Dios por los caminos

 

 

José Antonio Badiola Saenz de Ugarte

 

JSV

 

           En su exhortación post-sinodal Verbum Domini, Benedicto XVI afirmaba: “Por otra parte, si bien es cierto que en el centro de la revelación divina está el evento de Cristo, hay que reconocer también que la misma creación, el liber naturae, forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces en que se expresa el único Verbo” (VD 7). Este punto 7 de la exhortación papal trata de la analogía de la Palabra de Dios, y el Papa indica las distintas significaciones analógicas que sugiere la “Palabra de Dios”. Y su primer sentido se refiere precisamente al “liber naturae”, esa naturaleza por medio de la cual Dios nos habla también.

           Me gustó leer esas líneas, no sólo porque toda la Biblia está llena de acontecimientos naturales interpretados sobrenaturalmente, o aprovechados para la alabanza a Dios, sino también porque, en una medida infinitamente más modesta, también yo me nutro espiritualmente de llamadas que descubro paseando “por caminos y veredas”.

           Coincidió que, poco tiempo después, leí un artículo sobre Hans Urs von Balthasar, de quien H. de Lubac dijo que era “el hombre más culto de su tiempo”. En ese artículo se relataba una experiencia que tuvo von Balthasar yendo de paseo por un bosque de la Selva Negra. Lo cuenta el propio teólogo suizo: “Hoy, al cabo de treinta años, podría volver a encontrar, en aquella vereda intrincada de un bosque, en la Selva Negra, cerca de Basilea, el árbol junto al cual sentí como un relámpago … Pero no fue la teología ni el sacerdocio lo que me entró por los ojos, sino simplemente esto: no tienes nada que elegir, has sido elegido; no necesitas nada, se te necesita; no tienes que hacer planes, eres una piedrecita en un mosaico ya existente”.

           Pensé en una experiencia mía, que ya conté en la hoja vocacional 497: fue en febrero del 2000, en el mar de Galilea: mientras estaba renegando en mis adentros por el “espectáculo” de la barca anclada en medio del mar mientras cantaban el “Pescador”, mirando al mar en la noche, escuché una voz que se me impuso. Cuando digo “se me impuso”, me refiero a que no estaba pensando en nada de eso, en realidad en nada, y escuché una voz interior, con claridad e impetuosidad, que me decía: “Parece que andas, pero estás parado”. Yo miraba cómo el agua del mar chocaba contra la barca anclada y, en efecto, daba la impresión de que la barca surcaba el mar, pero estaba anclada. Yo era como la barca. Aprendí a leer las cosas cotidianas buscando en ellas las Huellas y la Palabra de Dios, su Voluntad. Y he tenido experiencias maravillosas, sobre todo de asistencia divina a un hombre tan débil como yo, en lo que llamo “paseos teológicos”.

           Voy a compartir algunos de estos episodios. No son grandes teofanías, ni han cambiado radicalmente mi vida; no se han “rasgado los cielos” ni “derretido los montes”, como suspira Isaías, pero me han dado luz y fuerza, consuelo o alerta, reprensión unas veces, esperanza muchas más. Y comenzaré por las más recientes.

 

De Ejercicios

           La última fue en septiembre pasado, justo al comenzar los Ejercicios Espirituales. Los hacía con el P. Fz. Martos en la casa de las Esclavas de Cristo Rey, en Tudela de Navarra. Nada más llegar a la casa, una vez instalado en la habitación, salí a ver el jardín interior. Iba mirándolo, hermoso él con sus múltiples clases de flores y de árboles, y vi un grupo de arbolitos de entre los que sobresalía mucho una palmera. Fui alzando la vista para llegar a su copa y vi que la palmera, tan alta, estaba completamente seca. Y entonces, súbitamente, la voz: “Tú también sobresales entre otros, pero estás seco como esa palmera”. Me quedé estremecido, pero me hizo comenzar con más brío los Ejercicios; estaba claro que los necesitaba como el comer. Me senté en un banco de piedra y escribí en el cuaderno de ejercicios:

           Entra, Señor, entra / entra en todos mis adentros / ocupa todo lo que en ellos / no es de ti. / Rompe, Señor, rompe / rompe todos los cristales / que me despistan de ti / como espejismos mortales. / Toma, Señor, toma / posesión de lo que pienso / de lo que creo / de lo que temo / de lo que actúo sin ti. / Vuelve, Señor, vuelve / vuelve para no marcharte / inunda todo lo mío / para que “yo” sea “Tú”.

