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CAPÍTULO I
CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS
DE LA VIDA CONSAGRADA
Icono de Cristo transfigurado
14. El fundamento
evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la
especial relación que Jesús, en su vida terrena,
estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles
no sólo a acoger el reino de Dios en la propia vida,
sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa,
dejando todo e imitando de cerca su forma de vida.
Tal existencia «cristiforme», propuesta a tantos
bautizados a lo largo de la historia, es posible sólo
desde una especial vocación y gracias a un don peculiar
del Espíritu. En efecto, en ella la consagración
bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento
de Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos,
el primero y esencial entre ellos es el vínculo sagrado
de la castidad por el reino de los cielos (23).
Este especial «seguimiento de Cristo», en cuyo
origen está siempre la iniciativa del Padre, tiene pues
una connotación esencialmente cristológica y pneumatológica,
manifestando así de modo particularmente vivo el carácter
trinitario de la vida cristiana, de la que anticipa de alguna
manera la realización escatológica a la que tiende
toda la Iglesia (24).
En el evangelio son muchas las palabras y gestos de Cristo que
iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo,
para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales,
ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo
en el misterio de la transfiguración. A este «icono»
se refiere toda una antigua tradición espiritual, cuando
relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús
«en el monte» (25). Además, a ella pueden
referirse, en cierto modo, las mismas dimensiones «activas»
de la vida consagrada, ya que la transfiguración no es
sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también
preparación para afrontar la cruz. Ella implica un «subir
al monte» y un «bajar del monte»: los discípulos
que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente
por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión
de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad,
vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más
que a «Jesús solo» en la humildad de la naturaleza
humana, y son invitados a descender para vivir con él
las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el
camino de la cruz.
«Y se transfiguró delante de ellos...»
15. «Seis días después, toma Jesús
consigo a Pedro, a santiago y a su hermano Juan, y los lleva
aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de
ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos
se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron
Moisés y Elías que conversaban con él.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús:
"Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres,
haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías".
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los
cubrió con su sombra y de la nube salía una voz
que decía:
"Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle".
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra
llenos de miedo.
Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó
y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo".
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que
a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó:
"No contéis a nadie la visión hasta que el
Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos" » (Mt 17, 1-9).
El episodio de la transfiguración marca un momento decisivo
en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación
que consolida la fe en el corazón de los discípulos,
les prepara al drama de la cruz y anticipa la gloria de la resurrección.
Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo
en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor.
Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla
el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe
y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la cruz. En un
caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe
de su misterio y envuelta por su luz.
Esta luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados
a seguir a Cristo poniendo en él el sentido último
de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol:
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado
es ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada.
En efecto, la profesión de los consejos evangélicos
los presenta como signo y profecía para la comunidad
de los hermanos y para el mundo; encuentran pues en ellos particular
resonancia las palabras extasiadas de Pedro: «Bueno es
estarnos aquí» (Mt 17, 4). Estas palabras muestran
la orientación cristocéntrica de toda la vida
cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el
carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo
de la vocación a la vida consagrada: ¡qué
hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo
exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha recibido
la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo,
se siente como seducido por su fulgor: él es «el
más hermoso de los hijos de Adán» (Sal 45,
3), el Incomparable.
«Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»
16. A los tres discípulos
extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la escucha
de Cristo, a depositar en él toda confianza, a hacer
de él el centro de la vida. En la palabra que viene de
lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con
la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública,
les había llamado a su seguimiento, sacándolos
de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad.
Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en
la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega
total de sí mismo en la profesión de los consejos
evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica
acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia.
En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones
son como rayos de la única luz de Cristo, «que
resplandece sobre el rostro de la Iglesia» (26). Los laicos,
en virtud del carácter secular de su vocación,
reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega
del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas
creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes
vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo
en el tiempo del «ya pero todavía no»,
a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada
se confía la misión de señalar al Hijo
de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que
todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece,
la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el
corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se
trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón,
amándolo »más que al padre o a la madre,
más que al hijo o a la hija » (cf. Mt 10, 37),
como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo
con la adhesión «conformadora» con Cristo
de toda la existencia, en una tensión global que anticipa,
en la medida posible en el tiempo y según los diversos
carismas, la perfección escatológica.
En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos
la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro
de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí
mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que
escogió el Hijo de Dios al venir al mundo» (27).
Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo
y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el
Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa
como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en
el amor (cf. Jn 17, 7.10); adhiriéndose, con el sacrificio
de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial,
lo confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se
complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34),
al que está perfectamente unido y del que depende en
todo.
Con tal identificación »conformadora » con
el misterio de Cristo, la vida consagrada realiza por un título
especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la
vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime
belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu santo y testimoniando
con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser
humano.
I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD
A Patre ad Patrem:
la iniciativa de Dios
17. La contemplación
de la gloria del Señor Jesús en el icono de la
Transfiguración revela a las personas consagradas ante
todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí
(cf. Jn 6, 44) una criatura suya con un amor especial para una
misión especial. «Este es mi Hijo amado: escuchadle» (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada
de una atracción interior, la persona llamada se confía
al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se
consagra totalmente a él y a su designio de salvación
(cf. 1 Cor 7, 32-34).
Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada:
una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige
de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total
y exclusiva (28). La experiencia de este amor gratuito de Dios
es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta
que debe responder con la entrega incondicional de su vida,
consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente
por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender
la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad
de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto (29).
Per Filium: siguiendo
a Cristo
18. El Hijo, camino
que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los que el
Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que orienta
su existencia. Pero a algunos —precisamente las personas
consagradas— pide un compromiso total, que comporta el
abandono de todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad
con él (30) y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).
