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CARTA PASTORAL DEL ARZOBISPO DE SEVILLA A SACERDOTES, DIÁCONOS Y SEMINARISTAS

I


Queridos hermanos sacerdotes, queridos diáconos, queridos seminaristas: 

En los inicios de mi ministerio como Arzobispo de Sevilla os dirijo mi primera carta como padre, hermano y amigo de los sacerdotes y seminaristas.
A todos os saludo fraternalmente en el ecuador del Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI con el lema “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. La ocasión de esta convocatoria es la celebración del CL aniversario de la muerte de San Juan María Vianney, el Cura de Ars. Como bien sabéis, el Santo Padre presidió la inauguración del Jubileo en Roma el día 19 de junio en la celebración de las Vísperas del Sagrado Corazón. La clausura tendrá lugar también en Roma en idéntica fecha de 2010, coincidiendo con el Congreso Mundial de Sacerdotes convocado por el Papa, en el que San Juan María Vianney será proclamado patrón de todos los sacerdotes. 

1. Un año de gracia, hoy más necesario que nunca 

El objetivo último de este año sacerdotal es renovar en profundidad nuestra adhesión cordial y total a Jesucristo, con el que sacramentalmente estamos configurados, ayudarnos a hacer vida en nosotros la “apostólica vivendi forma”, es decir la vida nueva inaugurada por el Señor Jesús y sus Apóstoles, ayudarnos a tender hacia la perfección moral que debe habitar en todo corazón sacerdotal y fortalecer la intimidad con el Señor, de la cual todo sacerdote está llamado a ser experto para poder conducir a las almas a él confiadas al encuentro con el Señor1. La Delegación Diocesana para el Clero ha preparado un elenco de iniciativas que a todos nos deben ayudar a vivir con intensidad este año de gracia que el Señor nos depara, de manera que nuestro Jubileo sacerdotal sea una auténtica Pascua para nuestro presbiterio y produzca en todos nosotros muchos frutos de santidad.

Quiero comenzar compartiendo con vosotros una convicción: el problema principal, el problema de fondo, al que se enfrenta la Iglesia en España en estos momentos es la secularización interna. Es verdad que la nueva cultura hace más difícil nuestra tarea. El llamado pensamiento débil, al no admitir ninguna clase de verdades y certezas es un reto muy serio para la fe y pone en cuestión los compromisos fuertes, estables y definitivos. El hedonismo, el materialismo y el utilitarismo, por su parte, hacen difícil vivir en la atmósfera de tensión moral que exige el Evangelio, dificultan la adhesión a la doctrina moral de la Iglesia y son fuente de diferencias sociales e insolidaridad. Pero la cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy entre nosotros no se encuentra en la sociedad, en el laicismo militante, en la orientación inmanentista de la cultura o en las iniciativas legislativas que prescinden de la ley natural, todo lo cual ciertamente obstaculiza nuestra misión y nos hace sufrir. El problema no es tanto externo, sino interno;“es un problema de casa y no sólo de fuera”2.

En una de sus pláticas a los clérigos San Juan de Ávila llama a los sacerdotes “guardas de la viña, cabezas, corazones y ojos…[de la Iglesia]”, añadiendo a continuación que “por el descuido de las cabezas, está la viña [de la Iglesia] tan estragada”3. En el momento histórico que nos ha tocado vivir, que algunos califican como final de una época, y que tantas analogías guarda con la época de San Juan de Ávila, yo también estoy convencido de que una de las causas, y no de pequeña importancia, de los males de los que en tantas ocasiones nos lamentamos, las dificultades que experimentamos para la penetración del Evangelio en esta cultura, el progresivo alejamiento de la Iglesia de nuestros fieles, el desfondamiento moral y el nihilismo de nuestra juventud, la escasa perseverancia de los niños y jóvenes después de recibir los sacramentos de la iniciación cristiana, está en nosotros los sacerdotes. Si fuéramos más santos, más celosos, más ejemplares y apostólicos, místicos y testigos al mismo tiempo, con una fuerte experiencia de Dios, florecería más la vida cristiana de nuestro pueblo, que necesita del acompañamiento cercano de sacerdotes santos.

