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CAPÍTULO IV
MINISTRO DE LA GRACIA
DEL SUPREMO SACERDOCIO
«Santificados
en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Cor
1, 2 )
32. Al tratar sobre una de las funciones primeras y fundamentales
del obispo, el ministerio de la santificación, pienso
en las palabras que el apóstol Pablo dirigió a
los fieles de Corinto, como poniendo ante sus ojos el misterio
de su vocación: «santificados en Cristo Jesús,
llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan
el nombre de Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor
1, 2 ) . La santificación del cristiano se realiza en el
baño bautismal, se corrobora en el sacramento de la confirmación
y de la Reconciliación, y se alimenta con la eucaristía,
el bien más precioso de la Iglesia, el sacramento que
la edifica constantemente como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu santo (127 ).
El obispo es ministro de esta santificación, que se difunde
en la vida de la Iglesia, sobre todo a través de la santa
liturgia. De ésta, y especialmente de la celebración
eucarística, se dice que es «cumbre y fuente de
la vida de la Iglesia» (128 ). Es una afirmación
que se corresponde en cierto modo con el ministerio litúrgico
del obispo, que es el centro de su actividad dirigida a la santificación
del pueblo de Dios.
De esto se desprende claramente la importancia de la vida litúrgica
en la Iglesia particular, en la que el obispo ejerce su ministerio
de santificación proclamando y predicando la Palabra
de Dios, dirigiendo la oración por su pueblo y con su
pueblo, presidiendo la celebración de los sacramentos.
Por esta razón, la Constitución dogmática
Lumen gentium aplica al obispo un bello título, tomado
de la oración de consagración episcopal en el
ritual bizantino, es decir, el de «administrador de la
gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la eucaristía
que él mismo celebra o manda celebrar y por la que la
Iglesia crece y se desarrolla sin cesar» (129 ).
Hay una íntima correspondencia entre el ministerio de
la santificación y los otros dos, el de la palabra y
de gobierno. En efecto, la predicación se ordena a la
participación de la vida divina en la mesa de la Palabra
y de la eucaristía. Esta vida se desarrolla y manifiesta
en la existencia cotidiana de los fieles, puesto que todos están
llamados a plasmar en el comportamiento lo que han recibido
en la fe (130 ). A su vez, el ministerio de gobierno se expresa
en funciones y actos que, como las de Jesús, Buen pastor,
tienden a suscitar en la comunidad de los fieles la plenitud
de vida en la caridad, para gloria de la santa Trinidad y testimonio
de su amorosa presencia en el mundo.
Todo obispo, pues, cuando ejerce el ministerio de la santificación
(munus sanctificandi ), pone en práctica lo que se propone
el ministerio de enseñar (munus docendi ) y, al mismo
tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de gobernar (munus
regendi ), modelando sus actitudes a imagen de Cristo Sumo Sacerdote,
de manera que todo se ordene a la edificación de la Iglesia
y a la gloria de la Trinidad santa.
Fuente y cumbre
de la Iglesia particular
33. El obispo ejerce
el ministerio de la santificación a través de
la celebración de la eucaristía y de los demás
sacramentos, la alabanza divina de la liturgia de las Horas,
la presidencia de los otros ritos sagrados y también
mediante la promoción de la vida litúrgica y de
la auténtica piedad popular. Entre las celebraciones
presididas por el obispo destacan especialmente aquellas en
las que se manifiesta la peculiaridad del ministerio episcopal
como plenitud del sacerdocio. Así sucede en la administración
del sacramento de la confirmación, de las órdenes
sagradas, en la celebración solemne de la eucaristía
en que el obispo está rodeado de su presbiterio y de
los otros ministros –como en la liturgia de la Misa crismal–,
en la dedicación de las iglesias y de los altares, en
la consagración de las vírgenes, así como
en otros ritos importantes para la vida de la Iglesia particular.
Se presenta visiblemente en estas celebraciones como el padre
y pastor de los fieles, el «Sumo Sacerdote» de
su pueblo (cf. Heb 10, 21 ), que ora y enseña a orar, intercede
por sus hermanos y, junto con el pueblo, implora y da gracias
a Dios, resaltando la primacía de Dios y de su gloria.
