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CAPÍTULO II
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA SIGNO
DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA
I. VALORES PERMANENTES
A imagen de la Trinidad
41. Durante su vida
terrena, Jesús llamó a quienes él quiso,
para tenerlos junto a sí y para enseñarles a vivir
según su ejemplo, para el Padre y para la misión
que el Padre le había encomendado (cf. Mc 3, 13-15).
Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían
de formar parte a través de los siglos todos aquellos
que estuvieran dispuestos a «cumplir la voluntad de Dios» (cf. Mc 3, 32-35). Después de la Ascensión,
gracias al don del Espíritu, se constituyó en
torno a los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en
la alabanza a Dios y en una concreta experiencia de comunión
(cf. Hech 2, 42-47; 4, 32-35). La vida de esta comunidad y, sobre
todo, la experiencia de la plena participación en el
misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido el modelo en
el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir
el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la
historia con un renovado vigor evangélico (86).
En realidad, la Iglesia es esencialmente misterio de comunión,
«muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo
y del Espíritu santo» (87). La vida fraterna quiere
reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose
como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama
así en la historia los dones de la comunión que
son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos
y las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna
en la vida eclesial son muchos. La vida consagrada posee ciertamente
el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener
viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión
de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno
en la forma de vida común, la vida consagrada pone de
manifiesto que la participación en la comunión
trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando
un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los
hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como
los caminos concretos que a ésta conducen. Las personas
consagradas, en efecto, viven «para» Dios y «de» Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder
reconciliador de la gracia, que destruye las fuerzas disgregadoras
que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones
sociales.
Vida fraterna en
el amor
42. La vida fraterna,
entendida como vida compartida en el amor, es un signo elocuente
de la comunión eclesial. Es cultivada con especial esmero
por los institutos religiosos y las Sociedades de vida apostólica,
en los que la vida de comunidad adquiere un peculiar significado (88).
Pero la dimensión de la comunión fraterna no falta
ni en los institutos seculares ni en las mismas formas individuales
de vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de
su soledad, no se apartan de la comunión eclesial, sino
que la sirven con su propio y específico carisma contemplativo;
las vírgenes consagradas en el mundo realizan su consagración
en una especial relación de comunión con la Iglesia
particular y universal, como lo hacen, de un modo similar, las
viudas y viudos consagrados.
Todas estas personas, queriendo poner en práctica la
condición evangélica de discípulos, se
comprometen a vivir el «mandamiento nuevo » del
Señor, amándose unos a otros como él nos
ha amado (cf. Jn 13, 34). El amor llevó a Cristo a la
entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la
cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad
verdadera sin este amor recíproco incondicional, que
exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud
para acoger al otro tal como es sin «juzgarlo »
(cf. Mt 7, 1-2), capacidad de perdonar hasta «setenta
veces siete » (Mt 18, 22). Para las personas consagradas,
que se han hecho «un corazón solo y una sola alma » (Hech 4, 32) por el don del Espíritu santo derramado
en los corazones (cf. Rom 5, 5), resulta una exigencia interior
el poner todo en común: bienes materiales y experiencias
espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos
y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía
del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente
a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don,
sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes
de él, y se goza del fruto de los dones del otro como
si fuera del propio» (89).
En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible
de algún modo que la comunión fraterna, antes
de ser instrumento para una determinada misión, es espacio
teologal en el que se puede experimentar la presencia mística
del Señor resucitado (cf. Mt 18, 20) (90). Esto sucede
merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad,
un amor alimentado por la Palabra y la eucaristía, purificado
en el Sacramento de la Reconciliación, sostenido por
la súplica de la unidad, don especial del Espíritu
para aquellos que se ponen a la escucha obediente del evangelio.
Es precisamente él, el Espíritu, quien introduce
el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo
(cf. 1 Jn 1, 3), comunión en la que está la fuente
de la vida fraterna. El Espíritu es quien guía
las comunidades de vida consagrada en el cumplimiento de su
misión de servicio a la Iglesia y a la humanidad entera,
según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los «Capítulos»
(o reuniones análogas), sean particulares o generales,
en los que cada Instituto debe elegir los superiores o superioras
según las normas establecidas en las propias Constituciones,
y discernir a la luz del Espíritu el modo adecuado de
mantener y actualizar el propio carisma y el propio patrimonio
espiritual en las diversas situaciones históricas y culturales (91).
La misión
de la autoridad
43. En la vida consagrada
ha tenido siempre una gran importancia la función de
los superiores y de las superioras, incluidos los locales, tanto
para la vida espiritual como para la misión. En estos
años de búsqueda y de transformaciones, se ha
sentido a veces la necesidad de revisar este cargo. Pero es
preciso reconocer que quien ejerce la autoridad no puede abdicar
de su cometido de primer responsable de la comunidad, como guía
de los hermanos y hermanas en el camino espiritual y apostólico.
En ambientes marcados fuertemente por el individualismo, no
resulta fácil reconocer y acoger la función que
la autoridad desempeña para provecho de todos. Pero se
debe reafirmar la importancia de este cargo, que se revela necesario
precisamente para consolidar la comunión fraterna y para
que no sea vana la obediencia profesada. Si bien es cierto que
la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y que
quien la detenta debe consecuentemente saber involucrar mediante
el diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso de
decisión, conviene recordar, sin embargo, que la última
palabra corresponde a la autoridad, a la cual compete también
hacer respetar las decisiones tomadas (92).
El papel de las personas
ancianas
44. En la vida fraterna
tiene un lugar importante el cuidado de los ancianos y de los
enfermos, especialmente en un momento como éste, en el
que en ciertas regiones del mundo aumenta el número de
las personas consagradas ya entradas en años. Los cuidados
solícitos que merecen no se basan únicamente en
un deber de caridad y de reconocimiento, sino que manifiestan
también la convicción de que su testimonio es
de gran ayuda a la Iglesia y a los institutos, y de que su misión
continúa siendo válida y meritoria, aun cuando,
por motivos de edad o de enfermedad, se hayan visto obligados
a dejar sus propias actividades. Ellos tienen ciertamente mucho
que dar en sabiduría y experiencia a la comunidad, si
ésta sabe estar cercana a ellos con atención y
capacidad de escucha.
En realidad la misión apostólica, antes que en
la acción, consiste en el testimonio de la propia entrega
plena a la voluntad salvífica del Señor, entrega
que se alimenta en la oración y la penitencia. Los ancianos,
pues, están llamados a vivir su vocación de muchas
maneras: la oración asidua, la aceptación paciente
de su propia condición, la disponibilidad para el servicio
de la dirección espiritual, la confesión y la
guía en la oración (93).
A imagen de la comunidad
apostólica
45. La vida fraterna
tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las personas
consagradas, sea para su renovación constante, sea para
el cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se deduce
de las motivaciones teológicas que la fundamentan, y
la misma experiencia lo confirma con creces. Exhorto por tanto
a los consagrados y consagradas a cultivarla con tesón,
siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén,
que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas de los
Apóstoles, en la oración común, en la participación
en la eucaristía, y en el compartir los bienes de la
naturaleza y de la gracia (cf. Hech 2, 42-47). Exhorto sobre
todo a los religiosos, a las religiosas y a los miembros de
las Sociedades de vida apostólica, a vivir sin reservas
el amor mutuo y a manifestarlo de la manera más adecuada
a la naturaleza del propio Instituto, para que cada comunidad
se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén,
«morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3).
En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades
ricas «de gozo y del Espíritu santo » (Hech
13, 52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades
en las que la atención recíproca ayuda a superar
la soledad, y la comunicación contribuye a que todos
se sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza
las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la
comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del
carisma encauza las energías, sostiene la fidelidad y
orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única
misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero
rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades
fraternas. Su misma existencia representa una contribución
a la nueva evangelización, puesto que muestran de manera
fehaciente y concreta los frutos del «mandamiento nuevo».
Sentire cum Ecclesia
46. A la vida consagrada
se le asigna también un papel importante a la luz de
la doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con
tanto énfasis por el concilio Vaticano II. Se pide a
las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en
comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad (94)
como «testigos y artífices de aquel "proyecto
de comunión" que constituye la cima de la historia
del hombre según Dios» (95). El sentido de la comunión
eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión,
promueve un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la
Iglesia en hondura y en extensión. La vida de comunión
«será así un signo para el mundo y una fuerza
atractiva que conduce a creer en Cristo [...]. De este modo
la comunión se abre a la misión, haciéndose
ella misma misión». Más aun, «la comunión
genera comunión y se configura esencialmente como comunión
misionera» (96).
En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido
de la Iglesia, que se manifiesta en su plena participación
en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente
obediencia a los pastores, especialmente al Romano Pontífice.
En este contexto de amor a la santa Iglesia, «columna
y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15), se comprenden
bien la devoción de Francisco de Asís por «el
Señor Papa» (97), el filial atrevimiento de Catalina
de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en la tierra» (98),
la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia (99)
de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa
de Jesús: «Soy hija de la Iglesia» (100);
como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «En
el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el
amor» (101). Semejantes testimonios son representativos
de la plena comunión eclesial en la que han participado
santos y santas, fundadores y fundadoras, en épocas muy
diversas de la historia y en circunstancias a veces harto difíciles.
Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas
consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas
y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días.
Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la
adhesión de mente y de corazón al magisterio de
los obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada
con nitidez ante el pueblo de Dios por parte de todas las personas
consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la
investigación teológica, en la enseñanza,
en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios
de comunicación social (102). Puesto que las personas
consagradas ocupan un lugar especial en la Iglesia, su actitud
a este respecto adquiere un particular relieve ante todo el
pueblo de Dios. Su testimonio de amor filial confiere fuerza
e incisividad a su acción apostólica, la cual,
en el marco de la misión profética de todos los
bautizados, se caracteriza normalmente por cometidos que implican
una especial colaboración con la jerarquía (103).
De este modo, con la riqueza de sus carismas, las personas consagradas
brindan una específica aportación a la Iglesia
para que ésta profundice cada vez más en su propio
ser, como sacramento «de la unión íntima
con Dios y de la unidad de todo el género humano» (104).
La fraternidad en
la Iglesia universal
47. Las personas
consagradas están llamadas a ser fermento de comunión
misionera en la Iglesia universal por el hecho mismo de que
los múltiples carismas de los respectivos institutos
son otorgados por el Espíritu para el bien de todo el
cuerpo místico, a cuya edificación deben servir
(cf. 1 Cor 12, 4-11). Es significativo que, en palabras del Apóstol,
el «camino más excelente» (1 Cor 12, 31),
el más grande de todos, es la caridad (cf. 1 Cor 13, 13),
la cual armoniza todas las diversidades e infunde en todos la
fuerza del apoyo mutuo en la acción apostólica.
A esto tiende precisamente el peculiar vínculo de comunión,
que las varias formas de vida consagrada y las Sociedades de
vida apostólica tienen con el sucesor de Pedro en su
ministerio de unidad y de universalidad misionera. La historia
de la espiritualidad ilustra profusamente esta vinculación,
poniendo de manifiesto su función providencial como garantía
tanto de la identidad propia de la vida consagrada, como de
la expansión misionera del evangelio. Sin la contribución
de tantos institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica —como han hecho notar los padres sinodales—,
sería impensable la vigorosa difusión del anuncio
evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas
regiones del mundo, y la primavera cristiana que hoy se constata
en las jóvenes Iglesias. Ellos han mantenido firme a
través de los siglos la comunión con los sucesores
de Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos institutos
una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión,
con una disponibilidad que, llegado el caso, ha alcanzado el
verdadero heroísmo.
Emerge de este modo el carácter de universalidad y de
comunión que es peculiar de los institutos de vida consagrada
y de las Sociedades de vida apostólica. Por la connotación
supradiocesana, que tiene su raíz en la especial vinculación
con el ministerio petrino, ellos están también
al servicio de la colaboración entre las diversas Iglesias
particulares (105), en las cuales pueden promover eficazmente
el «intercambio de dones», contribuyendo así
a una inculturación del evangelio que asume, purifica
y valora la riqueza de las culturas de todos los pueblos (106).
El florecer de vocaciones a la vida consagrada en las Iglesias
jóvenes sigue manifestando hoy la capacidad que ésta
tiene de expresar, en la unidad católica, las exigencias
de los diversos pueblos y culturas.
La vida consagrada
y la Iglesia particular
48. Las personas
consagradas tienen también un papel significativo dentro
de las Iglesias particulares. Este es un aspecto que, a partir
de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión
y misterio, y sobre las Iglesias particulares como porción
del pueblo de Dios, en las que «está verdaderamente
presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica
y apostólica» (107), ha sido desarrollado y regulado
por varios documentos sucesivos. A la luz de estos textos aparece
con toda evidencia la importancia que reviste la colaboración
de las personas consagradas con los obispos para el desarrollo
armonioso de la pastoral diocesana. Los carismas de la vida
consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación
de la caridad en la Iglesia particular.
Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos
son, en efecto, expresión y fruto de los dones espirituales
recibidos por fundadores y fundadoras y, en cuanto tales, constituyen
una «experiencia del Espíritu, transmitida a los
propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada,
profundizada y desarrollada constantemente en sintonía
con el cuerpo de Cristo en crecimiento perenne» (108).
La índole propia de cada Instituto comporta un estilo
particular de santificación y de apostolado, que tiende
a consolidarse en una determinada tradición caracterizada
por elementos objetivos (109). Por eso la Iglesia procura que
los institutos crezcan y se desarrollen según el espíritu
de los fundadores y de las fundadoras, y de sus sanas tradiciones (110).
Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los institutos una
justa autonomía, gracias a la cual pueden tener su propia
disciplina y conservar íntegro su patrimonio espiritual
y apostólico. Cometido del Ordinario del lugar es conservar
y tutelar esta autonomía (111). Se pide por tanto a los
obispos que acojan y estimen los carismas de la vida consagrada,
reservándoles un espacio en los proyectos de la pastoral
diocesana. Deben tener especial solicitud con los institutos
de derecho diocesano, que están confiados de modo particular
al cuidado del obispo del lugar. Una diócesis que quedara
sin vida consagrada, además de perder tantos dones espirituales,
ambientes apropiados para la búsqueda de Dios, actividades
apostólicas y metodologías pastorales específicas,
correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu
misionero, que es una característica de la mayoría
de los institutos (112). Se debe por tanto corresponder al don
de la vida consagrada que el Espíritu suscita en la Iglesia
particular, acogiéndolo con generosidad y con sentimientos
de gratitud al Señor.
Una fecunda y ordenada
comunión eclesial
49. El obispo es
padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él compete
reconocer y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y
coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto,
el carisma de la vida consagrada como una gracia que no concierne
sólo a un Instituto, sino que incumbe y beneficia a toda
la Iglesia. Procurará, pues, sustentar y prestar ayuda
a las personas consagradas, a fin de que, en comunión
con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional,
se abran a perspectivas espirituales y pastorales en armonía
con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas consagradas,
por su parte, no dejarán de ofrecer su generosa colaboración
a la Iglesia particular según las propias fuerzas y respetando
el propio carisma, actuando en plena comunión con el
obispo en el ámbito de la evangelización, de la
catequesis y de la vida de las parroquias.
Es útil recordar que, a la hora de coordinar el servicio
que se presta a la Iglesia universal y a la Iglesia particular,
los institutos no pueden invocar la justa autonomía o
incluso la exención de que gozan muchos de ellos (113),
con el fin de justificar decisiones que, de hecho, contrastan
con las exigencias de una comunión orgánica, requerida
por una sana vida eclesial. Es preciso, por el contrario, que
las iniciativas pastorales de las personas consagradas sean
decididas y actuadas en el contexto de un diálogo abierto
y cordial entre obispos y superiores de los diversos institutos.
La especial atención por parte de los obispos a la vocación
y misión de los distintos institutos, y el respeto por
parte de éstos del ministerio de los obispos con una
acogida solícita de sus concretas indicaciones pastorales
para la vida diocesana, representan dos formas, íntimamente
relacionadas entre sí, de una única caridad eclesial,
que compromete a todos en el servicio de la comunión
orgánica —carismática y al mismo tiempo
jerárquicamente estructurada— de todo el pueblo
de Dios.
Un diálogo
constante animado por la caridad
50. Para promover
el conocimiento recíproco, que es requisito obligado
de una eficaz cooperación, sobre todo en el ámbito
pastoral, es siempre oportuno un constante diálogo de
los superiores y superioras de los institutos de vida consagrada
y de las Sociedades de vida apostólica con los obispos.
Gracias a estos contactos habituales, los superiores y superioras
podrán informar a los obispos sobre las iniciativas apostólicas
que desean emprender en sus diócesis, para llegar con
ellos a los necesarios acuerdos operativos. Del mismo modo,
conviene que sean invitadas a asistir a las asambleas de las
Conferencias de obispos personas delegadas de las Conferencias
de superiores y superioras mayores, y que, viceversa, delegados
de las Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias
de superiores y superioras mayores, según las modalidades
que se determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad
que, allí donde aún no existan, se constituyan
y sean operativas a nivel nacional comisiones mixtas de obispos
y superiores y superioras mayores (114), que examinen juntos
los problemas de interés común. Contribuirá
también a un mejor conocimiento recíproco la inserción
de la teología y de la espiritualidad de la vida consagrada
en el plan de estudios teológicos de los presbíteros
diocesanos, así como la previsión en la formación
de las personas consagradas de un adecuado estudio de la teología
de la Iglesia particular y de la espiritualidad del clero diocesano (115).
Finalmente, es consolador el recuerdo de cómo, en el
Sínodo, no sólo han tenido lugar numerosas intervenciones
sobre la doctrina de la comunión, sino que se ha vivido
una satisfactoria experiencia de diálogo, en un clima
de recíproca apertura y confianza entre los obispos y
los religiosos y las religiosas presentes. Esto ha suscitado
el deseo de que «tal experiencia espiritual de comunión
y de colaboración se extienda a toda la Iglesia»
incluso después del Sínodo (116). Es un auspicio
que hago mío, para que aumente en todos la mentalidad
y la espiritualidad de comunión.