En la mirada de Cristo (cf. Mc 10, 21), «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15), resplandor de la gloria del Padre
(cf. Hb 1, 3), se percibe la profundidad de un amor eterno e
infinito que toca las raíces del ser (31). La persona,
que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo
y seguirlo (cf. Mc 1, 16-20; 2, 14; 10, 21.28). Como Pablo,
considera que todo lo demás es «pérdida
ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús»,
ante el cual no duda en tener todas las cosas «por basura
para ganar a Cristo» (Flp 3, 8). Su aspiración
es identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y
su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor
(cf. Lc 18, 28) es un programa válido para todas las
personas llamadas y para todos los tiempos.
Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a
algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente,
exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito
de una total conformación con él. Viviendo «en
obediencia, sin nada propio y en castidad» (32), los consagrados
confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud
alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida casta,
pobre y obediente, aparece como el modo más radical de
vivir el evangelio en esta tierra, un modo —se puede decir—
divino, porque es abrazado por él, Hombre-Dios, como
expresión de su relación de Hijo unigénito
con el Padre y con el Espíritu santo. Este es el motivo
por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre
de la excelencia objetiva de la vida consagrada.
No se puede negar, además, que la práctica de
los consejos evangélicos sea un modo particularmente
íntimo y fecundo de participar también en la misión
de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret,
primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio
del plan divino en la donación total de sí misma.
Toda misión comienza con la misma actitud manifestada
por María en la anunciación: «He aquí
la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra» (Lc 1, 38).
In Spiritu: consagrados
por el Espíritu santo
19. «Una
nube luminosa los cubrió con su sombra» (Mt 17,
5). Una significativa interpretación espiritual de la
transfiguración ve en esta nube la imagen del Espíritu
santo (33).
Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada
está también en íntima relación
con la obra del Espíritu santo. Es él quien, a
lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir
el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su
acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta
Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me
dejé seducir» (20, 7). Es el Espíritu quien
suscita el deseo de una respuesta plena; es él quien
guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez
la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización;
es él quien forma y plasma el ánimo de los llamados,
configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y
moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose
guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación,
llegan a ser, día tras día, personas cristiformes,
prolongación en la historia de una especial presencia
del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los padres de la Iglesia han
calificado este camino espiritual como filocalia, es decir,
amor por la belleza divina, que es irradiación de la
divina bondad. La persona, que por el poder del Espíritu
santo es conducida progresivamente a la plena configuración
con Cristo, refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible
y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable
de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión
particularmente profunda de la Iglesia esposa, la cual, conducida
por el Espíritu a reproducir en sí los rasgos
del Esposo, se presenta ante él resplandeciente, sin
que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada
(cf. Ef 5, 27).
El Espíritu mismo, además, lejos de separar de
la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado,
las pone al servicio de los hermanos según las modalidades
propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas
particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y
del mundo, por medio de los carismas particulares de cada Instituto.
De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada,
mediante las cuales la Iglesia «aparece también
adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa
que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)» (34)
y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión
en el mundo.
Los consejos evangélicos,
don de la Trinidad
20. Los consejos
evangélicos son, pues, ante todo un don de la santísima
Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre,
por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor,
su bondad y su belleza. En efecto, «el estado religioso
[...] revela de manera especial la superioridad del Reino sobre
todo lo creado y sus exigencias radicales. Muestra también
a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de
Cristo rey y la eficacia infinita del Espíritu santo,
que realiza maravillas en su Iglesia» (35).
Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles
las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad
de las personas llamadas.
Más que con palabras, testimonian estas maravillas con
el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz
de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden
con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor
realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada
se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la
perfección, puede exclamar: «Veo la belleza de
tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata
su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí
mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué
soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto
hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera
ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me
domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme,
dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué
obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas» (36).
De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las
huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para
que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia
de la belleza divina.
El reflejo de la
vida trinitaria en los consejos
21. La referencia
de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante
revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión
del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu
santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular
intensidad el carácter trinitario y cristológico
que caracteriza toda la vida cristiana.
La castidad de los célibes y de las vírgenes,
en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón
indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-34), es el reflejo del amor infinito
que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa
de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado
hasta la entrega de su vida; amor «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu santo» (Rom 5, 5), que
anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos.
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera
del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que«siendo rico, se hizo pobre» (2 Cor 8, 9), es expresión
de la entrega total de sí que las tres Personas divinas
se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación
y se manifiesta plenamente en la encarnación del Verbo
y en su muerte redentora.
La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo
alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta
la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil,
rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza
recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa
correspondencia propia de las tres Personas divinas.
Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar
continuamente el don de los consejos evangélicos con
un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión
trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu
santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones;
al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada (37).
De este modo se convierte en manifestación y signo de
la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como
modelo y fuente de cada forma de vida cristiana.
La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas
se esfuerzan por vivir en Cristo con «un solo corazón
y una sola alma» (Hech 4, 32), se propone como elocuente
manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta
al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia;
manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos
en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración,
sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación
para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu
santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa
de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.
Consagrados como
Cristo para el reino de Dios
22. La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente continuamente
en la Iglesia» (38), por impulso del Espíritu santo,
la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero
del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos
que lo seguían (cf. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10-11;
Jn 15, 16). A la luz de la consagración de Jesús,
es posible descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda
santidad, el principio originario de la vida consagrada. En
efecto, Jesús mismo es aquel que Dios »ungió
con el Espíritu santo y con poder » (Hech 10, 38),
«aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10, 36). Acogiendo la consagración del Padre,
el Hijo a su vez se consagra a él por la humanidad (cf.