           Al poco rato era la cena, en silencio, y luego la primera charla introductoria. Naturalmente, no había comentado nada con nadie. Y el P. Martos pronunció en su primera plática lo que luego iba a ser una especie de estribillo en otras muchas: “Alto me hice de contemplar las palmeras”. Citaba al gran Miguel Hernández para animarnos a vivir con intensidad los Ejercicios y a crecer espiritualmente al contemplar los mejores ejemplos en la Palabra de Dios, en la persona de Jesús, en otras y diversas lecciones “de altura” dadas por santos y santas a los que haría referencia. Me llamó la atención que fuera una palmera lo primero que me interpeló y fuera una palmera lo primero a lo que se me invitó. Una era yo, las otras… expresiones del Tú, ¡de ese Tú que tanto bien me hizo aquellos nueve maravillosos días!

 

Y días antes… las moras

           Una tarde espléndida a finales del último agosto. Les dije a mi sobrino y a unos amigos suyos si me querían acompañar a coger moras. Y aceptaron. Nos fuimos los cuatro por los caminos llenos de zarzales. En una vaguada había un montón de ellos. Y empezamos a recoger (y a comer). Había un zarzal muy alto y era precisamente el que tenía las moras más gordas y apetitosas…, pero no llegábamos con la mano. Las que podíamos coger fácilmente estaban a ras nuestro, pero eran más pequeñas. Así que les dije a los críos: “Fijaos qué buena lección nos dan las moras: las que se pueden coger con facilidad son normales, pero las buenas de verdad, esas moras que veis ahí arriba, no son tan fáciles de coger; exigen más esfuerzo y más sacrificio. Pero si nos empeñamos, las cogeremos. Pues así es la vida…, lo que se alcanza fácilmente no suele ser lo mejor para nosotros. Lo que realmente merece la pena exige esfuerzo y…”. Para cuando me quise dar cuenta, los tres chiquillos ya se habían marchado al cercano campo de fútbol de mi pueblo a jugar con otros críos que estaban allí. “Qué críos –pensé- no me han hecho ni caso”. Y entonces la voz: “Es que ese consejo no era para ellos, es para ti”. Y días más tarde, cuando terminé los Ejercicios Espirituales, pedí al P. Martos una frase escrita como “divisa” de los mismos, para tenerla a la vista en mi escritorio. Ahora mismo la estoy viendo. Pone esto: “Toño, no te contentes con menos que mucho, muchísimo, incluso Todo. José Mª”. Esas “casualidades” me dejan estupefacto.

 

Aprender a fructificar

           Siempre me ha asustado hacerme mayor. No creo tener el síndrome de Peter Pan, pero no me hace gracia ir cumpliendo años. Ya he superado la cincuentena y, cada año que pasa, el día de mi cumpleaños es más sombrío. Y eso que mi familia, mis amigos y compañeros ponen todo su empeño en sacarme de mi “neura”. No hay manera. Creo conocer la razón: es que, cuando uno es joven, tiene tiempo de rectificar errores. Uno puede tener el lujo de cometerlos, porque hay tiempo para arreglar las cosas. Pero cuando nos vamos haciendo mayores, es más problemático cada error cometido, porque menos oportunidad hay cada vez para repararlo.

           Pues bien, en un paseo por uno de mis lugares favoritos, el pantano de Ullibarri-Ganboa, cerca de Vitoria, me encontré con un bosquecillo de frutales y otros árboles. Era mediados de mayo y estaban repletos de flores blancas y rosáceas. Era impresionante contemplar los árboles floridos. Dicen que en el Jerte contemplar los cerezos en flor es una de las maravillas de la Naturaleza… La única vez que fui al Jerte era aún invierno y no pude comprobarlo. Sin llegar a tanto, lo cierto es que me quedé maravillado con la vista. Todo acompañaba: la luz del sol de mayo, la agradable temperatura, el azul del cielo reflejado en el agua mansa del pantano, los manzanos, perales, ciruelos, cerezos, espinos albares colmados de flores. Me acordé de San Francisco, recité lo que pude de su “ecológica” oración, canté el Salmo 8, respiré hondo, me llené de paz. Y luego, sin ninguna cosa más especial, me volví a Vitoria.

           Pero volví un par de semanas después. Y fui a hacer el mismo recorrido. Y cuando llegué al bosquecillo que había visto atestado de flores, reparé en que (casi) todas habían desaparecido. El paisaje seguía siendo muy hermoso, pero ya no había flores en los árboles y ya no era tan espectacular, tan llamativo. “¡Qué pena!”, pensé. Y entonces la voz: “Si quieres frutos, hay que perder las flores”. Pensé que el paso del tiempo, algo que me torturaba, era absolutamente necesario para poder dar fruto. Que están muy bien las “flores” de la juventud, con todos sus “pétalos” multiformes, pero que eso “no da de comer” a nadie. Y que es necesario perder espectacularidad para ganar en frutos. Como la semilla en la tierra: treinta o sesenta o ciento. Pero fructificar. Y la “flor” tiene que sacrificarse para llegar a ser “fruto”.

