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APROXIMACIÓN SOCIOLÓGICA A LOS JÓVENES QUE ACCEDEN AL SEMINARIO MAYOR

Por Francisco Pérez Miguel

     

Introducción

      La palabra «aproximación» del título indica ya la necesaria limitación de la ponencia, que quisiera concretarles en algunos de sus aspectos:

  • no existen estudios serios, desde el campo de la psicosociología sobre actitudes, motivaciones, etc., de los jóvenes que ingresan en el seminario mayor (al menos a nivel nacional);
  • la misma complejidad de la realidad «vocación» como concepto rector de las posibles investigaciones sobre el tema;
  • una cierta actitud de «sospecha» ante la «intromisión» del saber sociológico en estos ámbitos -es frecuente la acusación de «sociologismo»-, donde el «cliente» suele acudir sólo en busca de cifras o porcentajes, pero sin que «interprete» desde la teoría sociológica esos mismos datos.

      No obstante, pienso que hoy más que nunca se presenta como ineludible esa «aproximación sociológica» a los jóvenes aspirantes al ministerio presbiteral. Me permito traer aquí una cita que, a propósito de las Directrices sobre la preparación de los formadores en los seminarios, aparecía en un estudio:

      «Asimismo no puede faltar un acercamiento a la situación y condicionantes socioculturales de los candidatos, los rasgos que configuran a los jóvenes hoy dado el contexto social y cultural en que se mueven, con especial referencia al ambiente del que proceden. Es la única manera de hacer posible una formación sacerdotal, que pueda responder, desde la comprensión del destinatario, a su mentalidad, manera de ser, reconociendo los valores que posee, detectando también los contravalores y, por consiguiente, las lagunas a las que habrá de hacer frente la formación. Las Directrices lo sugieren hablando de la formación permanente (cf. Direct. 67). Pero es algo sustancial. No habrá labor educativa adecuada si los formadores no conocen en sus líneas fundamentales -tampoco se necesita que sean especialistas teóricos o titulados- los componentes básicos de la sicología del joven en su proceso evolutivo y, sobre todo, el contexto sociocultural que configura a los jóvenes como un agente de socialización.
      De este conocimiento forma parte también el contexto sociorreligioso del que procede el candidato, el ambiente eclesial en que se ha movido, las experiencias religiosas y formativas previas a la entrada en el seminario» (Editorial en Seminarios 132 [1994] 151).

      La Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis reconocía la importancia de este contexto social y cultural cuando afirma: «Se da una fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparación básica de los chicos, adolescentes y jóvenes, aunque cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia, por un lado, y, por otro, el estilo de vida del seminario y sus exigencias formativas» (PDV 62).
      Es en el conocimiento de este contexto socio-cultural-religioso en lo que yo quisiera centrarme, y en cómo condiciona a los jóvenes -también en su vivencia religiosa-, para establecer después, a modo de hipótesis (fundamentadas), los posibles rasgos característicos de aquellos que optan por hacer su entrada en un seminario mayor.

1. Sociedad compleja y sus efectos sobre la condición juvenil

      Desde la sociología, y como hipótesis, la adolescencia y la juventud son conceptos «relativos» (hay sociedades en que no se dan) en el sentido de que son sólo productos sociales, es decir el resultado problemático de un cierto tipo de desarrollo (posible en ciertas sociedades caracterizadas por rápidos cambios) y no la característica «natural» del desarrollo de la persona humana.
      En definitiva, ser joven en nuestra sociedad no es tanto una situación biológica, sicológica o legal, cuanto una situación social, con topes biológicos muy imprecisos. Esta perspectiva tiene la ventaja de relacionar directamente modelo social y condición juvenil, y la tomamos como punto de partida.
      Nuestra sociedad occidental actual es caracterizada como una sociedad «compleja».
      A nivel macrosociológico, «complejidad» define a un sistema social tan rico en número de relaciones que hace difícil la organización unitaria del sistema.
      A nivel microsociológico, designa un sistema social que ofrece posibilidades de elección, de control y de conocimiento que son superiores a la capacidad de elección, de control y de conocimiento gestionable por una persona corriente.
      ¿Cuáles son sus efectos sobre la condición juvenil?

