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CAPÍTULO V
GOBIERNO PASTORAL DEL OBISPO
«Os he dado
ejemplo...» (Jn 13, 15)
42. El Concilio
Vaticano II, al tratar del deber de gobernar la familia de Dios
y de cuidar habitual y cotidianamente la grey del Señor
Jesús, explica que los obispos, en el ejercicio de su
ministerio de padres y pastores de sus fieles, han de comportarse
como «quien sirve», inspirándose siempre
en el ejemplo del Buen pastor, que vino no para ser servido
sino para servir y dar su vida por las ovejas (cf. Mt 20, 28;
Mc 10, 45; Lc 22, 26-27; Jn 10, 11) (161).
Esta imagen de Jesús, modelo supremo para el obispo,
tiene una elocuente expresión en el gesto del lavatorio
de los pies, narrado en el evangelio según san Juan:
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús
que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo. Estaban cenando... se levanta de la cena,
se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe;
luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies
a los discípulos, secándoselos con la toalla que
se había ceñido... Cuando acabó de lavarles
los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo...
os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros,
vosotros también lo hagáis» (Jn 13, 1-15).
Contemplemos, pues, a Jesús en este gesto que parece
darnos la clave para comprender su propio ser y su misión,
su vida y su muerte. Contemplemos además el amor de Jesús,
que se traduce en acción, en gestos concretos. Contemplemos
a Jesús que asume totalmente, con radicalidad absoluta,
la forma de siervo (cf.Flp 2, 7).él, el Maestro y Señor,
que ha recibido todo del Padre, nos ha amado hasta al final,
hasta ponerse enteramente en manos de los hombres, aceptando
todo lo que después harían con él. El gesto
de Jesús indica un amor completo, en el contexto de la
institución de la eucaristía y en la clara perspectiva
de su pasión y muerte. Un gesto que revela el sentido
de la Encarnación y, más aún, de la esencia
misma de Dios. Dios es amor y por eso ha asumido la condición
de siervo: Dios se pone al servicio del hombre para llevar al
hombre a la plena comunión con él.
Por tanto, si éste es el Maestro y Señor, el sentido
del ministerio y del ser mismo de quien, como los Doce, ha sido
llamado a tener mayor intimidad con Jesús, debe consistir
en la disponibilidad entera e incondicional para con los demás,
tanto para con los que ya son parte de la grey como los que
todavía no lo son (cf. Jn 10, 16).
Autoridad del servicio
pastoral del obispo
43. El obispo es
enviado como pastor, en nombre de Cristo, para cuidar de una
porción del pueblo de Dios. Por medio del evangelio y
la eucaristía debe hacerla crecer como una realidad de
comunión en el Espíritu santo (162). De esto se
deriva que el obispo representa y gobierna la Iglesia confiada
a él, con la potestad necesaria para ejercer el ministerio
pastoral sacramentalmente recibido («munus pastorale
»). , que es participación en la misma consagración
y misión de Cristo (163). Por eso, los obispos «
como vicarios y legados de Cristo gobiernan las Iglesias particulares
que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con
sus consejos y con sus ejemplos, sino también con su
autoridad y potestad sagrada, que ejercen, sin embargo, únicamente
para construir su rebaño en la verdad y santidad, recordando
que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el
servidor (cf. Lc 22, 26-27)» (164).
Este texto conciliar sintetiza admirablemente la doctrina católica
sobre el gobierno pastoral del obispo, que se encuentra también
en el rito de la ordenación episcopal: «El episcopado
es un servicio, no un honor [...]. El que es mayor, según
el mandato del Señor, debe aparecer como el más
pequeño, y el que preside, como quien sirve»(165).
Se aplica, pues, el principio fundamental según el cual,
como afirma san Pablo, la autoridad en la Iglesia tiene como
objeto la edificación del pueblo de Dios, no su ruina
(cf. 2 Cor 10, 8). Como se repitió varias veces en el
Aula sinodal, la edificación de la grey de Cristo en
la verdad y la santidad exige ciertas cualidades del obispo,
como una vida ejemplar, capacidad de relación auténtica
y constructiva con las personas, aptitud para impulsar y desarrollar
la colaboración, bondad de ánimo y paciencia,
comprensión y compasión ante las miserias del
alma y del cuerpo, indulgencia y perdón. En efecto, se
trata de expresar del mejor modo posible el modelo supremo,
que es Jesús, Buen pastor.
El obispo tiene una verdadera potestad, pero una potestad iluminada
por la luz del Buen pastor y forjada según este modelo.
Se ejerce en nombre de Cristo y «es propia, ordinaria
e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está regulado
en último término por la suprema autoridad de
la Iglesia, que puede ponerle ciertos límites con vistas
al bien común de la Iglesia o de los fieles. En virtud
de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y el
deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos
y de regular todo lo referente al culto y al apostolado» (166).