Jn 17, 19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta
su filial y total adhesión al designio del Padre (cf.
Jn 10, 30; 14, 11). Su perfecta oblación confiere un
significado de consagración a todos los acontecimientos
de su existencia terrena.
él es el obediente por excelencia, bajado del cielo no
para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf.
Jn 6, 38; Heb 10, 5.7). él pone su ser y su actuar en
las manos del Padre (cf. Lc 2, 49). En obediencia filial, adopta
la forma del siervo: «Se despojó de sí
mismo tomando condición de siervo [...], obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8). En esta
actitud de docilidad al Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo
la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma
de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa
fecundidad espiritual de la virginidad. Su adhesión plena
al designio del Padre se manifiesta también en el desapego
de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros se
hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza»
(2 Cor 8, 9). La profundidad de su pobreza se revela en la perfecta
oblación de todo lo suyo al Padre.
Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo
de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado
ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente
de la vida y del mensaje del Salvador.
II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN
Del Tabor al Calvario
23. El acontecimiento
deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro
dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro,
santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto
a Moisés y Elías, con los que —según
el evangelista Lucas— habla «de su partida, que
iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31). Los ojos
de los apóstoles están fijos en Jesús que
piensa en la cruz (cf. Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal
por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima
expresión; su pobreza llegará al despojo de todo;
su obediencia hasta la entrega de la vida.
Los discípulos y las discípulas son invitados
a contemplar a Jesús exaltado en la cruz, de la cual
«el Verbo salido del silencio» (39), en su silencio
y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia
de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro
pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando
a cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12,
32; 19, 34.37). En la contemplación de Cristo crucificado
se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen,
con el don fundamental del Espíritu, todos los dones
y en particular el don de la vida consagrada.
Después de María, madre de Jesús, Juan,
el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto
con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19, 26-27),
recibió este don. Su decisión de consagración
total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene
y le llena el corazón. Juan, al lado de María,
está entre los primeros de la larga serie de hombres
y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final,
tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al
Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf. Ap 14,
1-5) (40).
Dimensión
pascual de la vida consagrada
24. La persona consagrada,
en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu
a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor
de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más
se coloca bajo la cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece
ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza hasta el punto
de mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf. Is 53, 2-3),
precisamente en la cruz manifiesta en plenitud la belleza y
el poder del amor de Dios. san Agustín lo canta así:
«Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios [...] Es hermoso en
el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso
en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso
en los azotes; hermoso invitado a la vida, hermoso no preocupándose
de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola;
hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo.
Oíd entendiendo el cántico, y la flaqueza de su
carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura» (41).
La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa,
con su fidelidad al misterio de la cruz, creer y vivir del amor
del Padre, del Hijo y del Espíritu santo. De este modo
contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que
la cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama
sobre este mundo, el gran signo de la presencia salvífica
de Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas.
Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de
profunda admiración un gran número de personas
consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles,
incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único
Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida
oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar
lo que en la propia carne«falta a las tribulaciones
de Cristo» (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso,
en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad
incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente.
De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo,
que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante
intercesión por las necesidades de los hermanos, en el
servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir
las dificultades de los demás y en la participación
solícita en las preocupaciones y pruebas de la Iglesia.
Testigos de Cristo
en el mundo
25. Del misterio
pascual surge además la misión, dimensión
que determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización
específica propia en la vida consagrada. En efecto, más
allá incluso de los carismas propios de los institutos
dedicados a la misión ad gentes o empeñados en
una actividad de tipo propiamente apostólica, se puede
decir que la misión está inscrita en el corazón
mismo de cada forma de vida consagrada. En la medida en que
el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre
(cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16;
Gál 1, 15-16), animada por el Espíritu (cf. Lc 24, 49;
Hech 1, 8; 2, 4), coopera eficazmente a la misión del
Señor Jesús (cf. Jn 20, 21), contribuyendo de
forma particularmente profunda a la renovación del mundo.
El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen
hacia sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio
corazón a la acción del Espíritu de Cristo.
Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer
lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible
por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el
don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la
paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia
y la alegría que es fruto del Espíritu santo.
Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando
continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas
por Dios, al cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer
todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos
que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo
podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el
mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el
ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de
Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación
del evangelio.
Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea,
con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje
de los signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible
su presencia en la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar
una aportación significativa al respecto de las personas
consagradas, llamadas a dar en cada situación un testimonio
concreto de su pertenencia a Cristo.
Puesto que el hábito es signo de consagración,
de pobreza y de pertenencia a una determinada familia religiosa,
junto con los padres del Sínodo recomiendo vivamente
a los religiosos y a las religiosas que usen el propio hábito,
adaptado oportunamente a las circunstancias de los tiempos y
de los lugares (42). Allí donde válidas exigencias
apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio
Instituto, podrán emplear también un vestido sencillo
y decoroso, con un símbolo adecuado, de modo que sea
reconocible su consagración.
Los institutos que desde su origen o por disposición
de sus constituciones no prevén un hábito propio,
procuren que el vestido de sus miembros responda, por dignidad
y sencillez, a la naturaleza de su vocación (43).
Dimensión
escatológica de la vida consagrada
26. Debido a que
hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más
urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre
el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente
oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica
de la vida consagrada.
«Donde esté tu tesoro, allí estará
también tu corazón» (Mt 6, 21): el tesoro
único del Reino suscita el deseo, la espera, el compromiso
y el testimonio. En la Iglesia primitiva la espera de la venida
del Señor se vivía de un modo particularmente
intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado
de cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando
a los fieles a dirigir la mirada hacia la salvación que
va a manifestarse, »porque la apariencia de este mundo
pasa » (1 Cor 7, 31; cf. 1 Pe 1, 3-6) (44).
