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Los desafíos de la Iglesia en América Latina

(repercusiones en la pastoral vocacional)

Entrevista a Jon Sobrino

Ezequiel Silva: ¿Cuáles considerás que son los desafíos más urgentes de la Iglesia latinoamericana hoy para ser realmente Iglesia de los pobres? ¿Hace falta todavía hacer un camino?

Jon Sobrino: En primer lugar América Latina es muy grande y puede ser distinto de lugar a lugar. Yo hablo más desde lo que conozco, que es Centroamérica, como es evidente, y no hablo desde Argentina porque conocí la gente –buena gente– pero no tengo un conocimiento total. Quizás algo de lo que yo diga también ilumine. Yo creo que la Iglesia latinoamericana una cosa que tiene que hacer es un examen de conciencia. ¿Cuándo cree esta Iglesia que ha sido más parecida a la Iglesia de Jesús? ¿Ha sido ahora? Creo que no. Por la razones que sean fue quizá más alrededor de Medellín, después de Medellín con los obispos que todos conocemos, que ponían en palabra el pecado de este continente, y también ponían en palabra la esperanza de la gente: animaban. Había grandes obispos, una generación comparable a la de los primeros siglos y quizás a los del siglo XVI. Cuando ser cristiano era hondamente ser comunidad, superando ese individualismo grande que todos tenemos y que el neoliberalismo pone como dogma de fe, como la "gracia originante". Entonces, hacer examen de conciencia, para llegar a esta simple conclusión: Ha habido momentos, por la gracia de Dios, que la Iglesia se pareció más a Jesús. ¿Ahora que hay que hacer? Con problemas algo distintos, hay que retomar aquello. ¿Qué es retomar aquello?: Poner nombre al pecado y a la gracia. El pecado del continente latinoamericano es que grandes mayorías no tienen vida, o la tienen muy menguada, están muy desprotegidas, son despreciadas, ni nombre tienen. Que la Iglesia vea si eso es así o no y que vea qué tipo de interpelación le supone para ella. ¿Qué hacer si es verdad que hay un gran pecado? Y luego también ver qué hay y qué puede haber más de reacción, que yo le llamo: compasión, misericordia. Es decir, entre las muchísimas cosas que hay en la gran institución llamada "Iglesia", centrarse en esto: compasión a las víctimas, aquellos para quienes vivir es la tarea más difícil. Yo diría que por ahí empezaría. Y si eso se hace con honradez y sin miedo... Nos cuesta ser honrados porque quizá descubrimos que no somos como decimos que somos, que mucho hablamos de Jesús y resulta que no nos parecemos tanto a él... Y sin miedo, porque nos da miedo sentirnos vulnerables, que quizá perdamos autoridad y, con ello, poder. Entonces, con honradez y sin miedo, hacer un examen de conciencia y, por último, con ánimo y esperanza. Es posible parecerse más a Jesús.

Verificando la teología

Verónica Figueroa:Cuando se reflexiona sobre la Iglesia de los pobres: ¿cómo reconocer que ese pensamiento teológico pueda ser fecundo y que ayude a que esas víctimas vivan con no tanta pesadumbre? y ¿cuándo, a veces, ese pensamiento puede esconder cierta distancia?

