|
EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
POSTSINODAL
VITA CONSECRATA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO Y AL CLERO
A LAS ÓRDENES
Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
A LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
A LOS INSTITUTOS SECULARES
Y A TODOS LOS FIELES
SOBRE LA VIDA CONSAGRADA
Y SU MISIÓN
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1. La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos
y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de
Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la
profesión de los consejos evangélicos los rasgos
característicos de Jesús —virgen, pobre
y obediente— tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles
es atraída hacia el misterio del reino de Dios que ya
actúa en la historia, pero espera su plena realización
en el cielo.
A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres
que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción
del Espíritu, han elegido este camino de especial seguimiento
de Cristo, para dedicarse a él con corazón «indiviso » (cf. 1 Cor 7, 34). También ellos, como los Apóstoles,
han dejado todo para estar con él y ponerse, como él, al servicio
de Dios y de los hermanos. De este modo han contribuido a manifestar
el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples
carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía
el Espíritu santo, y por ello han cooperado también
a renovar la sociedad.
Acción de
gracias por la vida consagrada
2. El papel de la
vida consagrada en la Iglesia es tan importante que decidí
convocar un Sínodo para profundizar en su significado
y perspectivas, en vista del ya inminente nuevo milenio. Quise
que en la Asamblea sinodal estuvieran también presentes,
junto a los padres, numerosos consagrados y consagradas, para
que no faltase su aportación a la reflexión común.
Todos somos conscientes de la riqueza que para la comunidad
eclesial constituye el don de la vida consagrada en la variedad
de sus carismas y de sus instituciones. Juntos damos gracias
a Dios por las órdenes e institutos religiosos dedicados
a la contemplación o a las obras de apostolado, por las
Sociedades de vida apostólica, por los institutos seculares
y por otros grupos de consagrados, como también por todos
aquellos que, en el secreto de su corazón, se entregan
a Dios con una especial consagración.
El Sínodo ha podido comprobar la difusión universal
de la vida consagrada, presente en las Iglesias de todas las
partes de la tierra. La vida consagrada anima y acompaña
el desarrollo de la evangelización en las diversas regiones
del mundo, donde no sólo se acogen con gratitud los institutos
procedentes del exterior, sino que se constituyen otros nuevos,
con gran variedad de formas y de expresiones.
De este modo, si en algunas regiones de la tierra los institutos
de vida consagrada parece que atraviesan un momento de dificultad,
en otras prosperan con sorprendente vigor, mostrando que la
opción de total entrega a Dios en Cristo no es incompatible
con la cultura y la historia de cada pueblo. Además,
no florece solamente dentro de la Iglesia católica; en
realidad, se encuentra particularmente viva en el monacato de
las Iglesias ortodoxas, como rasgo esencial de su fisonomía,
y está naciendo o resurgiendo en las Iglesias y Comunidades
eclesiales nacidas de la Reforma, como signo de una gracia común
de los discípulos de Cristo. De esta constatación
deriva un impulso al ecumenismo que alimenta el deseo de una
comunión siempre más plena entre los cristianos,
«para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La vida consagrada
es un don a la Iglesia
3. La presencia
universal de la vida consagrada y el carácter evangélico
de su testimonio muestran con toda evidencia —si es que
fuera necesario— que no es una realidad aislada y marginal,
sino que abarca a toda la Iglesia. Los obispos en el Sínodo
lo han confirmado muchas veces: «de re nostra agitur», «es algo que nos afecta» (1). En realidad,
la vida consagrada está en el corazón mismo de
la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya
que «indica la naturaleza íntima de la vocación
cristiana» (2) y la aspiración de toda la Iglesia
Esposa hacia la unión con el único Esposo (3).
En el Sínodo se ha afirmado en varias ocasiones que la
vida consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado
un papel de ayuda y apoyo a la Iglesia, sino que es un don precioso
y necesario también para el presente y el futuro del
pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida,
a su santidad y a su misión (4).
Las dificultades actuales, que no pocos institutos encuentran
en algunas regiones del mundo, no deben inducir a suscitar dudas
sobre el hecho de que la profesión de los consejos evangélicos
sea parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta
un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica (5).