En estas ocasiones brota, como de una fuente, la gracia divina
que inunda toda la vida de los hijos de Dios durante su peregrinación
terrena, encaminándola hacia su culminación y
plenitud en la patria celestial. Por eso, el ministerio de la
santificación es fundamental para la promoción
de la esperanza cristiana. El obispo no sólo anuncia
con la predicación de la palabra las promesas de Dios
y abre caminos hacia al futuro, sino que anima al Pueblo de
Dios en su camino terreno y, mediante la celebración
de los sacramentos, prenda de la gloria futura, le hace pregustar
su destino final, en comunión con la Virgen María
y los santos, en la certeza inquebrantable de la victoria definitiva
de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, así como
de su venida gloriosa.
Importancia de la
iglesia catedral
34. Aunque el obispo
ejerce su ministerio de santificación en toda la diócesis,
éste tiene su centro en la iglesia catedral, que es como
la iglesia madre y el punto de convergencia de la Iglesia particular.
En efecto, la catedral es el lugar donde el obispo tiene su
Cátedra, desde la cual educa y hace crecer a su pueblo
por la predicación, y donde preside las principales celebraciones
del año litúrgico y de los sacramentos. Precisamente
cuando está sentado en su Cátedra, el obispo se
muestra ante la asamblea de los fieles como quien preside in
loco Dei Patris; por eso, como ya he recordado, según
una antiquísima tradición, tanto de oriente como
de occidente, solamente el obispo puede sentarse en la cátedra
episcopal. Precisamente la presencia de ésta hace de
la iglesia catedral el centro material y espiritual de unidad
y comunión para el presbiterio diocesano y para todo
el pueblo santo de Dios.
No se ha de olvidar a este propósito la enseñanza
del concilio Vaticano II sobre la gran importancia que todos
deben dar «a la vida litúrgica de la diócesis
en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos
de que la principal manifestación de la Iglesia tiene
lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo
santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas,
especialmente en la misma eucaristía, en una misma oración,
junto a un único altar, que el obispo preside rodeado
por su presbiterio y sus ministros» (131 ). En la catedral,
pues, donde se realiza lo más alto de la vida de la Iglesia,
se ejerce también el acto más excelso y sagrado
del munus sanctificandi del obispo, que comporta a la vez, como
la liturgia misma que él preside, la santificación
de las personas y el culto y la gloria de Dios.
Algunas celebraciones particulares manifiestan de manera especial
este misterio de la Iglesia. Entre ellas, recuerdo la liturgia
anual de la Misa crismal, que «ha de ser tenida como
una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal
del obispo y un signo de la unión estrecha de los presbíteros
con él» (132 ). Durante esta celebración,
junto con el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos,
se bendice el santo crisma, signo sacramental de salvación
y vida perfecta para todos los renacidos por el agua y el Espíritu
santo. También se han de citar entre las liturgias más
solemnes aquéllas en que se confieren las sagradas órdenes,
cuyos ritos tienen en la iglesia catedral su lugar propio y
normal (133 ). A estos casos se han de añadir algunas otras
circunstancias, como la celebración del aniversario de
su dedicación y las fiestas de los santos patronos de
la diócesis.
Éstas y otras ocasiones, según el calendario litúrgico
de cada diócesis, son circunstancias preciosas para consolidar
los vínculos de comunión con los presbíteros,
las personas consagradas y los fieles laicos, así como
para dar nuevo impulso a la misión de todos los miembros
de la Iglesia particular. Por eso el Caeremoniale Episcoporum
destaca la importancia de la iglesia catedral y de las celebraciones
que se desarrollan en ella para el bien y el ejemplo de toda
la Iglesia particular (134 ).
Moderador de la
liturgia como pedagogía de la fe
35. En las actuales
circunstancias, los padres sinodales han querido llamar la atención
sobre la importancia del ministerio de la santificación
que se ejerce en la Liturgia, la cual debe celebrarse de tal
modo que haga efectiva su fuerza didáctica y educativa (135 ).
Esto requiere que las celebraciones litúrgicas sean verdaderamente
epifanía del misterio. Deberán expresar con claridad,
pues, la naturaleza del culto divino, reflejando el sentido
genuino de la Iglesia que ora y celebra los misterios divinos.