Por todo ello, considero una inmensa gracia de Dios la convocatoria del Año Sacerdotal. En él hemos de dar gracias a Jesucristo, Buen Pastor, que nos ha concedido en San Juan María Vianney un modelo extraordinario de vida y de servicio sacerdotal. Pero al mismo tiempo,  esta efemérides debe ser para todos ocasión para renovar el carisma que recibimos mediante la imposición de manos del Obispo en nuestra ordenación sacerdotal (2 Tim 1,6).

Mucho nos puede ayudar el conocimiento e imitación de esta figura extraordinaria4, “verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo”, como lo ha calificado Benedicto XVI5. 

2. El esplendor de la santidad del Cura de Ars

San Juan María Vianney nace en Dardilly, no lejos de Lyon, el 8 de mayo de 1786, y muere en Ars el 4 de agosto de 1859. Entre esas dos fechas, a las que se podría añadir la de su ordenación sacerdotal el 13 de agosto de 1815, su llegada a Ars en febrero de 1819, su canonización el 31 de mayo de 1925 por el Papa Pío XI, y su proclamación como patrono de los párrocos en 1929, se inscribe una de las biografías más conmovedoras y fecundas de toda la historia de la Iglesia. Con ocasión del centenario de su muerte, el Papa Juan XXIII publicó la encíclica Sacerdotii nostri primordia6, en la que mostraba al Cura de Ars como modelo de vida y ascesis sacerdotal, modelo de piedad y de culto a la Eucaristía y modelo de celo pastoral para nuestro tiempo.

Juan Pablo II, por su parte, en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1986, conmemorando el segundo centenario del nacimiento del Cura de Ars, nos recordaba que muchos de nosotros nos hemos preparado al sacerdocio teniendo ante la vista la figura de San Juan María Vianney, al mismo tiempo que nos pedía que su ejemplo no quede relegado al olvido, pues “hoy más que nunca tenemos necesidad de su testimonio y de su intercesión, para afrontar las situaciones de nuestro tiempo en que, a pesar de algunos signos esperanzadores, la evangelización está dificultada por una creciente secularización, descuidando la ascesis sobrenatural, perdiendo de vista las perspectivas del Reino de Dios, y donde a menudo, incluso en la pastoral, se dedica una atención demasiado exclusiva al aspecto social y a los objetivos temporales”7. 

3. Entregado a la predicación y al servicio de los pobres 

San Juan María Vianney tiene mucho que enseñarnos a los sacerdotes, pero también a nuestros seminaristas. A lo largo de sus años de preparación para recibir el don del sacerdocio tuvo que vencer innumerables obstáculos: el ambiente político y social imperante en Francia tras la Revolución, la deficiente preparación obtenida en la escuela rural de su aldea natal, la resistencia de su padre y, muy especialmente, sus dificultades en el aprendizaje y la memorización que le impidieron el dominio necesario del latín para poder estudiar la teología. Por ello, a pesar de su laboriosidad, fue apartado temporalmente del

Seminario de Lyon. Sólo su voluntad tenaz, su valentía, su piedad, su amor a las almas y la escasez de sacerdotes, fruto de aquellos años azarosos, permitieron que a los veintinueve años recibiera la ordenación sacerdotal. Ninguna dificultad le arredró, ni siquiera los negros presagios que se cernían sobre el futuro del clero francés, como consecuencia del extremo galicanismo bonapartista.

Ya sacerdote, se entregó con esmero a lo que hoy llamamos la formación permanente personal, a la lectura de autores espirituales y a la preparación de sus sermones, caracterizados por la unción, la convicción y la sencillez, plagados de alusiones a las experiencias cotidianas de sus oyentes. Estaba convencido de que el ministerio de la

Palabra es absolutamente necesario para acoger la fe y la conversión, pues como él mismo escribe: “Nuestro Señor, que es la verdad misma, no hace menos caso de su Palabra que de su Cuerpo”8. Por ello, se entregó también con pasión a la catequesis de niños y adultos. Porque amaba a sus fieles con corazón de padre y entrañas de madre y buscaba en último término su salvación, en su predicación nunca bajó el nivel de las exigencias del Evangelio, ni se mostró condescendiente con el mal. “Si un pastor –escribe– permanece mudo viendo a Dios ultrajado y que las almas se descarrían, ¡ay de él! Si no quiere condenarse, ante cualquier clase de desorden en su parroquia, deberá pasar por encima del respeto humano y del temor a ser menospreciado u odiado”9. No obstante, a pesar de la angustia que le produce el solo pensamiento de que alguno de sus feligreses se pierdan para siempre y el mismo aspecto repulsivo del pecado, en su predicación insiste sobre todo en el atractivo de la virtud, en la ternura y la misericordia de Dios, en el gozo de sentirse amado por Él y de vivir en su presencia.