J. S.: Hacer teología es conceptualizar. ¿Conceptualizar qué? Conceptualizar el amor, la práctica del amor. Y eso, cuándo sale bien o cuándo sale mal, se nota. ¿Cómo nos miran otros a nosotros los teólogos? ¿Quiénes nos miran bien y con aprobación y quiénes no? Allá en El Salvador el padre Ignacio Ellacuría –tomo un ejemplo– era un hombre sumamente capaz de teorizar. Los pobres ni pronunciaban bien su nombre porque era complicado. Y sin embargo, sabían que era alguien que en su modo de pensar los defendía y los quería. ¿Por qué sabían eso? ¿Porque habían leído sus escritos? Obviamente, no. Incluso antes que lo mataran... Ya cuando lo mataron, claro que sabían que los quería, pero antes de eso. ¿Por qué? Porque en la institución donde estaba Ellacuría y que dirigía, la UCA –Universidad Centroamericana–, pusieron bombas –unas 25... Los pobres entienden eso muy bien: ¿a quién ponen bombas?, ¿a quién? A monseñor Romero, a estos jesuitas, a unos políticos laicos... "Algo nos quieren". No es mecánico, pero la respuesta es muy general; es verificar la verdad de la teología aposteriori. Para mí eso es clave. Como que, cuando hay silencio total, es porque no hemos dicho palabra. Luego, otra forma de verificar, haciéndolo con sencillez, modestia, humildad, es ver no tanto si nos parecemos a Karl Rahner –a quien yo admiro mucho como teólogo– sino si de alguna manera remitimos a Jesús de Nazareth. Eso debiéramos preguntárnoslo todos, lo que pasa es que a veces no se lo piensa de los teólogos, pareciera que eso es cosa de "los santos" pero no de un teólogo. Eso tan simple que estoy diciendo: Que nos parezcamos, al modo universitario, a lo que Jesús hacía a su modo evangelizador y profético. Otra cosa es ésta: ¿ponemos en palabra el silencio al que están condenados los pobres, o no? Y si lo ponemos en palabra, ¿hay alguien que dice: "¡es verdad, ustedes teólogos han puesto en palabras –en palabras teológicas– lo que no pueden decir los pobres!"? Esto era lo que decía Ellacuría: "La Universidad debe ser la voz –intelectual– de los que no tienen voz, de los que tienen razón". O sea, que la teología tiene una verificación. También hay otro tipo de verificaciones, la magisterial: el magisterio de la Iglesia católica reconoce si algo va bien o va mal; es un modo de verificar. Y hay otro modo de verificar que es la comunidad académica teológica de un país, o de un continente, o del mundo... Si todos los teólogos del mundo dicen que fulano de tal es un desgraciado, que hace todo mal, pues es una verificación. Y al revés lo mismo. Eso es bueno, pero yo quiero añadir que la realidad te muestra que la teología está humanizando un poco este mundo, dando esperanza al pobre. Esto me parece a mí importante.

El enigma de la iniquidad

E. S.: Pensaba en el misterio del mal... Me vinieron a la cabeza algunos nombres como Romero, Ellacuría, Angelelli y tantos mártires jesuánicos. Y recordaba la letra de una canción de Víctor Jara –El Aparecido– que dice: "Porque regala su vida, ellos le quieren dar muerte". La pregunta es: ¿Por qué el misterio del mal opera de este modo?