El obispo, pues, en virtud del oficio recibido, tiene una potestad
jurídica objetiva que tiende a manifestarse en los actos
potestativos mediante los cuales ejerce el ministerio de gobierno
(«munus pastorale») recibido en el Sacramento.
No obstante, el gobierno del obispo será pastoralmente
eficaz –conviene recordarlo también en este caso–
si se apoya en la autoridad moral que le da su santidad de vida.
Ésta dispondrá los ánimos para acoger el
evangelio que proclama en su Iglesia, así como las normas
que establezca para el bien del pueblo de Dios. Por eso advertía
san Ambrosio: «No se busca en los sacerdotes nada de
vulgar, nada propio de las aspiraciones, las costumbres o los
modales de la gente grosera. La dignidad sacerdotal requiere
una compostura que se aleja de los alborotos, una vida austera
y una especial autoridad moral» (167).
El ejercicio de la autoridad en la Iglesia no se puede entender
como algo impersonal y burocrático, precisamente porque
se trata de una autoridad que nace del testimonio. Todo lo que
dice y hace el obispo ha de revelar la autoridad de la palabra
y los gestos de Cristo. Si faltara la ascendencia de la santidad
de vida del obispo, es decir, su testimonio de fe, esperanza
y caridad, el pueblo de Dios acogería difícilmente
su gobierno como manifestación de la presencia activa
de Cristo en su Iglesia.
Al ser ministros de la apostolicidad de la Iglesia por voluntad
del Señor y revestidos del poder del Espíritu
del Padre, que rige y guía (Spiritus principalis). , los
obispos son sucesores de los Apóstoles no sólo
en la autoridad y en la potestad sagrada, sino también
en la forma de vida apostólica, en saber sufrir por anunciar
y difundir el evangelio, en cuidar con ternura y misericordia
de los fieles a él confiados, en la defensa de los débiles
y en la constante dedicación al pueblo de Dios.
En el Aula sinodal se recordó que, después del
concilio Vaticano II, con frecuencia resulta difícil
ejercer la autoridad en la Iglesia. Es una situación
que aún perdura, aunque algunas de las mayores dificultades
parecen haberse superado. Así pues, se plantea la cuestión
de cómo conseguir que el servicio necesario de la autoridad
se comprenda mejor, se acepte y se cumpla. A este respecto,
una primera respuesta proviene de la naturaleza misma de la
autoridad eclesial: es –y así ha de manifestarse
lo más claramente posible– participación
en la misión de Cristo, que se ha de vivir y ejercer
con humildad, dedicación y servicio.
El valor de la autoridad del obispo no se manifiesta en las
apariencias, sino profundizando el sentido teológico,
espiritual y moral de su ministerio, fundado en el carisma de
la apostolicidad. Lo que se dijo en el aula sinodal sobre el
gesto del lavatorio de los pies y la conexión que se
estableció en dicho contexto entre la figura del siervo
y la del pastor, da a entender que el episcopado es realmente
un honor cuando es servicio. Por tanto, todo obispo debe aplicarse
a sí mismo las palabras de Jesús: «Sabéis
que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan
como señores absolutos y sus grandes las oprimen con
su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino
que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros,
será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos» (Mc 10, 42- 45). Recordando estas
palabras del Señor, el obispo gobierna con el corazón
propio del siervo humilde y del pastor afectuoso que guía
su rebaño buscando la gloria de Dios y la salvación
de las almas (cf. Lc 22, 26-27). Vivida así, la forma
de gobierno del obispo es verdaderamente única en el
mundo.
Se ha recordado ya el texto de la Lumen gentium donde se afirma
que los obispos rigen las Iglesias particulares confiadas a
ellos como vicarios y legados de Cristo, «con sus proyectos,
con sus consejos y con sus ejemplos»(168). Eso no contradice
las palabras que siguen, cuando el Concilio añade que
los obispos gobiernan ciertamente «con sus proyectos,
con sus consejos y con sus ejemplos», pero «también
con autoridad y potestad sagrada» (169). En efecto, se
trata de una “potestad sagrada” que hunde sus raíces
en la autoridad moral que le da al obispo su santidad de vida.
Precisamente ésta facilita la recepción de toda
su acción de gobierno y hace que sea eficaz.
Estilo pastoral
de gobierno y comunión diocesana
44. La comunión
eclesial vivida llevará al obispo a un estilo pastoral
cada vez más abierto a la colaboración de todos.