En este horizonte es donde mejor se comprende el papel de signo
escatológico propio de la vida consagrada. En efecto,
es constante la doctrina que la presenta como anticipación
del Reino futuro. El concilio Vaticano II vuelve a proponer
esta enseñanza cuando afirma que la consagración
«anuncia ya la resurrección futura y la gloria
del reino de los cielos» (45). Esto lo realiza sobre todo
la opción por la virginidad, entendida siempre por la
tradición como una anticipación del mundo definitivo,
que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su
totalidad.
Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente
con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre
con él. De aquí la ardiente espera, el deseo de
«sumergirse en el fuego de amor que arde en ellas y que
no es otro que el Espíritu santo»(46), espera y
deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente
a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3, 1).
Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda
que »no tenemos aquí ciudad permanente »
(Heb 13, 14), porque «somos ciudadanos del cielo»
(Flp 3, 20). Lo único necesario es buscar el reino de
Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33), invocando incesantemente
la venida del Señor.
Una espera activa:
compromiso y vigilancia
27. «¡Ven,
Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Esta espera
es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino
futuro, se traduce en trabajo y misión, para que el Reino
se haga presente ya ahora mediante la instauración del
espíritu de las bienaventuranzas, capaz de suscitar también
en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz, solidaridad
y perdón.
Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada,
que siempre ha producido frutos abundantes también para
el mundo. Con sus carismas las personas consagradas llegan a
ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado
por la fe y por la esperanza cristiana.
La tensión escatológica se convierte en misión,
para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y
ahora. A la súplica:« ¡Ven, Señor
Jesús! », se une otra invocación:«¡Venga tu Reino!» (Mt 6, 10).
Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo
es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos
y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto
al futuro. Su esperanza está fundada sobre la promesa
de Dios contenida en la Palabra revelada: la historia de los
hombres camina hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), en los que el Señor «enjugará
toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte
ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo
viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
La vida consagrada está al servicio de esta definitiva
irradiación de la gloria divina, cuando toda carne verá
la salvación de Dios (cf. Lc 3, 6; Is 40, 5). El oriente
cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los
monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian
la renovación del mundo en Cristo. En Occidente el monacato
es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas
obradas por Dios, vigilia del cumplimiento último de
la esperanza. El mensaje del monacato y de la vida contemplativa
repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud
de sentido y de alegría para la existencia humana, porque
el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará
inquieto hasta que descanse en él (47).
La Virgen María,
modelo de consagración y seguimiento
28. María
es aquella que, desde su concepción inmaculada, refleja
más perfectamente la belleza divina. «Toda hermosa
» es el título con el que la Iglesia la invoca.
«La relación que todo fiel, como consecuencia de
su unión con Cristo, mantiene con María santísima
queda aún más acentuada en la vida de las personas
consagradas [...] En todos (los institutos de vida consagrada)
existe la convicción de que la presencia de María
tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual
de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad
y el progreso de toda la comunidad» (48).
En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración,
por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por
el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la
encarnación, recuerda a los consagrados la primacía
de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su
consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella,
María aparece como modelo de acogida de la gracia por
parte de la criatura humana.
Cercana a Cristo, junto con José, en la vida oculta de
Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales
de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento
incondicional y de servicio asiduo. En ella, «templo del
Espíritu santo» (49), brilla de este modo todo el
esplendor de la nueva criatura. La vida consagrada la contempla
como modelo sublime de consagración al Padre, de unión
con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien
que identificarse con «el tipo de vida en pobreza y virginidad» (50)
de Cristo significa asumir también el tipo de vida de
María.
La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen
una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva
maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos
los cristianos, adquiere un valor específico para quien
ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. «Ahí
tienes a tu madre» (Jn 19, 27): las palabras de Jesús
al discípulo« a quien amaba » (Jn 19, 26),
asumen una profundidad particular en la vida de la persona consagrada.
En efecto, está llamada con Juan a acoger consigo a María
santísima (cf. Jn 19, 27), amándola e imitándola
con la radicalidad propia de su vocación y experimentando,
a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica
aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo,
cooperando con él en la salvación del mundo. Por
eso, la relación filial con María es el camino
privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida
y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla
en plenitud (51).
III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA
«Bueno es
estarnos aquí»: la vida consagrada en el misterio
de la Iglesia
29. En la escena
de la transfiguración, Pedro habla en nombre de los demás
apóstoles: «Bueno es estarnos aquí»
(Mt, 17, 4). La experiencia de la gloria de Cristo, aunque le
extasía la mente y el corazón, no lo aísla,
sino que, por el contrario, lo une más profundamente
al «»nosotros» de los discípulos.
Esta dimensión del «nosotros» nos lleva
a considerar el lugar que la vida consagrada ocupa en el misterio
de la Iglesia. La reflexión teológica sobre la
naturaleza de la vida consagrada ha profundizado en estos años
en las nuevas perspectivas surgidas de la doctrina del concilio
Vaticano II. A su luz se ha tomado conciencia de que la profesión
de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente
a la vida y a la santidad de la Iglesia (52). Esto significa
que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá
faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables
y característicos, como expresión de su misma
naturaleza.
Esto resulta evidente ya que la profesión de los consejos
evangélicos está íntimamente relacionada
con el misterio de Cristo, teniendo el cometido de hacer de
algún modo presente la forma de vida que él eligió,
señalándola como valor absoluto y escatológico.
Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo
para seguirlo, inauguró este género de vida que,
bajo la acción del Espíritu, se ha desarrollado
progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas
de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente
por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a
las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de
los evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.
La nueva y especial consagración
30. En la tradición de la Iglesia la profesión
religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización
de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio,
la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con
el bautismo, se desarrolla en el don de una configuración
más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión
de los consejos evangélicos (53).
Esta posterior consagración tiene, sin embargo, una peculiaridad
propia respecto a la primera, de la que no es una consecuencia
necesaria (54). En realidad, todo renacido en Cristo está
llamado a vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu,
la castidad correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia
a Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes
materiales, porque todos son llamados a la santidad, que consiste
en la perfección de la caridad (55). Pero el bautismo
no implica por sí mismo la llamada al celibato o a la
virginidad, la renuncia a la posesión de bienes y la
obediencia a un superior, en la forma propia de los consejos
evangélicos. Por tanto, su profesión supone un
don particular de Dios no concedido a todos, como Jesús
mismo señala en el caso del celibato voluntario (cf.
Mt 19, 10-12).
A esta llamada corresponde, por otra parte, un don específico
del Espíritu santo, de modo que la persona consagrada
pueda responder a su vocación y a su misión. Por
eso, como se refleja en las liturgias de oriente y Occidente,
en el rito de la profesión monástica o religiosa
y en la consagración de las vírgenes, la Iglesia
invoca sobre las personas elegidas el don del Espíritu
santo y asocia su oblación al sacrificio de Cristo (56).
La profesión de los consejos evangélicos es también
un desarrollo de la gracia del sacramento de la confirmación,
pero va más allá de las exigencias normales de
la consagración crismal en virtud de un don particular
del Espíritu, que abre a nuevas posibilidades y frutos
de santidad y de apostolado, como demuestra la historia de la
vida consagrada.
En cuanto a los sacerdotes que profesan los consejos evangélicos,
la experiencia misma muestra que el sacramento del Orden encuentra
una fecundidad peculiar en esta consagración, puesto
que presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más
estrecha al Señor. El sacerdote que profesa los consejos
evangélicos encuentra una ayuda particular para vivir
en sí mismo la plenitud del misterio de Cristo, gracias
también a la espiritualidad peculiar de su Instituto
y a la dimensión apostólica del correspondiente
carisma. En efecto, en el presbítero la vocación
al sacerdocio y a la vida consagrada convergen en profunda y
dinámica unidad.
De valor inconmensurable es también la aportación
dada a la vida de la Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados
íntegramente a la contemplación. Especialmente
en la celebración eucarística realizan una acción
de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento
de sí mismos, en comunión con Cristo que se ofrece
al Padre para la salvación del mundo entero (57).
Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano
31. Las diversas formas de vida en las que, según el
designio del Señor Jesús, se articula la vida
eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que
interesa detenerse.
Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo,
participan de una dignidad común; todos son llamados
a la santidad; todos cooperan a la edificación del único
cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación
y el don recibido del Espíritu (cf. Rom 12, 38) (58). La
igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del
Espíritu; está fundada en el bautismo y la confirmación
y corroborada por la eucaristía. Sin embargo, también
es obra del Espíritu la variedad de formas. él
constituye la Iglesia como una comunión orgánica
en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios (59).
Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a
la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas,
dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro
aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente
o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además,
están al servicio unas de otras para el crecimiento del
cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el
mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el bautismo y
en la confirmación, pero el ministerio ordenado y la
vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma
específica de consagración, en razón de
una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos
los miembros del pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la
misión de los laicos, de los que es propio «el
buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades
temporales y ordenándolas según Dios» (60).
Los ministros ordenados, además de esta consagración
fundamental, reciben la consagración en la ordenación
para continuar en el tiempo el ministerio apostólico.
Las personas consagradas, que abrazan los consejos evangélicos,
reciben una nueva y especial consagración que, sin ser
sacramental, las compromete a abrazar —en el celibato,
la pobreza y la obediencia— la forma de vida practicada
personalmente por Jesús y propuesta por él a los
discípulos. Aunque estas diversas categorías son
manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos
tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter
secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados
la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.
El valor especial de la vida consagrada
32. En este armonioso conjunto de dones, se confía a
cada uno de los estados de vida fundamentales la misión
de manifestar, en su propia categoría, una u otra de
las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida
laical tiene la misión particular de anunciar el evangelio
en medio de las realidades temporales, en el ámbito de
la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible
los que han recibido el orden sagrado, especialmente los obispos.
Ellos tienen la tarea de apacentar el pueblo de Dios con la
enseñanza de la Palabra, la administración de
los sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio
de la comunión eclesial, que es comunión orgánica,
ordenada jerárquicamente (61).
Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe
reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que
refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto,
ella es una manifestación particularmente rica de los
bienes evangélicos y una realización más
completa del fin de la Iglesia que es la santificación
de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido,
anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del
Reino de los cielos presente ya en germen y en el misterio (62),
los hijos de la resurrección no tomarán mujer
o marido, sino que serán como ángeles de Dios
(cf. Mt 22, 30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino (63),
considerada con razón la «puerta» de toda
la vida consagrada (64), es objeto de la constante enseñanza
de la Iglesia. Esta manifiesta, al mismo tiempo, gran estima
por la vocación al matrimonio, que hace de los cónyuges
«testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre
Iglesia como símbolo y participación de aquel
amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó
por ella» (65).
En este horizonte común a toda la vida consagrada, se
articulan vías distintas entre sí, pero complementarias.