J. S.: Nadie sabe eso, ¿verdad? Ni siquiera ustedes, la nueva generación. En la tradición cristiana se fraguó una expresión que es buena y no del todo buena. Para poner en simetría el mysterium salutis –la salvación, la bondad, hay algo de misterioso, inasequible, sorprende, va más allá de lo pensado, es gratuito– se habla del mysterium iniquitatis: algo hay en el mal que formalmente se parece a esto de forma tal que se usa la misma palabra: misterio; eso es: lo no últimamente comprensible, aunque algunas cosas se puedan entender... Quizá, ya que se usa la palabra mysterium para hablar de salvación, yo prefiero decir enigma iniquitatis; aunque es una cuestión de términos, no importa mucho. ¿Cómo decirlo? A nosotros nos interesa constatar que eso es así para ver qué remedio le ponemos, reformular de diversas formas en qué consiste el mysterium iniquitatis. Por ejemplo, para mí es misterio que el pecado tenga poder. Y poder de dar muerte. Es misterio, pero ¿sabemos entonces quizá qué hacer contra ese misterio? ¡Dar vida! Misterio es también para mí que el pecado haga que nosotros, seres humanos, en ciertas estructuras, podamos negar la existencia de otros seres humanos: no ponerles ni nombre. Otra cosa es odiar a la gente, despreciarlos, insultarlos, es terrible. Pero ni siquiera ponerles nombre: "Usted a mí me interesa tan absolutamente nada que no voy a gastar un segundo de mi existencia poniéndole nombre". Hay aquí algo de misterio. ¿Cómo va a ser que viniendo todos de un mismo origen no queremos poner nombre? Misterio del mal es no querer recibir de los otros. Es difícil dar, también es un misterio nuestro egoísmo, pero quizás es mayor misterio el ser tan arrogantes que ni se nos ocurre que podemos recibir del otro. Pongo algunos ejemplos: es misterio que de un campo de refugiados de Africa, en Bucau –que es el mysterium iniquitatis puro–, sin embargo de ahí puede llegar una carta, una palabra de esperanza, que me deja anonadado, es misterioso. ¡Pero no querer recibir! Si uno dice: "yo pertenezco a este mundo de abundancia, ¡qué voy a recibir de los otros!". Es el misterio del mal. Las tradiciones religiosas, por lo menos las más importantes, cuando hablan de un "pecado original" se están refiriendo a esto, hay algo que genera mal, contra lo que tenemos que luchar y lo último que tenemos que hacer es ignorarlo como si eso no existiese. Y claro, este misterio en la tradición cristiana se agranda infinitamente, ni siquiera Dios tuvo poder –o no lo usó, no lo quiso usar o no lo pudo usar– para que al Hijo lo crucificasen los seres humanos. Ahora, ¿qué saca uno de este misterio? Primero el horror, el desconcierto. Pero luego ve uno que ese mysterium iniquitatis puede ser ocasión (no digo causa) de que haya salvación. Tenemos el ejemplo del padre Maximiliano Kolbe, ahí hay un enigma terrible. La historia fue que se escapó un preso del campo de refugiados y decidieron diezmar, matar a uno de cada diez, un horror. Y ese horror da ocasión a un gran amor del P. Kolbe. Y evidentemente el amor del P. Kolbe no sólo da el alivio al padre de familia que no va a morir, sino que devuelve la dignidad a ese campo de refugiados donde "hombre odia a hombre", tal es la deshumanización a la que se puede llegar. Y sin embargo, lo del P. Kolbe, con ocasión de ese misterio de iniquidad, puede devolver algo de salvación, de dignidad, de esperanza. Ese es el mayor de los misterios.

La humildad de aceptar la esperanza

Oscar Campana: Cuando el misterio de la iniquidad opera ya no sólo en aquel que va y comete el mal sino en un sistema que lo provoca casi anónimamente y casi sin provocar culpa... en ése horizonte parece difícil tener esperanza o la sensación es la de una esperanza contra toda esperanza...

J. S.: Estoy de acuerdo con eso. No sólo eso, a mí me gusta la pregunta de la teodicea, es preguntarle a Dios: "Y bueno, ¿usted qué hace?, ¿es que puede y no quiere?, ¿es que quiere y no puede?". ¿Por qué me gusta esta pregunta? Porque es tomar en serio las cosas, porque si hasta a Dios lo metemos en el asunto quiere decir que nos ha afectado hondamente el misterio del mal. Entonces, ¿qué ocurre? El misterio, transformado por nosotros en pregunta de la teodicea, tiene una cosa buena que es la honradez. Seamos honrados. Y creo yo que cuando es estructural, es más honda la iniquidad, está omnipresente. Pero puede llevar a la teodicea que trae algo bueno: la honradez. Estas son ideas muy personales, a lo mejor otros no piensan así o no se les ocurre, o un obispo se asusta y dice: "¿cómo vamos a empezar a decir esto a la gente, a ver si cree en Dios o no?". Pero hay algo bueno allí, seamos honrados. Luego creo yo que, ante lo apabullante de ese misterio de la iniquidad, hay que ser humildes para aceptar que hay gente que tiene esperanza. Arrogancia también es decir: "esto no puede ser porque yo decido que no es". Pues resulta que es. Eso es importante. Entonces, una muerte como la de Jesús da esperanza. Bueno, no toda vida es ocasión de esperanza, pero sí lo es la vida de Jesús que por amor cargó sobre sí la cruz. Generó esperanza. Y monseñor Romero –lo cito, no como cosa rutinaria sino porque ¡es así!– despierta esperanza en la gente que aumenta sus ganas de ser, de vivir, de compartir, recordando que monseñor Romero dio la vida. Me parece que en esto se juega lo específico de aceptar esa tradición que llamamos cristiana. O no, uno puede aceptar otras tradiciones. Hay otras formas, evidentemente. Pero la cristiana, creo yo que es, en presencia del mal, de las víctimas, tener la audacia y el amor de la compasión y así seguir... Y ¿vemos a Dios o no lo vemos? La fe, lo que pone en palabras es que caminamos con él, no con una potente luz sino humildemente, como dice Miqueas. Ese modo de ver, de ser, creo yo que es lo específicamente cristiano y que a mucha gente le encanta.