La fraternidad en
un mundo dividido e injusto
51. La Iglesia encomienda
a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de
fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo
en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma
y más allá aún de sus confines, entablando
o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad,
sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado
por el odio étnico o las locuras homicidas. Situadas
en las diversas sociedades de nuestro mundo —frecuentemente
laceradas por pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de
unidad pero indecisas sobre la vías a seguir—,
las comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como
hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y
culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre
posible y de una comunión capaz de poner en armonía
las diversidades.
Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con
el testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana
y la fuerza transformadora de la buena nueva (117), que hace
reconocer a todos como hijos de Dios e incita al amor oblativo
hacia todos, y especialmente hacia los últimos. Estas
comunidades son lugares de esperanza y de descubrimiento de
las bienaventuranzas; lugares en los que el amor, nutrido de
la oración y principio de comunión, está
llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de alegría.
Particularmente los institutos internacionales, en esta época
caracterizada por la dimensión mundial de los problemas
y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del
nacionalismo, tienen el cometido de dar testimonio y de mantener
siempre vivo el sentido de la comunión entre los pueblos,
las razas y las culturas. En un clima de fraternidad, la apertura
a la dimensión mundial de los problemas no ahogará
la riqueza de los dones particulares, y la afirmación
de una característica particular no creará contrastes
con las otras, ni atentará a la unidad. Los institutos
internacionales pueden hacer esto con eficacia, al tener ellos
mismos que enfrentarse creativamente al reto de la inculturación
y conservar al mismo tiempo su propia identidad.
Comunión entre
los diversos institutos
52. El sentido eclesial
de comunión alimenta y sustenta también la fraterna
relación espiritual y la mutua colaboración entre
los diversos institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica. Personas que están unidas entre sí
por el compromiso común del seguimiento de Cristo y animadas
por el mismo Espíritu, no pueden dejar de hacer visible,
como ramas de una única vid, la plenitud del evangelio
del amor. Permaneciendo siempre fieles a su propio carisma,
pero teniendo presente la amistad espiritual que frecuentemente
ha unido en la tierra diversos fundadores y fundadoras, estas
personas están llamadas a manifestar una fraternidad
ejemplar, que sirva de estímulo a los otros componentes
eclesiales en el compromiso cotidiano de dar testimonio del
evangelio.
Resultan siempre actuales las palabras de san Bernardo a propósito
de las diversas órdenes religiosas: «Yo las admiro
todas. Pertenezco a una de ellas con la observancia, pero a
todas en la caridad. Todos tenemos necesidad los unos de los
otros: el bien espiritual que yo no poseo, lo recibo de los
otros [...]. En este exilio la Iglesia está aún
en camino y, si puedo decirlo así, es plural: una pluralidad
múltiple y una unidad plural. Y todas nuestras diversidades,
que manifiestan la riqueza de los dones de Dios, subsistirán
en la única casa del Padre que contiene tantas mansiones.
Ahora hay división de gracias, entonces habrá
una distinción de glorias. La unidad, tanto aquí
como allá, consiste en una misma caridad» (118).
Organismos de coordinación
53. Las Conferencias
de superiores y de superioras mayores y las Conferencias de
los institutos seculares pueden dar una notable contribución
a la comunión. Estimulados y regulados por el concilio
Vaticano II (119) y por documentos posteriores (120), estos organismos
tienen como principal objetivo la promoción de la vida
consagrada, engarzada en la trama de la misión eclesial.
A través de ellos los institutos expresan la comunión
entre sí y buscan los medios para reforzarla, con respeto
y aprecio por el valor específico de cada uno de los
carismas, en los que se refleja el misterio de la Iglesia y
la multiforme sabiduría de Dios (121). Aliento, pues,
a los institutos de vida consagrada a que se presten asistencia
mutua, especialmente en aquellos países en los que, debido
a particulares dificultades, la tentación de replegarse
sobre sí puede ser fuerte, con perjuicio de la vida consagrada
misma y de la Iglesia. Es preciso, por el contrario, que se
ayuden recíprocamente en su intento de comprender el
designio de Dios en los actuales avatares de la historia, para
así responder mejor con iniciativas apostólicas
adecuadas (122). En este horizonte de comunión, abierto
a los desafíos de nuestro tiempo, los superiores y las
superioras «actuando en sintonía con el episcopado»,
procuren aprovecharse «del trabajo de los mejores colaboradores
de cada Instituto y ofrecer servicios que no sólo ayuden
a superar eventuales límites, sino que también
creen un estilo válido de formación a la vida
religiosa» (123).
Exhorto a las Conferencias de los superiores y de las superioras
mayores y a las Conferencias de los institutos seculares a que
mantengan contactos frecuentes y regulares con la Congregación
para los institutos de vida consagrada y Sociedades de vida
apostólica, como expresión de su comunión
con la santa sede. También debe tenerse una relación
activa y confiada con las Conferencias episcopales de cada país.
Según el espíritu del documento Mutuae relationes,
es conveniente que dicha relación adquiera una forma
estable, para hacer así posible una coordinación
tempestiva y duradera de las iniciativas que vayan surgiendo.
Si todo esto se lleva a la práctica con perseverancia
y espíritu de adhesión fiel a las directrices
del Magisterio, los organismos de conexión y de comunión
se revelarán sumamente útiles para encontrar soluciones
que eviten incomprensiones, tanto en el terreno teórico
como en el práctico (124); de este modo serán un
soporte válido no sólo para promover la comunión
entre los institutos de vida consagrada y los obispos, sino
para contribuir también al desempeño de la misión
misma de la Iglesia particular.
Comunión y
colaboración con los laicos
54. Uno de los frutos
de la doctrina de la Iglesia como comunión en estos últimos
años ha sido la toma de conciencia de que sus diversos
miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colaboración
e intercambio de dones, con el fin de participar más
eficazmente en la misión eclesial. De este modo se contribuye
a presentar una imagen más articulada y completa de la
Iglesia, a la vez que resulta más fácil dar respuestas
a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación
coral de los diferentes dones.
En el caso de los institutos monásticos y contemplativos,
las relaciones con los laicos se caracterizan principalmente
por una vinculación espiritual, mientras que, en aquellos
institutos comprometidos en la dimensión apostólica,
se traducen en formas de cooperación pastoral. Los miembros
de los institutos seculares, laicos o clérigos, por su
parte, entran en contacto con los otros fieles en las formas
ordinarias de la vida cotidiana. Debido a las nuevas situaciones,
no pocos institutos han llegado a la convicción de que
su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados
por tanto a participar de manera más intensa en la espiritualidad
y en la misión del Instituto mismo. En continuidad con
las experiencias históricas de las diversas órdenes
seculares o terceras órdenes, se puede decir que se ha
comenzado un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la
historia de las relaciones entre las personas consagradas y
el laicado.
Para un renovado
dinamismo espiritual y apostólico
55. Estos nuevos
caminos de comunión y de colaboración merecen
ser alentados por diversos motivos. En efecto, de ello se podrá
derivar ante todo una irradiación activa de la espiritualidad
más allá de las fronteras del Instituto, que contará
con nuevas energías, asegurando así a la Iglesia
la continuidad de algunas de sus formas más típicas
de servicio. Otra consecuencia positiva podrá consistir
también en el aunar esfuerzos entre personas consagradas
y laicos en orden a la misión: movidos por el ejemplo
de santidad de las personas consagradas, los laicos serán
introducidos en la experiencia directa del espíritu de
los consejos evangélicos y animados a vivir y testimoniar
el espíritu de las Bienaventuranzas para transformar
el mundo según el corazón de Dios (125).
No es raro que la participación de los laicos lleve a
descubrir inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos
del carisma, suscitando una interpretación más
espiritual, e impulsando a encontrar válidas indicaciones
para nuevos dinamismos apostólicos. Cualquiera que sea
la actividad o el ministerio que ejerzan, las personas consagradas
recordarán por tanto su deber de ser ante todo guías
expertas de vida espiritual, y cultivarán en esta perspectiva
«el talento más precioso: el espíritu» (126).
A su vez, los laicos ofrecerán a las familias religiosas
la rica aportación de su secularidad y de su servicio
específico.
Laicos voluntarios
y asociados
56. Una manifestación
significativa de participación laical en la riqueza de
la vida consagrada es la adhesión de fieles laicos a
los varios institutos bajo la fórmula de los llamados
miembros asociados o, según las exigencias de algunos
ambientes culturales, de personas que comparten, durante un
cierto tiempo, la vida comunitaria y la particular entrega a
la contemplación o al apostolado del Instituto, siempre
que, obviamente, no sufra daño alguno la identidad del
Instituto en su vida interna (127).
Es justo tener en gran estima el voluntariado que se nutre de
las riquezas de la vida consagrada; pero es preciso cuidar su
formación, con el fin de que los voluntarios tengan siempre,
además de competencia, profundas motivaciones sobrenaturales
en su propósito y un vivo sentido comunitario y eclesial
en sus proyectos (128). Debe tenerse presente también
que, para que sean consideradas como obras de un determinado
Instituto, aquellas iniciativas en las que los laicos están
implicados con capacidad de decisión, deben perseguir
los fines propios del Instituto y ser realizadas bajo su responsabilidad.