Los religiosos y las religiosas dedicados íntegramente
a la contemplación son en modo especial imagen de Cristo
en oración en el monte (66). Las personas consagradas
de vida activa lo manifiestan «anunciando a las gentes
el reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo
a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños
y haciendo el bien a todos» (67). Las personas consagradas
en los institutos seculares realizan un servicio particular
para la venida del reino de Dios, uniendo en una síntesis
específica el valor de la consagración y el de
la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo
y a partir del mundo (68), «se esfuerzan por impregnar
todas las cosas con el espíritu evangélico, para
fortaleza y crecimiento del cuerpo de Cristo» (69). Participan,
para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia mediante
el testimonio personal de vida cristiana, el empeño por
ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración
en el servicio de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo
de vida secular que les es propio (70).
Testimoniar el evangelio de las bienaventuranzas
33. Misión peculiar de la vida consagrada es mantener
viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales
del evangelio, dando «un testimonio magnífico y
extraordinario de que sin el espíritu de las bienaventuranzas
no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios» (71).
De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia
del pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad
de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el
Espíritu santo (cf. Rom 5, 5), reflejando en la conducta
la consagración sacramental obrada por Dios en el bautismo,
la confirmación o el orden. En efecto, se debe pasar
de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad
de la vida cotidiana. La vida consagrada, con su misma presencia
en la Iglesia, se pone al servicio de la consagración
de la vida de cada fiel, laico o clérigo.
Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben
también del testimonio propio de las demás vocaciones
una ayuda para vivir íntegramente la adhesión
al misterio de Cristo y de la Iglesia en sus múltiples
dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco,
se hace más elocuente y eficaz la misión de la
vida consagrada: señalar como meta a los demás
hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la
felicidad definitiva que está en Dios.
Imagen viva de la Iglesia-Esposa
34. Importancia particular tiene el significado esponsal de
la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la
Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo,
del cual recibe todo bien. En esta dimensión esponsal,
propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la
que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole
especial de su relación con el Señor.
A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria
que presenta a María con los Apóstoles en el cenáculo
en espera orante del Espíritu santo (cf. Hech 1, 13-14).
Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa,
atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger
su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge
sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta
en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu
para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio
de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la
atención pastoral. En María está particularmente
viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que
la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina
a través de su amor total de virgen.
La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en
María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede
una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento
de la vida divina en los corazones (72). La persona consagrada,
siguiendo las huellas de María, nueva Eva, manifiesta
su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra, para colaborar
en la formación de la nueva humanidad con su dedicación
incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta
plenamente su maternidad tanto por la comunicación de
la acción divina confiada a Pedro, como por la acogida
responsable del don divino, típica de María.
Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio
ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada
el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas
formas de diaconía (73).
IV. GUIADOS POR EL ESPIRITU DE sanTIDAD
Existencia «transfigurada»: llamada a la santidad
35. «Al oír esto los discípulos cayeron
rostro en tierra llenos de miedo» (Mt 17, 6). Los sinópticos
ponen de relieve en el episodio de la Transfiguración,
con matices diversos, el temor de los discípulos. El
atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se
sientan atemorizados ante la Majestad divina que los envuelve.
Siempre que el hombre experimenta la gloria de Dios se da cuenta
también de su pequeñez y de aquí surge
una sensación de miedo. Este temor es saludable. Recuerda
al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo lo
empuja con una llamada urgente a la «santidad».
Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a«escuchar» a Cristo, deben sentir una profunda exigencia
de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto
de relieve en el Sínodo, esta exigencia se refiere en
primer lugar a la vida consagrada. En efecto, la vocación
de las personas consagradas a buscar ante todo el reino de Dios
es, principalmente, una llamada a la plena conversión,
en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el
Señor, para que Dios sea todo en todos. Los consagrados,
llamados a contemplar y testimoniar el rostro «transfigurado»
de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada.
A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación
final de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo: «Los
santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación
en las circunstancias más difíciles a lo largo
de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente
pedir con asiduidad a Dios santos. Los institutos de vida consagrada,
por la profesión de los consejos evangélicos,
sean conscientes de su misión especial en la Iglesia
de hoy, y nosotros debemos animarlos en esa misión» (74).
De estas consideraciones se han hecho eco los padres de la IX
Asamblea sinodal, afirmando: «La vida consagrada ha sido
a través de la historia de la Iglesia una presencia viva
de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado
de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del
proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la
civilización del amor, la gran familia de los hijos de
Dios» (75).
La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos
evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad.
Las mismas expresiones con las que la define —escuela
del servicio del Señor, escuela de amor y santidad, camino
o estado de perfección— indican tanto la eficacia
y riqueza de los medios propios de esta forma de vida evangélica,
como el empeño particular de quienes la abrazan (76).
No es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados
hayan dejado testimonios elocuentes de santidad y hayan realizado
empresas de evangelización y de servicio particularmente
generosas y arduas.
Fidelidad al carisma
36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona
hay algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la
vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados.
Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente
patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta
fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras,
don del Espíritu santo, se descubren más fácilmente
y se reviven con más fervor los elementos esenciales
de la vida consagrada.
En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación:
hacia el Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente
su voluntad mediante un proceso de conversión continua,
en el que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la
castidad manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho
de cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la
sed de justicia que Dios prometió saciar (cf. Mt 5, 6).
En esta perspectiva el carisma de cada Instituto animará
a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios
o de Dios, como se dice de santo Domingo (77), para gustar qué
bueno es el Señor (cf. Sal 33, 9) en todas las situaciones.
Los carismas de vida consagrada implican también una
orientación hacia el Hijo, llevando a cultivar con él
una comunión de vida íntima y gozosa, en la escuela
de su servicio generoso de Dios y de los hermanos. De este modo,
«la mirada progresivamente cristificada, aprende a alejarse
de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de
cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría
dejarse conquistar por el Espíritu» (78), y posibilita
así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo
con él en la difusión de su Reino.