El ecumenismo verdadero

V. F.: En la línea de la compasión, solés decir que el verdadero ecumenismo es el de la misericordia...

J. S.: En El Salvador, con ocasión de tantos muertos y mártires, en primer lugar hablamos poco de ecumenismo... Pero bueno, una vez me tocó hablar y ahí estábamos varios de diferentes confesiones y se me ocurrió decir esto: "No hay nada más ecuménico que la sangre y el amor". Eso de derramar sangre a todos nos dice algo, sea quien sea... Luego, el amor... También dije otra de esas tonteras: que Dios nos ha puesto a todos nombre. Los apellidos, ésos nos los ponemos nosotros para organizarnos por el mundo: católicos, luteranos.. son apellidos. Pero el nombre, ése es de Dios. Y todos tenemos la misma entidad. ¿Qué quiero decir con esta fórmula? No cabe duda que al ecumenismo hay que entenderlo a un nivel importante que es que hay diversas confesiones, diversas iglesias que históricamente han estado separadas y peleándose; entonces hay un movimiento para saber lo que tenemos en común, y luego, teológicamente, para repensar las cosas que nos dividieron. Todo eso es normal, es un ámbito de la realidad eclesial que me parece bueno atenderlo. Pero lo hondo de lo ecuménico, de lo universal, es otra cosa. Porque Dios no creó iglesias ni confesiones. Creó seres humanos capaces de compasión. O dicho de otra manera: por ejemplo, si se juntan para la oración, eso me parece muy importante, pero en mi visión de las cosas, como todo, tiene su pequeño peligro. "Misericordia quiero, no sacrificios". Claro que la oración, si está hecha con sencillez, ya es buena. Pero si todos los que están ahí, y todos los que estamos representados, hiciéramos un compromiso por la vida, un compromiso real, de defender la vida diciendo la verdad, empezando por nuestras iglesias, cada uno por la suya... Si nos preguntáramos ¿cómo pecamos contra la vida? o ¿qué hacemos por la vida?... Quiero decir que no se puede creer en ningún Dios si no hay una honda preferencia por las víctimas de este mundo. Si no hay algo de esto puede haber ecumenismo en la oración, ecumenismo teológico, pero creo yo que el fondo no está en eso, eso puede acompañar... Yo lo he visto en El Salvador. Cuando mejor funcionó eso que llamamos "ecumenismo" es cuando menos hablábamos de "ecumenismo". Porque si caía una bomba en un templo, iba la gente a ayudar y nadie pensaba si ese templo era de los luteranos o de los carmelitas, o de los salesianos... El principio de las cosas, la gracia originante, viene más en la línea de la misericordia que en una formulación determinada de la fe.

Vivir en medio del dolor

O. C.: Vivir en El Salvador, en lo que fue sobretodo la década del ‘80, en la guerra civil, donde la comunidad de ustedes fue blanco del asesinato, finalmente, pero de infinidad de atentados en forma permanente,... ¿cómo se sostiene la vida cotidiana en una situación así?