Podrá haber históricamente una ulterior variedad
de formas, pero no cambiará la sustancia de una opción
que se manifiesta en el radicalismo del don de sí mismo
por amor al Señor Jesús y, en El, a cada miembro
de la familia humana. Con esta certeza, que ha animado a innumerables
personas a lo largo de los siglos, el pueblo cristiano continúa
contando, consciente de que podrá obtener de la aportación
de estas almas generosas un apoyo valiosísimo en su camino
hacia la patria del cielo.
Cosechando los frutos
del Sínodo
4. Adhiriéndome
al deseo manifestado por la asamblea general ordinaria del Sínodo
de los obispos reunida para reflexionar sobre el tema «La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el
mundo», quiero presentar en esta Exhortación apostólica
los frutos del itinerario sinodal (6), y mostrar a todos los
fieles —obispos, presbíteros, diáconos,
personas consagradas y laicos—, así como a cuantos
se pongan a la escucha, las maravillas que el Señor quiere
realizar también hoy por medio de la vida consagrada.
Este Sínodo, que sigue a los dedicados a los laicos y
a los presbíteros, completa el análisis de las
peculiaridades que caracterizan los estados de vida queridos
por el Señor Jesús para su Iglesia. En efecto,
si en el concilio Vaticano II se señaló la gran
realidad de la comunión eclesial, en la cual convergen
todos los dones para la edificación del cuerpo de Cristo
y para la misión de la Iglesia en el mundo, en estos
últimos años se ha advertido la necesidad de explicitar
mejor la identidad de los diversos estados de vida, su vocación
y su misión específica en la Iglesia.
La comunión en la Iglesia no es pues uniformidad, sino
don del Espíritu que pasa también a través
de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Estos
serán tanto más útiles a la Iglesia y a
su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad.
En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto
de que fructifique para el Señor (7) en el crecimiento
de la fraternidad y de la misión (8).
La obra del Espíritu
en las diversas formas de vida consagrada
5. ¿Cómo
no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas
históricas de vida consagrada, suscitadas por El y todavía
presentes en el ámbito eclesial? Estas aparecen como
una planta llena de ramas que hunde sus raíces en el evangelio
y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia. ¡Qué
extraordinaria riqueza! Yo mismo, al final del Sínodo,
he sentido la necesidad de señalar este elemento constante
en la historia de la Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras,
santos y santas, que han optado por Cristo en la radicalidad
evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de
los pobres y abandonados (9). Precisamente este servicio evidencia
con claridad cómo la vida consagrada manifiesta el carácter
unitario del mandamiento del amor, en el vínculo inseparable
entre amor a Dios y amor al prójimo.
El Sínodo ha recordado esta obra incesante del Espíritu
santo, que a lo largo de los siglos difunde las riquezas de
la práctica de los consejos evangélicos a través
de múltiples carismas, y que también por esta
vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y en
el mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de Cristo.
Vida monástica
en oriente y en occidente
6. Los padres sinodales
de las Iglesias católicas orientales y los representantes
de las otras Iglesias de oriente han señalado en sus
intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica (10),
surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente
todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias
ortodoxas.
Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y
mujeres que se han sentido llamados a imitar la condición
de siervo del Verbo encarnado y han seguido sus huellas viviendo
de modo específico y radical, en la profesión
monástica, las exigencias derivadas de la participación
bautismal en el misterio pascual de su muerte y resurrección.
De este modo, haciéndose portadores de la cruz (staurophóroi),
se han comprometido a ser portadores del Espíritu (pneumatophóroi),
hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces
de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión
continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.
Con el propósito de transfigurar el mundo y la vida en
espera de la definitiva visión del rostro de Dios, el
monacato oriental da la prioridad a la conversión, la
renuncia de sí mismo y la compunción del corazón,
a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior,
y a la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al
combate espiritual y al silencio, a la alegría pascual
por la presencia del Señor y por la espera de su venida
definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los propios
bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en
la soledad eremítica (11).