Por último, cada carisma comporta una orientación
hacia el Espíritu santo, ya que dispone la persona a
dejarse conducir y sostener por él, tanto en el propio
camino espiritual como en la vida de comunión y en la
acción apostólica, para vivir en aquella actitud
de servicio que debe inspirar toda decisión del cristiano
auténtico.
En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar
de las características específicas de los diversos
modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el
hecho mismo de que en ellos domina «una profunda preocupación
por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos
de su misterio» (79), aspecto específico llamado
a encarnarse y desarrollarse en la tradición más
genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones
o Estatutos (80).
Fidelidad creativa
37. Se invita pues a los institutos a reproducir con valor la
audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras
como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el
mundo de hoy (81). Esta invitación es sobre todo una llamada
a perseverar en el camino de santidad a través de las
dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana.
Pero es también llamada a buscar la competencia en el
propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a
la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario,
a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena
docilidad a la inspiración divina y al discernimiento
eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de
que la garantía de toda renovación que pretenda
ser fiel a la inspiración originaria está en la
búsqueda de la conformación cada vez más
plena con el Señor (82).
En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada
Instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla,
porque en ella y en las Constituciones se contiene un itinerario
de seguimiento, caracterizado por un carisma específico
reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la
Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio
seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces
de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la
inspiración inicial.
Oración y ascesis: el combate espiritual
38. La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada
sólo en el silencio de la adoración ante la infinita
trascendencia de Dios: «Debemos confesar que todos tenemos
necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la
teología, para poder valorizar plenamente su propia alma
sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide
nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro
tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34,
33) [...]; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una
lucha sin amor y perdón [...]. Todos, tanto creyentes
como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita
al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender
esa palabra» (83). Esto comporta en concreto una gran fidelidad
a la oración litúrgica y personal, a los tiempos
dedicados a la oración mental y a la contemplación,
a la adoración eucarística, los retiros mensuales
y los ejercicios espirituales.
Es necesario también tener presentes los medios ascéticos
típicos de la tradición espiritual de la Iglesia
y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una
ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad.
La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de
la naturaleza humana herida por el pecado, es verdaderamente
indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a
la propia vocación y seguir a Jesús por el camino
de la cruz.Es necesario también reconocer y superar algunas
tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan
bajo la apariencia de bien. Así, por ejemplo, la legítima
exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus
desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento,
con disminución del fervor espiritual o con actitudes
de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual
más elevada podría empujar a las personas consagradas
a un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás
fieles, mientras que la urgencia de una cualificación
legítima y necesaria puede transformarse en una búsqueda
excesiva de eficacia, como si el servicio apostólico
dependiera prevalentemente de los medios humanos, más
que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos,
puede llevar a la adopción de un estilo de vida secularizado
o a una promoción de los valores humanos en sentido puramente
horizontal. El compartir las aspiraciones legítimas de
la propia nación o cultura podría llevar a abrazar
formas de nacionalismo o a asumir prácticas que tienen,
por el contrario, necesidad de ser purificadas y elevadas a
la luz del evangelio.
El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación
del combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que
hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición
ha visto con frecuencia representado el combate espiritual en
la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afronta
para acceder a su bendición y a su visión (cf.
Gén 32, 23-31). En esta narración de los principios de
la historia bíblica las personas consagradas pueden ver
el símbolo del empeño ascético necesario
para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor
y de los hermanos.
Promover la santidad
39. Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso
de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer
y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección.
«Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo
de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación
personal en un clima de oración siempre más intensa
y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del
más necesitado» (84).
Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su
propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos
y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas,
como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales,
jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual.
De este modo se favorece el progreso en la oración de
personas que podrán después realizar un mejor
discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender
opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe. En
efecto, las personas consagradas «a través de su
ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo
de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la
santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio» (85).
El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar
más aún a quienes, por su misma opción
de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás.
«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza
renovada
40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó
y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo'"»
(Mt 17, 7). Como los tres apóstoles en el episodio de
la Transfiguración, las personas consagradas saben por
experiencia que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor
sensible que hace exclamar: »Bueno es estarnos aquí
» (Mt 17, 4). Sin embargo, es siempre una vida «
tocada » por la mano de Cristo, conducida por su voz y
sostenida por su gracia.
«Levantaos, no tengáis miedo». Esta invitación
del Maestro se dirige obviamente a cada cristiano. Pero con
mayor motivo a quien ha sido llamado a «dejarlo todo»
y, por consiguiente, a «arriesgarlo todo» por Cristo.
De modo especial es válida siempre que, con el Maestro,
se baja del «monte» para tomar el camino que lleva
del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo
sobre su misterio pascual, Lucas emplea significativamente el
término «partida» (éxodos): «Hablaban
de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén»
(Lc 9, 31). «Éxodo»: término fundamental
de la revelación, al que se refiere toda la historia
de la salvación, y que expresa el sentido profundo del
misterio pascual. Tema particularmente vinculado a la espiritualidad
de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado.
En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al
mysterium Crucis. Sin embargo, este comprometido «camino
de éxodo», visto desde la perspectiva del Tabor,
aparece como un camino entre dos luces: la luz anticipadora
de la Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.
La vocación a la vida consagrada —en el horizonte
de toda la vida cristiana—, a pesar de sus renuncias y
sus pruebas, y más aún gracias a ellas, es camino
«de luz», sobre el que vela la mirada del redentor:
«Levantaos, no tengáis miedo».