J. S.: Hubieron unos 30 años, o 25, en los que además de la pobreza que es el mal primordial del Salvador –todavía hoy–, estaba el añadido de la muerte violenta. Eso ha sido largo... ¿Cómo vivir? Es una pregunta importante. Primero intento responder: ¿Cómo vivía la gente en los campos? Desprotegidos. Si llegaba la Guardia Nacional o la Policía de Hacienda, que eran los cuerpos de seguridad más terribles que llegaban de noche ¡o de día! y se llevaban a la gente... Lo que quiero decir es que lo primero de la pregunta, que es obvio, es para la gente: ¿cómo vivir con noticias como "a usted le han matado a su hijo", y es el tercero que matan? ¿Cómo vivir así?, esa es la pregunta fundamental. ¿Cómo? No sé, yo no voy a responder por ellos. Ahora, en cuanto a nosotros... Yo quisiera decir varias cosas: sin ninguna duda han sido los años más importantes de nuestra pequeña existencia, casi los años–cuesta mucho decir la palabra porque me van a llamar "sacrificialista"– más gozosos. ¿Por qué? Porque uno sentía por lo menos una comunión de destino con los pobres reales. Yo comía, ellos no. Pero por lo menos nos salpicaba la realidad de alguna forma, de la misma manera. Lo mismo al rector de la universidad, a un profesor doctor que a un pobre campesino. Eso produce un cierto tipo de ... –la palabra "gozo" no es buena, como comprenderán– pero un cierto alivio... Yo no soy aquí una anécdota, donde todo el mundo está cercano al sufrimiento, a la muerte, y resulta que yo soy un privilegiado. Ese privilegio para mí causa tal desazón, tal vergüenza honda, que estar allí con aquellos fueron años de gozo. Muchos nos preguntaban: "¿ustedes por qué se quedan aquí?". Porque muchos de nosotros somos de origen último español, nos podríamos haber ido... O "los jesuitas tienen medios para agarrar un avión e irse a Estados Unidos, ¿por qué se quedan?", nos preguntaba la gente sencilla. Yo podría darles respuestas solemnes y apelar al crucificado. Pero yo decía: "Es que me da vergüenza, ¡¿cómo me voy a ir?!". A mí me toca ser sacerdote y predicar, hablar de Jesús. Y entonces, ¿a la primera dificultad me voy? No puede ser. Hay algo importante en esto. Yo suelo decir que uno de los mayores peligros de la fe, de las iglesias, de los teólogos, es el docetismo. No el antiguo: si Jesús no tenía carne, su cuerpo habría venido de una estrella...; no ese docetismo. Docetismo es que lo real no sea lo real. Vivir nosotros en un mundo artificial. Superar el docetismo es rehacer de alguna manera en la propia vida personal lo que decimos que Jesús hizo. En mi caso mataron a los seis jesuitas –yo estaba en Tailandia dando un curso de cristología–, además de Elba y Celina. Cuando me llamaron por teléfono para avisarme me dijeron: "Siéntate y agarra papel y lápiz....". Y comenzaron a decirme los nombres de todos mis hermanos asesinados... Pero cuando me enojé de verdad fue cuando me dijeron que habían matado a dos mujeres... Ése es el enigma iniquitatis. Y una de ellas una niña de 15 años, que además en aquella edad tenía novio y era catequista. Terrible. Al día siguiente me pidieron si yo podía decir unas palabras en una misa que organizaron, con un altar hecho de flores como lo hacen en el mundo oriental, que es una belleza. Y dije algo que suelo repetir porque creo que todavía no lo sé decir mejor a como lo dije entonces: "Tengo una mala noticia que darles: han matado a toda mi familia. Y tengo una buena noticia que darles: yo he vivido con gente que ha amado a los demás". De nuevo: el mysterium salutis y el mysterium iniquitatis, pero en ésos veinte años se mezclaban, y a muchos les ha marcado la vida. Psicológicamente, Dios sabe. Pero creo que marca la vida por lo menos para bien: el camino es para el bien. Cuando monseñor Romero dice, poco antes de que lo mataran: "Me han amenazado de muerte. Desde ya les digo que el martirio es algo que me parece una gracia que yo no merezco. Y desde ahora les digo que si me matan, bendigo y perdono a los que me hayan asesinado. Pero les digo que no van a ganar. Me podrán matar a mí, pero mi Palabra, que es la de Cristo, no podrán matar". Eso es realidad. Cosas de esas se oían muchas. Entonces, ¿de qué vivía uno? De esas cosas.