Hay una cierta interrelación entre lo que el obispo debe
decidir bajo su responsabilidad personal para el bien de la
Iglesia confiada a sus cuidados y la aportación que los
fieles pueden ofrecerle a través de los órganos
consultivos, como el sínodo diocesano, el consejo presbiteral,
el consejo episcopal y el consejo pastoral (170).
Los padres sinodales se refirieron a esta modalidad de ejercer
el gobierno episcopal mediante la cual se organiza la actividad
pastoral en la diócesis (171). En efecto, la Iglesia particular
hace referencia no sólo al triple oficio episcopal (munus
episcopale). , sino también a la triple función
profética, sacerdotal y real de todo el pueblo de Dios.
En virtud del bautismo todos los fieles participan, del modo
que les es propio, del triple munus de Cristo. Por su igualdad
real en la dignidad y en el actuar están llamados a cooperar
en la edificación del cuerpo de Cristo y, por tanto,
a realizar la misión que Dios ha confiado a la Iglesia
en el mundo, cada uno según su propia condición
y sus propios cometidos (172).
Cualquier forma de diferenciación entre los fieles, basada
en los diversos carismas, funciones o ministerios, está
ordenada al servicio de los otros miembros del pueblo de Dios.
La diferenciación ontológica y funcional que sitúa
al obispo «ante» los demás fieles, sobre
la base de la plenitud del sacramento del Orden que ha recibido,
consiste en ser para los otros fieles, que no lo desarraiga
de su ser con ellos.
La Iglesia es una comunión orgánica que se realiza
coordinando los diversos carismas, ministerios y servicios para
la consecución del fin común que es la salvación.
El obispo es responsable de lograr esta unidad en la diversidad,
favoreciendo, como se dijo en la Asamblea sinodal, la sinergia
de los diferentes agentes, de tal modo que sea posible recorrer
juntos el camino común de fe y misión (173).
Una vez dicho esto, es necesario añadir que el ministerio
del obispo en modo alguno se puede reducir al de un simple moderador.
Por su naturaleza, el munus episcopale implica un claro e inequívoco
derecho y deber de gobierno, que incluye también el aspecto
jurisdiccional. Los pastores son testigos públicos y
su potestas testandi fidem alcanza su plenitud en la potestas
iudicandi: el obispo no sólo está llamado a testimoniar
la fe, sino también a examinarla y disciplinar sus manifestaciones
en los creyentes confiados a su cuidado pastoral. Al cumplir
este cometido, hará todo lo posible para suscitar el
consenso de sus fieles, pero al final debe saber asumir la responsabilidad
de las decisiones que, en su conciencia de pastor, vea necesarias,
preocupado sobre todo del juicio futuro de Dios.
La comunión eclesial en su organicidad requiere la responsabilidad
personal del obispo, pero supone también la participación
de todas las categorías de fieles, en cuanto corresponsables
del bien de la Iglesia particular, de la cual ellos mismos forman
parte. Lo que garantiza la autenticidad de esta comunión
orgánica es la acción del Espíritu, que
actúa tanto en la responsabilidad personal del obispo
como en la participación de los fieles en ella. En efecto,
es el Espíritu quien, dando origen tanto a la igualdad
bautismal de todos los fieles como a la diversidad carismática
y ministerial de cada uno, es capaz de realizar eficazmente
la comunión. En base a estos principios se regulan los
Sínodos diocesanos, cuyos aspectos canónicos,
establecidos por los cc. 460-468 del Código de Derecho
Canónico, han sido precisados por la instrucción
interdicasterial del 19 de marzo de 1997 (174). Al sentido de
estas normas han de atenerse también las demás
asambleas diocesanas, que ha de presidir el obispo sin abdicar
nunca de su responsabilidad específica.
Si en el bautismo todo cristiano recibe el amor de Dios por
la efusión del Espíritu santo, el obispo –recordó
oportunamente la Asamblea sinodal– recibe en su corazón
la caridad pastoral de Cristo por el sacramento del Orden. Esta
caridad pastoral tiene como finalidad crear comunión(175).
Antes de concretar este amor-comunión en líneas
de acción, el obispo ha de hacerlo presente en su propio
corazón y en el corazón de la Iglesia mediante
una vida auténticamente espiritual.
Puesto que la comunión expresa la esencia de la Iglesia,
es normal que la espiritualidad de comunión tienda a
manifestarse tanto en el ámbito personal como comunitario,
suscitando siempre nuevas formas de participación y corresponsabilidad
en las diversas categorías de fieles. Por tanto, el obispo
debe esforzarse en suscitar en su Iglesia particular estructuras
de comunión y participación que permitan escuchar
al Espíritu que habla y vive en los fieles, para impulsarlos
a poner en práctica lo que el mismo Espíritu sugiere
para el auténtico bien de la Iglesia.
Estructuras de la
Iglesia particular
45. Muchas intervenciones
de los padres sinodales se refirieron a varios aspectos y momentos
de la vida de la diócesis. Así, se prestó
la debida atención a la Curia diocesana como estructura
de la cual se sirve el obispo para expresar la propia caridad
pastoral en sus diversos aspectos (176). Se volvió a subrayar
la conveniencia de que la administración económica
de la diócesis se confíe a personas que, además
de honestas, sean competentes, de manera que sea ejemplo de
trasparencia para las demás instituciones eclesiásticas
análogas. Si en la diócesis se vive una espiritualidad
de comunión se prestará una atención privilegiada
a las parroquias y comunidades más pobres, haciendo además
lo posible para destinar parte de las disponibilidades económicas
para las Iglesias más indigentes, especialmente en tierras
de misión y migración (177).
No obstante, lo que más centró la atención
de los padres sinodales fue la parroquia, recordando que el
obispo es responsable de esta comunidad, eminente entre todas
las demás en la diócesis. Por tanto, debe cuidarse
sobre todo de ella (178). En efecto –como muchos dijeron–,
la parroquia sigue siendo el núcleo fundamental en la
vida cotidiana de la diócesis.
La visita pastoral
46. Precisamente
en esta perspectiva resalta la importancia de la visita pastoral,
auténtico tiempo de gracia y momento especial, más
aún, único, para el encuentro y diálogo
del obispo con los fieles (179). El obispo Bartolomeu dos Mártires,
que yo mismo beatifiqué a los pocos días de concluir
el Sínodo, en su obra clásica Stimulus pastorum,
muy estimada también por san Carlos Borromeo, define
la visita pastoral quasi anima episcopalis regiminis y la describe
elocuentemente como una expansión de la presencia espiritual
del obispo entre sus fieles(180).
En su visita pastoral a la parroquia, dejando a otros delegados
el examen de las cuestiones de tipo administrativo, el obispo
ha de dar prioridad al encuentro con las personas, empezando
por el párroco y los demás sacerdotes. Es el momento
en que ejerce más cerca de su pueblo el ministerio de
la palabra, la santificación y la guía pastoral,
en contacto más directo con las angustias y las preocupaciones,
las alegrías y las expectativas de la gente, con la posibilidad
de exhortar a todos a la esperanza. En esta ocasión,
el obispo tiene sobre todo un contacto directo con las personas
más pobres, los ancianos y los enfermos. Realizada así,
la visita pastoral muestra lo que es, un signo de la presencia
del Señor que visita a su pueblo en la paz.
El obispo con su
presbiterio
47. Al describir
la Iglesia particular, el decreto conciliar Christus Dominus
la define con razón como comunidad de fieles confiada
a la cura pastoral del obispo «cum cooperatione presbyterii
» (181). En efecto, entre el obispo y los presbíteros
hay una communio sacramentalis en virtud del sacerdocio ministerial
o jerárquico, que es participación en el único
sacerdocio de Cristo y, por tanto, aunque en grado diferente,
en virtud del único ministerio eclesial ordenado y de
la única misión apostólica.
Los presbíteros, y especialmente los párrocos,
son pues los más estrechos colaboradores del ministerio
del obispo. Los padres sinodales renovaron las recomendaciones
y exhortaciones sobre la relación especial entre el obispo
y sus presbíteros, que ya habían hecho los documentos
conciliares y reiterado más recientemente la Exhortación
apostólica Pastores dabo vobis (182). El obispo ha de
tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre
y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta,
pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar
humano, espiritual, ministerial y económico (183).
El afecto especial del obispo por sus sacerdotes se manifiesta
como acompañamiento paternal y fraterno en las etapas
fundamentales de su vida ministerial, comenzando ya en los primeros
pasos de su ministerio pastoral. Es fundamental la formación
permanente de los presbíteros, que para todos ellos es
una «vocación en la vocación», puesto
que, con la variedad y complementariedad de los aspectos que
abarca, tiende a ayudarles a ser y actuar como sacerdotes al
estilo de Jesús.
Uno de los primeros deberes del obispo diocesano es la atención
espiritual a su presbiterio: «El gesto del sacerdote
que, el día de la ordenación presbiteral, pone
sus manos en las manos del obispo prometiéndole 'respeto
y obediencia filial', puede parecer a primera vista un gesto
con sentido único. En realidad, el gesto compromete a
ambos: al sacerdote y al obispo. El joven presbítero
decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo se
compromete a custodiar esas manos» (184).