     1) Prolongación artificial de la juventud.
      Aparece como una necesidad fisiológica de las sociedades complejas; para obtener el reconocimiento de la madurez social se requiere la adquisición de un número creciente de conocimientos, capacidades, aptitudes, etc., para las que la infancia no es suficiente.
      La asunción de los roles atribuidos a la edad adulta es pospuesta a una edad cada vez más madura. Esto sucede, sobre todo, a los jóvenes que «aceptan» plenamente esta lógica; en la práctica, para aquellos que prolongan la escolarización y las otras formas de socialización menos institucionalizadas. Por este motivo, los estudiantes, en general, manifiestan más que los otros jóvenes los problemas conectados con la prolongación artificial de la juventud.
      Este fenómeno parece absorber en sí mismo los problemas llamados «sicológicos» de la edad; estos serían la consecuencia de la desadaptación provocada por factores sociales más que la desadaptación provocada por factores endógenos.
      Como consecuencias de esta prolongación de la juventud, en el plano sico-sociológico, se señalan sobre todo las de tipo negativo: inestabilidad emotiva y afectiva, inseguridad, sentimiento de impotencia e inutilidad, pérdida de la autoestima, etc.

     2) La fragmentariedad.
      Se podría formular como «el fin de la condición juvenil». Y no consiste sólo en la previsión de una progresiva pérdida de relevancia de los jóvenes, en las sociedades occidentales, por efecto de su cada vez menor peso demográfico y porque su problemática se diluye en la sociedad entera, sino, más precisamente, en la constatación de un imparable resquebrajarse de la condición juvenil hacia una completa fragmentación estructural y cultural.
      Parte del análisis de dos fenómenos sociales relacionados entre sí:

  • la pérdida del centro (es decir, de un punto de referencia normativo capaz de legitimar el significado unitario de la sociedad), que es un fenómeno típico de las sociedades complejas y en vías de secularización, es decir, en crisis de totalidad;
  • la crisis de los procesos de socialización, que puede describirse como una disgregación (al menos relativa) de los agentes tradicionales de obtención del consenso social sobre los valores dominantes, de la legitimidad de los valores transmitidos; de inviabilidad de las metodologías de trasmisión, etc.
  • Las consecuencias más sobresalientes de la condición de fragmentariedad se identifican a dos niveles:
  • La pérdida de una conciencia colectiva y un emerger de conciencias de pequeño grupo o, incluso, la afirmación de una radical privatización del comportamiento, lo que equivale a la crisis de identidad colectiva de los jóvenes.
  • La segmentación de la vivencia individual, entendida en dos aspectos:
    • la fragmentación del «tiempo síquico», es decir, el debilitamiento del vínculo existente entre las diversas experiencias distribuidas temporalmente y la afirmación de un «presentismo» que es interpretado y vivido como una especie de suspensión ilimitada del tiempo real. La fragmentación del tiempo síquico implica, de una parte una escasa memoria del pasado, es decir, la irrelevancia de las raíces, de la tradición y de la historia, sobre las cueles muchos jóvenes ejercen un proceso de censura automática o una dislocación intencionada. Implica también una escasa capacidad de proyectar el futuro, que está fundada, indudablemente, sobre situaciones objetivamente difíciles, pero que depende también de una subjetiva aversión a invertir total y definitivamente los propios recursos humanos en una determinada elección o hipótesis de vida. Esto no implica la ausencia de grandes ideales entre los jóvenes de esta generación, pero, según esta hipótesis, no llegan a trasladarse a proyectos realizables y verificables.
    • A esto se añade la fragmentación de lo cotidiano; en efecto, el presente se ve amenazado por una radical relativización de las experiencias que lo componen; incluso cada segmento de vida tiende a asumir significados diversos en cada «historia de vida». Esto es explicable como efecto de una escasa o débil socialización; la hipo-socialización refleja efectivamente el cuadro general de una sociedad en la cual la disgregación cultural se reproduce necesariamente a nivel individual, de personalidad.
     Es también cierto que la fragmentación de lo cotidiano implica, de algún modo, un aumento de las experiencias y de las pertenencias, y que la falta de una precoz canalización de las vivencias individuales puede permitir un abanico más rico de elecciones. Se trata de aspectos positivos y capaces de mitigar los efectos perversos de la fragmentación, pero en general, desde esta perspectiva, se tiende a señalar la peligrosidad de estas vivencias, sobre todo en relación con la experiencia de la identidad personal y, más en general, con la necesidad de sentido.