           Durante una buena temporada estuve pensando qué cosas a las que pretendo aferrarme pertenecen a lo que simboliza la “flor” y, por tanto, tienen que desaparecer para que puedan surgir los frutos.

 

Con Dios, pero sin pasarse

           Una tarde fresca y nublada de invierno por la ribera del río Ega. Es el río de mi pueblo y, cuando ya enfila camino de Navarra, tiene unos paisajes hermosísimos, con choperas a los dos lados del río, y el Ega va embarrancándose por desfiladero estrecho hasta entrar en la provincia hermana.

           Paseaba por el camino de Berdijón, entre choperas, y en un momento dado me senté en un puente para contemplar el paisaje. Estaba atardeciendo y, en el horizonte de la Sierra de Cantabria, apareció el sol. Yo lo veía a través de los troncos enhiestos y ramas desnudas de los chopos. Disfrutaba de la armonía de colores, del cielo y de la tierra, sintiendo la brisa fresca en mi cara. Y entonces, la voz: “Así te gusta tener a Dios, como a este sol, que alumbre el camino pero que no moleste a los ojos”. Me espoleó, porque, en efecto, no me atrevería a vivir sin Dios en mi horizonte, pero, de hecho, tampoco a vivir totalmente abierto a su presencia. Necesitaba un montón de “chopos”, que se interpusieran entre la luz de Dios y mis ojos, para que fuese una luz que no me molestase demasiado. “Quien no quiera heridas, que ame otra cosa que no sea Dios”, decía la magnífica Simone Weil. Pero yo quería amar a Dios pero no tener las consiguientes “heridas”. ¿Cómo se dice? “Nadar y guardar la ropa”.

           Cuando al verano siguiente hice los Ejercicios Espirituales en Loiola, el director me dijo al final de la entrevista de vida lo siguiente: “Eres como un niño bien agarrado a la mano de su padre, pero al que le gusta meter el pie en el charco”. Reflejaba bien aquella mirada al sol del ocaso, al que podía mirar sin temor porque tenía un montón de árboles que me lo atenuaban.

           San Pablo quedó cegado al ver tanta luz camino de Damasco. Yo me conformaba con ver menos luz, por si acaso… Claro, no era San Pablo, pero tengo que esforzarme por ir talando los árboles que me impiden contemplar a Dios y dejarme transformar por Él.

 

Dejar pasar a Dios para ser uno mismo

           En el mismo escenario, el camino de Berdijón, unos días más tarde, un sábado por la mañana. Había una buena escarcha, pero el sol ya se erguía poderoso en el cielo. Mientras iba andando por el camino, como siempre, pensando, tarareando, reparé en la siguiente escena: Todos los campos habían adquirido su color, porque al recibir los rayos del sol, había desaparecido la escarcha que los cubría. También el camino de parcelaria, los matos de los lados, los árboles y arbustos. Lo que era marrón, marrón; lo que era ocre, ocre; lo que era verde, verde…

           Pero, en la última curva antes de volver, había una gran encina que impedía a los rayos del sol alcanzar un trozo de pieza, un trozo de camino, unos cuantos matorrales… Estos continuaban estando blancos por la escarcha, y por tanto no reflejaban su verdadero color. Y entonces, la voz: “Si no le quitas obstáculos, Dios hará desaparecer la “escarcha” que te cubre y que impide que seas tú mismo”. Estuve pensando en que, realmente, una de nuestras labores principales es “dejar a Dios ser Dios” en nuestra vida y no ponerle obstáculos, como esa encina que impedía los rayos del sol en la tierra. Pero luego pensé en que quizá yo mismo era un obstáculo para que los rayos del sol (de Dios) llegasen a otras piezas y caminos (a otras personas), o en qué aspectos de mi vida yo, más que transparentar a Dios, lo opacaba para otros…

* * *

           Estas son algunas de mis experiencias en los “paseos teológicos”, un nombre un poco rimbombante pero que me resulta acertado. Porque en ellos, siento la presencia de Dios y su voz elusiva para marcarme el camino de la vida. Cuando vuelvo a los escenarios, recuerdo bien el lugar concreto donde reconocí un mensaje y trato de pensar que, en el tiempo transcurrido, algo he ido avanzando… pero ¡tan lento!

           Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé…

           Qué bueno poder pronunciar la frase de San Agustín como algo ya acontecido.

 

Fotografías: Moncho Campos

514

La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI