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CAPÍTULO VII
EL OBISPO
ANTE LOS RETOS ACTUALES
«¡Ánimo!:
yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33)
66. En la Sagrada
Escritura la Iglesia se compara a un rebaño, «
cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo
anunció. Aunque son pastores humanos quienes gobiernan
las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las
guía y alimenta; él, el Buen pastor y Cabeza de
los pastores» (277). ¿Acaso no es Jesús
mismo quien llama a sus discípulos pusillus grex y les
exhorta a no tener miedo, sino a cultivar la esperanza? (cf.
Lc 12, 32) .
Jesús repitió varias veces esta exhortación
a sus discípulos: «En el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido
al mundo» (Jn 16, 33). Cuando estaba para volver al Padre,
después de lavar los pies a los Apóstoles, les
dijo: «No se turbe vuestro corazón», y
añadió, «yo soy el Camino [...]. Nadie
va al Padre sino por mí» (Jn 14, 1-6). El pequeño
rebaño, la Iglesia, ha emprendido este Camino, que es
Cristo, y guiada por él, el Buen pastor que «cuando
ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas
le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10, 4).
A imagen de Jesucristo y siguiendo sus huellas, el obispo sale
también a anunciarlo al mundo como Salvador del hombre,
de todos los hombres. Como misionero del evangelio, actúa
en nombre de la Iglesia, experta en humanidad y cercana a los
hombres de nuestro tiempo. Por eso, afianzado en el radicalismo
evangélico, tiene además el deber de desenmascarar
las falsas antropologías, rescatar los valores despreciados
por los procesos ideológicos y discernir la verdad. Sabe
que puede repetir con el Apóstol: «Si nos fatigamos
y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo,
que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los
creyentes» (1 Tim 4, 10).
La labor del obispo se ha de caracterizar, pues, por la parresía,
que es fruto de la acción del Espíritu (cf. Hech
4, 31). De este modo, saliendo de sí mismo para anunciar
a Jesucristo, el obispo asume con confianza y valentía
su misión, factus pontifex, convertido realmente en «
puente» tendido a todo ser humano. Con pasión
de pastor, sale a buscar las ovejas, siguiendo a Jesús,
que dice: «También tengo otras ovejas, que no
son de este redil; también a ésas las tengo que
conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo
rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).
Artífice
de justicia y de paz
67. En este ámbito
de espíritu misionero, los padres sinodales se refirieron
al obispo como profeta de justicia. Hoy más que ayer,
la guerra de los poderosos contra los débiles ha abierto
profundas divisiones entre ricos y pobres. ¡Los pobres
son legión! En el seno de un sistema económico
injusto, con disonancias estructurales muy fuertes, la situación
de los marginados se agrava de día en día. En
la actualidad hay hambre en muchas partes de la tierra, mientras
en otras hay opulencia. Las víctimas de estas dramáticas
desigualdades son sobre todo los pobres, los jóvenes,
los refugiados. En muchos lugares, también la mujer es
envilecida en su dignidad de persona, víctima de una
cultura hedonista y materialista.
Ante estas situaciones de injusticia, y muchas veces sumidos
en ellas, que abren inevitablemente la puerta a conflictos y
a la muerte, el obispo es defensor de los derechos del hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios. Predica la doctrina moral
de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde la concepción
hasta su término natural; predica la doctrina social
de la Iglesia, fundada en el evangelio, y asume la defensa de
los débiles, haciéndose la voz de quien no tiene
voz para hacer valer sus derechos. No cabe duda de que la doctrina
social de la Iglesia es capaz de suscitar esperanza incluso
en las situaciones más difíciles, porque, si no
hay esperanza para los pobres, no la habrá para nadie,
ni siquiera para los llamados ricos.
Los obispos condenaron enérgicamente el terrorismo y
el genocidio, y levantaron su voz por los que lloran a causa
de injusticias, sufren persecución, están sin
trabajo; por los niños ultrajados de innumerables y gravísimas
maneras. Como la santa Iglesia, que en el mundo es sacramento
de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano (278), el obispo es también
defensor y padre de los pobres, se preocupa por la justicia
y los derechos humanos, es portador de esperanza (279).
La palabra de los padres sinodales, junto con la mía,
fue explícita y fuerte. «No hemos podido cerrar
nuestros oídos al eco de tantos otros dramas colectivos
[...]. Se impone un cambio de orden moral [...]. Algunos males
endémicos, sub- estimados durante mucho tiempo, pueden
conducir a la desesperación de poblaciones enteras. ¿Cómo
callarse frente al drama persistente del hambre y la pobreza
extrema en una época en la cual la humanidad posee como
nunca los medios para un reparto equitativo? No podemos dejar
de expresar nuestra solidaridad con la masa de refugiados e
inmigrantes que, como consecuencia de la guerra, de la opresión
política o de la discriminación económica,
se ven forzados a abandonar su tierra, en busca de un trabajo
y con la esperanza de paz. Los estragos del paludismo, la expansión
del sida, el analfabetismo, la falta de porvenir para tantos
niños y jóvenes abandonados en la calle, la explotación
de mujeres, la pornografía, la intolerancia, la instrumentalización
inaceptable de la religión para fines violentos, el tráfico
de droga y el comercio de las armas,... ¡La lista no es
exhaustiva! Sin embargo, en medio de todas estas calamidades,
los humildes levantan la cabeza. El Señor los mira y
los apoya: “Por la opresión del humilde y el gemido
del pobre me levantaré, dice el Señor” (Sal
12, 6)» (280).
Es obvio que, ante este cuadro dramático, resulta urgente
un llamamiento a la paz y un compromiso en favor suyo. En efecto,
siguen aún activos los focos de conflicto heredados del
siglo anterior y de todo el milenio. Tampoco faltan conflictos
locales que crean heridas profundas entre culturas y nacionalidades.
Y, ¿cómo callar sobre los fundamentalismos religiosos,
siempre enemigos del diálogo y de la paz? En muchas regiones
del mundo la tierra se parece a un polvorín a punto de
explotar y diseminar sobre la familia humana enormes sufrimientos.
En esta situación la Iglesia sigue anunciando la paz
de Cristo, que en el sermón de la montaña ha proclamado
bienaventurados a «los que trabajan por la paz»
(Mt 5, 9). . La paz es una responsabilidad universal que pasa
por los mil pequeños actos de la vida cotidiana. Espera
en sus profetas y artífices, que no han de faltar, sobre
todo en las comunidades eclesiales, de las que el obispo es
pastor. A ejemplo de Jesús, que ha venido para anunciar
la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia
del Señor (cf. Lc 4, 16-21). , estará siempre dispuesto
para enseñar que la esperanza cristiana está íntimamente
unida al celo por la promoción integral del hombre y
la sociedad, como enseña la doctrina social de la Iglesia.
Por lo demás, el obispo, cuando se encuentra en una eventual
situación de conflicto armado, que lamentablemente no
faltan, aun cuando exhorte al pueblo a defender sus derechos,
debe advertir siempre que todo cristiano tiene la obligación
de excluir la venganza y estar dispuesto al perdón y
al amor de los enemigos (281). En efecto, no hay justicia sin
perdón. Por más que sea difícil de aceptar,
ésta es una afirmación que cualquier persona sensata
da por descontada: una verdadera paz sólo es posible
por el perdón (282).
El diálogo
interreligioso, sobre todo en favor de la paz en el mundo
68. Como he repetido
en otras circunstancias, el diálogo entre las religiones
debe estar al servicio de la paz entre los pueblos. En efecto,
las tradiciones religiosas tienen recursos necesarios para superar
rupturas y favorecer la amistad recíproca y el respeto
entre los pueblos. El Sínodo hizo un llamamiento para
que los obispos fueran promotores de encuentros con los representantes
de los pueblos para reflexionar atentamente sobre las discordias
y las guerras que laceran el mundo, con el fin de encontrar
los caminos posibles para un compromiso común de justicia,
concordia y paz.