En otros dos momentos, quisiera añadir, el presbítero
puede esperar razonablemente una muestra de especial cercanía
de su obispo. El primero, al confiarle una misión pastoral,
tanto si es la primera, como en el caso del sacerdote recién
ordenado, como si se trata de un cambio o la encomienda de un
nuevo encargo pastoral. La asignación de una misión
pastoral es para el obispo mismo una muestra significativa de
responsabilidad paterna para con uno de sus presbíteros.
Bien se pueden aplicar a esto aquellas palabras de san Jerónimo:
«Sabemos que la misma relación que había
entre Aarón y sus hijos se da también entre el
obispo y sus sacerdotes. Hay un sólo Señor, un
único templo: haya pues unidad en el ministerio [...].
¿Acaso no es orgullo de padre tener un hijo sabio? Felicítese
el obispo por haber tenido acierto al elegir sacerdotes así
para Cristo» (185).
El otro momento es aquel en que un sacerdote deja por motivos
de edad la dirección pastoral efectiva de una comunidad
o los cargos con responsabilidad directa. En ésta, como
en otras circunstancias análogas, el obispo debe hacer
presente al sacerdote tanto la gratitud de la Iglesia particular
por los trabajos apostólicos realizados hasta entonces
como la dimensión específica de su nueva condición
en el presbiterio diocesano. En efecto, en esta nueva situación
no sólo se mantienen sino que aumentan sus posibilidades
de contribuir a la edificación de la Iglesia mediante
el testimonio ejemplar de una oración más asidua
y una disponibilidad generosa para ayudar a los hermanos más
jóvenes con la experiencia adquirida. El obispo ha de
mostrar también su cercanía fraterna a los que
se encuentran en la misma situación por enfermedad grave
u otras formas persistentes de debilidad, ayudándolos
a «mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han
inculcado en los fieles, a saber, la convicción de seguir
siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia,
especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente
y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan
de la Pasión del Señor» (186).
Asimismo, el obispo debe seguir de cerca, con la oración
y una caridad efectiva, a los sacerdotes que por cualquier motivo
dudan en su vocación y su fidelidad a la llamada del
Señor, y de algún modo han faltado a sus deberes (187).
Finalmente, no debe dejar de examinar los signos de virtudes
heroicas que eventualmente se hubieren dado entre los sacerdotes
diocesanos y, cuando lo crea oportuno, proceder a su reconocimiento
público, dando los pasos necesarios para introducir la
causa de canonización (188).
Formación
de los candidatos al presbiterado
48. Al profundizar
el tema del ministerio de los presbíteros, los padres
sinodales centraron su atención en la formación
de los candidatos al sacerdocio, que se desarrolla en el seminario (189).
Esta formación, con todo lo que conlleva de oración,
dedicación y esfuerzo, es una preocupación de
importancia capital para el obispo. Los padres sinodales, a
este respecto, sabiendo bien que el seminario es uno de los
bienes más preciosos para la diócesis, trataron
con detenimiento del mismo, reafirmando la necesidad indiscutible
del seminario Mayor, sin descuidar la relevancia que tiene también
el Menor para la transmisión de los valores cristianos
con vistas al seguimiento de Cristo (190).
Por tanto, el obispo debe manifestar su solicitud, ante todo,
eligiendo con el máximo cuidado a los educadores de los
futuros presbíteros y determinando el modo más
oportuno y apropiado para que reciban la preparación
que necesitan para desempeñar este ministerio en un ámbito
tan fundamental para la vida de la comunidad cristiana. Asimismo,
ha de visitar con frecuencia el seminario, aun cuando las circunstancias
concretas le hubieran hecho optar junto con otros obispos por
un seminario interdiocesano, en muchos casos necesario e incluso
preferible(191). El conocimiento personal y profundo de los
candidatos al presbiterado en la propia Iglesia particular es
un elemento del cual el obispo no puede prescindir. En base
a dichos contactos directos se ha de esforzar para que en los
seminarios se forme una personalidad madura y equilibrada, capaz
de establecer relaciones humanas y pastorales sólidas,
teológicamente competente, con honda vida espiritual
y amante de la Iglesia. También ha de ocuparse de promover
y alentar iniciativas de carácter económico para
el sustentamiento y la ayuda a los jóvenes candidatos
al presbiterado.
Es evidente, sin embargo, que la fuerza para suscitar y formar
vocaciones está ante todo en la oración. Las vocaciones
necesitan una amplia red de intercesores ante el «Dueño
de la mies». Cuanto más se afronte el problema
de la vocación en el contexto de la oración, tanto
más la oración ayudará al elegido a escuchar
la voz de Aquél que lo llama.
Llegado el momento de conferir las órdenes sagradas,
el obispo hará el escrutinio prescrito (192). A este respecto,
consciente de su grave responsabilidad al conferir el Orden
presbiteral, sólo acogerá en su propia diócesis
candidatos procedentes de otra o de un Instituto religioso después
de una cuidadosa investigación y una amplia consulta,
según las normas del derecho (193).