Por tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección,
éstos responderán de la misma a los superiores
y superioras competentes. Es conveniente que todo esto sea considerado
y regulado por normas específicas de cada Instituto,
aprobadas por la autoridad superior, en las cuales se prevean
las competencias respectivas del Instituto mismo, de las comunidades
y de los miembros asociados o de los voluntarios.
Las personas consagradas, enviadas por sus superiores o superioras
y permaneciendo bajo su dependencia, pueden participar con formas
específicas de colaboración en iniciativas laicales,
particularmente en organismos e instituciones que se ocupan
de los marginados y que tienen como finalidad aliviar el sufrimiento
humano. Esta colaboración, si está sustentada
y animada por una fuerte y clara identidad cristiana, y respeta
el carácter propio de la vida consagrada, puede hacer
brillar la fuerza iluminadora del evangelio en las situaciones
más oscuras de la existencia humana.
En estos años no pocas personas consagradas han entrado
a formar parte de alguno de los movimientos eclesiales surgidos
en nuestro tiempo. Con frecuencia los interesados se benefician
especialmente en lo que se refiere a la renovación espiritual.
Sin embargo, no se puede negar que en algunos casos esto crea
malestar y desorientación a nivel personal y comunitario,
sobre todo cuando tales experiencias entran en conflicto con
las exigencias de la vida comunitaria y de la espiritualidad
del propio Instituto. Es necesario por tanto poner mucho cuidado
en que la adhesión a los movimientos eclesiales se efectúe
siempre respetando el carisma y la disciplina del propio Instituto (129),
con el consentimiento de los superiores y de las superioras,
y con disponibilidad para aceptar sus decisiones.
La dignidad y el
papel de la mujer consagrada
57. La Iglesia revela
plenamente su multiforme riqueza espiritual cuando, superada
toda discriminación, acoge como una auténtica
bendición los dones derramados por Dios tanto en los
hombres como en las mujeres, estimándolos en su igual
dignidad. Las mujeres consagradas están llamadas a ser
de una manera muy especial, y a través de su dedicación
vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura
de Dios hacia el género humano y un testimonio singular
del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre (130).
Esta misión se ha dejado ver en el Sínodo, en
el cual varias de ellas han participado y en el que han tenido
ocasión de hacer oír su voz, por todos escuchada
y apreciada. Gracias a sus aportaciones han surgido algunas
indicaciones útiles para la vida de la Iglesia y para
su misión evangelizadora. Ciertamente no es posible desconocer
lo fundado de muchas de las reivindicaciones que se refieren
a la posición de la mujer en los diversos ámbitos
sociales y eclesiales. Es obligado reconocer igualmente que
la nueva conciencia femenina ayuda también a los hombres
a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse,
de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la
vida social, política, económica, religiosa y
eclesial.
La Iglesia, que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación,
tiene la misión de difundirlo proféticamente,
promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones
del Señor. En este contexto la mujer consagrada, a partir
de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede
contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no
se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación
específica a la vida y a la acción pastoral y
misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la
mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente
su identidad, su capacidad, su misión y su responsabilidad,
tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva evangelización,
como de las otras formas de acción misionera, es impensable
sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente
de las mujeres consagradas.
Nuevas perspectivas
de presencia y de acción
58. Urge por tanto
dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de
participación a las mujeres en diversos sectores y a
todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran
las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen
más directamente.
Es necesario también que la formación de las mujeres
consagradas, no menos que la de los hombres, sea adecuada a
las nuevas urgencias, y prevea el tiempo suficiente y las oportunidades
institucionales necesarias para una educación sistemática,
que abarque todos los campos, desde el aspecto teológico-pastoral
hasta el profesional. La formación pastoral y catequética,
siempre importante, adquiere un interés especial de cara
a la nueva evangelización, que exige también de
las mujeres nuevas formas de participación.
Se puede pensar que una formación más profunda,
a la vez que ayudará a la mujer consagrada a comprender
mejor los propios dones, será un estímulo para
la necesaria reciprocidad en el seno de la Iglesia. Se espera
mucho del genio de la mujer también en el campo de la
reflexión teológica, cultural y espiritual, no
sólo en lo que se refiere a lo específico de la
vida consagrada femenina, sino también en la inteligencia
de la fe en todas sus manifestaciones. A este respecto, ¡cuánto
debe la historia de la espiritualidad a santas como Teresa de
Jesús y Catalina de Siena, las dos primeras mujeres honradas
con el título de Doctoras de la Iglesia, y a tantas otras
místicas, que han sabido sondear el misterio de Dios
y analizar su acción en el creyente! La Iglesia confía
mucho en las mujeres consagradas, de las que espera una aportación
original para promover la doctrina y las costumbres de la vida
familiar y social, especialmente en lo que se refiere a la dignidad
de la mujer y al respeto de la vida humana (131). De hecho, «las
mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular
y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un
"nuevo feminismo" que, sin caer en la tentación
de seguir modelos "machistas", sepa reconocer y expresar
el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones
de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación
de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación» (132).
Hay motivos para esperar que un reconocimiento más hondo
de la misión de la mujer provocará cada vez más
en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio
papel, y una creciente dedicación a la causa del reino
de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades,
como el compromiso por la evangelización, la misión
educativa, la participación en la formación de
los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la animación
de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual
y la promoción de los bienes fundamentales de la vida
y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres consagradas y a
su extraordinaria capacidad de entrega, la admiración
y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para
que vivan en plenitud y con alegría su vocación,
y se sientan interpeladas por la insigne tarea de ayudar a formar
la mujer de hoy.
II. CONTINUIDAD EN LA OBRA DEL ESPÍRITU:
FIDELIDAD EN LA NOVEDAD
Las monjas de clausura
59. Una atención
particular merecen la vida monástica femenina y la clausura
de las monjas, por la gran estima que la comunidad cristiana
siente hacia este género de vida, que es signo de la
unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor,
profundamente amado. En efecto, la vida de las monjas de clausura,
ocupadas principalmente en la oración, en la ascesis
y en el progreso ferviente de la vida espiritual, «no
es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y
una anticipación de la Iglesia escatológica, abismada
en la posesión y contemplación de Dios» (133).
A la luz de esta vocación y misión eclesial, la
clausura responde a la exigencia, sentida como prioritaria,
de estar con el Señor. Al elegir un espacio circunscrito
como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento
de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en
la renuncia no sólo de las cosas, sino también
del «espacio», de los contactos externos, de tantos
bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer
el «cuerpo» las introduce de manera más sensible
en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús
por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además
del aspecto de sacrificio y de expiación, adquiere la
dimensión de la acción de gracias al Padre, participando
de la acción de gracias del Hijo predilecto.
Radicada en esta orientación espiritual, la clausura
no es sólo un medio ascético de inmenso valor,
sino también un modo de vivir la Pascua de Cristo (134).De
experiencia de «muerte», se convierte en sobreabundancia
de vida, constituyéndose como anuncio gozoso y anticipación
profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona
y a la humanidad entera, de vivir únicamente para Dios,
en Cristo Jesús (cf. Rom 6, 11). La clausura evoca por
tanto aquella celda del corazón en la que cada uno está
llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida
como don y elegida como libre respuesta de amor, la clausura
es el lugar de la comunión espiritual con Dios y con
los hermanos y hermanas, donde la limitación del espacio
y de las relaciones con el mundo exterior favorecen la interiorización
de los valores evangélicos (cf. Jn 13, 34; Mt 5, 3.8).
Las comunidades claustrales, puestas como ciudades sobre el
monte y luces en el candelero (cf. Mt 5, 14-15), a pesar de
la sencillez de vida, prefiguran visiblemente la meta hacia
la cual camina la entera comunidad eclesial que, «entregada
a la acción y dada a la contemplación» (135),
se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en
la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la
Iglesia «se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col
3, 1-4)» (136), y Cristo «entregue a Dios Padre
el Reino, después de haber destruido todo Principado,
Dominación y Potestad [...], para que Dios sea todo en
todo » (1 Cor 15, 24.28).
A estas queridísimas hermanas, pues, expreso mi reconocimiento,
a la vez que las aliento a mantenerse fieles a la vida claustral
según el propio carisma. Gracias a su ejemplo, este género
de vida continúa teniendo numerosas vocaciones, atraídas
por la radicalidad de una existencia «esponsal »,
dedicada totalmente a Dios en la contemplación. Como
expresión del puro amor, que vale más que cualquier
obra, la vida contemplativa tiene también una extraordinaria
eficacia apostólica y misionera (137).
Los padres sinodales han manifestado un gran aprecio por los
valores de la clausura, tomando en consideración al mismo
tiempo diversas peticiones sobre su disciplina concreta manifestadas
desde varias partes. Las indicaciones del Sínodo sobre
este tema y, en particular, el propósito de otorgar una
mayor responsabilidad a las superioras mayores en lo concerniente
a la dispensa de la clausura por causas justas y graves (138),
serán objeto de consideración orgánica,
en la línea del camino de renovación ya actuado
a partir del concilio Vaticano II (139). De este modo la clausura
en sus varias formas y grados —de la clausura papal y
constitucional a la clausura monástica— se corresponderá mejor con la variedad de los institutos contemplativos y con
las tradiciones de los monasterios.