Fruto de su caridad pastoral sobresaliente es también su amor a los pobres, a los que socorría generosamente, especialmente si estaban enfermos, privándose incluso de ropa, calzado y comida. Hasta veinticinco familias dependían de su caridad. A juicio de Catalina Lassagne, una de las almas que mejor acogieron su mensaje y su testimonio,“era rico para dar a los pobres, y pobre él mismo”10. Algunos años después de su llegada a Ars, fundó una especie de orfanato para jóvenes desamparadas. Le llamó “La Providencia” y fue el modelo de instituciones similares establecidas más tarde por toda Francia. Él mismo daba las catequesis a las niñas y jóvenes. 

4. Su dedicación al sacramento del perdón

Pero el fruto más granado de su celo pastoral, la faceta más conocida del Cura de Ars, que además configura su carisma, es su dedicación perseverante al sacramento de la reconciliación. San Juan María Vianney desde el confesionario hizo de Ars, una pequeña aldea de cuarenta casas de adobe y no más de 230 almas, el corazón de Francia. Ya desde los comienzos de su servicio pastoral comenzaron a acudir a él gentes de otras parroquias vecinas; después de lugares distantes; y por fin, de toda la rosa de los vientos de la geografía francesa y de otros países. Durante los últimos diez años de su vida, pasó no menos de diez horas diarias en el confesionario; a veces hasta dieciséis o dieciocho, sufriendo el frío o el calor asfixiante y, sobre todo, la amargura por los pecados de sus penitentes, especialmente cuando denotaba falta de arrepentimiento.

A lo largo de casi cuarenta años acogió con amor a los indiferentes para despertarlos al amor de Dios, reconcilió a grandes pecadores arrepentidos y guió innumerables almas a la perfección. Su consejo era buscado por obispos, sacerdotes, religiosos, jóvenes y mujeres con dudas sobre su vocación, pecadores, personas con toda clase de dificultades y enfermos. Su sucesor en la parroquia, B. NODET, dice que a partir de 1827, nueve años después de su llegada a la parroquia, acudían a él unas 20.000 personas al año, y que en 1858, el año anterior a su muerte, el número de peregrinos alcanzó la cifra de 80.00011. Su dirección se caracterizaba por el sentido común, la sencillez del lenguaje, su notable perspicacia y su sabiduría sobrenatural, don del Espíritu Santo, buscando siempre el encuentro personal del penitente con Jesucristo. 

5. La centralidad de la Eucaristía 

Pero el centro de la vida espiritual y del ministerio del Cura de Ars fue la celebración de la Eucaristía. Para él, “todas las buenas obras reunidas no equivalen al sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres y la Santa Misa es obra de Dios”12. Consciente de que en ella se renueva el sacrificio de la Cruz, pedía a los sacerdotes que al celebrarla se ofrecieran a sí mismos juntamente con la víctima divina. La celebración de la Eucaristía fue el sustento de su vida sacerdotal. Sus biógrafos nos refieren que se preparaba largamente cada día para celebrarla y que era conmovedor su recogimiento en la consagración y la comunión. Pasaba muchas horas en adoración ante el Santísimo, antes de la aurora o por la noche, y mientras él vivía pobremente, no escatimaba los gastos necesarios para que la casa del Señor resplandeciese por su ornato y dignidad.

De esta forma, con su testimonio, sus feligreses fueron apreciando cada vez más la Santa Misa y la adoración eucarística, verdadero manantial de vida cristiana y de fidelidad, de manera que muy bien se puede afirmar que la Eucaristía, el sacramento de la penitencia, la predicación, la catequesis, la visita a los enfermos, su testimonio de desprendimiento, caridad y pobreza, y la gracia de Dios que actuaba a raudales a través del Cura de Ars, fueron transformando aquel pueblo en el que antes había mucha ignorancia religiosa, mucha indiferencia y escasa práctica religiosa. Se lo había advertido el Obispo al enviarle: “No hay mucho amor a Dios en esta parroquia, tú lo pondrás”13.