      3) La lucha por la identidad.
      El problema de la identidad es considerado hoy como cuestión clave en los estudios sicológicos y sico-sociológicos de los jóvenes (cf. Erickson). No nos podemos detener en él, pero sí aportamos algunos aspectos que nos interesan de cara a nuestro planteamiento.
      El problema de la construcción de la identidad se agrava en una sociedad compleja, con propuestas distintas y hasta contradictorias de realización personal; con una socialización en crisis, y cuyos principales elementos «dadores» de identidad social, el trabajo y la educación, ya no funcionan (por causas distintas cada uno) como integradores sociales del individuo.
     Precisamente por esta crisis, se da en los jóvenes un rechazo de los itinerarios prefabricados, y un reclamo de una identidad centrada en la subjetividad (rechazo de la gestión institucional de la identidad) y en la autonomía propia.
      Esta subjetividad fundamenta la provisionalidad y la reversibilidad de toda opción o decisión, el policentrismo de las biografías individuales, con el resultado de una que podríamos llamar «identidad débil», fácilmente manipulable.
      Es una identidad que no se construye, por tanto, desde un «núcleo fuerte» de valores, creencias o imperativos éticos, sino a través de la pluralidad de vivencias y experiencias, a menudo inconexas y contradictoria entre sí.
      La única oferta de identidad social hoy ofrecida parece radicar en el consumo ilimitado, única seña de identidad que nuestro modelo social parece ofrecer hoy al joven.

2. La vivencia religiosa de los jóvenes

      En principio, cabe suponer que los jóvenes (o adultos) que deciden ingresar en el seminario mayor proceden de ambientes en los que han vivido una socialización religiosa, generalmente de tipo institucional.
      Quisiera remarcar, sin embargo, que esto no anula ni quita relevancia a los rasgos anteriormente citados. Precisamente una característica de la religiosidad de los jóvenes (por otra parte, evidente) es que la dimensión religiosa se vive a través de esos filtros sico-sociales y que una especial dificultad del acompañamiento religioso y vocacional está en la integración de experiencias tan diversas.
      En concreto, en la actitud ante la religión (como ante otros valores) de los jóvenes emerge la característica de la subjetivización y de la fragmentación, expresadas como subordinación de la pregunta y de la vivencia religiosa a las necesidades de identidad individual, de autorrealización y de autovaloración, como es fácilmente comprobable en sus respuestas a las preguntas sobre Dios, la fe, la propia vocación, etc. En otras palabras, la religiosidad de los jóvenes de esta generación está sometida al fuerte reto de la subjetivización y la privatización, que puede entenderse sea como «sicologización» de la religión, es decir, como utilización de la religión como instrumento de solución y respuesta a los propios problemas sicológicos, sea como tendencia al consumo pasivo e individualista de la religión.
      Precisamente de aquí derivan dos modelos de postura juvenil ante la religión:

     1) La religión como «punto de referencia».
      Un primer nivel aparece caracterizado por una aceptación acríLo religioso es vivido como punto de referencia, pero no como elemento constitutivo de los valores, ideales, modelos, etc., que constituyen el horizonte de significado de la vida.
     Esta vivencia religiosa que no penetra en la vida y que no es respuesta a una pregunta específica, se reduce a una forma de «consumismo religioso», aunque no sin significado y consecuencias a varios niveles.
     Los individuos que viven este tipo de religiosidad manifiestan una modesta capacidad cultural para dominar la complejidad de las transformaciones sociales y culturales y una fragilidad que les lleva a buscar en lo religioso, aunque genérico y no comprendido en profundidad, una dimensión de consistencia y de seguridad que su vida no logra encontrar o construir en otro ámbito.