Además, si todos participan convenientemente en la liturgia,
según los diversos ministerios, ésta resplandecerá por su dignidad y belleza.
En el ejercicio de mi ministerio, yo mismo he querido dar una
prioridad a las celebraciones litúrgicas, tanto en Roma
como durante mis viajes apostólicos en los diferentes
continentes y naciones. Haciendo brillar la belleza y la dignidad
de la liturgia cristiana en todas sus expresiones he tratado
promover el auténtico sentido de la santificación
del nombre de Dios, con el fin de educar el sentimiento religioso
de los fieles y abrirlo a la trascendencia.
Exhorto, pues, a mis hermanos obispos, a que, como maestros
de la fe y partícipes del supremo sacerdocio de Cristo,
procuren con todas sus fuerzas promover auténticamente
la liturgia. Ésta exige que por la manera en que se celebra
anuncie con claridad la verdad revelada, transmita fielmente
la vida divina y exprese sin ambigüedad la auténtica
naturaleza de la Iglesia. Todos han de ser conscientes de la
importancia de las sagradas celebraciones de los misterios de
la fe católica. La verdad de la fe y de la vida cristiana
no se transmite sólo con palabras, sino también
con signos sacramentales y el conjunto de ritos litúrgicos.
Es bien conocido, a este propósito, el antiguo axioma
que vincula estrechamente la lex credendi a la lex orandi (136 ).
Por tanto, todo obispo ha de ser ejemplar en el arte del presidir,
consciente de tractare mysteria. Debe tener también una
vida teologal profunda que inspire su comportamiento en cada
contacto con el pueblo santo de Dios. Debe ser capaz de transmitir
el sentido sobrenatural de las palabras, oraciones y ritos,
de modo que implique a todos en la participación en los
santos misterios. Además, por medio de una adecuada y
concreta promoción de la pastoral litúrgica en
la diócesis, ha de procurar que los ministros y el pueblo
adquieran una auténtica comprensión y experiencia
de la liturgia, de modo que los fieles lleguen a la plena, consciente,
activa y fructuosa participación en los santos misterios,
como propuso el Vaticano II (137 ).
De este modo, las celebraciones litúrgicas, especialmente
las que son presididas por el obispo en su catedral, serán
proclamaciones diáfanas de la fe de la Iglesia, momentos
privilegiados en que el pastor presenta el misterio de Cristo
a los fieles y los ayuda a entrar progresivamente en él,
para que se convierta en una gozosa experiencia, que han de
testimoniar después con las obras de caridad (cf. Gál
5, 6 ). .
Dada la importancia que tiene la correcta transmisión
de la fe en la santa liturgia de la Iglesia, el obispo deberá
vigilar atentamente, por el bien de los fieles, que se observen
siempre, por todos y en todas partes, las normas litúrgicas
vigentes. Esto comporta también corregir firme y tempestivamente
los abusos, así como excluir cualquier arbitrariedad
en el campo litúrgico. Además, el obispo mismo
debe estar atento, en lo que de él depende o en colaboración
con las Conferencias episcopales y las Comisiones litúrgicas
pertinentes, a que se observe esa misma dignidad y autenticidad
de los actos litúrgicos en los programas radiofónicos
y televisivos.
Carácter
central del día del Señor y del año litúrgico
36. La vida y el
ministerio del obispo han de estar impregnados de la presencia
del Señor y de su misterio. En efecto, la promoción
en toda la diócesis de la convicción de que la
liturgia es el centro espiritual, catequético y pastoral
depende en buena medida del ejemplo del obispo.
La celebración del misterio pascual de Cristo en el Día
del Señor o domingo ocupa el centro de este ministerio.
Como he repetido varias veces, algunas recientemente, para remarcar
la identidad cristiana en nuestro tiempo hace falta dar renovada
centralidad a la celebración del Día del Señor
y, en él, a la celebración de la eucaristía.
Debe sentirse el domingo como «día especial de
la fe, día del Señor resucitado y del don del
Espíritu, verdadera Pascua de la semana» (138 ).
La presencia del obispo que el domingo, día también
de la Iglesia, preside la eucaristía en su catedral o
en las parroquias de la diócesis, puede ser un signo
ejemplar de fidelidad al misterio de la Resurrección
y un motivo de esperanza para el pueblo de Dios en su peregrinación,
de domingo en domingo, hasta el octavo día, día
que no conoce ocaso, de la Pascua eterna (139 ).