Así fue en realidad. En pocos años aquella feligresía se transformó. Llegan personas de toda Francia y de otros países, que a veces tienen que esperar varios días para poder verlo y confesarse. Lo que les atrae no es la curiosidad ni el maravillosismo, los milagros y las curaciones extraordinarias que el Cura de Ars trata de disimular. Buscan en cambio al santo, bajo una apariencia pobre y débil como consecuencia del trabajo pastoral, de los ayunos, penitencias y disciplinas; buscan al amigo de Dios, que huye de honores y protagonismos, que trasluce paz y serenidad, paciencia y buen humor y una sobresaliente  capacidad para dirigir a las personas como guía y médico de almas. 

6. La vida interior, manantial de su vida apostólica

El manantial de la caridad pastoral y de la generosidad del Cura de Ars es, sin duda, su vida interior, su amor apasionado a Jesucristo, contemplado y adorado en las largas horas que pasa ante el Santísimo, un amor sin reservas ni límites, como respuesta a quien desde la Cruz nos ha amado primero. Por ello, se entrega sin tregua a la salvación de las almas, rescatadas por Cristo a tan gran precio, de modo que acojan en sus vidas el amor de Dios.

Por Cristo, vive con radicalidad el Evangelio y las exigencias que Él señala a quienes envía a la misión: la unión con Él y la oración constante, la pobreza y la austeridad, la humildad, la renuncia de sí mismo y la penitencia y mortificación voluntarias, que en la vida de San

Juan María Vianney fueron proverbiales, según nos refieren los testigos de su proceso de canonización, quienes afirman que su subsistencia hasta los setenta y tres años fue un milagro permanente, pues su alimentación y su descanso fueron humanamente hablando insuficientes.

Desde su identificación con Cristo bebe el amor del Señor por las almas, en su caso por los fieles encomendados a su ministerio, a los que se entrega sin límites, sacrificando su tiempo, su salud y su persona entera.

Refiriéndose al Cura de Ars escribió el Papa Juan Pablo II que “raramente un pastor ha sido hasta este punto consciente de sus responsabilidades, devorado por el deseo de arrancar a sus fieles del pecado o de la tibieza”14. Así se entiende también la plegaria que frecuentemente repetía: “Oh Dios mío, concededme la conversión de mi parroquia: acepto sufrir cuanto queráis el resto de mi vida”15.

7. El Año Sacerdotal, llamada a una profunda renovación

Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas: casi a vuelapluma he intentado mostraros en las páginas precedentes la figura sencilla pero impresionante de San Juan María Vianney. Os recuerdo de nuevo el lema de este año jubilar: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. A la especial predilección con que el Señor nos ha distinguido, llamándonos a compartir su intimidad, su misión y sus tareas, a la fidelidad que ha derrochado con nosotros a pesar de nuestras pequeñas o grandes infidelidades, sólo podemos responder renovando y fortaleciendo nuestra fidelidad a Él hasta la muerte.

Gracias a Dios, en los últimos años se han despejado muchos interrogantes sobre la identidad de nuestro sacerdocio, sobre todo en el plano teórico. Menos en el plano práctico y existencial. Todos debemos convencernos de que el único manantial de nuestra identidad es Cristo Sacerdote. No es la sociología o las tendencias culturales del momento presente las que deben marcarnos el paso fijando nuestra identidad y nuestro papel en la Iglesia y en la sociedad, pues lo harán siempre a la baja, laicizando o desnaturalizando la sacralidad de nuestro ministerio de acuerdo con los criterios de la cultura secularizada. Nuestro sacerdocio, como nos dijera el Papa Juan Pablo II, “está marcado con el sello del sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y Redentor”16.

Por ello, sólo nos realizamos plenamente como sacerdotes configurándonos existencialmente con Él y conformando nuestro corazón y nuestra vida según el Corazón sacerdotal de Cristo. Nos lo ha dicho también recientemente el Papa Benedicto XVI en su discurso a los miembros de la Congregación para el Clero el 16 de marzo de este año. Después de ponderar la necesidad de transmitir a las generaciones jóvenes, sacerdotes y seminaristas, “una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad” procurando “una correcta recepción de  los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia”, nos pide a los sacerdotes estar presentes en el mundo “identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido”17. 