      2) Lo religioso como «horizonte de sentido».
      Entre los jóvenes que giran en la órbita de la institución religiosa, enrolados en diversas asociaciones o grupos, podemos distinguir otro nivel de experiencia religiosa, mucho más rico de expectativas, aunque estas no sean plenamente identificables como demanda específicamente religiosa.
      La necesidad de autocomprensión y de construcción de la propia identidad abre a estos jóvenes a verificar la consistencia de los horizontes de significado disponibles, a buscar en la religión un «horizonte de sentido».
      A la luz de esta necesidad, la aceptación de la Iglesia, de la fe y de los distintos aspectos y contenidos religiosos está orientada sobre todo a la vivencia común de valores particularmente significativos para la vida, referentes a la profundidad del hombre.
      Poco «sintonizados» con objetivos comportamentales y escasamente interesados en la «relevancia cultural», estos jóvenes viven la experiencia de lo sagrado en la perspectiva de una realización de mentalidad y comportamientos que, además de reconocer los valores positivos y las prospectivas humanizadoras de la persona, sean también capaces de valorizarla en las posibilidades reales que la vida social ofrece.
      En este recorrido de humanización y de valorización social, no se evidencian las funciones específicamente salvíficas y la experiencia (tanto asociativa como eclesial) es vivida como posibilidad de camino formativo, muy selectivo incluso en relación con los modelos culturales propuestos y con los modelos de comportamiento que ofrece la Iglesia.
      Se trata de un pertenencia eclesial «débil», selectiva, con mucha libertad de «elección» en el horizonte de significados y de «aceptación» de los códigos éticos.
      No seríamos justos si no nos refiriésemos a un tercer «modelo», si no importante cuantitativamente sí cualitativamente, en el que se advierten «indicios» de autenticidad, a nivel de convicciones y de coherencia.
      La relación entre actitudes y comportamientos se traduce en un legaren más consciente entre convicciones, motivaciones y práctica religiosa; una capacidad de diálogo con la institución eclesial y con el mundo; un descubrimiento de la fe como compromiso con la historia.
      Generalmente estos jóvenes descubren esa presencia eficaz en iniciativas de solidaridad y de promoción inspiradas en valores fundamentales de la fe cristiana y con un fuerte «protagonismo» juvenil.

3. ¿Cómo son los jóvenes que acceden al seminario mayor?

      A nivel de hipótesis, dada la ya aludida falta de estudios específicos sobre el tema, podemos hacer un «retrato robot» del joven que accede hay al seminario mayor. Bien entendido que la diferencia de edades, de extracción social, la proveniencia o no del seminario menor, la creciente extracción de candidatos al ministerio de movimientos y grupos religiosos, etc. matizarán, después, de forma diversa, estos rasgos. En concreto, ningún «retrato» general puede sustituir al estudio «in situ» de cualquier realidad.
      Si tenemos en cuenta el cuadro expuesto anteriormente, podemos señalar los siguientes rasgos:

      1) Una cierta fragilidad sicológica, favorecida por la fragmentariedad en la construcción de su identidad y por la prolongación de la juventud y, con ella, de una indecisión casi crónica respecto a cualquier opción fundamental.
      Educados en una sociedad de consumo «fácil», que ha sustituido la «lógica de la producción» por la «lógica de la seducción», están poco preparados para las dificultades, fracasos o desengaños.
      Es esta misma fragilidad la que les hace a veces buscar denodadamente seguridades y encastillarse en cualquier aspecto que se les presenta como consistente. Pero hay una cierta dificultad para la profundización en sí mismos o en la realidad, situando esa seguridad en dimensiones secundarias.
      Según muchos expertos esta fragilidad tiene su origen, entre otros factores, en la crisis de la familia como agente socializador, y su progresiva función de «refugio afectivo» para el hijo.

      2) El predominio del polo afectivo, que es un correlato de lo anterior. Suelen basar su planteamiento religioso y vocacional desde la propia subjetividad, y está dominada por la dimensión afectiva, lo cual indica una personalidad o identidad personal en cierto modo «descompensada». Es positiva la integración del polo afectivo en el planteamiento vocacional... pero no lo es que esta dependa totalmente de aquel. Las expresiones «sentirme bien» o «gustarme» parecen convertirse a veces en las claves desde las que el sujeto elige y decide.
      Aquí está también el origen de la preferencia por los espacios «cálidos» para la vivencia de la fe o la vocación... pero cuando esos espacios y su carga emocional desaparecen quedan «desamparados» ante la realidad o ante la misión.

      3) La importancia de lo puntual. Parecen más motivados por lo puntual e inmediato que dispuestos a aceptar el sacrificio de lo que requiere largo tiempo. Suelen buscar respuestas y soluciones «aquí y ahora». Su energía y entusiasmo -positivos- parecen desaparecer o al menos enfriarse cuando descubren y experimentan la necesidad de tiempo y de crecimiento. Parecen interpretar el presente como «tiempo absoluto»... a veces es difícil hacerles entender que están aún en proceso, en «aprendizaje».