Como el mismo Sínodo ha subrayado, se han de favorecer
también las asociaciones y federaciones entre monasterios,
recomendadas ya por Pío XII y por el concilio ecuménico
Vaticano II (140), especialmente allí donde no existan
otras formas eficaces de coordinación y de asistencia,
para custodiar y promover los valores de la vida contemplativa.
En efecto, tales agrupaciones, salvando siempre la legítima
autonomía de los monasterios, pueden ofrecer una ayuda
válida para resolver adecuadamente problemas comunes,
como la oportuna renovación, la formación tanto
inicial como permanente, la mutua ayuda económica y la
reorganización de los mismos monasterios.
Los religiosos hermanos
60. Según
la doctrina tradicional de la Iglesia, la vida consagrada, por
su naturaleza, no es ni laical ni clerical (141), y por consiguiente
la «consagración laical», tanto de varones
como de mujeres, es un estado de profesión de los consejos
evangélicos completo en sí mismo (142). Dicha consagración
laical, por lo tanto, tiene un valor propio, independientemente
del ministerio sagrado, tanto para la persona misma como para
la Iglesia.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II (143),
el Sínodo ha manifestado un gran aprecio por este tipo
de vida consagrada, en la que los religiosos hermanos desempeñan
múltiples y valiosos servicios dentro y fuera de la comunidad,
participando así en la misión de proclamar el
evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en
la vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos
servicios se pueden considerar ministerios eclesiales confiados
por la legítima autoridad. Ello exige una formación
apropiada e integral: humana, espiritual, teológica,
pastoral y profesional.
Según la terminología vigente, los institutos
que, por determinación del fundador o por legítima
tradición tienen características y finalidades
que no comportan el ejercicio del Orden sagrado, son llamados
«institutos laicales» (144). En el Sínodo
se ha hecho notar, no obstante, que esta terminología
no expresa adecuadamente la índole peculiar de la vocación
de los miembros de tales institutos religiosos. En efecto, aunque
desempeñan muchos servicios que son comunes también
a los fieles laicos, ellos los realizan con su identidad de
consagrados, manifestando de este modo el espíritu de
entrega total a Cristo y a la Iglesia según su carisma
específico.
Por este motivo los padres sinodales, con el fin de evitar cualquier
ambigüedad y confusión con la índole secular
de los fieles laicos (145), han querido proponer el término
de institutos religiosos de hermanos (146). La propuesta es significativa,
sobre todo si se tiene en cuenta que el término hermano
encierra una rica espiritualidad. «Estos religiosos están
llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente unidos a él,
primogénito entre muchos hermanos (Rom 8, 29); hermanos
entre sí por el amor mutuo y la cooperación al
servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por
el testimonio de la caridad de Cristo hacia todos, especialmente
hacia los más pequeños, los más necesitados;
hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia» (147).
Viviendo de una manera especial este aspecto de la vida a la
vez cristiana y consagrada, los «religiosos hermanos » recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos
sacerdotes la dimensión fundamental de la fraternidad
en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y
mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: «
Y vosotros sois todos hermanos » (Mt 23, 8).
No existen impedimentos para que en estos institutos religiosos
de hermanos, cuando el Capítulo general así lo
disponga, algunos miembros reciban las órdenes sagradas
para el servicio sacerdotal de la comunidad religiosa (148).
No obstante, el concilio Vaticano II no incita explícitamente
a seguir esta praxis, precisamente porque desea que los institutos
de hermanos permanezcan fieles a su vocación y misión.
Esto vale también por lo que se refiere a la condición
de quien accede al cargo de Superior, considerando que éste
refleja de manera especial la naturaleza del Instituto mismo.
Diversa es la vocación de los hermanos en aquellos institutos
que son llamados «clericales » porque, según
el proyecto del fundador o por tradición legítima,
prevén el ejercicio del Orden sagrado, son regidos por
clérigos y, como tales, son reconocidos por la autoridad
de la Iglesia (149). En estos institutos el ministerio sagrado
es parte integrante del carisma y determina su índole
específica, el fin y el espíritu. La presencia
de hermanos representa una participación diferenciada
en la misión del Instituto, con servicios que se prestan
en colaboración con aquellos que ejercen el ministerio
sacerdotal, sea dentro de la comunidad o en las obras apostólicas.
institutos mixtos
61. Algunos institutos
religiosos, que en el proyecto original del fundador se presentaban
como fraternidades, en las que todos los miembros —sacerdotes
y no sacerdotes— eran considerados iguales entre sí,
con el pasar del tiempo han adquirido una fisonomía diversa.
Es menester que estos institutos llamados «mixtos »,
evalúen, mediante una profundización del propio
carisma fundacional, si resulta oportuno y posible volver hoy
a la inspiración de origen.
Los padres sinodales han manifestado el deseo de que en tales
institutos se reconozca a todos los religiosos igualdad de derechos
y de obligaciones, exceptuados los que derivan del Orden sagrado (150).
Para examinar y resolver los problemas conexos con esta materia
se ha instituido una comisión especial, y conviene esperar
sus conclusiones para después tomar las oportunas decisiones,
según lo que se disponga de manera autorizada.
Nuevas formas de
vida evangélica
62. El Espíritu,
que en diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas
formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia,
bien alentando en los institutos ya existentes el compromiso
de la renovación en fidelidad al carisma original, bien
distribuyendo nuevos carismas a hombres y mujeres de nuestro
tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a los
retos del presente. Un signo de esta intervención divina
son las llamadas nuevas fundaciones, con características
en cierto modo originales respecto a las tradicionales.
La originalidad de las nuevas comunidades consiste frecuentemente
en el hecho de que se trata de grupos compuestos de hombres
y mujeres, de clérigos y laicos, de casados y célibes,
que siguen un estilo particular de vida, a veces inspirado en
una u otra forma tradicional, o adaptado a las exigencias de
la sociedad de hoy. También su compromiso de vida evangélica
se expresa de varias maneras, si bien se manifiesta, como una
orientación general, una aspiración intensa a
la vida comunitaria, a la pobreza y a la oración. En
el gobierno participan, en función de su competencia,
clérigos y laicos, y el fin apostólico se abre
a las exigencias de la nueva evangelización.
Si de una parte hay que alegrarse por la acción del Espíritu,
por otra es necesario proceder con el debido discernimiento
de los carismas. El principio fundamental para que se pueda
hablar de vida consagrada es que los rasgos específicos
de las nuevas comunidades y formas de vida estén fundados
en los elementos esenciales, teológicos y canónicos,
que son característicos de la vida consagrada (151). Este
discernimiento es necesario tanto a nivel local como universal,
con el fin de prestar una común obediencia al único
Espíritu. En las diócesis, el obispo ha de examinar
el testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y fundadoras
de tales comunidades, su espiritualidad, la sensibilidad eclesial
en el cumplimiento de su misión, los métodos de
formación y los modos de incorporación a la comunidad;
evalúe con prudencia eventuales puntos débiles,
sabiendo esperar con paciencia la confirmación de los
frutos (cf. Mt 7, 16), para poder reconocer la autenticidad
del carisma (152). Se le pide sobre todo que ponga especial cuidado
en verificar, a la luz de criterios claros, la idoneidad de
quienes solicitan el acceso a las órdenes sagradas (153).
En virtud de este mismo principio de discernimiento, no pueden
ser comprendidas en la categoría específica de
vida consagrada aquellas formas de compromiso, por otro lado
loables, que algunos cónyuges cristianos asumen en asociaciones
o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la perfección
de la caridad su amor «como consagrado» ya en el
sacramento del matrimonio (154), confirman con un voto el deber
de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus
deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia (155).
Esta obligada puntualización acerca de la naturaleza
de tales experiencias, no pretende infravalorar dicho camino
de santificación, al cual no es ajena ciertamente la
acción del Espíritu santo, infinitamente rico
en sus dones e inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y de impulsos innovadores, parece
conveniente crear una comisión para las cuestiones relativas
a las nuevas formas de vida consagrada, con el fin de establecer
criterios de autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de
discernir y de tomar las oportunas decisiones (156). Entre otras
tareas, tal Comisión deberá valorar, a la luz
de la experiencia de estos últimos decenios, cuáles
son las formas nuevas de consagración que la autoridad
eclesiástica, con prudencia pastoral y para el bien común,
pueda reconocer oficialmente y proponer a los fieles deseosos
de una vida cristiana más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas
a las precedentes instituciones, las cuales continúan
ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado.
Las nuevas formas son también un don del Espíritu,
para que la Iglesia siga a su Señor en una perenne dinámica
de generosidad, atenta a las llamadas de Dios que se manifiestan
a través de los signos de los tiempos. De esta manera
se presenta ante el mundo con variedad de formas de santidad
y de servicio, como «señal e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (157). Los antiguos institutos, muchos
de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por
el crisol de pruebas durísimas que han afrontado con
fortaleza, pueden enriquecerse entablando un diálogo
e intercambiando sus dones con las fundaciones que ven la luz
en este tiempo nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida
consagrada, desde las más antiguas a las más recientes,
así como la vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán
la fidelidad al Espíritu santo, que es principio de comunión
y de perenne novedad de vida.