Durante el año litúrgico la Iglesia revive todo
el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento
del Señor hasta la Ascensión y el día de
Pentecostés, a la espera de su venida gloriosa (140 ).
Naturalmente, el obispo dará especial importancia a la
preparación y celebración del Triduo Pascual,
corazón de todo el año litúrgico, con la
solemne Vigilia pascual y su prolongación durante los
cincuenta días del tiempo pascual.
El año litúrgico, con su cadencia cíclica,
puede ser valorizado con una programación pastoral de
la vida de la diócesis en torno al misterio de Cristo.
En cuanto itinerario de fe, la Iglesia es alentada por la memoria
de la Virgen María que, «glorificada ya en los
cielos en cuerpo y alma [...], brilla ante el pueblo de Dios
en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo
» (141 ). Es una espera sustentada también con la
memoria de los mártires y demás santos que, «
llevados a la perfección por medio de la multiforme gracia
de Dios y habiendo alcanzado ya la salvación eterna,
entonan la perfecta alabanza a Dios en los cielos e interceden
por nosotros» (142 ).
Ministro de la celebración
eucarística
37. En el centro
del munus sanctificandi del obispo está la eucaristía,
que él mismo ofrece o encarga ofrecer, y en la que se
manifiesta especialmente su función de «ecónomo
» o ministro de la gracia del supremo sacerdocio (143 ).
El obispo contribuye a la edificación de la Iglesia,
misterio de comunión y misión, sobre todo presidiendo
la asamblea eucarística. En efecto, la eucaristía
no sólo es el principio esencial de la vida de cada fiel,
sino también de la comunidad misma en Cristo. Reunidos
por la predicación del evangelio, los fieles forman comunidades
en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo,
y eso se pone de manifiesto particularmente en la celebración
misma del Sacrificio eucarístico (144 ). Es conocido a
este respecto lo que enseña el Concilio: «En toda
comunidad en torno al altar, presidida por el ministerio sagrado
del obispo, se manifiesta el símbolo de aquel gran amor
y de 'la unidad del cuerpo místico sin la que no puede
uno salvarse'. En estas comunidades, aunque muchas veces sean
pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente
Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa,
católica y apostólica. En efecto, 'la participación
en el cuerpo y la sangre de Cristo hace precisamente que nos
convirtamos en aquello que recibimos'» (145 ).
Además, de la celebración eucarística,
que es «la fuente y la cumbre de toda evangelización» (146 ), brota todo compromiso misionero de la Iglesia,
que tiende a manifestar a otros, con el testimonio de vida,
el misterio vivido en la fe.
El deber de celebrar la eucaristía es el cometido principal
y más apremiante del ministerio pastoral del obispo.
A él corresponde también, como una de sus principales
tareas, procurar que los fieles tengan la posibilidad de acceder
a la mesa del Señor, sobre todo el domingo que, como
acabamos de recordar, es el día en que la Iglesia, comunidad
y familia de los hijos de Dios, expresa su específica
identidad cristiana en torno a sus propios presbíteros (147 ).
No obstante, bien por falta de sacerdotes, bien por otras razones
graves y persistentes, puede ser que en ciertas regiones no
sea posible celebrar la eucaristía con la debida regularidad.
Esta eventualidad agudiza el deber del obispo, como padre de
familia y ministro de la gracia, de estar siempre atento para
discernir las necesidades efectivas y la gravedad de las situaciones.
Así, será preciso recurrir a una mejor distribución
de los miembros del presbiterio, de modo que, incluso en casos
semejantes, las comunidades no se vean privadas de la celebración
eucarística durante demasiado tiempo.
A falta de la santa Misa, el obispo ha de procurar que la comunidad,
aun estando siempre en espera de la plenitud del encuentro con
Cristo en la celebración del Misterio pascual, pueda
tener una celebración especial al menos los domingos
y días festivos. En estos casos los fieles, presididos
por ministros responsables, pueden beneficiarse del don de la
Palabra proclamada y de la comunión eucarística
mediante celebraciones de asambleas dominicales, previstas y
adecuadas, en ausencia de un presbítero (148 ).
