¿Por qué soy sacerdote?


Franciscus - miserando atque eligendo

 
"Andreas” se titula la hoja vocacional 435, escrita por José Antonio Badiola, sobre su Maestro don Andrés Ibáñez Arana (1920-2006). Se la pedí porque estaba convencido de que “hay existencias que son una llamada”, que decía Bergson. Como sigo convencido de lo mismo, le he pedido, ahora que lleva 25 años de sacerdote, que cuente algo de su vida y del camino que le llevó a ser sacerdote.

JSV

 

     Estoy celebrando durante este curso mi 25 aniversario de ordenación. Han pasado ya 25 años, casi 26, desde que un lejano pero recordado 7 de junio de 1987, D. José María Larrauri, obispo de Vitoria, me confirió el orden del presbiterado. El camino había sido largo y difícil, pero llegó ese gran día.
     Antes quedaron atrás los años de formación en el Seminario Menor Molinuevo (2 años), y luego, en el imponente Seminario Diocesano, en lo que llamábamos “Latinos” (los dos últimos años de EGB) y en lo que llamábamos “Filosofía” (los tres años de BUP y, después, COU), un año de estudios universitarios en la UPV-EHU, los cinco años de Teología en la Facultad de Teología sita en nuestro Seminario, un año de pastoral y otro de diaconado: 17 años de formación. Ahora me parecen un suspiro, pero se hicieron largos y, en ciertos momentos, duros y problemáticos. Ahora bien, no tengo buena memoria para almacenar tantas y tantas experiencias vividas en aquellos años, es una memoria selectiva. Y no me hace precisamente daño retrotraerme a dichos años, lo que significa que, básicamente, fueron buenos.

Franciscus - miserando atque eligendo


    El momento providencial para mi llamada vocacional se produjo en 1977. Por muy diversas causas, entre las que mi difícil carácter adolescente no era la menor, acabé el curso con pocas ganas de volver al Seminario y, también, con pocas ganas de que volviera por parte del equipo formativo. Y, por casualidad (esto es un decir, porque a estas alturas de mi vida no creo en las casualidades), ese verano el párroco de mi pueblo me invitó a asistir, como monitor, a un campamento de verano para chavales que no pertenecían al grupo de Tiempo Libre Lagunak (Los amigos). Una semana a finales de agosto en una desvencijada (entonces) casa de campamento que las parroquias de mi zona tenían en Noja (Cantabria). Allí conocí a los curas de mi zona, a quienes no conocía porque vivíamos “internos” en el Seminario. Fue maravilloso. No sólo conocer a esos sacerdotes magníficos, entregados, sino también trabajar con los chavales en los días de acampada. Volví a casa con un deseo imparable de seguir en el Seminario e “imitar” a aquellos tres sacerdotes que fueron como un icono de Jesús mismo. Y el trabajo en aquel grupo Lagunak que ya, por desgracia, no existe, el contacto semanal con aquellos curas modélicos, con el grupo de monitores y monitoras, con los críos que venían de todos los pueblos de la zona; la preparación de los temas de fe, de las misas, de los juegos, de las salidas al monte (domingo sí, domingo no), los campamentos de verano… todo fue un viento recio que me empujó a seguir adelante.
    Sin embargo, la tortuosa situación que nos tocaba vivir en Euskadi y mis continuas deficiencias en el seguimiento, me volvieron a colocar en la estacada casi al final de los años de Teología. Pero Dios puso en mi camino a sacerdotes y otras personas ejemplares, que me ayudaron a clarificar las opciones, a jerarquizar las verdades, a ordenar los afectos, y pude dar el paso a la ordenación. Podría recordar aquí las muchas dificultades habidas, pero aún hoy, después de tantos años, me ruborizan. Pero me gusta aquella canción que dice que “de los días felices quedan sonrisas y cicatrices”. Sí, tengo un buen montón de cicatrices. Por ellas he tenido que pedir perdón, muchas veces, a quienes sufrieron mis desasosiegos y quiebras. “Soy feliz, soy un hombre feliz y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad” cantaba Silvio Rodríguez. A quienes hice sufrir, entonces y durante estos años tan maravillosos, pedí y pido perdón.

Franciscus - miserando atque eligendo

Los primeros años

         Elegí como “lema sacerdotal” el famoso dicho de Jesús en el evangelio de Lucas: “Yo estoy entre vosotros como el que sirve”. Si algo tengo que reprocharme, que lo tengo, es que el lema fue hecho vida con coraje y decisión juveniles, y que a veces pienso que ya no reluce tanto en mi corazón. Pero ese lema ofrecí al Señor la tarde del 7 de junio de 1987, cuando fui ordenado, junto a otros tres compañeros, en la catedral de María Inmaculada de Vitoria-Gasteiz. Mi primer destino fueron cinco pueblos de la Ribera de Álava: Berantevilla, Zambrana, Salinillas de Buradón, Portilla y Escanzana. Son pueblos pequeños (sólo los dos primeros sobrepasan los 300 habitantes), pero me pareció haber llegado al Edén. Vivía en la casa cural de Berantevilla, con otro compañero sacerdote que luego marchó a misiones, y fue una experiencia sencillamente imposible de poner por escrito. Recuerdo, a veces con nostalgia, que muchas noches, muchas, no me podía dormir de felicidad. Estaba tan pleno, tan feliz, tan ilusionado, tan entregado, tan pletórico, tan… no acabaría con los adjetivos, que me resultaba difícil conciliar el sueño. Me tenía que decir a mí mismo: “Tranquilo, que mañana volverás a…”.
    Ser cura rural en la Álava de entonces equivalía a una implicación total con los pueblos a los que servías. Eso significaba que, además de todo el trabajo propiamente sacerdotal, estabas también en la comisión de fiestas, en el equipo de fútbol, en los grupos culturales, en las sociedades de amigos, en todo. Yo les prometí que iban a ser, pese a su pequeñez, parroquias “de primera”. Y creo que lo fueron. Teníamos un potente equipo de colaboradores, catequistas, monitores; teníamos grupos de todas las edades de formación: catequesis de primera comunión, de poscomunión, de confirmación, de jóvenes, de adultos; tuvimos una Escuela de Padres (sí, de padres, porque venían más de 30 padres y otras tantas madres) que, durante cinco años, hicieron un recorrido formativo que contó con grandes profesores, algunos de fama internacional; tuvimos grupos de solidaridad que nos llevó con ayuda humanitaria a la bombardeada Dubrovnik, y era la primera ayuda que recibía aquella maravillosa ciudad croata; teníamos de todo. Sobre todo, sentía el cariño inmenso de la gente y, desde luego, ellos podían sentir el mío.
    Fueron nueve años de una felicidad desmesurada, y yo jamás habría pensado, ni por hipótesis, que los escasos pertrechos de mi carácter iban a dar tanto de sí. Claro, no era yo, era el Señor el que actuaba por mi medio. También cometí errores. Muchos. Tuve que pedir perdón en muchas ocasiones. Pero en mi favor he de decir que casi todos fueron debidos a un “exceso de amor”, o a un amor mal entendido. En aquellos apresurados años llegué a entender Lc 7,47: “Son perdonados sus muchos pecados, porque mucho amó”. ¿Cómo es que uno que ama mucho tenga muchos pecados? Yo lo entiendo perfectamente viéndome en aquellos tiempos de sacerdocio encendido y, en cierto modo, provocador. ¡Hay tantas anécdotas! ¡Hay tantos momentos imborrables! ¡Hay tanta presencia fecunda de Dios!
    Sin embargo, he de confesar que, con el paso de los años, fui perdiendo entrega y entusiasmo. ¡Esa era la señal de que no crecía en la fe! Suelo decir, como en broma respetuosa, que si San Agustín escribió aquello de “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva”, yo debía escribir: “Tardísimo te amé…”. Y aún no lo he escrito. Por desgracia.
    Hacia la mitad de aquella experiencia sacerdotal llena de la Gracia de Dios, tuve una experiencia singular: un accidente gravísimo de tráfico que dejó para la chatarra mi flamante Ibiza SXI que hacía poco había estrenado. Salí despedido cuando se salió de la autovía, al alborear de una fiesta del Corpus, pero nadie supo decirme cómo y por dónde salí. Cuando vi que el coche salía de la calzada, cerré los ojos y pensé: “¡Ay Señor, cómo me pillas!”. Cuando, unos segundos más tarde, abrí los ojos, me encontré de pie, en medio de la autovía, y todavía pude ver cómo el coche daba una última vuelta de campana. Yo estaba indemne. Los miñones (policía foral de Álava) me hicieron el control de alcoholemia, pero resultó negativo, aunque venía de una noche de boda con su consiguiente ritual etílico. No paraban de decirme: “¿por dónde ha salido? ¿por dónde ha salido?”, pero no podía responder porque no lo sabía: ¡había cerrado los ojos! Aun hoy no he llegado a calibrar aquel “aviso” que me dio el Señor. Ni le he respondido con la fidelidad y la entrega que Él merece.
    Unos pocos meses después murió mi abuela materna, una mujer excepcionalmente sabia y buena. Me parecía que Pro 31,10-31 había sido escrito para ella. Y adiviné su último suspiro y le pedí que desde el cielo me ayudara a ser un sacerdote santo. No dudo de su intercesión, pero estoy lejos de la meta.
    La despedida que me hicieron aquellos pueblos aún hoy me pone la carne de gallina. ¡Cuánto amor! ¡Cuánto mimo! Lo contaría con detalle, pero no quiero despertar envidia, aunque sea sana. Desde entonces, sueño recurrentemente que sigo siendo cura de aquellos pueblos. Y durante muchos meses, cuando ya estaba en Roma, repasaba mentalmente al acostarme cada casa, y cada habitante de la misma, pidiendo al Señor sus bendiciones para todos.

Franciscus - miserando atque eligendo

         Me fui el domingo 15 de septiembre de 1996. Había llegado el sábado 1 de agosto de 1987. Nueve años, 1 mes y 15 días de sacerdocio feliz, en el que me vieron gozar y sufrir, cantar y rezar, bailar y beber, meter leña a las casas, sembrar trigo y cosecharlo, pelar pimientos y coger patatas. Y celebrar la Eucaristía, y visitar los enfermos con algún detalle, y reunirme con los niños y los jóvenes, con padres y con catequistas, y bautizar con alegría a los nuevos nacidos, y despedir con esperanza a los finados. Y… y… y…
    También en esta etapa, pese a todo, cometí errores y pecados. Y aún hay personas dolidas. Ya dije antes que nunca quise hacer mal a nadie conscientemente, pero me gusta cantarle al Señor Jesús una “oración” de J. Sabina que dice: “Bendice nuestro arroz, nuestro minuto, como si no fuéramos cómplices del luto del corazón”, es decir, que Él despliegue su Gracia y su Fuerza como si nunca hubiéramos hecho sufrir a nadie, como si reparara todos los dolores.

Los estudios en Roma

    Dejé aquel destino maravilloso porque, al fin, D. Andrés Ibáñez, mentor y maestro, consiguió del nuevo obispo, D. Miguel Asurmendi, que fuera a estudiar Sagrada Escritura en el Bíblico de Roma. Había logrado cursar la carrera de Periodismo, y quería empezar a trabajar en ello, pero D. Andrés era mucho D. Andrés. Así, a punto de cumplir 36 años, me fui para la ciudad eterna, una ciudad, escribí en el agradecimiento de mi tesis, “fascinante y turbadora”. Para un cura rural con cierta edad, llegar al Colegio Español, con casi cien compañeros sacerdotes de todo pelaje, y al Instituto Bíblico, con su merecida fama de exigencia académica, fue un shock. ¡En todo el primer año sólo pude salir un domingo a tomar un aperitivo! Fui alumno aplicado del Bíblico, pero un compañero desbocado en el Colegio. Muchos de mis compañeros, algunos ya obispos, recordarán mis bravuconadas y mis mítines. Lo cierto es que me gustaba “poner en cuestión” determinados estilos. Seguramente, el cariño o el esmero lo había dejado en los pueblos, y de ello he de arrepentirme, pero también es cierto que encontré muchos “disfraces”. También encontré, por fortuna y por Gracia, personas maravillosas, con algunas de las cuales aún continúo viajando los veranos unos cuantos días. Pero lo importante es que los estudios me capacitaron para volver a Vitoria y hacerme cargo de las clases de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología, ahora que vivía momentos delicados. Habíamos recibido una herencia tan grande: la casa de D. Andrés Ibáñez, de D. Ignacio Oñatibia, de D. José Zunzunegui, de D. Saturnino Gamarra, de Tellechea, de Setién, de Cirarda, de Suquía… Era para mí un honor inmerecido, pero tuve desde el principio el apoyo incondicional y las lecciones de vida de D. Andrés Ibáñez. Comencé una nueva etapa en la que las clases y las charlas de divulgación bíblica eran el trabajo cotidiano: daba en aquellos primeros años del nuevo milenio unas 70-80 charlas cada curso.