Occidente ha practicado también desde los primeros siglos
de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran
variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico
como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente
en san Benito, el monacato occidental es heredero de tantos
hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo,
buscaron a Dios y se dedicaron a El, «no anteponiendo
nada al amor de Cristo» (12). Los monjes de hoy también
se esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior
y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión
de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua
dedicación a la meditación de la Palabra (lectio
divina), la celebración de la liturgia y la oración.
Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón
de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión,
un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del
espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de
estudio, de dialogo y de cultura para la edificación
de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera
de aquella celestial.
El orden de las vírgenes,
los eremitas, las viudas
7. Es motivo de
alegría y esperanza ver cómo hoy vuelve a florecer
el antiguo Orden de las vírgenes, testimoniado en las
comunidades cristianas desde los tiempos apostólicos (13).
Consagradas por el obispo diocesano, asumen un vínculo
especial con la Iglesia, a cuyo servicio se dedican, aun permaneciendo
en el mundo. Solas o asociadas, constituyen una especial imagen
escatológica de la Esposa celeste y de la vida futura,
cuando finalmente la Iglesia viva en plenitud el amor de Cristo
esposo.
Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a órdenes
antiguas o a institutos nuevos, o incluso dependientes directamente
del obispo, con la separación interior y exterior del
mundo testimonian el carácter provisorio del tiempo presente,
con el ayuno y la penitencia atestiguan que no sólo de
pan vive el hombre, sino de la palabra de Dios (cf. Mt 4, 4).
Esta vida «en el desierto» es una invitación
para los demás y para la misma comunidad eclesial a no
perder de vista la suprema vocación, que es la de estar
siempre con el Señor.
Hoy vuelve a practicarse también la consagración
de las viudas (14),que se remonta a los tiempos apostólicos
(cf. 1 Tim 5, 5.9-10; 1 Cor 7, 8), así como la de los
viudos. Estas personas, mediante el voto de castidad perpetua
como signo del reino de Dios, consagran su condición
para dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.
Institutos dedicados
totalmente a la contemplación
8. Los institutos
orientados completamente a la contemplación, formados
por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de
gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su
misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte,
testimonian el señorío de Dios sobre la historia
y anticipan la gloria futura.
En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la palabra
de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal,
la oración, la mortificación y la comunión
en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la
contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad
eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su
Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica,
al crecimiento del pueblo de Dios (15).
Es justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida
contemplativa experimenten una creciente difusión en
las Iglesias jóvenes como expresión del pleno
arraigo del evangelio, sobre todo en las regiones del mundo
donde están más difundidas otras religiones. Esto
permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética
y mística cristianas, y favorecer el mismo diálogo
interreligioso (16).
La vida religiosa
apostólica
9. En Occidente
han florecido a lo largo de los siglos otras múltiples
expresiones de vida religiosa, en las que innumerables personas,
renunciando al mundo, se han consagrado a Dios mediante la profesión
pública de los consejos evangélicos según
un carisma específico y en una forma estable de vida
común (17), para un multiforme servicio apostólico
al pueblo de Dios. Así, las diversas familias de canónigos
regulares, las órdenes mendicantes, los clérigos
regulares y, en general, las congregaciones religiosas masculinas
y femeninas dedicadas a la actividad apostólica y misionera
y a las múltiples obras que la caridad cristiana ha suscitado.
Es un testimonio espléndido y variado, en el que se refleja
la multitud de dones otorgados por Dios a los fundadores y fundadoras
que, abiertos a la acción del Espíritu santo,
han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder
de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo
poco a poco. Siguiendo sus huellas muchas otras personas han
tratado de encarnar con la palabra y la acción el evangelio
en su propia existencia, para mostrar en su tiempo la presencia
viva de Jesús, el Consagrado por excelencia y el Apóstol
del Padre. Los religiosos y religiosas deben continuar en cada
época tomando ejemplo de Cristo el Señor, alimentando
en la oración una profunda comunión de sentimientos
con El (cf. Flp 2, 5-11), de modo que toda su vida esté
impregnada de espíritu apostólico y toda su acción
apostólica esté sostenida por la contemplación (18).