Monseñor Romero

V. F.: Decías que un signo de esperanza era desear que lo que sucedió en algún momento y fue bueno –como el paso de monseñor Romero en El Salvador– pueda en el futuro volver a suceder. ¿Con qué anécdotas contarías lo que Romero entregó en El Salvador?

J. S.: Hay mucho... monseñor Romero es una persona realmente excepcional, simplemente. Hay un montón de cosas para decir. Yo he preguntado a la gente, a la gente sencilla, campesinos, lo que me has preguntado a mí, pero no como anécdota sino como tesis: "¿Quién fue para ustedes monseñor Romero?". Y lo que voy a decir ahora lo oí muchas veces, y sin ponerse entre ellos de acuerdo, casi con las mismas palabras: "monseñor Romero dijo la verdad. Nos defendió a nosotros, los pobres, y por eso lo mataron". Digamos tres cosas. Decía la verdad. Todos los domingos predicaba y el país se paralizaba. Todos los escuchaban, incluso los militares que tenían órdenes de escucharlo (por otras razones, obviamente). Introdujo un modo de predicar distinto. Primero explicaba la Palabra de Dios, las lecturas. Las preparaba bien a la noche con libros de exégesis, según la capacidad que él tenía, que era buena. Monseñor Romero no fue muy "conceptuoso", por así decirlo, pero sí sabía encontrar palabras adecuadas, no tanto el concepto, pero sí palabras adecuadas para decir las cosas con rigor y con vigor. No dejaba a nadie sin nombre. Eso no es una anécdota, porque es un modo de proceder, pero me parece a mí de una hondura humana impresionante. Las últimas palabras del domingo antes que lo matasen –lo mataron un lunes–, quizá las recordarán porque son muy citadas, en marzo del ‘80 durante la represión (no todavía la guerra). Se dirigió a los miembros del ejército: "Hermanos –les decía a los soldados–: son de nuestro mismo pueblo. Ante una orden que les dé un superior suyo de matar, tiene que prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matarás’...". Hacia el final se nota cómo se va posesionando hondamente de que eso es Palabra de Dios y les dice: "En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben más tumultuosos cada día al cielo, les pido, les ruego, les ordeno: ¡en nombre de Dios, cese la represión!". Fue impresionante. De esas tenía bastantes. Un día dijo también: "Hermanos, me alegro de que la Iglesia sea perseguida –esa idea la tenía muy clara– porque sería muy triste que en un país donde están matando a tanta gente no hubiese también sacerdotes asesinados". Yo suelo decir: se podrá teorizar sobre si la Iglesia de monseñor Romero fue muy buena o fue muy mala. De lo que no se puede dudar es que fue salvadoreña, de eso no se puede dudar, salvadoreña del lado de los salvadoreños. O cuando decía, para dar dignidad a la gente: "El día que nos quiten la radio, la imprenta (las dinamitaron varias veces) y maten a los sacerdotes (ahí ya se ponía retórico), y maten a todos los obispos y también a su arzobispo, piensen que nada malo les han hecho. Quedan ustedes, Pueblo de Dios, bautizados; ustedes van a ser micrófonos de Dios". Había en él una lozanía de vida, una frescura, un no tener miedo a lo real. Después que mataron a monseñor Romero tuvimos una misa en la Universidad Centroamericana y Ellacuría dijo: "Con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador". Los que mejor entienden a los mártires son los mártires...

 

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