    En febrero del 2000 tuve una experiencia singular en el mar de Galilea: mientras estaba renegando en mis adentros por el “espectáculo” de la barca anclada en medio del mar mientras se canta el “Pescador”, mirando al mar en la noche, escuché una voz que se me impuso. Cuando digo “se me impuso”, me refiero a que no estaba pensando en nada de eso, en realidad en nada, y escuché una voz interior, con claridad e impetuosidad, que me decía: “Parece que andas, pero estás quieto”. Yo miraba cómo el agua del mar chocaba contra la barca anclada y, en efecto, daba la impresión de que la barca surcaba la mar, pero estaba anclada. Yo era como la barca. Hice ejercicios espirituales, que me dieron mucha luz y me ofrecieron un itinerario preciso, pero no he sido capaz de andarlo. Ahora bien, aprendí a leer las cosas cotidianas buscando en ellas las huellas y la Palabra de Dios, su voluntad. Y he tenido experiencias maravillosas, sobre todo de asistencia divina a un hombre tan débil como yo, en lo que llamo “paseos teológicos”. Alguna tiene, para mí, claro es, carácter de verdadera “teofanía”.

Franciscus - miserando atque eligendo

    Muy pronto me asociaron al equipo formativo del Seminario, también en horas bajas, y nadie sabe el dolor profundo que supone contemplar el poco éxito de nuestro trabajo vocacional. Cuando las cosas se pusieron “peor”, al no contar con seminaristas, llegó el momento “oportuno” para volver a Roma a hacer el doctorado, que era la obsesión de D. Andrés. Así que en 2004 regresé a Roma, al Colegio Español, a hacer la famosa y costosa lectio coram del Bíblico. Aquí ocurrió otro suceso providencial. Quien ha realizado la lectio sabe la presión a la que es sometido: hay un tiempo determinado para preparar una pequeña tesis que abre las puertas al doctorado. Muchos caen en el intento. Muchos otros ni siquiera lo intentan. Yo lo intentaba con el tema general del discipulado en Mateo. Y llegó el día de la desesperación. Llamé a D. Andrés, le dije que me volvía a Vitoria. Pero al día siguiente alguien había dejado en mi pupitre de la Biblioteca del Bíblico un libro sobre el discipulado en Mateo. Pregunté a todos los que podían haberlo dejado, y todos lo negaron. Nadie sabía nada. Pero el último párrafo de tal libro me abrió meridianamente las puertas de la lectio. Y de la tesis. Aún hoy desconozco cómo pudo haber ocurrido. Yo había dejado la Biblioteca, junto a los queridos Fernando Ramón y Marta García una tarde a las 18,00 horas. No había nada en el pupitre. Y volví al mismo lugar en el mismo momento en que abrían la Biblioteca al día siguiente. Y ahí estaba el libro. Otra “casualidad”.