Institutos seculares
10. El Espíritu
santo, admirable artífice de la variedad de los carismas,
ha suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida consagrada,
como queriendo corresponder, según un providencial designio,
a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar
su misión en el mundo.
Pienso en primer lugar en los institutos seculares, cuyos miembros
quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante
la profesión de los consejos evangélicos en el
contexto de las estructuras temporales, para ser así
levadura de sabiduría y testigos de gracia dentro de
la vida cultural, económica y política. Mediante
la síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración,
tratan de introducir en la sociedad las energías nuevas
del reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro
con la fuerza de las bienaventuranzas. De este modo, mientras
la total pertenencia a Dios les hace plenamente consagrados
a su servicio, su actividad en las normales condiciones laicales
contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la
animación evangélica de las realidades seculares.
Los institutos seculares contribuyen de este modo a asegurar
a la Iglesia, según la índole específica
de cada uno, una presencia incisiva en la sociedad (19).
Una valiosa aportación dan también los institutos
seculares clericales, en los que sacerdotes pertenecientes al
presbiterio diocesano, aun cuando se reconoce a algunos de ellos
la incardinación en el propio Instituto, se consagran
a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos
según un carisma específico. Encuentran en las
riquezas espirituales del Instituto al que pertenecen una ayuda
para vivir intensamente la espiritualidad propia del sacerdocio
y, de este modo, ser fermento de comunión y de generosidad
apostólica entre los hermanos.
Sociedades de vida
apostólica
11. Merecen especial
mención, además, las Sociedades de vida apostólica
o de vida común, masculinas y femeninas, las cuales buscan,
con un estilo propio, un específico fin apostólico
o misionero. En muchas de ellas, con vínculos sagrados
reconocidos oficialmente por la Iglesia, se asumen expresamente
los consejos evangélicos. Sin embargo, incluso en este
caso la peculiaridad de su consagración las distingue
de los institutos religiosos y de los institutos seculares.
Se debe salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma
de vida, que en el curso de los últimos siglos ha producido
tantos frutos de santidad y apostolado, especialmente en el
campo de la caridad y en la difusión misionera del evangelio (20).
Nuevas formas de
vida consagrada
12. La perenne juventud
de la Iglesia continúa manifestándose también
hoy: en los últimos decenios, después del concilio
ecuménico Vaticano II, han surgido nuevas o renovadas
formas de vida consagrada. En muchos casos se trata de institutos
semejantes a los ya existentes, pero nacidos de nuevos impulsos
espirituales y apostólicos. Su vitalidad debe ser discernida
por la autoridad de la Iglesia, a la que corresponde realizar
los necesarios exámenes tanto para probar la autenticidad
de la finalidad que los ha inspirado, como para evitar la excesiva
multiplicación de instituciones análogas entre
sí, con el consiguiente riesgo de una nociva fragmentación
en grupos demasiado pequeños. En otros casos se trata
de experiencias originales, que están buscando una identidad
propia en la Iglesia y esperan ser reconocidas oficialmente
por la Sede apostólica, única autoridad a la que
compete el juicio último (21).
Estas nuevas formas de vida consagrada, que se añaden
a las antiguas, manifiestan el atractivo constante que la entrega
total al Señor, el ideal de la comunidad apostólica
y los carismas de fundación continúan teniendo
también sobre la generación actual y son además
signo de la complementariedad de los dones del Espíritu
santo.
Además, el Espíritu en la novedad no se contradice.
Prueba de esto es el hecho de que las nuevas formas de vida
consagrada no han suplantado a las precedentes. En tal multiforme
variedad se ha podido conservar la unidad de fondo gracias a
la misma llamada a seguir, en la búsqueda de la caridad
perfecta, a Jesús virgen, pobre y obediente. Esta llamada,
tal como se encuentra en todas las formas ya existentes, se
pide del mismo modo en aquellas que se proponen como nuevas.
Finalidad de esta
Exhortación apostólica
13. Recogiendo los
frutos de los trabajos sinodales, quiero dirigirme con esta
Exhortación apostólica a toda la Iglesia, para
ofrecer no sólo a las personas consagradas, sino también
a los pastores y a los fieles, los resultados de un encuentro
alentador, sobre cuyo desarrollo no ha dejado de velar el Espíritu
santo con sus dones de verdad y de amor.
