El silencio de las vuvuzelas

 

 

HERMANO. Eso, hijo de un mismo Padre. Clarísimo, ¿verdad? Pues no es así. Para muchos cristianos es todo lo contrario. Entienden ellos que se trata de «alguien que ni dice misa ni se casa». Algo ininteligible, inimaginable, indeseable para un ser medianamente civilizado. | Durante un descanso, mientras tomábamos una taza de té e intentábamos olvidar lo de las antinomias y la socialización, me dio el Hermano la noticia: «¿Sabe? En el Capítulo acaban de determinar que no seremos sacerdotes». Y me lo decía contento. Yo también me alegré. ¿Por qué? Por lo de antes, porque Dios es nuestro Padre. Ésta es la gran razón. Y por lo del presbiterio: en el cielo no habrá un presbiterio. Estaremos todos en un orden ordenadísimo sin Orden. Quien más haya amado, más cerca del Amor. Y como esto de aquí abajo no es más que un ensayo de lo de Allá Arriba... ¡Ah!, está también lo de san José: el santo más santazo que ha existido, que ni dijo ni asistió nunca a ninguna misa.
      Desde niño admiré a los predicadores que comenzaba sus sermones diciendo: «Hermanos». Es un buen comienzo. Pero yo nunca he sido capaz de empezar así. Her-ma-nos. Me cuesta. Mucho. Desde que trato más a los Hermanos (Maristas, de las Escuelas Cristianas, de san Juan de Dios...) estoy descubriendo que hay hombres que con su vida ayudan a hacer fácil lo difícil.  Cualquier día, estoy seguro, empezaré yo también la homilía diciendo: «Hermanos».
      El Hermano Paco Calleja me iba informando de las últimas andanzas del Hermano Rieu aquí abajo. En abril le pedí que escribiera algo sobre él. Lo hizo.

JSV
     

     El último correo que yo escribí a Antonio fue a finales de noviembre de 2011 y decía: Querido Antonio: Sobran las palabras y hace falta mucha oración. Paco.
     Antonio me contestó con letras grandes: Tienes razón. Ya sólo estoy en manos de Dios. Antonio.
     Apenas podía hablar. Apenas podía moverse. Pero aquel cuerpo atenazado por un tumor cerebral y con los días contados seguía guardando un alma grande y sana. Hasta la tarde del día 4 de febrero de 2012 en que, sin trabas ni servidumbres, su alma voló al cielo. De Madrid al cielo, y nunca mejor dicho. Habían pasado setenta años y cuatro meses desde que Madrid le vio nacer. Antonio, que viajó por medio mundo, y parte del otro medio, había venido de vacaciones a Madrid (con alguna molestia, eso sí) y le sacaron billete para la eternidad rindiendo el último viaje.
     El día 5 de febrero de 2012, delante de su cadáver y en el funeral de despedida, pasaron tantas cosas por mi cabeza que se me hace difícil ordenar las ideas y procurar que la pluma sea fiel reflejo de lo sentido.
     Con Antonio se ha ido una parte importante de mi historia, una historia compartida con Antonio desde el 5 de septiembre de 1957: Cinco años de formación en Tui, salimos juntos al Colegio de La Coruña el día 22 de agosto de 1962 (con dos maletas, veinticinco pesetas para los dos en el bolsillo de su sotana por si nos perdíamos… y casi nos perdimos). Profesión Perpetua en Tui el  12 de septiembre de 1964 y, desde entonces, nuestros caminos se bifurcan y apenas nos encontramos más, salvo en celebraciones especiales: Días de la Provincia, Retiros, Bodas de Plata y Bodas de Oro. Pero habremos cruzados cientos de cartas y miles de correos. A Antonio ya le había llamado África en una mariápolis en Burgos y el Congo Belga (hoy Zaire) le había recibido con gozo a finales de los años sesenta. Las vuvuzelas zaireñas retumbaron gozosas presintiendo el tesoro que les había llegado. Antonio Rieu Rieu empezaba a transformarse para siempre en Antonio Escipión Africano. Casi treinta años en aquel Continente: Zaire –sobre todo y por encima de todo Zaire– Ruanda, Camerún, Costa de Marfil, Kenya. Hasta su tez morena ayudaba a incardinarse, inculturarse y ser otro africano más dispuesto a todo porque su fe misionera y pasión marista le hicieron superar lo que aquí nunca habría hecho.
     Y cuando los avatares de una guerra –o la Providencia de Dios– complicaron su estancia en África Antonio pasó casi de puntillas por Portugal e Italia para recalar primero en Haití y luego en Honduras. Allí llegó con más años y más dependencias físicas pero con el mismo entusiasmo misionero con que fue a África en los años sesenta. Por eso hoy también están mudas las maracas del merengue latino.

     Había sido alumno marista en el Colegio San José de Madrid (en la Calle Fuencarral muy cerca de la casa de sus padres) y Juan, su hermano, había ingresado unos años antes en la Congregación Marista. Por todo ello Antonio sabía muy bien a dónde iba y qué quería ser al tomar la decisión de entrar en el Noviciado cuando terminó el Preuniversitario. Desde el principio, y para siempre, Antonio fue hombre de ideas claras y compromiso vocacional indubitable. Sentido de Dios, pasión marista y don de sí a través del servicio que Guillermo Cabero, formador nuestro en el Escolasticado y referente de Antonio a lo largo de toda su vida, le había inyectado en vena. Y a eso dedicó Antonio toda su vida sin titubeos ni vacilaciones. La vocación marista es entrega, la oración es vital, María (La Reina de los Apóstoles de nuestra Promoción) es nuestro ejemplo, las Constituciones lo dicen todo muy claro y los alumnos esperan de nosotros servicio y ejemplo. Claro, conciso, radical a veces, crítico cuando veía otras conductas que se apartaban de sus ideales. Así desde el principio. Era nuestro Delegado en las etapas de formación y ya manifestaba el gran sentido de responsabilidad que le acompañó a largo de toda su vida (bueno, quizás sobró algo de “celo fraterno” indicando al Hermano Guillermo faltillas de clase. Hasta su función de sacristán se vio cuestionada por un Capellán con evidentes muestras de manía persecutoria y tuvo que ir a Misa fuera de casa durante un tiempo.)
     Quienes no conocieron a Antonio –o supieron poco de él– pueden pensar (o deducir de lo que escribo) que era perfecto o sin tacha. Ni mucho menos… Antonio era más bien bajo y con los pies planos (a punto estuvo de esto de costarle un serio disgusto saliendo por debajo de un listón que Mauro nos ponía y dándose una costalada de cuidado). Mejor árbitro –bueno, no siempre– que jugador de campo. Imprudente al no calcular el daño de la sosa caústica en las rodillas al fregar el dormitorio (¡y era de Ciencias!). Friolero donde los hubiera, con tendencia a dormirse de pie en la meditación a las seis y media de la mañana (Hermano Antonio, decía el Maestro, ¿cuál es el punto primero de la meditación?... San Pedro duerme en el Huerto de los Olivos). Fumador empedernido de Ducados (cuando se pudo) y sufridor-“pupas” del Atleti. Pero su pasión marista y su sentido de servicio hicieron que se olvidara de carencias físicas o problemas de salud (el estómago le trajo más de un quebranto y la columna estaba atornillada en más de una vértebra). Subía despacio al monte Aloia (antes San Julián)… pero subía. Había que correr con los chicos de Acción Católica en La Coruña… y lo hacía. En la selva africana –andando o con coche– le pasó casi todo y nada le arredró cuando tuvo que arriesgar algo por sus alumnos o por sus formandos o por sus Hermanos. Nunca tuvo vocación de aventurero ni de kamikaze. Sólo, sencilla y grandiosamente, era un ser para los demás.

     Bastaría con que yo hubiese guardado cartas de Antonio o abierto un archivo con sus correos para conocer ahora la grandeza de su alma, su apasionada entrega. Sus enfados también y hasta intransigencias puntuales. Bastaría con “cortar” nuestra intimidad, algún que otro cotilleo y las críticas al Gobierno o los desencuentros futbolísticos… Bastaría con “pegar” ordenadamente todo lo demás para ver reflejado su sentido de oración, su afán apostólico, el desvivirse sin tiempo para Hermanos y alumnos. Y todo eso hasta ayer mismo porque en Comayagua sólo dijo “hasta luego” al despedirse y no trajo nada porque su trabajo seguiría después de Navidad. Toda esta pasión marista con la sexta velocidad puesta desde siempre. Desde que empezamos los dos en Segunda A y Segunda B en La Coruña con cuarenta y dos niños en cada clase y por la ventana que comunicaba las dos aulas intercambiábamos le grand moyen de succès que traíamos de Tui. Luego como formador de juniores en Tui, estudiando él en el Iesu Magister en Roma y a lo largo de toda su estancia en África donde fue Profesor en Buta, primer Superior del Distrito de Zaire, formador de Hermanos Jóvenes en Kenya, enfermero de mil esparadrapos y pomadas (su otra vocación heredada de su padre). Ayudante en cursos de Hermanos Mayores en Manziana, Submaestro de Novicios en Haití, orientador psicológico en Comayagua. ¡Qué más daba… o qué más faltaba! Todos fueron oficios buenos y válidos para explicitar su vocación de consagrado y su ser marista que, si hubiera sido posible, hubiese inoculado en la sangre de todos ahorrándose más de un enfado y dos impaciencias cuando su afán iba más lejos y más deprisa que los resultados de lo que pretendía.
     Pero una vez más el Señor nos dejó claro “que vuestros caminos no son mis caminos” y que los designios de Dios son inescrutables. Nuestra hoja de ruta –y la de Antonio– decía: Navidades en España y vuelta a Comayagua. Quizás un año o dos más allí y regreso a España como Laurence de Arabia tras su estancia en el desierto o como el león en invierno de Samuel Becket. A cerrar el círculo de su vuelta al mundo. A ser útil –eso siempre– (¿Cómo enfermero, tal vez?) o en Tui viendo “ver volver” que dijo Azorín. Pero la hoja de ruta de Dios había señalado una autopista al cielo pagando un peaje muy alto. Lo detectado en su revisión médica no era algo pasajero cual niebla intensa tras la que se esconde el sol. Lo diagnosticado era un tumor cerebral con más velocidad de destrucción que un Fórmula 1 y que apenas nos ha dado tiempo a ver la bajada de bandera en la vida de Antonio. Así se fue Antonio. Rápido todo y con tanta intensidad como vivió. Sabiendo – y así me lo dijo en su último e-mail  - que estaba en las manos de Dios. Hoy ya está con Dios en la otra orilla que llamamos cielo.
     Allí se habrá encontrado con tantos seres queridos que pasará mucho tiempo entre saludos y bienvenidas. Luego seguirá velando por nosotros sobre todo –y perdón por pedir como la madre de los Zebedeos– por los de la Promoción Reina de los Apóstoles (no en vano es nuestro Delegado) que no hemos disimulado la tristeza ni ahorrado alguna lágrima. Habrá tiempo para esto –la eternidad da para todo– y para hablar distendidamente en una terraza celestial abierta hasta el amanecer sonando la mejor música celestial a la que vuvuzelas africanas y maracas latinas se unirán gozosas una vez roto el silencio por la tristeza de la separación.
     Descansa en paz, Antonio. Te lo has ganado aunque no lo esperábamos tan pronto.
     De corazón y desde este corazón “partío” que guarda mucha historia que tú no te has llevado.

Paco Calleja

486

Buscar quién es uno, es buscar quién debe ser uno. Los santos nos muestran el camino. Cada uno de ellos es como una especie de guía, que debe enseñarnos a seguir nuestro propio camino, más que el suyo. Es éste el único medio de ser fieles a lo que ellos nos enseñan. Ninguna existencia puede ser recomenzada. Ninguna existencia es una existencia de imitación. El papel de los santos es mostrarnos lo que cada uno de nosotros puede hacer por sí mismo.- L. Lavelle