      4) El deseo de conocer y de experimentar antes de decidirse. Un deseo legítimo, pero que encierra sus dificultades. Una de ellas es la poca capacidad crítica frente a sus experiencias o vivencias. Se percibe, sobre todo, el los jóvenes provenientes de movimientos o grupos eclesiales (su espiritualidad, su experiencia de Iglesia...). Pero también en sus vivencias humanas: su relación con el otro sexo, por ejemplo.
      Otro peligro es el de multiplicar experiencias, actividades... con el riesgo de un «activismo» que puede esconder poca capacidad de interiorización o cierta inconstancia en los compromisos.

      5) La sensibilidad ante la suerte de los desfavorecidos, ante los niás débiles... Es una sensibilidad que no suele estar «ideologizada», como en épocas anteriores, pero que existe. En muchos hay como un deseo de «aventura» cara a los posibles trabajos apostólicos, pero habrá que verificar si esto no es una huida de lo cotidiano, de lo «ordinario»...

      6) Su espiritualidad. Generalmente cercanos a las diversas formas de oración; aprecian la liturgia y su esplendor, no rechazan algunas formas «viejas» de devoción y religiosidad. Manifiestan, en fin, una «sed de espiritualidad». Pero, con ser este un aspecto positivo y que a veces muchos formadores ven como claro indicio vocacional, no debemos olvidar el fondo humano en que esta espiritualidad se asienta.
      Algunos han descubierto o redescubierto la fe al mismo tiempo que la llamada vocacional y se muestran poco dúctiles al acompañamiento, asegurados por esa «evidencia». Asusta un poco tanta «claridad» en un proceso tan serio.
      Donde el problema se manifiesta más fuerte es en la integración de la espiritualidad con las demás dimensiones de la personalidad. No pocas veces es una espiritualidad que «oculta» inconsistencias en otras áreas de la persona, y que, de ser así, puede llevar a una lectura «fundamentalista» de la realidad. En otros casos puede ser esa experiencia cálida que evita las «durezas» de otros aspectos de la vida.
      Tampoco es raro que nos encontremos con espiritualidades «excluyentes», «elitistas» que conllevan una visión de la vida cristiana y del ministerio que no corresponden a la teología ni a la pastoral que pedía el Vaticano II.
      Por ser este un tema tan importante, lo es también para los formadores. Es un tema que requiere una formación personal más allá de la buena voluntad o la generosidad de los candidatos.

      7) Una cierta ignorancia religiosa. Quizá no sea muy frecuente en los que ingresan en el seminario mayor. Pero sí que se van presentando ya casos: un desequilibrio entre sus adquisiciones intelectuales y su «inteligencia de la fe»... en favor de las dimensiones emocionales y afectivas en su planteamiento vocacional.
      Y otras veces, precisamente por esa misma carencia, una infravaloración de las dimensiones intelectuales de la fe (del estudio), peligrosa en un momento en que el presbítero debe dar ante el mundo, más que nunca, «razón de su esperanza».
      André Godin, en su libro Psicologia delle esperienze. Il desiderio e la realtà, hace ya una clásica diferencia entre religión funcional y religión personal. Una religión es llamada funcional en la medida en que sus creencias, sus ritos, sus mitos, su lenguaje o su organización responden a disposiciones síquicas, conscientes o inconscientes, culturalmente condicionadas.
      Podríamos hablar también de una «vocación funcional». Es una vocación «del deseo», que debe ser educada para superar los límites del deseo y convertirse en una vocación «adulta», de «respuesta». Ya no funcional, sino «personal».
      Nuestro actual modelo sociocultural marca y establece «nuevos deseos» y conforma un «nuevo individuo». Si se me permite desearía terminar diciendo que, de cara a la decisión vocacional, este «nuevo joven» pide un acompañamiento formativo que insista en la formación humana, en la estructuración sana y equilibrada de la propia persona; que eduque para la constancia, la asunción serena de los posibles fracasos y la soledad, la austeridad de vida...; que insista también en la articulación entre lo humano y lo espiritual, trasladando lo ideal a proyecto de vida concreta; evitando el escapismo y el refugio en una espiritualidad mal entendida, asumiendo una espiritualidad de la encarnación; en el crecimiento de una vida espiritual cristiana, centrada en la palabra de Dios, que no es mágica sino eficaz; evitando ciertos rasgos de «religiosidad» difusa que responda más a deseos o límites personales; reconociendo el valor de las mediaciones y la dignidad de lo humano; subrayando la pertenencia eclesial responsable frente a las tentaciones de privatización o de auto-suficiencia.

Bibliografía

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