El obispo y los
diáconos permanentes
49. Como dispensadores
de las sagradas órdenes, los obispos tienen también
una responsabilidad directa respecto a los Diáconos permanentes,
que la Asamblea sinodal reconoce como auténticos dones
de Dios para anunciar el evangelio, instruir a las comunidades
cristianas y promover el servicio de la caridad en la familia
de Dios (194).
Por tanto, el obispo debe cuidar de estas vocaciones, de cuyo
discernimiento y formación es el último responsable.
Aunque normalmente tenga que ejercer esta responsabilidad a
través de colaboradores de su total confianza, comprometidos
en actuar conforme a las disposiciones de la santa sede (195),
el obispo ha de tratar en lo posible de conocer personalmente
a cuantos se preparan para el Diaconado. Después de haberlos
ordenado, seguirá siendo para ellos un verdadero padre,
animándolos al amor del Cuerpo y la sangre de Cristo,
de los que son ministros, y a la santa Iglesia que han aceptado
servir; a los que estén casados, les exhortará a una vida familiar ejemplar.
Solicitud para con
las personas de vida consagrada
50. La Exhortación
apostólica postsinodal Vita consecrata ya subrayó
la importancia que tiene la vida consagrada en el ministerio
del obispo. Apoyándose en aquel testo, los padres recordaron
en este último Sínodo que, en la Iglesia como
comunión, el obispo ha de estimar y promover la vocación
y misión específicas de la vida consagrada, que
pertenece estable y firmemente a la vida y a la santidad de
la Iglesia (196).
También en la Iglesia particular ha de ser presencia
ejemplar y ejercer una misión carismática. Por
tanto, el obispo ha de comprobar cuidadosamente si hay personas
consagradas que hayan vivido en la diócesis y dado muestras
de un ejercicio heroico de las virtudes y, si lo cree oportuno,
proceder a iniciar el proceso de canonización.
En su atenta solicitud por todas las formas de vida consagrada,
que se expresa tanto en la animación como en la vigilancia,
el obispo ha de tener una consideración especial con
la vida contemplativa. A su vez, los consagrados, deben acoger
cordialmente las indicaciones pastorales del obispo, con vistas
a una comunión plena con la vida y la misión de
la Iglesia particular en la que se encuentran. En efecto, el
obispo es el responsable de la actividad pastoral en la diócesis:
con él han de colaborar los consagrados y consagradas
para enriquecer, con su presencia y su ministerio, la comunión
eclesial. A este propósito, se ha de tener presente el
documento Mutuae relationes y todo lo que concierne al derecho
vigente.
También se recomendó un cuidado particular con
los institutos de derecho diocesano, sobre todo con los que
se encuentran en serias dificultades: el obispo ha de tener
con ellos una especial atención paterna. En fin, en el
iter para aprobar nuevos institutos nacidos en su diócesis,
el obispo ha de esmerarse en proceder según lo indicado
y prescrito en la Exhortación Vita consecrata y en las
otras instrucciones de los dicasterios competentes de la santa
Sede (197).
Los fieles laicos
en el cuidado pastoral del obispo
51. En los fieles
laicos, que son la mayoría del pueblo de Dios, debe sobresalir
la fuerza misionera del bautismo. Para ello necesitan el apoyo,
aliento y ayuda de sus obispos, que los lleven a desarrollar
el apostolado según su propia índole secular,
basándose en la gracia de los sacramentos del bautismo
y de la confirmación. Por eso es necesario promover programas
específicos de formación que los capaciten para
asumir responsabilidades en la Iglesia dentro de las estructuras
de participación diocesana y parroquial, así como
en los diversos servicios de animación litúrgica,
catequesis, enseñanza de la religión católica
en las escuelas, etc.
Corresponde sobre todo a los laicos –y se les debe alentar
en este sentido– la evangelización de las culturas,
la inserción de la fuerza del evangelio en la familia,
el trabajo, los medios de comunicación social, el deporte
y el tiempo libre, así como la animación cristiana
del orden social y de la vida pública nacional e internacional.
En efecto, al estar en el mundo, los fieles laicos pueden ejercer
una gran influencia en los ambientes de su entorno, ampliando
las perspectivas del horizonte de la esperanza a muchos hombres
y mujeres. Por otra parte, ocupados por su opción de
vida en las realidades temporales, los fieles laicos están
llamados, como corresponde a su condición secular específica,
a dar cuenta de la esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). en sus respectivos
campos de trabajo, cultivando en el corazón la «
espera de una tierra nueva» (198). Los obispos, por su
parte, han de estar cerca de los fieles laicos que, insertos
directamente en el torbellino de los complejos problemas del
mundo, están particularmente expuestos a la desorientación
y al sufrimiento, y los deben de apoyar para que sean cristianos
de firme esperanza, anclados sólidamente en la seguridad
de que Dios está siempre con sus hijos.