III. MIRANDO HACIA EL
FUTURO
Dificultades y perspectivas
63. En algunas regiones
del mundo, los cambios sociales y la disminución del
número de vocaciones está haciendo mella en la
vida consagrada. Las obras apostólicas de muchos institutos
y su misma presencia en ciertas Iglesias locales están
en peligro. Como ya ha ocurrido otras veces en la historia,
hay institutos que corren incluso el riesgo de desaparecer.
La Iglesia universal les está sumamente agradecida por
la gran contribución que han dado a su edificación
con el testimonio y el servicio (158). La preocupación
de hoy no anula sus méritos ni los frutos que han madurado
gracias a sus esfuerzos.
En otros institutos se plantea más bien el problema de
la reorganización de sus obras. Esta tarea, nada fácil
y no pocas veces dolorosa, requiere estudio y discernimiento
a la luz de algunos criterios. Es preciso, por ejemplo, salvaguardar
el sentido del propio carisma, promover la vida fraterna, estar
atentos a las necesidades de la Iglesia tanto universal como
particular, ocuparse de aquello que el mundo descuida, responder
generosamente y con audacia, aunque sea con intervenciones obligadamente
exiguas, a las nuevas pobrezas, sobre todo en los lugares más
abandonados (159).
Las dificultades provenientes de la disminución de personal
y de iniciativas, no deben en modo alguno hacer perder la confianza
en la fuerza evangélica de la vida consagrada, la cual
será siempre actual y operante en la Iglesia. Aunque
cada Instituto no posea la prerrogativa de la perpetuidad, la
vida consagrada, sin embargo, continuará alimentando
entre los fieles la respuesta de amor a Dios y a los hermanos.
Por eso es necesario distinguir entre las vicisitudes históricas
de un determinado Instituto o de una forma de vida consagrada,
y la misión eclesial de la vida consagrada como tal.
Las primeras pueden cambiar con el mudar de las situaciones,
la segunda no puede faltar.
Esto es verdad tanto para la vida consagrada de tipo contemplativo,
como para la dedicada a las obras de apostolado. En su conjunto,
bajo la acción siempre nueva del Espíritu, está
destinada a continuar como testimonio luminoso de la unidad
indisoluble del amor a Dios y al prójimo, como memoria
viviente de la fecundidad, incluso humana y social, del amor
de Dios. Las nuevas situaciones de penuria han de ser afrontadas
por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se le
pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad.
Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación
de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución
numérica, sino en la pérdida de la adhesión
espiritual al Señor y a la propia vocación y misión.
Por el contrario, perseverando fielmente en ella, se confiesa,
y con gran eficacia incluso ante el mundo, la propia y firme
confianza en el Señor de la historia, en cuyas manos
están los tiempos y los destinos de las personas, de
las instituciones, de los pueblos y, por tanto, también
la actuación histórica de sus dones. Los dolorosos
momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas
para que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección
de Cristo, haciéndose así signo visible del paso
de la muerte a la vida.
Nuevo impulso de
la pastoral vocacional
64. La misión
de la vida consagrada y la vitalidad de los institutos dependen
indudablemente de la fidelidad con la que los consagrados responden
a su vocación, pero tienen futuro en la medida en que
otros hombres y mujeres acogen generosamente la llamada del
Señor. El problema de las vocaciones es un auténtico
desafío que interpela directamente a los institutos,
pero que concierne a toda la Iglesia. En el campo de la pastoral
vocacional se invierten muchas energías espirituales
y materiales, aunque los resultados no siempre se corresponden
a las expectativas y a los esfuerzos realizados. Sucede que,
mientras las vocaciones a la vida consagrada florecen en las
Iglesias jóvenes y en aquellas que han sufrido persecuciones
por parte de regímenes totalitarios, escasean en otros
países tradicionalmente ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad pone a prueba a las personas
consagradas, que a veces se interrogan sobre su efectiva capacidad
de atraer nuevas vocaciones. Es necesario tener confianza en
el Señor Jesús, que continúa llamando a
seguir sus pasos, y encomendarse al Espíritu santo, autor
e inspirador de los carismas de la vida consagrada. Así
pues, a la vez que nos alegramos por la acción del Espíritu
que rejuvenece a la Esposa de Cristo haciendo florecer la vida
consagrada en muchas naciones, debemos dirigir una constante
plegaria al dueño de la mies para que envíe obreros
a su Iglesia, para hacer frente a las exigencias de la nueva
evangelización (cf. Mt 9, 37-38). Además de promover
la oración por las vocaciones, es urgente esforzarse,
mediante el anuncio explícito y una catequesis adecuada,
por favorecer en los llamados a la vida consagrada la respuesta
libre, pero pronta y generosa, que hace operante la gracia de
la vocación.
La invitación de Jesús: «Venid y veréis » (Jn 1, 39) sigue siendo aún hoy la regla de oro
de la pastoral vocacional. Con ella se pretende presentar, a
ejemplo de los fundadores y fundadoras, el atractivo de la persona
del Señor Jesús y la belleza de la entrega total
de sí mismo a la causa del evangelio. Por tanto, la primera
tarea de todos los consagrados y consagradas consiste en proponer
valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del
seguimiento de Cristo, alimentando y manteniendo posteriormente
en los llamados la respuesta a los impulsos que el Espíritu
inspira en su corazón.
Al entusiasmo del primer encuentro con Cristo debe seguir, como
es obvio, el esfuerzo paciente de saber corresponder cada día
a la gracia recibida, haciendo de la vocación una historia
de amistad con el Señor. Para ello, la pastoral vocacional
utilizará los recursos apropiados, como la dirección
espiritual, para alimentar aquella respuesta de amor personal
al Señor que es condición indispensable para convertirse
en discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra
parte, si la abundancia vocacional que se manifiesta en varias
partes del mundo justifica el optimismo y la esperanza, la escasez
en otras regiones no debe inducir al desánimo ni a la
tentación de un fácil y precipitado reclutamiento.
Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle
de manera que aparezca cada vez más como un compromiso
coral de toda la Iglesia (160). Se requiere, por tanto, la colaboración
activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como
es propio de un servicio que forma parte integrante de la pastoral
de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis
exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique
las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad
vocacional de cada Instituto (161).
Esta colaboración activa de todo el pueblo de Dios, sostenida
por la providencia, suscitará sin duda la abundancia
de los dones divinos. La solidaridad cristiana está llamada
a solventar las necesidades de la formación vocacional
en los países económicamente más pobres.
La promoción de vocaciones en estos países por
parte de los diversos institutos ha de hacerse en plena armonía
con las Iglesias del lugar, a partir de una activa y prolongada
inserción en su actividad pastoral (162). El modo más
auténtico para secundar la acción del Espíritu
será el invertir las mejores energías en la actividad
vocacional, especialmente con una adecuada dedicación
a la pastoral juvenil.
Las exigencias de
la formación inicial
65. La Asamblea
sinodal ha reservado una atención especial a la formación
de quienes aspiran a consagrarse al Señor (163), reconociendo
su decisiva importancia. El objetivo central del proceso de
formación es la preparación de la persona para
la consagración total de sí misma a Dios en el
seguimiento de Cristo, al servicio de la misión. Decir
«sí» a la llamada del Señor, asumiendo
en primera persona el dinamismo del crecimiento vocacional,
es responsabilidad inalienable de cada llamado, el cual debe
abrir toda su vida a la acción del Espíritu santo;
es recorrer con generosidad el camino formativo, acogiendo con
fe las ayudas que el Señor y la Iglesia le ofrecen (164).
La formación, por tanto, debe abarcar la persona entera,
de tal modo que toda actitud y todo comportamiento manifiesten
la plena y gozosa pertenencia a Dios, tanto en los momentos
importantes como en las circunstancias ordinarias de la vida
cotidiana (165). Desde el momento que el fin de la vida consagrada
consiste en la conformación con el Señor Jesús
y con su total oblación (166), a esto se debe orientar
ante todo la formación. Se trata de un itinerario de
progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo
hacia el Padre.
Siendo éste el objetivo de la vida consagrada, el método
para prepararse a ella deberá contener y expresar la
característica de la totalidad. Deberá ser formación
de toda la persona (167), en cada aspecto de su individualidad,
en las intenciones y en los gestos exteriores. Precisamente
por su propósito de transformar toda la persona, la exigencia
de la formación no acaba nunca. En efecto, es necesario
que a las personas consagradas se les proporcione hasta el fin
la oportunidad de crecer en la adhesión al carisma y
a la misión del propio Instituto.
Para que sea total, la formación debe abarcar todos los
ámbitos de la vida cristiana y de la vida consagrada.
Se ha de prever, por tanto, una preparación humana, cultural,
espiritual y pastoral, poniendo sumo cuidado en facilitar la
integración armónica de los diferentes aspectos.
A la formación inicial, entendida como un proceso evolutivo
que pasa por los diversos grados de la maduración personal
—desde el psicológico y espiritual al teológico
y pastoral—, se debe reservar un amplio espacio de tiempo.