Los padres sinodales resaltaron la importancia del diálogo
interreligioso para la paz y pidieron a los obispos que se comprometieran
en este sentido en las respectivas diócesis. Pueden abrirse
nuevas perspectivas de paz con la afirmación de la libertad
religiosa, de la que habló el concilio Vaticano II en
el Decreto Dignitatis humanae, como también mediante
la labor educativa de las nuevas generaciones y el empleo correcto
de los medios de comunicación social (283).
No obstante, la perspectiva del diálogo interreligioso
es indudablemente más amplia y, por eso, los padres sinodales
reiteraron que éste forma parte de la nueva evangelización,
sobre todo en estos tiempos en que, más que en el pasado,
conviven en una misma región, ciudad, puesto de trabajo
y ambiente cotidiano personas pertenecientes a religiones diversas.
Por tanto, el diálogo interreligioso es necesario en
la vida cotidiana de muchas familias cristianas y, por eso mismo,
también para los obispos que, como maestros de la fe
y pastores del pueblo de Dios, deben prestar una adecuada atención
a este aspecto.
De este contexto de convivencia con personas de otras religiones
surge para el cristiano un deber especial de dar testimonio
de la unidad y universalidad del misterio salvífico de
Jesucristo y, consecuentemente, de la necesidad de la Iglesia
como instrumento de salvación para toda la humanidad.
«Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia
considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero
al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista marcada
por un relativismo religioso que termina por pensar que 'una
religión es tan buena como otra'» (284). Resulta
claro, pues, que el diálogo inter- religioso nunca puede
sustituir el anuncio y la propagación de la fe, que son
la finalidad prioritaria de la predicación, de la catequesis
y de la misión de la Iglesia.
Afirmar con franqueza y sin ambigüedad que la salvación
del hombre depende de la redención de Cristo no impide
el diálogo con las otras religiones. Además, en
la perspectiva de la profesión de la esperanza cristiana
no se puede olvidar que precisamente ésta es la que funda
el diálogo interreligioso. En efecto, como dice la Declaración
conciliar Nostra aetate, «todos los pueblos forman una
única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que
Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera
faz de la tierra;
tienen también un único fin último, Dios,
cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación
se extienden a todos hasta que los elegidos se unan en la Ciudad
santa, que el resplandor de Dios iluminará y en la que
los pueblos caminarán a su luz» (285).
La vida civil, social
y económica
69. En la acción
pastoral del obispo no ha de faltar una atención especial
a las exigencias de amor y justicia que se derivan de las condiciones
sociales y económicas de las personas más pobres,
abandonadas, maltratadas, en las que el creyente percibe particulares
imágenes de Jesús. Su presencia en las comunidades
eclesiales y civiles pone a prueba la autenticidad de nuestra
fe cristiana.
Deseo referirme brevemente también al complejo fenómeno
de la llamada globalización, una de las características
del mundo actual. En efecto, existe una «globalización
» de la economía, las finanzas y también
de la cultura, que se impone progresivamente por efecto de los
rápidos progresos vinculados a las tecnologías
informáticas. Como he tenido ocasión de decir
en otras circunstancias, la globalización requiere un
discernimiento atento para identificar sus aspectos positivos
y negativos, así como las consecuencias que pueden derivarse
para la Iglesia y para todo el género humano. En dicha
tarea es importante la aportación de los obispos, los
cuales han de insistir siempre en la necesidad urgente de que
se logre una globalización en la caridad y sin marginaciones.
También los padres sinodales volvieron a indicar el deber
de promover una «globalización de la caridad»,
examinando en este contexto las cuestiones relativas a la remisión
de la deuda externa, que compromete la economía de poblaciones
enteras, frenando su progreso social y político (286).
Sin afrontar de nuevo una problemática tan grave, reitero
sólo algunos puntos fundamentales expuestos ya en otros
lugares: la visión de la Iglesia en esta materia tiene
tres puntos de referencia esenciales y concomitantes, que son
la dignidad de la persona humana, la solidaridad y la subsidiariedad.
Por tanto, «la economía globalizada debe ser analizada
a la luz de los principios de la justicia social, respetando
la opción preferencial por los pobres, que han de ser
capacitados para protegerse en una economía globalizada,
y ante las exigencias del bien común internacional» (287).
Inserta en el dinamismo de la solidaridad, la globalización
ya no es causa de marginación. La globalización
de la solidaridad, en efecto, es consecuencia directa de esa
caridad universal que es el alma del evangelio.
Respeto del ambiente
y salvaguardia de la creación
70. Los padres sinodales
recordaron además los aspectos éticos de la cuestión
ecológica (288). Efectivamente, el sentido profundo del
llamamiento a globalizar la solidaridad incluye también,
y con urgencia, la cuestión de la creación y de
los recursos de la tierra. El «gemido de la creación
» al que alude el Apóstol (cf. Rom 8, 22). parece
presentarse hoy en una perspectiva inversa, pues no se trata
ya de una tensión escatológica en espera de la
revelación de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19), sino
más bien de un espasmo de muerte que tiende a atrapar
al hombre mismo para destruirlo.
Efectivamente, en esto se manifiesta en su forma más
insidiosa y perversa la cuestión ecológica. Pues
«el signo más profundo y grave de las implicaciones
morales, inherentes a la cuestión ecológica, es
la falta de respeto a la vida, como se ve en muchos comportamientos
contaminantes. Las razones de producción prevalecen a
menudo sobre la dignidad del trabajador, y los intereses económicos
se anteponen al bien de cada persona, o incluso al de poblaciones
enteras. En estos casos, la contaminación o la destrucción
del ambiente son fruto de una visión reductiva y antinatural,
que configura a veces un verdadero y propio desprecio del hombre
» (289).
Evidentemente, no sólo está en juego una ecología
física, es decir, preocupada por la tutela del hábitat
de los diversos seres vivientes, sino también una ecología
humana, que proteja el bien radical de la vida en todas sus
manifestaciones y prepare a las generaciones futuras un entorno
que se acerque lo más posible al proyecto del creador.
Se necesita, pues, una conversión ecológica, a
la cual los obispos darán su propia contribución
enseñando la relación correcta del hombre con
la naturaleza. Esta relación, a la luz de la doctrina
sobre Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, es de tipo
«ministerial». En efecto, el hombre ha sido puesto
en el centro de la creación como ministro del creador.
Ministerio del obispo
respecto a la salud
71. La preocupación
por el hombre impulsa al obispo a imitar a Jesús, el
auténtico «buen Samaritano», lleno de compasión
y misericordia, que cuida del hombre sin discriminación
alguna. El cuidado de la salud ocupa un lugar relevante entre
los desafíos actuales. Por desgracia hay todavía
muchas formas de enfermedad en las diversas partes del mundo
y, aunque la ciencia humana progrese de manera exponencial en
la investigación de nuevas soluciones o ayudas para afrontarlas
mejor, siempre aparecen nuevas situaciones que socavan la salud
física y psíquica.
En el ámbito de su diócesis, el obispo, con ayuda
de personas cualificadas, ha de esforzarse por anunciar integralmente
el «evangelio de la vida». El compromiso por humanizar
la medicina y la asistencia a los enfermos por parte de cristianos
que dan testimonio de la propia cercanía a los que sufren,
despierta en el ánimo de cada uno la figura de Jesús,
médico de los cuerpos y de las almas. Entre las instrucciones
a sus apóstoles, no dejó de incluir la exhortación
de curar a los enfermos (cf. Mt 10, 8) (290). Por tanto, la organización
y promoción de un adecuada pastoral para los agentes
sanitarios merecen ser una auténtica prioridad en el
corazón del obispo.
Los padres sinodales sintieron la necesidad de resaltar especialmente
su preocupación por promover una auténtica «
cultura de la vida» en la sociedad contemporánea:
«Quizá lo que más lastima nuestro corazón
de pastores es el desprecio de la vida, desde su concepción
hasta su término, y la disgregación de la familia.
El no de la Iglesia al aborto y a la eutanasia es un sí
a la vida, un sí a la bondad radical de la creación,
un sí que puede alcanzar a todo ser humano en el santuario
de su conciencia, un sí a la familia, primera célula
de esperanza, en la que Dios se complace hasta llamarla a convertirse
en “iglesia doméstica”» (291).
Atención
pastoral del obispo a los emigrantes
72. Los movimientos
de población han adquirido hoy proporciones inéditas
y se presentan como movimientos de masa que afectan a un gran
número de personas. Muchas de ellas han sido desalojadas
o huyen del propio país a causa de conflictos armados,
precarias condiciones económicas, catástrofes
naturales o enfrentamientos políticos, étnicos
y sociales. Aunque las situaciones sean diversas, todas estas
migraciones plantean serios interrogativos a nuestras comunidades
por lo que se refiere a problemas pastorales, como la evangelización
y el diálogo interreligioso.
Por tanto, es oportuno que se procure instituir estructuras
pastorales adecuadas para la acogida y la atención pastoral
apropiada de estas personas en las diócesis, según
las diversas condiciones en que se encuentran. Hace falta favorecer
también la colaboración entre diócesis
limítrofes, para garantizar un servicio más eficaz
y competente, preocupándose incluso de formar sacerdotes
y agentes laicos particularmente generosos y disponibles para
este laborioso servicio, sobre todo en lo que refiere a los
problemas de naturaleza legal que pueden surgir en la inserción
de estas personas en el nuevo ambiente social (292).
En este contexto, los padres sinodales procedentes de las Iglesias
católicas orientales replantearon el problema de la emigración
de los fieles de sus Comunidades, nuevo en algunos aspectos
y con graves consecuencias para la vida concreta. En efecto,
un relevante número de fieles procedentes de las Iglesias
católicas orientales residen habitual y establemente
fuera de las tierras de origen y de las sedes de las jerarquías
orientales. Como es comprensible, se trata de una situación
que interpela cotidianamente la responsabilidad de los pastores.
Por eso, el Sínodo de los obispos creyó necesario
también estudiar más profundamente la manera en
que las Iglesias católicas, tanto Orientales como Occidentales,
puedan establecer estructuras pastorales adecuadas y oportunas
capaces de dar cauce a las exigencias de estos fieles en condición
de «diáspora» (293). En todo caso, es siempre
un deber para los obispos del lugar, aunque de rito diverso,
ser verdaderos padres para estos fieles de rito oriental, garantizando
en su atención pastoral la salvaguardia de los valores
religiosos y culturales específicos en que han nacido
y recibido su formación cristiana inicial.
Estos son algunos campos en que el testimonio cristiano y el
ministerio episcopal están implicados con especial urgencia.
Asumir responsabilidades ante el mundo, sus problemas, sus desafíos
y sus esperanzas, forma parte del compromiso de anunciar el
evangelio de la esperanza. En efecto, siempre está en
juego el futuro del hombre en cuanto «ser de esperanza
».
Es comprensible que, ante la acumulación de retos a los
que la esperanza está expuesta, surja la tentación
del escepticismo y la desconfianza. Pero el cristiano sabe que
puede afrontar incluso las situaciones más difíciles,
porque el fundamento de su esperanza es el misterio de la cruz
y la resurrección del Señor. Solamente en él
puede encontrar fuerzas para ponerse y permanecer al servicio
de Dios, que quiere la salvación y la liberación
integral del hombre.
NOTAS:
277. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 6.
278. Cf. Ibid., 1.
279. Cf. Propositiones 54-55.
280. Sínodo de los obispos, X asamblea general Ordinaria,
Mensaje (25 octubre 2001). , 10-11: L'Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (2 noviembre 2001) p. 9.
281. Cf. Propositio 55.
282. Cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz 2002 (8 diciembre
2001) 8: AAS 94 (2002) 137.
283. Cf. Propositiones 61 y 62.
284. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus
Iesus (6 agosto 2000) 22: AAS 92 (2000) 763.
285. N. 1.
286. Cf. Propositio 56.
287. Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero 1999)
55: AAS 91 (1999) 790-791.
288. Cf. Propositio 56.
289. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990 (8 diciembre
1989) 7: AAS 82 (1990) 150.
290 . Cf. Propositio 57.
291. Sínodo de los obispos, X asamblea general Ordinaria,
Mensaje (25 octubre 2001)12: L'Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (2 noviembre 2001) p. 9.
292. Cf. Propositio 58.
293. Cf. Propositio 23.
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