8. La estima de nuestro sacerdocio

El Cura de Ars era muy consciente del inmenso don que el sacerdocio supone para el que lo recibe y también para la Iglesia y para la humanidad. Como nos ha dicho el Papa Benedicto XVI en su carta a todos los presbíteros del mundo con ocasión de nuestro Jubileo

Sacerdotal18, San Juan María Vianney solía repetir con frecuencia que “el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”19. Con esta frase reconocía con devoción y admiración el don grandioso que es un sacerdote para un pueblo. Para el Cura de Ars, “un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”20. Él mismo escribió en una ocasión este hermoso pensamiento, que nos ha llegado a través de su sucesor en la parroquia de Ars:

“Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada…. Es el sacerdote el que continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no tuvierais a nadie para abrir la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros celestiales; es quien abre la puerta; es el ecónomo de Dios, el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote; se adorará a los animales...”21.

De la conciencia de la dignidad del sacerdocio nace su gratitud constante al Señor por este don siempre inmerecido, un don del que nosotros los sacerdotes debemos ser cada día más conscientes. De la conciencia de la grandeza del sacerdocio nace además la estima que también nosotros debemos sentir por este don, el esmero con que debemos cuidar este tesoro que llevamos en vasijas de barro (2 Cor 4,7), y nuestro agradecimiento al Señor por habernos elegido y por haberse fijado en nosotros para asociarnos a su obra de salvación. 

9. Exigencia de santidad

De esta conciencia, cada día renovada, brota también su sentido de la responsabilidad, su entrega sin tregua al ministerio y su afán por la propia santificación. De aquí nace además su identificación profunda con su sacerdocio, su identificación todavía más honda con

Jesucristo y su aspiración constante a la santidad. No es ocioso que os recuerde que si nuestros hermanos laicos están “invitados y aun obligados... a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado”22, mucho más lo estamos los sacerdotes, como nos encareciera el Concilio Vaticano II: “Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que consagrados de manera nueva por la recepción del orden se convierten en instrumentos vivos de Cristo”23.

Otro tanto nos dejó escrito el Siervo de Dios Juan Pablo II, cuya doctrina sacerdotal y, sobre todo, cuyo testimonio de entrega a la Iglesia y a los fieles hasta el último aliento tanto tienen que enseñarnos a los sacerdotes.

Tomemos buena nota de estas sugerencias preciosas: “La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad que nace del sacramento del orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de nosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad”24 .

Por su parte, el Santo Padre Benedicto XVI nos acaba de decir que “la Iglesia necesita  sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos”, pues “aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro”. Nos ha dicho también el Papa que el Cura de Ars se tomó muy en serio esta “humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado”25. Es la tarea que la Iglesia y el sentido común piden también de nosotros26. 

10. Huyamos de la tibieza

En los últimos años, algunos análisis sobre la situación de la Iglesia en España han señalado, y puede que con razón, que a nuestra Iglesia le falta empuje misionero, dinamismo evangelizador e impulso místico, que tiene un horizonte espiritual de bajo perfil y una tendencia acentuada a la tibieza y al conformismo. Si esto fuera así, no cabe duda que los primeros responsables de esta situación seríamos nosotros, los obispos y los sacerdotes, y que la única forma de responder a este diagnóstico sería el crecimiento radical de la vida en el Espíritu recuperando la dimensión mística y sobrenatural de la vida cristiana y sacerdotal, es decir, aspirando con todas nuestras fuerzas a la santidad.

El aburguesamiento espiritual y la tibieza es la situación espiritual más peligrosa que puede acechar a un cristiano, y mucho más a un sacerdote, porque el tibio no es consciente de su situación ni de los peligros que le amenazan.

En consecuencia, no siente la necesidad de convertirse. El tibio trata de acercarse a Dios sin esfuerzo, sin renuncias, compatibilizando el servicio a Dios con pequeñas transigencias y condescendencias consigo mismo, que en realidad son pequeñas o grandes infidelidades. Es propio de la tibieza la tristeza, el desaliento y la dejadez en la vida interior.

El tibio pierde la alegría de la entrega y el entusiasmo por Jesucristo. En este sentido nos dice el Cura de Ars: "El alma tibia no está aún absolutamente muerta a los ojos de Dios, ya que no están totalmente extinguidas en ella la fe, la esperanza y la caridad, que constituyen su vida espiritual. Pero su fe es una fe sin celo; su esperanza, una esperanza sin firmeza; y su caridad, una caridad sin ardor”27.