Responsable de la
iniciación cristiana
38. En las circunstancias
actuales de la Iglesia y del mundo, tanto en las Iglesias jóvenes
como en los Países donde el cristianismo se ha establecido
desde siglos, resulta providencial la recuperación, sobre
todo para los adultos, de la gran tradición de la disciplina
sobre la iniciación cristiana. Ésta ha sido una
disposición oportuna del concilio Vaticano II (149 ), que
de este modo quiso ofrecer un camino de encuentro con Cristo
y con la Iglesia a muchos hombres y mujeres tocados por la gracia
del Espíritu y deseosos de entrar en comunión
con el misterio de la salvación en Cristo, muerto y resucitado
por nosotros.
Mediante el itinerario de la iniciación cristiana se
introduce progresivamente a los catecúmenos en el conocimiento
del misterio de Cristo y de la Iglesia, análogamente
a lo que ocurre en el origen, desarrollo y maduración
de la vida natural. En efecto, por el bautismo los fieles renacen
y participan del sacerdocio real. Por la confirmación,
cuyo ministro originario es el obispo, se corrobora su fe y
reciben una especial efusión de los dones del Espíritu.
Al participar de la eucaristía, se alimentan con el manjar
de vida eterna y se insertan plenamente en la Iglesia, Cuerpo
místico de Cristo. De este modo, «por medio de
estos sacramentos de la iniciación cristiana, están
en disposición de gustar cada vez más y mejor
los tesoros de la vida divina y progresar hasta la consecución
de la perfección de la caridad» (150 ).
Así pues, los obispos, teniendo en cuenta las circunstancias
actuales han de poner en práctica las prescripciones
del Rito de la iniciación cristiana de adultos. Por tanto,
han de procurar que en cada diócesis existan las estructuras
y agentes de pastoral necesarios para asegurar de la manera
más digna y eficaz la observancia de las disposiciones
y disciplina litúrgica, catequética y pastoral
de la iniciación cristiana, adaptada a las necesidades
de nuestros tiempos.
Por su propia naturaleza de inserción progresiva en el
misterio de Cristo y de la Iglesia, misterio que vive y actúa
en cada Iglesia particular, el itinerario de la iniciación
cristiana requiere la presencia y el ministerio del obispo diocesano,
especialmente en su fase final, es decir, en la administración
de los sacramentos del bautismo, de la confirmación y
de la eucaristía, como tiene lugar normalmente en la
Vigilia pascual.
El obispo debe regular también, según las leyes
de la Iglesia, lo que se refiere a la iniciación cristiana
de los niños y jóvenes, dando disposiciones sobre
su apropiada preparación catequética y su compromiso
gradual en la vida de la comunidad. Además, ha de estar
atento a que eventuales itinerarios de catecumenado, de recuperación
y fortalecimiento del camino de la iniciación cristiana
o de acercamiento a los fieles que se han alejado de la vida
normal de fe comunitaria, se desarrollen según las normas
de la Iglesia y en plena sintonía con la vida de las
comunidades parroquiales en la diócesis.
Finalmente, el obispo, ministro originario del Sacramento de
la confirmación, ha de ser quien lo administre normalmente.
Su presencia en la comunidad parroquial que, por la pila bautismal
y la Mesa eucarística, es el ambiente natural y ordinario
del camino de la iniciación cristiana, evoca eficazmente
el misterio de Pentecostés y se demuestra sumamente útil
para consolidar los vínculos de comunión eclesial
entre el pastor y los fieles.
Responsabilidad
del obispo en la disciplina penitencial
39. En sus intervenciones,
los padres sinodales pusieron especial atención en la
disciplina penitencial, subrayando su importancia y el cuidado
especial que los obispos, como sucesores de los Apóstoles,
deben prestar a la pastoral y a la disciplina del sacramento
de la Penitencia. Me complace haber oído de ellos lo
que es una profunda convicción mía, esto es, que
se ha de poner sumo interés en la pastoral de este sacramento
de la Iglesia, fuente de reconciliación, de paz y alegría
para todos nosotros, necesitados de la misericordia del Señor
y de la curación de las heridas del pecado.
Como primer responsable de la disciplina penitencial en su Iglesia
particular, corresponde ante todo al obispo dirigir una invitación
kerigmática a la conversión y a la penitencia. Tiene
el deber de proclamar con libertad evangélica la presencia
triste y dañosa del pecado en la vida de los hombres
y en la historia de las comunidades. Al mismo tiempo, ha de
anunciar el misterio insondable de la misericordia que Dios
nos ha prodigado en la cruz y en la Resurrección de su
Hijo, Jesucristo, y en la efusión del Espíritu,
para la remisión de los pecados. Este anuncio, invitación
a la reconciliación y llamada a la esperanza, está
en el corazón del evangelio. Es el primer anuncio de
los Apóstoles el día del Pentecostés, anuncio
en que se revela el sentido mismo de la gracia y de la salvación
comunicada por los sacramentos.
El obispo ha de ser un ministro ejemplar del sacramento de la
Penitencia y debe recurrir asidua y fielmente al mismo. No se
cansará de exhortar a sus sacerdotes a que tengan en
gran estima el ministerio de la reconciliación recibido
en la ordenación sacerdotal, animándolos a ejercerlo
con generosidad y sentido sobrenatural, imitando al Padre que
acoge a los que vuelven a la casa paterna y a Cristo, Buen pastor,
que lleva sobre sus hombros a la oveja extraviada (151 ).
La responsabilidad del obispo incluye también el deber
de velar para que la absolución general no se imparta
más allá de las normas del derecho. A este respecto,
en el Motu proprio Misericordia Dei he subrayado que los obispos
han de insistir en la disciplina vigente, según la cual
la confesión, individual e íntegra, y la absolución
son el único modo ordinario por el que el fiel consciente
de pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia. Sólo
una imposibilidad física o moral dispensa de este modo
ordinario, en cuyo caso la reconciliación se puede obtener
de otras maneras. Además, el obispo ha de recordar a
todos los que por oficio tienen cura de almas el deber de brindar
a los fieles la oportunidad de acudir a la confesión
individual (152 ). Y se cuidará de verificar que se den
a los fieles las máximas facilidades para poder confesarse.
Considerada a la luz de la Tradición y del Magisterio
de la Iglesia la íntima unión entre el sacramento
de la Reconciliación y la participación en la
eucaristía, es cada vez más necesario formar la
conciencia de los fieles para que participen digna y fructuosamente
en el Banquete eucarístico en estado de gracia (153 ).
Es útil recordar también que corresponde al obispo
el cometido de reglamentar, convenientemente y con una cuidadosa
elección de los ministros adecuados, la disciplina sobre
el ejercicio de los exorcismos y de las celebraciones de oración
para obtener curaciones, respetando los recientes documentos
de la santa sede (154 ).
Cuidado de la piedad
popular
40. Los padres sinodales
confirmaron la importancia de la piedad popular en la transmisión
y el desarrollo de la fe. En efecto, como dijo mi predecesor
Pablo VI, ésta piedad comporta grandes valores, tanto
respecto a Dios como a los hermanos (155 ), llegando a constituir
así un verdadero tesoro de espiritualidad en la vida
de las comunidades cristianas.
En nuestro tiempo, en que se nota una gran sed de espiritualidad,
que a veces induce a muchos a hacerse adeptos de sectas religiosas
o de otras formas vagas de espiritualismo, los obispos han de
discernir y favorecer también los valores y las formas
de la auténtica piedad popular.
Sigue siendo actual lo que se dice en la Exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi: «La caridad pastoral
debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes
de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto
a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo
hay que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones
interiores y sus valores innegables, estar dispuestos a ayudarla
a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada,
esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para
nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en
Jesucristo» (156 ).
Es preciso, pues, orientar esta religiosidad, purificando eventualmente
sus formas expresivas según los principios de la fe y
de la vida cristiana. Por medio de la piedad popular, se ha
de conducir a los fieles al encuentro personal con Cristo, a
la comunión con la Virgen María
y los santos, mediante la escucha de la palabra de Dios, la
vida de oración, la participación en los sacramentos,
el testimonio de la caridad y de las obras de misericordia (157 ).
Para una reflexión más amplia a este respecto,
me complace indicar los documentos emanados por esta Sede Apostólica,
en los que, además de contener valiosas sugerencias teológicas,
pastorales y espirituales, se recuerda que todas las manifestaciones
de piedad popular están bajo la responsabilidad del obispo,
en su propia diócesis. A él compete regularlas,
animarlas en su función de ayuda a los fieles para la
vida cristiana, purificarlas en lo que fuere necesario y evangelizarlas (158 ).
Promover la santidad
de todos los fieles
41. La santidad
del pueblo de Dios, a la cual se ordena el ministerio de santificación
del obispo, es don de la gracia divina y manifestación
de la primacía de Dios en la vida de la Iglesia. Por
eso, en su ministerio debe promover incansablemente una auténtica
pastoral y pedagogía de la santidad, para realizar así
el programa propuesto en el capítulo quinto de la constitución Lumen gentium sobre la vocación universal a la santidad.
Yo mismo he propuesto este programa a toda la Iglesia al principio
del tercer milenio como prioridad pastoral y fruto del gran
Jubileo de la Encarnación (159 ). En efecto, también
hoy la santidad es un signo de los tiempos, una prueba de la
verdad del cristianismo que brilla en sus mejores fieles, tanto
en los muchos que han sido elevados al honor de los altares
como en aquellos, más numerosos aún, que calladamente
han vivificado y vivifican la historia humana con la humilde
y gozosa santidad cotidiana. De hecho, en nuestro tiempo hay
también testimonios preciosos de santidad personal y
comunitaria que son para todos, incluidas las nuevas generaciones,
un signo de esperanza.
Así pues, para resaltar el testimonio de la santidad,
exhorto a mis Hermanos obispos a buscar y destacar los signos
de santidad y virtudes heroicas que también hoy se dan,
sobre todo cuando se refieren a fieles laicos de sus diócesis
y, especialmente, a esposos cristianos. En los casos en que
se considere verdaderamente oportuno, les animo a promover los
correspondientes procesos de canonización (160 ). Eso sería
para todos un signo de esperanza y un impulso en el camino del
pueblo de Dios, un motivo que estimula su testimonio de la perenne
presencia de la gracia en las vicisitudes humanas, ante al mundo.
NOTAS:
127. Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003 ) 22-24:
AAS 95 (2003 ). , 448-449.
128. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 10.
129. N. 26.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 10.
131. Ibid., 41.
132Pontifical Romano, Bendición de los óleos,
Premisas, 1.
133. Cf. ibid., ordenación del obispo, de los Presbíteros
y de los Diáconos, Premisas, 21, 120, 202.
134. Cf. nn. 42-54.
135. Cf. Propositio 17.
136. «Legem credendi lex statuat supplicandi»: S.
Celestino, Ad Galliarum episcopos, 12: PL 45, 1759.
137. Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia,
11.14.
138. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001 ) 35: AAS
93 (2001 ) 291.
139. Cf. Propositio 17.
140. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 102.
141. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 68.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 104.
143. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 26.
144. Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003 ) 21:
AAS 95 (2003 ) 447-448.
145. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.
146. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, sobre
el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
147. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 28; Juan Pablo II, Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia
(17 abril 2003 ) 41-42: AAS 95 (2003 ) 460-461.
148. Cf. Congregación para el Clero (et aliae ). Instr.
interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones
acerca de la colaboración de los fieles laicos en el
sagrado ministerio de los sacerdotes (15 agosto 1997 )«
Disposiciones prácticas», art. 7: AAS 89 (1997 )
869-870.
149. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre
la sagrada liturgia, 64.
150. Pablo VI, Const. ap. Divinae consortium naturae (15 agosto
1971 ) : AAS 63 (1971 ) 657.
151. Cf. Propositio 18.
152. Cf. Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002 )1: AAS
94 (2002 ) 453-454.
153. Cf. Propositio 18.
154. Cf. Ritual Romano, Rito de los exorcismos (22 noviembre 1998 ) ;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción
sobre las oraciones para obtener de Dios la curación
(14 septiembre 2000 ) : L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (1 diciembre 2001 ) 17-19.
155. Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975 ) 48:
AAS 68 (1976 ) 37-38.
156. Ibid.
157. Cf. propositio 19.
158. Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la
liturgia (17 diciembre 2001 ) 21.
159. Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001 )nn.
29-41: AAS 93 (2001 ) 285-295.
160. Cf. propositio 48.
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