En estos años de renovación la vida consagrada
ha atravesado, como también otras formas de vida en la
Iglesia, un período delicado y duro. Ha sido un tiempo
rico de esperanzas, proyectos y propuestas innovadoras encaminadas
a reforzar la profesión de los consejos evangélicos.
Pero ha sido también un período no exento de tensiones
y pruebas, en el que experiencias, incluso siendo generosas,
no siempre se han visto coronadas por resultados positivos.
Las dificultades no deben, sin embargo, inducir al desánimo.
Es preciso más bien comprometerse con nuevo ímpetu,
porque la Iglesia necesita la aportación espiritual y
apostólica de una vida consagrada renovada y fortalecida.
Con la presente Exhortación postsinodal deseo dirigirme
a las comunidades religiosas y a las personas consagradas con
el mismo espíritu que animaba la carta dirigida por el
Concilio de Jerusalén a los cristianos de Antioquía,
y tengo la esperanza de que se repita también hoy la
misma experiencia vivida entonces: «La leyeron y se gozaron
al recibir aquel aliento» (Hech 15, 31). No sólo
esto: tengo además la esperanza de aumentar el gozo de
todo el pueblo de Dios que, conociendo mejor la vida consagrada,
podrá dar gracias más conscientemente al Omnipotente
por este gran don.
En actitud de cordial apertura hacia los padres sinodales, he
ido recogiendo las valiosas aportaciones surgidas durante las
intensas asambleas de trabajo, en las que he querido estar constantemente
presente. Durante ese período, he ofrecido a todo el
pueblo de Dios algunas catequesis sistemáticas sobre
la vida consagrada en la Iglesia. En ellas he presentado de
nuevo las enseñanzas del concilio Vaticano II, que ha
sido punto de referencia luminoso para los desarrollos doctrinales
posteriores y para la misma reflexión realizada por el
Sínodo durante las semanas de sus trabajos (22).
Mientras confío en que los hijos de la Iglesia, y en
particular las personas consagradas, acogerán con adhesión
cordial esta Exhortación, deseo que continúe la
reflexión para profundizar en el gran don de la vida
consagrada en su triple dimensión de la consagración,
la comunión y la misión, y que los consagrados
y consagradas, en plena sintonía con la Iglesia y su
Magisterio, encuentren así ulteriores estímulos
para afrontar espiritual y apostólicamente los nuevos
desafíos.
NOTAS:
1. Cf Propositio 2.
2. AG 18.
3. Cf LG 44; Pablo VI, Evangelica testificatio 7; Evangelii
nuntiandi 69.
4. Cf LG 44.
5. Cf Discurso en la Audiencia general (28 de septiembre de
1994) 5: L'Osservatore Romano (30 de septiembre de 1994) 3.
6. Cf Propositio 1.
7. Cf san Francisco de Sales, Introducción a la vida
devota I, 3.
8. Cf LG 43.
9. Cf Homilía durante la solemne concelebración
conclusiva de la IX Asamblea ordinaria del Sínodo de
los obispos (29 de octubre de 1994), 3: AAS 87 (1995) 580.
10. Cf Sínodo de los obispos, IX asamblea general ordinaria,
Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994) VII: L'Osservatore
Romano (4 de noviembre de 1994) 6.
11. Cf Propositio 5, B.
12. Cf Regula 4,21 y 72,11.
13. Cf Propositio 12.
14. Cf Código de los cánones de las Iglesias orientales,
can. 570.
15. Cf PC 7; AG 40.
16. Cf Propositio 6.
17. Cf Propositio 4.
18. Cf Propositio 7.
19. Cf Propositio 11.
20. Cf Propositio 14.
21. Cf Código de derecho canónico, can. 605; Código
de los cánones de las Iglesias orientales, can. 571;
Propositio 13.
22 Cf Propositiones 3, 4, 6, 7, 8, 10, 13, 28, 29, 30, 35, 48.
|
|