Queridos hermanos sacerdotes: sacudámonos la tibieza que nos esteriliza y que hace también estéril nuestro ministerio. Volvamos al amor primero (Cf. Ap 2,4-5) y al fervor y los grandes ideales que henchían nuestro corazón el día de nuestra ordenación. Recuperemos el único centro de nuestra vida, que no es otro que el Señor. Él es nuestra heredad más preciada, nuestra única posible plenitud y la fuente principal de nuestro equilibrio psicológico, que nace de la conformidad entre lo que predicamos con los labios y

lo que vivimos en el fondo de nuestro corazón. La conversión del corazón no es patrimonio ni obligación exclusiva de los grandes pecadores. También nosotros necesitamos convertirnos porque “en muchas cosas erramos todos” (St 3,2) y “si decimos que no hemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros.” (1 Jn 1,8). 




1 Cf. Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, de 16 de marzo de 2009.
Cf. también la Carta del Cardenal Hummes, Prefecto de dicha Congregación, a los Obispos, de 3 de abril de 2009.
2 Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española 2002-2005. Una Iglesia esperanzada “Mar adentro” (Lc 5,4), 10.
3 SAN JUAN DE AVILA, Segunda plática para clérigos, en Escritos sacerdotales, ed. preparada por J. ESQUERDA BIFET, BAC, Madrid 2000, 196 y ss.
4 Os facilito algunas referencias bibliográficas de obras accesibles a todos, que os pueden ayudar a conocer en este año en profundidad al Cura de Ars, comenzando por la biografía clásica de F. TROCHU, El Cura de Ars, Ed. Palabra, Madrid 2008. Muy interesante es también la obra de su sucesor, B. NODET, titulada Juan María Vianney, Cura de Ars, su pensamiento, su corazón, Ed. La Hormiga de Oro, Barcelona 1994. Otras obras a nuestro alcance son las siguientes: M. de SAINT PERRE, La vida prodigiosa del cura de Ars, Ed. Homolegens, Madrid 2008; R. FOURREY, El auténtico cura de Ars, Ed. La Hormiga de Oro, Barcelona 1994; J. LÓPEZ TEULÓN, El Santo Cura de Ars, Edibesa, Madrid 2009; D. YÁÑEZ, El Santo Cura de Ars, Ed. Monte Carmelo, Burgos 2003; J. DE FABRÉGUES, El santo cura de Ars, Ed. Rialp, colección Patmos, Madrid 2009; M. JOULIN, Vida de San Juan María Vianney, Ed. San Pablo, Madrid 2009. Muy útil para conocer el alma sacerdotal del Cura de Ars puede ser la biografía que publicara J. IRIBARREN hace más de veinte años, con el título San Juan María Vianney, Cura de Ars, BAC, Madrid 1986.
5 Cf. Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, de 16 de marzo de 2009.
6 Publicada el 1 de agosto de 1959.
7 Cf. n 2.
8 Cf. B. NODET, Cura de Ars, su pensamiento, su corazón, Ed. La Hormiga de Oro, Barcelona 1994, 27 y 126.
9 Ibid., 104 y ss.
10 Ibid., 219-221
11 Ibid., 36.
12 Cf. B. NODET, o.c., 108.
13 F. TROCHU, El Cura de Ars, Ed. Palabra, Madrid 2008, 141.
14 Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1986, 4.
15 Cf. B. NODET, o.c., 187.
16 Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1986, 10. Cf. también CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, de 31 de enero de 1994, 66.
17 Cf. Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, de 16 de marzo de 2009.
18 Fue publicada el pasado 16 de junio (Cf. Ecclesia, nº. 3473, de 4 de julio de 2009, p. 24-28).
19 Cf. B. NODET, o.c., 100.
20 Ibid., 104.
21 Ibid., 100-101.
22 Constitución Lumen Gentium, 42.
23 Decreto Presbyterorum ordinis, 12.
24 Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, 33.
25 Carta de Benedicto XVI para la convocatoria de un Año Sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” del Santo Cura de Ars, de 16 de junio de 2009. Cf. Ecclesia, nº 3473, 24-28.
26 Cf. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Instrucción “El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial”, 12-14.
27 SAN JUAN MARÍA VIANNEY, Sermón sobre la tibieza, en Sermones escogidos, vol. III, Apostolado Mariano, Sevilla 1992, 219.