Se debe tener en cuenta también la importancia del apostolado
laical, tanto el de antigua tradición como el de los
nuevos movimientos eclesiales. Todas estas realidades asociativas
enriquecen a la Iglesia, pero necesitan siempre de una labor
de discernimiento que es propia del obispo, a cuya misión
pastoral corresponde favorecer la complementariedad entre movimientos
de diversa inspiración, velando por su desarrollo, la
formación teológica y espiritual de sus animadores,
su inserción en la comunidad diocesana y en las parroquias,
de las cuales no deben separarse (199). El obispo ha de procurar
también que las asociaciones laicales apoyen la pastoral
vocacional en la diócesis, favoreciendo la acogida de
todas las vocaciones, especialmente al ministerio ordenado,
la vida consagrada y el compromiso misionero (200).
Solicitud por la
familia
52. Los padres sinodales
hablaron muchas veces en favor de la familia, llamada justamente «iglesia doméstica», espacio abierto a
la presencia del Señor Jesús, santuario de la
vida. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es una comunidad
de primordial importancia, pues en ella tanto los esposos como
sus hijos viven su propia vocación y se perfeccionan
en la caridad. La familia cristiana –se subrayó
en el Sínodo– es comunidad apostólica, abierta
a la misión (201).
Es cometido del obispo preocuparse de que en la sociedad civil
se defiendan y apoyen los valores del matrimonio mediante opciones
políticas y económicas apropiadas. En el seno
de la comunidad cristiana ha de impulsar la preparación
de los novios al matrimonio, el acompañamiento de los
jóvenes esposos, así como la formación
de grupos de familias que apoyen la pastoral familiar y estén
dispuestas a ayudar a las familias en dificultad. La cercanía
del obispo a los esposos y a sus hijos, incluso mediante iniciativas
diocesanas de diverso tipo, será un gran apoyo para ellos.
Refiriéndose a las tareas educativas de la familia, los
padres sinodales reconocieron unánimemente el valor de
las escuelas católicas para la formación integral
de las nuevas generaciones, la inculturación de la fe
y el diálogo entre las diversas culturas. Por tanto,
es necesario que el obispo apoye y ponga de relieve la obra
de las escuelas católicas, promoviendo su constitución
donde no existan y urgiendo, en lo que de él dependa,
a las instituciones civiles para que favorezcan una efectiva
libertad de enseñanza en el país (202).
Los jóvenes,
una prioridad pastoral de cara al futuro
53. El obispo, pastor
y padre de la comunidad cristiana, ha de prestar una atención
particular a la evangelización y acompañamiento
espiritual de los jóvenes. Un ministerio de esperanza
no puede dejar de construir el futuro junto con aquellos a quienes
está confiado el porvenir, es decir, los jóvenes.
Como «centinelas de la mañana», esperan
la aurora de un mundo nuevo. La experiencia de las Jornadas
Mundiales de la Juventud, que los obispos apoyan con entusiasmo,
nos enseña cuántos jóvenes están
dispuestos a comprometerse en la Iglesia y en el mundo si se
les propone una auténtica responsabilidad y se les ofrece
una formación cristiana integral.
En esta perspectiva, haciéndome intérprete del
pensamiento de los padres sinodales, hago un llamamiento especial
a las personas consagradas de los numerosos institutos empeñados
en la formación y educación de los niños
y jóvenes para que no se desanimen ante las dificultades
del momento y no cejen en su benemérita obra, sino que
la intensifiquen dando cada vez mayor calidad a sus esfuerzos(203).
Mediante una relación personal con sus pastores y formadores,
se ha de impulsar a los jóvenes a crecer en la caridad,
educándolos para una vida generosa, disponible al servicio
de los otros, sobre todo de los necesitados y enfermos. Así
es más fácil hablarles también de las otras
virtudes cristianas, especialmente de la castidad. De este modo
llegarán a entender que una vida es «bella»
cuando se entrega, a ejemplo de Jesús. Y estarán
en condiciones de hacer opciones responsables y definitivas,
tanto respecto al matrimonio como al ministerio sagrado o la
vida consagrada.
Pastoral vocacional
54. Es preciso promover
una cultura vocacional en su más amplio sentido, es decir,
hay que educar a los jóvenes a descubrir la vida misma
como vocación. Por tanto, conviene que el obispo inste
a las familias, comunidades parroquiales e institutos educativos
para que ayuden a los jóvenes a descubrir el proyecto
de Dios sobre su vida, acogiendo la llamada a la santidad que
Dios dirige a cada uno de manera original (204).
A este propósito, es muy importante fortalecer la dimensión
vocacional de toda la acción pastoral. Por eso, el obispo
ha de procurar que se confíe la pastoral juvenil y vocacional
a sacerdotes y personas capaces de transmitir, con entusiasmo
y con el ejemplo de su vida, el amor a Jesús. Su cometido
es acompañar a los jóvenes mediante una relación
personal de amistad y, si es posible, de dirección espiritual,
para ayudarlos a percibir los signos de la llamada de Dios y
buscar la fuerza necesaria para corresponder a ella con la gracia
de los sacramentos y la vida de oración, que es ante
todo escuchar a Dios que habla.
Estos son algunos de los ámbitos en los que el obispo
ejerce su ministerio de gobierno y manifiesta a la porción
del pueblo de Dios que le ha sido confiada la caridad pastoral
que lo anima. Una de las formas características de dicha
caridad es la compasión, a imitación de Cristo,
Sumo Sacerdote, el cual supo compadecerse de las flaquezas,
puesto que él mismo fue probado en todo igual que nosotros,
aunque, a diferencia nuestra, no en el pecado (cf. Heb 4, 15). .
Dicha compasión está siempre unida a la responsabilidad
que el obispo ha asumido ante Dios y la Iglesia. De este modo
realiza las promesas y los deberes asumidos el día de
su ordenación episcopal, cuando ha dado su libre consentimiento
a la llamada de la Iglesia para que cuide, con amor de padre,
del Pueblo santo de Dios y lo guíe por la vía
de la salvación; para que sea siempre acogedor y misericordioso,
en nombre de Dios, para con los pobres, los enfermos y todos
los que necesitan consuelo y ayuda, y esté dispuesto
también, como buen pastor, a ir en busca de las ovejas
extraviadas para devolverlas al redil del Señor (205).
NOTAS:
161. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos, 16.
162. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la
función pastoral de los obispos, 11; Código de
Derecho Canónico, c. 369; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, c. 177 § 1.
163. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos, 18; Código de Derecho Canónico,
c. 381 § 1; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, c. 178.
164. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 27.
165. Pontifical Romano, ordenación Episcopal: Alocución.
166. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 27; . Cf. Código de Derecho Canónico, c.
381 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, c. 178.
167. S. Ambrosio, Epistulae, Ad Ireneum, lib. I, ep VI: sancti
Ambrosii episcopi Mediolanensis opera, Milano-Roma 1988, 19,
p. 66.
168. N. 27.
169. Ibid.
170. Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 204 §
1; 208; 212 §§ 2,3; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, cc 7 § 1; 11; 15 §§ 2,3.
171. Cf. Propositio 35.
172. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 32; Código de Derecho Canónico, cc.
204 § 1; 208.
173. Cf. Propositio 35.
174. Cf. AAS 89 (1997). , 706-727. Una consideración análoga
se debe hacer respecto a las Asambleas eparchiales, de las que
tratan los cc. 235-242 del Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales.
175. Cf. Propositio 35.
176. Cf. Propositio 36.
177. Cf. Propositio 39.
178. Cf. Propositio 37.
179. Cf. Ibid.
180. Cf. Romae 1572, p. 52 v.
181. N. 11.
182. Cf. nn. 16-17: AAS 84 (1992). , 681-684.
183. Cf. Propositio 40.
184. Discurso a un grupo de obispos recientemente nombrados (23
septiembre2002). , 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (27 septiembre 2002). , p. 5.
185. Ep. ad Nepotianum presb., LII, 7: PL 22, 534.
186. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992). ,
77: AAS 84 (1992). , 795.
187. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la
función pastoral de los obispos, 16.
188. Cf. Propositio 40.
189. Cf. Propositio 41.
190. Cf. Ibid.; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992). , 60-63: AAS 84 (1992). , 762-769.
191. Cf. Ibid., 65: l.c., 771-772.
192. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 1051.
193. Cf. Propositio 41.
194. Cf. Propositio 42.
195. Cf. Congregación para la Educación Católica,
Ratio fundamentalis institutionis Diaconorum permanentium (22
febrero 1998). : AAS 90 (1998). , 843-879; Congregación para
el Clero, Directorium pro ministerio et vita Diaconorum permanentium
(22 febrero 1998). : AAS 90 (1998). ,879-926.
196. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 44.
197. Cf. Propositio 43.
198. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 39.
199. Cf. Propositiones 45, 46 y 49.
200. Cf. Propositio 52.
201. Cf. Propositio 51.
202. Cf. Ibid.
203. Cf. Propositio 53.
204. Cf. Propositio 52.
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