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CAPÍTULO I
EL
PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Naturaleza del presbiterado
2. El Señor
Jesús, "a quien el Padre santificó y envió
al mundo" (Jn 10, 36), hace partícipe a todo su
cuerpo místico de la unción del Espíritu
con que El está ungido[2]: puesto que en El todos los
fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a
Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian
el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz
admirable[3]. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido
en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe
glorificar a Jesús en su corazón[4] y dar testimonio
de El con espíritu de profecía[5].
Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran
en un solo cuerpo, en que "no todos los miembros tienen
la misma función" (Rom 12, 4), entre ellos constituyó
a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la
sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden,
para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados[6], y desempeñar
públicamente, en nombre de Cristo, la función
sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados
los apóstoles, como El había sido enviado por
el Padre[7], Cristo hizo partícipes de su consagración
y de su misión, por medio de los mismos apóstoles,
a los sucesores de éstos, los obispos[8], cuya función
ministerial fue confiada a los presbíteros[9], en grado
subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del
presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para
el puntual cumplimiento de la misión apostólica
que Cristo les confió[10].
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al
Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo
forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio
de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos
de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento
peculiar por el que los presbíteros, por la unción
del Espíritu santo, quedan marcados con un carácter
especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma,
que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza[11].
Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles,
Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre
las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado
ministerio del evangelio, para que sea grata la oblación
de los pueblos, santificada por el Espíritu santo[12].
Pues por el mensaje apostólico del evangelio se convoca
y congrega el pueblo de Dios, de forma que, santificados por
el Espíritu santo todos los que pertenecen a este Pueblo,
se ofrecen a sí mismos "como hostia viva, santa;
agradable a Dios" (Rom 12, 1). Por el ministerio de los
presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los
fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único,
que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta
y sacramentalmente en la eucaristía, hasta que venga
el mismo Señor[13]. A este sacrificio se ordena y en
él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque
su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su
naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que
"todo el pueblo redimido, es decir, la congregación
y sociedad de los santos ofrezca a Dios un sacrificio universal
por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí
mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos
el cuerpo de tan sublime cabeza"[14].
Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con
su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios
Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben
consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada
en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia,
los presbíteros, ya se entreguen a la oración
y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan
el sacrificio eucarístico, ya administren los demás
sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien
de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la
gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la
vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo,
se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor,
cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre[15].
Condición
de los presbíteros en el mundo
3. Los presbíteros,
tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los
mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y
sacrificios por los pecados[16], moran con los demás
hombres como con hermanos. Así también el Señor
Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por
el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en
todo a sus hermanos, fuera del pecado[17]. Ya le imitaron los
santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de
las gentes,"elegido para predicar el evangelio de Dios"
(Rom1, 1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para
todos, para salvarlos a todos[18]. Los presbíteros del
nuevo testamento, por su vocación y por su ordenación,
son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios,
no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno,
sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la
que el Señor los llama[19]. No podrían ser ministros
de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida
distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a
los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a
su condición[20]. Su mismo ministerio les exige de una
forma especial que no se conformen a este mundo[21]; pero, al
mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres,
y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso
atraer a las que no pertenecen todavía a este redil,
para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme
un solo rebaño y un solo pastor[22]. Mucho ayudan para
conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian
en el trato social, como son la bondad de corazón, la
sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua
preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades
que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad
en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de
amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Flp 4, 8)[23].
NOTAS
[2] Cf. Mt 3,
16; Lc 4, 18; Hech 4, 27; 10, 38.
[3] Cf. 1 Pe 2, 5 y 9.
[4] Cf. 1 Pe 3, 15.
[5] Cf. Ap 19, 10; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
n. 35: AAS 57 (1965) 40-41.
[6] Conc. Trident. Sess. 23, cap. 1 y can. 1: Denz., 957, 7,
961 (1764 y 1771).
[7] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 18: AAS
57 91965) 14-15.
[8] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS
57 (1965) 33-36.
[9] Cf. Ibid.
[10] Cf. Pontif. Romanum, "De la ordenación del
presbítero", prefacio. Estas palabras se encuentran
ya en el Sacramentario Veronensi, ed. L. C. Mohlberg, Roma,
1957, p. 9; también en el Libro Sacramentorum Romanae
Ecclesiae, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1960, p. 25; en el Missale
Francorum, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; en el Pontif.
Romano Germánico, ed. Vogel-Elze, Citta del Vaticano,
1963, vol. I, p. 34.
[11] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 10: AAS
57 (1965)14-15.
[12] Cf. Rom 15, 16 gr.
[13] Cf. 1 Cor11, 26.
[14] S. Augustinus, De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284.
[15] Cf. 1 Cor 15, 24.
[16] Cf. Heb 5, 1.
[17] Cf. Heb 2, 17, 4, 15.
[18] Cf. 1 Cor 9, 19-23 Vg.
[19] Cf. Hech 13, 2.
[20] Cf. Pablo VI, Encicl. Ecclesiam Suam, del 6 de agosto de
1964: AAS 56 (1964), pp. 627 y 638: "Este estudio de perfeccionamiento
espiritual y moral se ve estimulado aun exteriormente por las
condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. No puede permanecer
inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que
le rodea. Estos cambios influyen de mil maneras en ella, y le
imponen su marcha y sus condiciones. Es evidente que la Iglesia
no está separada del mundo, sino que vive en él.
Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran
su cultura, aceptan sus leyes, adoptan sus costumbres. Este
contacto inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le
crea una continua situación problemática, hoy
gravísima... He aquí cómo enseñaba
S. Pablo a los cristianos de la primera generación: "No
os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. ¿Qué
consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué
comunidad entre la luz y las tinieblas?..., ¿Qué
participación tiene el fiel con el infiel?" (2 Cor 6, 14-15). La pedagogía cristiana deberá recordar
siempre al discípulo de nuestro tiempo esta su privilegiada
condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo,
según el deseo mismo de Jesús que antes citamos
con respecto a sus discípulos: "No pido que los
saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son
del mundo, como yo no soy del mundo" (Jn 17, 15-16).
La Iglesia hace suya esta oración.
Sin embargo, esta diferencia no es lo mismo que separación,
ni manifiesta indiferencia, ni miedo, ni desprecio. Pues cuando
la Iglesia se distingue de la humanidad está tan lejos
de oponérsele que, incluso, está unida a ella.
[21] Cf. Rom 12, 2.
[22] Cf. Jn 10, 14-16.
[23] Cf. S. Policarpo, Epist. ad Philippenses, VI, 1 (ed. F.
X. Funk, Patres Apostolici, I, p. 303): "Sean los presbíteros
inclinados a la conmiseración, misericordiosos para con
todos, conduzcan a buen camino a los que yerran, visiten a todos
los enfermos, no desprecien a las viudas, a los pupilos, ni
a los pobres; por el contrario, preocúpense siempre del
bien delante de Dios y de los hombres, absténgase de
la ira, de la acepción de personas; vivan lejos de toda
avaricia, no crean fácilmente lo que se dice contra otros,
no sean demasiado severos cuando juzgan, sabiendo que todos
somos deudores del pecado".
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