NOTAS:
23. Cf. Propositio 3, A y B.
24. Cf. Propositio 3, C.
25. Cf. Casiano: «Secessit tanem solus in monte orare, per hoc scilicet nos instruens suae secessionis exemplo... ut similiter secedamus» (Conlat. 10, 6: PL 49, 827); S. Jerónimo: «Et Christum quaeras in solitudine et ores solus in monte cum Iesu» (Ep. Ad Paulinum, 58, 4, 2: PL 22, 582); Guillermo de S. Thierry: «(Vita solitaria) ab ipso Domino familiarissime celebrata, ab eius discipulis ipso praesente concupita: cuius transfigurationis gloriam cum vidissent qui cum eo in monte sancto erant, continuo Petrus... optimum sibi iudicavit in hoc semper esse» (Ad frates de Monte Dei, I, 1: PL, 184, 310).
26. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
27. Ibid., 44. 28. Cf. Congregación para los Religiosos y los institutos seculares, Instr. Essential elementes in the Church's teaching on Religious Life as applied to Institutes dedicated to works of the apostolate (31 mayo 1983), 5: Ench. Vat., 9, 184.
29. Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 186, a. 1.
30. Cf. Propositio 16.
31. Cf. Exhort. ap. Redemptoris donum (25 marzo 1984), 3: AAS 76 (1984), 515-517.
32. S. Francisco de Asis, Regula bullata, I, 1.
33. «Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine; Spiritu in nube clara»: S. Tomas de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 45, a. 4, ad. 2.
34. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 1.
35. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.
36. Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos, II, vv. 9-27: SCh 156, 178-179.
37. Cf. Discurso en la Audiencia general (9 noviembre 1994), 4: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 11 noviembre 1994, 3.
38. Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.
39. S. Ignacio de Antioquía, Carta a los magnesios, 8, 2: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 237.
40. Cf. Propositio 3.
41. S. Agustín, Enarr. in Psal. 44, 3: PL 36, 495-496.
42. Cf. Propositio 25; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 17.
43. Cf. Propositio 25.
44. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 42.
45. Ibíd., 44.
46. B. Isabel de la Trinidad, Le ciel dans la foe. Traité Spiritual, I, 14: Œuvres complétes, Paris, 1991, 106.
47. Cf. S. Agustín, Confesiones, I, 1: PL 32, 661.
48. Discurso en la Audiencia general (29 marzo 1995), 1: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 31 marzo 1995, 23.
49. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 53.
50. Ibid., 46.
51. Cf. Propositio 55.
52. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44.
53. Cf. Exhort. ap. Redemptoris donum (25 marzo 1984): AAS 76 (1984), 522-524.
54. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44; Discurso en la Audiencia general (26 octubre 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 28 octubre 1994, 3.
55. Cf. Ibid., 42.
56. Cf. Ritual Romano, Rito de la Profesión religiosa: solemne bendición o consagración de los profesos, n. 67, y de las profesas, n. 72; Pontifical Romano, Rito de la consagración de las Vírgenes, n. 38: solemne oración de consagración; Eucologion sive Rituale Graecorum, Officium parvi habitum it est Mandiae, 384-385; Pontificale Iuxta Ritum Ecclesiae Syrorum occidentalum it est Antiochiae, Ordo rituum monasticorum, Typis Polyglotis Vaticanis 1942, 307-309.
57. Cf. S. Pedro Damiani, Liber qui appellatur «Dominus vobiscum» ad Leonem Eremitam: PL 145, 231-252.
58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 32; Código de Derecho Canónico, can. 208; Código de los Cánones de la Iglesias Orientales, can. 11.
59. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; 12; 3; Const. past. Gaudium et spes, sobre la iglesia en el mundo actual, 32; Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 3; Exhort. ap. post sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (28 mayo 1992), 15: AAS 85 (1993), 847.
60. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
61. Cf.. ibid., 12; Exhort. ap. Post sinodal (30 diciembre 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428. r]
62. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.
63. Cf. Concilio de Trento, ses. XXXIV, can. 10: DS 1810; Pío XII, Carta enc. Sacra virginitas (25 marzo 1954): AAS 46 (1954), 176.
64. Cf. Propositio 17.
65. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 41.
66. Cf. ibi., 46.
67. Ibid.
68. Cf. Pío XII, Motu propio Primo feliciter (12 marzo 1948), 6: AAS 40 (1948), 284.
69. Código de Derecho Canónico, can. 713 § 1; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 563 § 2.
70. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 713 § 2. En este mismo can. 713 § 3 se habla específicamente de los miembros «clérigos».
71. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
72. santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrits autobiographiques, B, 2 vo: «Ser tu esposa, oh Jesús... ser, en mi unión contigo, madre de las almas».
73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 8; 10; 12.
74. Sínodo de los obispos, II asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei misterya Christi celebrans pro salute mundi (7 diciembre 1985), II, A, 4: Ench. Vat. 9, 1753.
75. Sínodo de los obispos, IX asamblea general extraordinaria, Mensaje del Sínodo (27 octubre 1994), 9: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 noviembre 1994, 6.
76. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 184, a. 5, ad. 2; II-II, q. 186, a. 2, ad. 1.
77. Cf. Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum. Acta canonizationis sancti Dominici: Monumenta Ordinis Praedicatorum historica 16 (1935), 30.
78. Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 12: AAS 87 (1985), 758. [
79. Congregación para los Religiosos e institutos seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 51: AAS 70 (1978), 500.
80. Cf. Propositio 26.
81. Cf. Propositio 27.
82. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 2.
83. Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 16: AAS 87 (1995), 762.
84. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 42: AAS 87 (1995), 32.
85. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 69: AAS 68 (1976), 58.
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