Franciscus - miserando atque eligendo

     Defendí la lectio el 13 de enero de 2006, viernes. Estaban presentes D. Andrés Ibáñez y Luis Mari Goikoetxea, rector del Seminario de Vitoria, los dos zuyanos, los dos magníficos. Tengo a gala haberle dado a D. Andrés la última alegría de su vida terrena. Él disfrutó como nadie en la lectio y, como resultó tan exitosa, invitó a los presentes a un refresco… ¡¡¡¡pero él se tomó un wisky!!!! Luego, en la cena de celebración, no comía mucho y nos dijo que notaba su estómago, y que cuando un órgano funciona como debe, uno no lo nota. El lunes siguiente iba al médico. Le diagnosticaron un cáncer de estómago inoperable. Murió el 25 de mayo. Perdí al padre, al maestro, al mentor. ¡Pero gané un nuevo intercesor en el cielo!
    Luego fui alternando semestres en Vitoria, dando clases y más clases, y en Roma, redactando la tesis. Versa sobre la voluntad de Dios Padre en el evangelio de Mateo. Finalmente la defendí el 15 de mayo de 2009. Y, desde entonces, he vuelto a mi querida “rutina”: las clases en la Facultad, la dirección de Scriptorium Victoriense, el encargo del Servicio Diocesano de la Animación Bíblica de la Pastoral, el acompañamiento de numerosos grupos, de aquí y de allá, con charlas y cursos de divulgación bíblica. Últimamente, soy también el decano de la Facultad de Teología. Esto último lo ha notado mi tensión arterial, que sube como lo debería hacer mi fidelidad, mi autenticidad, mi santidad.
    Este trabajo es una gozada, pero una responsabilidad también. A veces me siento indigno de hablar lo que hablo y explicar lo que explico, porque me recuerdo a las palabras de Jesús en Mt 23,1ss: “haced lo que dicen pero no hagáis lo que hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”. ¡Qué Jesús! Su “autoridad”, la “marca” de Jesús en los evangelios, es la meta a la que debo tender. Pero sigo siendo un hombre “fragmentado, débil, falto de voluntad y líquido”: así definió al hombre de hoy una autoridad eclesial. Como si los que formamos parte de la Iglesia no fuéramos de hoy. Sí, soy débil, y me duele mi debilidad. Sí, estoy lejos de ser lo que debería, pero me duele esa distancia. Lo último que he escrito, sobre la fe y el discipulado, me ha hecho ver que la modestia espiritual es una virtud absolutamente necesaria en los discípulos auténticos. Sólo desde esa modestia espiritual, ese reconocimiento de que la propia fe es pequeña y débil, se puede acompañar con honestidad a los que buscan a Dios; sólo así se puede experimentar la misericordia de Dios y ofrecerla a los demás. ¡Qué bien lo entendió San Pablo! ¡Y qué genial manera de expresarlo en 2Co 4 y 12!
    Por eso, puedo responder ahora a la pregunta sobre mi sacerdocio: soy cura por pura magnanimidad de Dios.   

NB. Han aparecido algunos nombres en estas páginas, pero faltan muchos otros. Es injusto, porque merecerían estar señalados. Mons. Casaldáliga escribió: “Al final de mis días me preguntarán: ‘¿Has vivido? ¿Has amado?’. Y yo, sin decir nada, abriré mi corazón lleno de nombres”. En el agradecimiento de mi tesis escribí: “Son incontables los nombres que deben aparecer aquí, porque son incontables las personas que me han acompañado en este camino. Sí, mi corazón está “lleno de nombres” y cada uno me transmite el cálido sabor de la amistad y el cariño. Y Dios en cada uno de ellos (…) Nombres, luces imprescindibles en la constelación de este recorrido, iconos de Dios acariciando mi rostro”. Estoy seguro que cualquiera de los sacerdotes que me acompañaron, de los amigos de la cuadrilla, de los feligreses de los pueblos, de los compañeros diocesanos, de los familiares y de los amigos, de los alumnos de mis clases y oyentes de mis charlas, notarán el susurro de su nombre entre estas líneas. Un susurro emocionado y agradecido a nombres que son sagrados porque han hecho presente la bondad de Dios en mi vida o han recibido esa presencia merced a la cura pastoral de este torpe seguidor de Jesús que ahora escribe.

José Antonio Badiola Saenz de Ugarte
Vitoria-Gasteiz, Pascua de 2013


Escudo:
Santa Cruz de Camoezo - Fotografías: Seminario de Vitoria, Berantevilla, Virgen de Ibernalo, Pontificio Instituto Bíblico de Roma

497
La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI