotes del mañana, en cuya selección también tiene preferencia.

NOTAS

1.     «Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio» (LG 21).

2.    No sólo desde una vertiente práctica, sino tampoco teológicamente puede un sacerdote hacer todo por sí solo -pero tampoco se verá obligado a hacerlo mientras y en cuanto esté en unión con sus hermanos. (Como consecuencia de esta unión puede haber fallos, posturas unilaterales o actitudes extremas en el ejercicio de su ministerio. Esta es una descarga decisiva que hace humanamente soportable la carga del ministerio). Creer que el sacerdote puede o debe hacerlo todo por sí solo (sin los demás), no es sólo sobrecargarlo y generar falsas expectativas (de los demás para con el sacerdote o del sacerdote consigo mismo), sino un signo de que no se ha entendido bien el sacerdocio cristiano, porque se olvida la colegialidad del sacramentum ordinis y se choca por tanto con la pluralidad de la unidad de los miembros del Cuerpo de Cristo. Una conciencia más viva de la colegialidad del ministerio sería también un fuerte correctivo frente a la tentación de la propia gloria, de la autosuficiencia y de la autarquía en el ministerio. La plenitud de Cristo no se manifiesta en cada uno, sino en la pluralidad del colegio. Esta experiencia evitará también que se confunda fácilmente el portador del ministerio y su actividad con la acción de Cristo.

3.     Esta pregunta creo que es muy apropiada como tarea fundamental, como pregunta clave y como correctivo crítico y purificador para los ya ordenados, sobre todo para aquellos que llaman a otros a una vocación religiosa o los acompañan en su camino espiritual, que preparan a los estudiantes para la ordenación o que completan la formación de los sacerdotes.

4.    Para el cardenal Newman es menos importante para una verdad decirla que hacerla, pues sólo así se convertirá en realidad. También se dice en el Evangelio de Juan: hacer la verdad.

5.    Sólo se puede escuchar al Espíritu en la medida en que se le acoge y se le deja actuar; en ninguna otra parte se le puede aceptar o rechazar tanto como en uno mismo. Por eso todo acompañamiento y dirección espiritual puede llegar hasta donde me deje acompañar y dirigir espiritualmente. Una pastoral auténtica, orientada a la acción del Espíritu hace mucho bien a la propia alma. Esta obligación de escuchar no se discute por los cristianos jerárquicamente bien orientados, mientras acepten que reforma y profundización, nuevos comienzos, salidas o iniciativas no sólo pueden provenir del papa o de los obispos, sino también de simples cristianos o sacerdotes, y en ese caso serán aceptados, asumidos y apoyados por la Iglesia.

6.     A esta cohesión se remiten también las denominaciones de «presbyter» (el más anciano) y «episkopos» (inspector).

7.   Para éste y para el apartado siguiente, cf. H. von Campenhausen, Kirchliches Amt und geistliche Vollmacht, segunda edición revisada, Tübingen 1953, 163-210.

8.     Cf. ibidem, 210-213.

9.     Editada por B. Botte (Sources Chrétiennes 11bis), Paris 1968.

10.     Como sacerdote, el obispo tiene que preocuparse por la reconciliación con Dios, ofrecer sacrificios, perdonar pecados, distribuir ministerios, ejercer el poder de atar y desatar.

11.     Cf. H. von Campenhausen, Kiirchliches Amt..., 234-241, 284-291, 311-320.

12.     Cf. CIC (1983), canon 967, 2. Esta decisión no es sólo una reacción a la libre elección de confesor por los fieles, sino también un signo de confianza en los sacerdotes actuales y en su formación. E implica el compromiso de ordenar sólo a los sacerdotes que puedan ser auténticos confesores.

13.    «El juicio de la ley de Dios no tolera que un muerto pueda dar la vida, que un herido pueda curar, que un ciego pueda iluminar, que un desnudo pueda vestir, que una persona sucia pueda limpiar (cf. Agustín, C. ep. Parm. II, 14, 32). Es imposible, por tanto, que el sacerdote de una Iglesia traidora pueda hacer oración por la comunidad o administrar válidamente el sacramento del bautismo» (cf. C. Andresen, Handbuch der Dogmen- und Kirchengeschichte I, Studienausgabe Göttingen 1988, 421. Cf. también para la interpretación de esto, ibidem, 420-423; TRE I, 655-661.

14.    Por lo demás, en esa época los donatistas eran los cristianos más comprometidos, los más rigurosos, los que no se casaban con nadie, los que mantuvieron la misma interpretación actual de la santidad de la Iglesia y de sus clérigos en las más diversas circunstancias, aunque éstas los impulsaron a una diferencia hasta entonces no percibida. Además, los donatistas son conservadores, pues no ven o no quieren ver, que cuando cambia el planteamiento de los problemas, el antiguo punto de vista ya no es el antiguo, sino que el nuevo contexto lo ha convertido en otro, precisamente porque él no se ha cambiado (diferenciado). En concreto: La santidad ya no se puede garantizar pública y visiblemente (porque de hecho no toda la comunidad es ya santa), sino que sólo con un esfuerzo constante se puede alcanzar. No en vano se plantea el tema del donum perseverantiae, de la gracia de la perseverancia. La experiencia de la fidelidad de Dios en medio de la infidelidad del hombre crece con una concreción histórica más. Agustín cree que el fruto del sacramento, la salvación, sólo se da en la Iglesia católica y que no hay que buscarla en ningún otro sitio, porque la salvación va unida al amor vivido. Y éste sólo se da en la Iglesia católica y no en los donatistas porque estos se negaron a conllevar las debilidades y cargas de sus hermanos, es decir, no amaron, mientras la Iglesia católica se abre fraternalmente a ellos, soporta los fallos de cada uno de sus miembros y no niega con tanta dureza y rigor la comunidad.

Para Agustín, el rigor o la ausencia radical de compromiso es una falta de solidaridad y de amor y como tal los critica. ¿No hay acaso tras la voluntad rigurosa de la Iglesia una «tentación donatista»? ¿no hay que tomar más precauciones ante ella cuanto más decididamente cristiano se quiere ser? ¿o al menos no pasar por alto ni reprimir estas sombras de la propia fuerza? ¿qué significa hoy la exigencia de una mayor diferenciación y de una más clara delimitación (o de una delimitación a secas)?. Cf. Rom 14, 1; 15, 1-3.

15.     La Reforma gregoriana (siglos XI-XII) lucha contra la compraventa de los oficios eclesiásticos (simonía) y contra el concubinato. De ahí las configuraciones básicas de la ascesis de la época.

El siglo XIII se mueve en torno a la vita apostolica, la pobreza, el estilo personal de vida y la formación de los clérigos. El baremo es el de las órdenes mendicantes. El contexto lo forman el crecimiento de las ciudades, los movimientos en torno a la pobreza y los cátaros.

Un ideal propio de santidad del sacerdote distinto del mundo, formado y entregado a la oración, que todo lo centra en torno a la celebración de la misa, lo establece la Escuela de san Sulpicio tras el concilio de Trento. A la luz de las experiencias de las misiones populares se fundan los seminarios para un clero que trabaje apostólicamente.

16.     Cf. los artículos y cánones sobre el sacramentum ordinis en CT VI/1, 90s, 96s, 400s. Cf. también, para este punto, la disertación del autor sobre la concepción del sacramentum ordinis en el concilio de Trento publicada en los Estudios Teológicos de Innsbruck (Innsbrucker Theologischen Studien).

17.    También la opinión de que Trento enseña que el sacramentum ordinis fue instituido en la última Cena con el mandato de sacrificio (o de repetición del sacrificio) (DS 1740, 1752) es sólo parcialmente correcta. Pues el decreto sobre el Ordo votado en la sessio siguiente incluye también en el sacerdotium, junto con el poder de transformar, el encargo de perdonar los pecados y considera estas etapas de inserción un acontecimiento (DS 1764, 1771). Así pues, tampoco en Trento el sacramentum ordinis se presenta desde una perspectiva eucarística. Ya antes, en la sessio XIV, se había afirmado expresamente que el sacerdote (sacerdos) era ministro del sacramento de la penitencia y no sólo nudus minister sino que desempeñaba en ella algo así como un actus iudicialis (DS 1684, 1685, 1709).

18.     «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» LG 10.

19.     «Enseña, pues, este santo sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio» (LG 21; cf. el texto completo).

«Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro, príncipe de los apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercerse de forma permanente por el orden sagrado de los obispos (ab ordine sacrato episcoporum). Por ello este sagrado sínodo enseña que los obispos han sucedido, por institución divina, a los apóstoles como pastores de la Iglesia (episcopos ex divina institutione in locum apostolorum successisse» (LG 20).

Análogamente se habla en LG 22 del Colegio de los obispos como órgano sucesorio del Colegio de los apóstoles: «En cambio, el Cuerpo episcopal (ordo autem episcoporum), que sucede al Colegio de los apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que perdura continuamente el Cuerpo apostólico (corpus apostolicum)...». Y antes, en el mismo número: «Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás apóstoles forman un solo Colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el romano pontífice, sucesor de san Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles... Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio».

20.     «Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas... pero también con su autoridad y sacra potestad (auctoritate et sacra potestate)... Esta potestad que personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrito dentro de ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27). En el Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos se dice todavía más concreta y claramente: «A los obispos, como sucesores de los apóstoles, les compete de suyo en las diócesis que les han sido confiadas toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su cargo pastoral» (CD 8). El poder del papa para las reservas queda pues intacto. Cf. el detallado comentario de K. Morsdorf a este texto en 2LThK E. II, 158-160.

21.     «Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, obtengan la salvación» (LG 18).

22.     En relación a Dios habría que decir que es fiel no sólo en el origen de la vocación, sino también en su desarrollo y maduración. Quiere que la vocación de todo el mundo llegue a su plenitud. El obispo concluye las preguntas sobre la idoneidad de los candidatos a la ordenación para diáconos y sacerdotes con el siguiente ruego: «Que Dios lleve a término la buena obra que en ti ha comenzado».

23.     He oído que en un curso sobre ordenaciones en Aachen, se dedicó parte del tiempo a pensar sobre el ser párroco y a decir cada uno para qué estaba más preparado (o menos preparado), cómo podría continuar su camino.

24.     Es lo que ofrece el libro Dienstanweisung für einen Unterteufel, de C. S. Lewis, en el proceso de conversión.

25.     Si sólo se tratara de una escasez puramente numérica, el problema se solucionaría ordenando a la gente que hiciera falta. ¿Pero es que eso garantiza más vocaciones sacerdotales? La simple ordenación no crea la vocación sacerdotal. Hay que atreverse además (uno mismo y los candidatos) a dejarse fascinar por Dios. ¿Qué es hoy lo que realmente reta y atrae en Dios, lo que hace que alguien se abra y atreva, que mueva a alguien a la vez hacia Dios y hacia el hombre, y que cuando lo hace de verdad, cuando más tiempo lo haga mejor lo hará?