En el caso de las vocaciones al presbiterado, viene a coincidir
y a armonizarse con un programa específico de estudios,
como parte de un itinerario formativo más extenso.
El papel de los formadores
y formadoras
66. Dios Padre, en
el don continuo de Cristo y del Espíritu, es el formador
por excelencia de quien se consagra a él. Pero en esta
obra él se sirve de la mediación humana, poniendo
al lado de los que él llama algunos hermanos y hermanas
mayores. La formación es pues una participación
en la acción del Padre que, mediante el Espíritu,
infunde en el corazón de los jóvenes y de las
jóvenes los sentimientos del Hijo. Los formadores y las
formadoras deben ser, por tanto, personas expertas en los caminos
que llevan a Dios, para poder ser así capaces de acompañar
a otros en este recorrido. Atentos a la acción de la
gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces
no resultan con tanta evidencia, pero, sobre todo, mostrarán
la belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma
en que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría
espiritual añadirán también aquellas que
provienen de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda,
tanto en el discernimiento vocacional, como en la formación
del hombre nuevo auténticamente libre. El principal instrumento
de formación es el coloquio personal, que ha de tenerse
con regularidad y cierta frecuencia, y que constituye una práctica
de comprobada e insustituible eficacia.
De cara a tareas tan delicadas, resulta verdaderamente importante
la preparación de formadores idóneos, que aseguren
en su servicio una gran sintonía con el camino seguido
por toda la Iglesia. Será conveniente crear estructuras
adecuadas para la formación de los formadores, posiblemente
en lugares que permitan el contacto con la cultura en la que
será ejercido después el propio servicio pastoral.
En esta obra formativa, los institutos más arraigados
ayuden a los de fundación más reciente, mediante
la aportación de algunos de sus mejores miembros (168).
Una formación
comunitaria y apostólica
67. Puesto que la
formación debe ser también comunitaria, su lugar
privilegiado, para los institutos de vida religiosa y las Sociedades
de vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza
la iniciación en la fatiga y en el gozo de la convivencia.
En la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios ha
puesto a su lado, aceptando tanto sus cualidades positivas como
sus diversidades y sus límites. Aprende especialmente
a compartir los dones recibidos para la edificación de
todos, puesto que «a cada cual se le otorga la manifestación
del Espíritu para provecho común» (1 Cor
12, 7) (169). Al mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde
la primera formación, debe mostrar la dimensión
intrínsecamente misionera de la consagración.
Por ello, en los institutos de vida consagrada, será
útil introducir durante el periodo de formación
inicial, y con el prudente acompañamiento del formador
o formadora, experiencias concretas que permitan ejercitar,
en diálogo con la cultura circundante, las aptitudes
apostólicas, la capacidad de adaptación y el espíritu
de iniciativa.
Si de una parte es importante que la persona consagrada se forme
de modo progresivo una conciencia evangélicamente crítica
respecto a los valores y antivalores de la cultura, tanto de
la suya propia como de la que encontrará en el futuro
campo de trabajo, de otra debe ejercitarse en el difícil
arte de la unidad de vida, de la mutua compenetración
de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos y hermanas, haciendo
propia la experiencia de que la oración es el alma del
apostolado, pero también de que el apostolado vivifica
y estimula la oración.
Necesidad de una
ratio completa y actualizada
68. Se recomienda
también a los institutos femeninos y a los masculinos,
por lo que se refiere a los religiosos hermanos, un periodo
explícitamente formativo, que se prolongue hasta la profesión
perpetua. Esto vale substancialmente también para las
comunidades claustrales, que han de elaborar un programa adecuado
para lograr una auténtica formación para la vida
contemplativa y su peculiar misión en la Iglesia.
Los padres sinodales han invitado vivamente a todos los institutos
de vida consagrada y a las Sociedades de vida apostólica
a elaborar cuanto antes una ratio institutionis, es decir, un
proyecto de formación inspirado en el carisma institucional,
en el cual se presente de manera clara y dinámica el
camino a seguir para asimilar plenamente la espiritualidad del
propio Instituto. La ratio responde hoy a una verdadera urgencia:
de un lado indica el modo de transmitir el espíritu del
Instituto, para que sea vivido en su autenticidad por las nuevas
generaciones, en la diversidad de las culturas y de las situaciones
geográficas; de otro, muestra a las personas consagradas
los medios para vivir el mismo espíritu en las varias
fases de la existencia, progresando hacia la plena madurez de
la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la renovación de la vida consagrada
depende principalmente de la formación, también
es verdad que ésta, a su vez, está unida a la
capacidad de proponer un método rico de sabiduría
espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva
a quienes desean consagrarse a asumir los sentimientos de Cristo,
el Señor. La formación es un proceso vital a través
del cual la persona se convierte al Verbo de Dios desde lo más
profundo de su ser y, al mismo tiempo, aprende el arte de buscar
los signos de Dios en las realidades del mundo. En una época
de creciente marginación de los valores religiosos por
parte de la cultura, este aspecto de la formación resulta
doblemente importante: gracias a él la persona consagrada
no sólo puede continuar a «ver » con los
ojos de la fe a Dios en un mundo que ignora su presencia, sino
que consigue incluso hacer «sensible » en cierto
modo su presencia mediante el testimonio del propio carisma.
La formación
permanente
69. La formación
permanente, tanto para los institutos de vida apostólica
como para los de vida contemplativa, es una exigencia intrínseca
de la consagración religiosa. El proceso formativo, como
se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por
la limitación humana, la persona consagrada no podrá
jamás suponer que ha completado la gestación de
aquel hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de
poseer en cada circunstancia de la vida los mismos sentimientos
de Cristo. La formación inicial, por tanto, debe engarzarse
con la formación permanente, creando en el sujeto la
disponibilidad para dejarse formar cada uno de los días
de su vida (170).
Es muy importante, por tanto, que cada Instituto incluya, como
parte de la ratio institutionis, la definición de un
proyecto de formación permanente lo más preciso
y sistemático posible, cuyo objetivo primario sea el
de acompañar a cada persona consagrada con un programa
que abarque toda su existencia. Ninguno puede estar exento de
aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; como nadie
puede tampoco presumir de sí mismo y llevar su vida con
autosuficiencia. Ninguna fase de la vida puede ser considerada
tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de
ser asistida y poder de este modo tener mayores garantías
de perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la
que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona.
En un dinamismo de
fidelidad
70. Hay una juventud
de espíritu que permanece en el tiempo y que tiene que
ver con el hecho de que el individuo busca y encuentra en cada
ciclo vital un cometido diverso que realizar, un modo específico
de ser, de servir y de amar (171).
En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción
en la actividad apostólica representan una fase por sí
misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada
y tutelada a una situación de plena responsabilidad operativa.
Es importante que las personas consagradas jóvenes sean
alentadas y acompañadas por un hermano o una hermana
que les ayuden a vivir con plenitud la juventud de su amor y
de su entusiasmo por Cristo.
La fase sucesiva puede presentar el riesgo de la rutina y la
consiguiente tentación de la desilusión por la
escasez de los resultados. Es necesario, pues, ayudar a las
personas consagradas de media edad a revisar, a luz del evangelio
y de la inspiración carismática, su opción
originaria, y a no confundir la totalidad de la entrega con
la totalidad del resultado. Esto permitirá dar nuevo
empuje y nuevas motivaciones a la decisión tomada en
su día. Es la época de la búsqueda de lo
esencial.
En la fase de la edad madura, junto con el crecimiento personal,
puede presentarse el peligro de un cierto individualismo, acompañado
a veces del temor de no estar adecuados a los tiempos, o de
fenómenos de rigidez, de cerrazón, o de relajación.
La formación permanente tiene en este caso la función
de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto
de vida espiritual y apostólica, sino también
a descubrir la peculiaridad de esta fase existencial. En efecto,
en ella, una vez purificados algunos aspectos de la personalidad,
el ofrecimiento de sí se eleva a Dios con mayor pureza
y generosidad, y revierte en los hermanos y hermanas de manera
más sosegada y discreta, a la vez que más transparente
y rica de gracia. Es el don y la experiencia de la paternidad
y maternidad espiritual.
La edad avanzada presenta problemas nuevos, que se han de afrontar
previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El
progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en algunos
casos o la inactividad forzosa, son una experiencia que puede
ser altamente formativa. Aunque sea un momento frecuentemente
doloroso, ofrece sin embargo a la persona consagrada anciana
la oportunidad de dejarse plasmar por la experiencia pascual (172),
conformándose a Cristo crucificado que cumple en todo
la voluntad del Padre y se abandona en sus manos hasta encomendarle
el espíritu. Este es un nuevo modo de vivir la consagración,
que no está vinculado a la eficiencia propia de una tarea
de gobierno o de un trabajo apostólico.
Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema de
la pasión del Señor, la persona consagrada sabe
que el Padre está llevando a cumplimiento en ella el
misterioso proceso de formación iniciado tiempo atrás.
La muerte será entonces esperada y preparada como acto
de amor supremo y de entrega total de sí mismo.
Es necesario añadir que, independientemente de las varias
etapas de la vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas
bien a causa de diversos factores externos —cambio de
lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico,
incomprensión, marginación, etc.—, bien
por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad
física o psíquica, la aridez espiritual, lutos,
problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones,
crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia,
u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil,
es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza
y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario.
Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos, la cercanía
afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también
de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad
y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido
de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que
no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en
un momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación
y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento
de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como
un instrumento providencial de formación en las manos
del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada
por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades,
sino también religiosa, marcada cada día por la
presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la cruz.
Dimensiones de la
formación permanente
71. Puesto que el
sujeto de la formación es la persona en cada fase de
la vida, el término de la formación es la totalidad
del ser humano, llamado a buscar y amar a Dios «con todo
el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas
» (Dt 6, 5) y al prójimo como a sí mismo
(cf. Lv 19, 18; Mt 22, 37-39). El amor a Dios y a los hermanos
es un dinamismo vigoroso que puede inspirar constantemente el
camino de crecimiento y de fidelidad.
La vida en el Espíritu tiene obviamente la primacía:
en ella la persona consagrada encuentra su identidad y experimenta
una serenidad profunda, crece en la atención a las insinuaciones
cotidianas de la palabra de Dios, y se deja guiar por la inspiración
originaria del propio Instituto. Bajo la acción del Espíritu
se defienden con denuedo los tiempos de oración, de silencio,
de soledad, y se implora de lo alto el don de la sabiduría
en las fatigas diarias (cf. Sab 9, 10).
La dimensión humana y fraterna exige el conocimiento
de sí mismo y de los propios límites, para obtener
el estímulo necesario y el apoyo en el camino hacia la
plena liberación. En el contexto actual revisten una
particular importancia la libertad interior de la persona consagrada,
su integración afectiva, la capacidad de comunicarse
con todos, especialmente en la propia comunidad, la serenidad
de espíritu y la sensibilidad hacia aquellos que sufren,
el amor por la verdad y la coherencia efectiva entre el decir
y el hacer.
La dimensión apostólica abre la mente y el corazón
de la persona consagrada, disponiéndola para el esfuerzo
continuo de la acción, como signo del amor de Cristo
que la apremia (cf. 2 Cor 5, 14). Esto significa, en la práctica,
la actualización de los métodos y de los objetivos
de las actividades apostólicas, en fidelidad al espíritu
y al fin pretendido por el fundador o fundadora, y a las tradiciones
maduradas sucesivamente, teniendo en cuenta las condiciones
cambiantes de la historia y la cultura, general o local, y del
ambiente en que se actúa.
La dimensión cultural y profesional, fundada en una sólida
formación teológica que capacite al discernimiento,
implica una actualización continua y una particular atención
a los diversos campos a los que se orienta cada uno de los carismas.
Es necesario por tanto mantener una mentalidad lo más
flexible y abierta posible, para que el servicio sea comprendido
y desempeñado según las exigencias del propio
tiempo, sirviéndose de los instrumentos ofrecidos por
el progreso cultural.
En la dimensión del carisma convergen, finalmente, todos
los demás aspectos, como en una síntesis que requiere
una reflexión continua sobre la propia consagración
en sus diversas vertientes, tanto la apostólica, como
la ascética y mística. Esto exige de cada miembro
el estudio asiduo del espíritu del Instituto al que pertenece,
de su historia y su misión, con el fin de mejorar así
la asimilación personal y comunitaria (173).
NOTAS:
86. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 15; S. Agustín, Regula Ad servos Dei, 1, 1: PL 32, 1372.
87. S. Cipriano, De oratione dominica, 23: PL 4, 553; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
88. Cf. Propositio 20.
89. S. Basilio, Las reglas más amplias, Interrog. 7: PG 31, 931.
90. S. Basilio, Las reglas más breves, Interrog. 225: PG 31, 1231.
91. Congregación para los Religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on Religious Life as applied to Institutes dedicated to works of the apostolate (31 mayo 1983), 51: Ench. Vat. 9, 235-237; Código de Derecho Canónico, can. 631 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 512 § 1.
92. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y los institutos de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 47-53: Ciudad del Vaticano 1994, 43-47; Propositio 19.
93. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y los institutos de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 68: Ciudad del Vaticano 1994, 63-64; Propositio 21.
94. Propositio 28.
95. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y los institutos de Vida Apostólica, Documento Vida y misión de los religiosos en la Iglesia, I. Religiosos y promoción humana (12 agosto 1980), II, 24: Ench. Vat. 7, 455.
96. Exhort. ap. post sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 31-32: AAS 81 (1989), 451-452.
97. Regula bullata, I, 1.
98. Cartas 109, 171, 196.
99. Cf. Ejercicios espirituales, Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener, en particular la Regla 13.
100. Dichos, n. 217.
101. Manuscrits autobiographiques, B, 3 v.
102. Cf. Propositio 30, A.
103. Cf. Exhort. ap. Redemptoris donum (25 marzo 1984), 15: AAS 76 (1984), 541-542.
104. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
105. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 mayo 1992), 16: AAS 85 (1993), 847-848.
106. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.
107. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, 11.
108. Congregación para los Religiosos e institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 11: AAS 70 (1978), 480.
109. Cf. ibid.
110. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 576.
111. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 586; Congregación para los Religiosos e institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 13: AAS 70 (1978), 481-482.
112. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18.
113. Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 586 § 2; 591; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 412 § 2.
114. Cf. Propositio 29, 4.
115. Cf. Propositio 49, B.
116. Propositio 54.
117. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y los institutos de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 56: Ciudad del Vaticano 1994, 48-49.
118. Apología a Guillermo de Saint Thierry, IV, 8: PL 182, 903-904.
119. Cf. Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 23.
120. Congregación para los Religiosos e institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 21: AAS 70 (1978), 486; 503-504; Código de Derecho Canónico, can. 708-709.
121. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 46.
122. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
123. Mensaje a la XIV asamblea general de la Conferencia de Religiosos de Brasil (1 Junio 1986), 4: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 16 noviembre 1986, 9.
124. Congregación para los Religiosos e institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 63: AAS 70 (1978), 504-505.
125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
126. S. Antonio M. Zaccaria, Scritti. Sermone II, Roma 1975, 129.
127. Cf. Propositio 33, A y C.
128. Cf. Propositio 33, B.
129. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y los institutos de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 62: Ciudad del Vaticano 1994, 55-56; Instr. Potissimum institutioni (2 febrero 1990), 92-93: AAS 82 (1990), 123-124.
130. Cf. Propositio 9, A.
131. Cf. Propositio 9.
132. Carta enc., Evangelium vitae (25 marzo 1995), 99: AAS 87 (1995), 514.
133. Congregación para los Religiosos e institutos seculares, Instr. Venite seorsum, acerca de la vida comtemplativa y de la clausura de las monjas (15 agosto 1969), V: AAS 61 (1969), 685.
134. Cf. ibid., I: l.c., 674.
135. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 2.
136. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
137. Cf. S. Juan de la cruz, Cántico espiritual, estr. 29, 1.
138. Cf.Código de Derecho Canónico, can. 667 § 4; Propositio 22, 4.
139. Cf. Pablo VI, Motu proprio Ecclesiae sanctae (8 junio 1966), II, 30-31: AAS 58 (1966), 780; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7 y 16; Congregación para los Religiosos e institutos seculares, Instr. Venite seorsum, acerca de la vida comtemplativa y de la clausura de las monjas (15 agosto 1969), VI: AAS 61 (1969), 686.
140. Cf. Pío XII, Const. ap. Sponsa Christi, (21 noviembre 1950), VII: AAS 43 (1951), 18-19; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 22.
141. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 588 § 1.
142. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
143. Cf. ibid., 8;10.
144. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 588 § 3; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
145. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31
146. Cf. Propositio 8.
147. Discurso en la Audiencia general (22 febrero 1995), 6: L'Osservatore Romano, ed. Semanal en lengua española, 24 febrero 1995, 3.
148. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 10.
149. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 588 § 2.
150. Cf. Propositio 10; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 15.
151. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 573; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 410.
152. Cf. Propositio 13, B.
153. Cf. Propositio 13, C.
154. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48.
155. Cf. Propositio 13, A.
156. Cf. Propositio 13, B.
157. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
158. Cf. Propositio 24.
159. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 67: Ciudad del Vaticano 1994, 62-63.
160. Cf. Propositio 48, A.
161. Cf. Propositio 48, B.
1162. Cf. Propositio 48, C.
163. Cf. Propositio 49, A.
164. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. Potisimum institutioni (2 febrero 1990), 29: AAS 82 (1990), 493.
165. Cf. Propositio 49, B.
166. Congregación para los Religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elements in the Church's teaching on Religious Life as applied to Institutes dedicated to works of the apostolate (31 mayo 1983), 45: Ench. Vat. 9, 229.
167. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 607 § 1.
168. Cf. Propositio 50.
169. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 32-33: Ciudad del Vaticano 1994, 30-32.
170. Cf. Propositio 51.
171. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 febrero 1994), 43-45: Ciudad del Vaticano 1994, 39-42.
172. Cf. Congregación para los institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. Potisimum institutioni (2 febrero 1990), 70: AAS 82 (1990), 513-514.
173. Cf. ibíd., 68: l.c., 512.
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