|
CAPÍTULO III
MAESTRO DE LA FE
Y HERALDO DE LA PALABRA
«Id por todo
el mundo y proclamad la Buena Nueva» (Mc 16, 15)
26. Jesús resucitado confió a sus apóstoles
la misión de «hacer discípulos»
a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo
lo que él mismo había mandado. Así pues,
se ha encomendado solemnemente a la Iglesia, comunidad de los
discípulos del Señor crucificado y resucitado,
la tarea de predicar el evangelio a todas las criaturas. Es
un cometido que durará hasta al final de los tiempos.
Desde aquel primer momento, ya no es posible pensar en la Iglesia
sin esta misión evangelizadora. Es una convicción
que el apóstol Pablo expresó con las conocidas
palabras: «Predicar el evangelio no es para mí
ningún motivo de gloria; es más bien un deber
que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el
evangelio!» (1 Cor 9, 16). .
Aunque el deber de anunciar el evangelio es propio de toda la
Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título
especial de los obispos que, en el día de la sagrada
ordenación, la cual los introduce en la sucesión
apostólica, asumen como compromiso principal predicar
el evangelio a los hombres y hacerlo «invitándoles
a creer por la fuerza del Espíritu o confirmándolos
en la fe viva»(100).
La actividad evangelizadora del obispo, orientada a conducir
a los hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación
preeminente de su paternidad. Por tanto, puede repetir con Pablo:
«Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos
en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo
quien, por el evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4, 15). Precisamente por este dinamismo generador
de vida nueva según el Espíritu, el ministerio
episcopal se manifiesta en el mundo como un signo de esperanza
para los pueblos y para cada persona.
Por eso, los padres sinodales recordaron muy oportunamente que
el anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar y que el
obispo es el primer predicador del evangelio con la palabra
y con el testimonio de vida. Debe ser consciente de los desafíos
que el momento actual lleva consigo y tener la valentía
de afrontarlos. Todos los obispos, como ministros de la verdad,
han de cumplir este cometido con vigor y confianza (101).
Cristo, en el corazón
del evangelio y del hombre
27. El tema del
anuncio del evangelio predominó en las intervenciones
de los padres sinodales, que en repetidas ocasiones y de varios
modos afirmaron cómo el centro vivo del anuncio del evangelio
es Cristo crucificado y resucitado para la salvación
de todos los hombres (102).
En efecto, Cristo es el corazón de la evangelización,
cuyo programa «se centra, en definitiva, en Cristo mismo,
al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él
la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta
su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa
que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene
en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo
y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es
el nuestro para el tercer milenio» (103).
De Cristo, corazón del evangelio, arrancan todas las
demás verdades de la fe y se irradia también la
esperanza para todos los seres humanos. En efecto, es la luz
que ilumina a todo hombre y quien es regenerado en él
recibe las primicias del Espíritu, que le hace capaz
de cumplir la ley nueva del amor (104).
Por eso el obispo, en virtud de su misión apostólica,
está capacitado para introducir a su pueblo en el corazón
del misterio de la fe, donde podrá encontrar a la persona
viva de Jesucristo. Los fieles comprenderán así
que toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto
de referencia ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor
del pecado y de la muerte (105).
El anuncio de la muerte y resurrección del Señor
«no puede por menos de incluir el anuncio profético
de un más allá, vocación profunda y definitiva
del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la
situación presente: más allá del tiempo
y de la historia, más allá de la realidad de este
mundo, cuya imagen pasa [...]. La evangelización comprende
además la predicación de la esperanza en las promesas
hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo» (106).
El obispo, oyente
y custodio de la Palabra
28. El Concilio
Vaticano II, siguiendo la línea indicada por la tradición
de la Iglesia, afirma que la misión de enseñar
propia de los obispos consiste en conservar santamente y anunciar
con audacia la fe (107).
Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del
gesto previsto en el Rito Romano de ordenación episcopal,
cuando se pone el Evangeliario abierto sobre la cabeza del electo.
Con ello se quiere expresar, de una parte, que la Palabra arropa
y protege el ministerio del obispo y, de otra, que ha de vivir
completamente sumiso a la palabra de Dios mediante la dedicación
cotidiana a la predicación del evangelio con toda paciencia
y doctrina (cf. 2 TIm 4, 2). . Los padres sinodales recordaron
también varias veces que el obispo es quien conserva
con amor la palabra de Dios y la defiende con valor, testimoniando
su mensaje de salvación. Efectivamente, el sentido del
munus docendi episcopal surge de la naturaleza misma de lo que
se debe custodiar, esto es, el depósito de la fe.
En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición,
nuestro Señor Jesucristo confió a su Iglesia el
único depósito de la Revelación divina,
que es como «el espejo en que la Iglesia peregrina contempla
a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que
llegue a verlo cara a cara, como él es» (108).
Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta hoy:
las diversas comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva
y eficaz a través de los tiempos, han escuchado dócilmente
la voz del Espíritu santo, comprometiéndose a
hacerla viva y activa en cada uno de los períodos de
la historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición,
se ha hecho cada vez más conscientemente Palabra de vida
y, entre tanto, la tarea de anunciarla y custodiarla se ha realizado
progresivamente, bajo la guía y la asistencia del Espíritu
de Verdad, como una transmisión incesante de todo lo
que la Iglesia es y de todo lo que ella cree (109).
Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles,
progresa en la vida de la Iglesia, como ha enseñado el
concilio Vaticano II. De modo similar crece y se desarrolla
la comprensión de las cosas y las palabras transmitidas,
de manera que al creer, practicar y profesar la fe transmitida,
se establece una maravillosa concordia entre obispos y fieles (110).
Así pues, en la búsqueda de la fidelidad al Espíritu,
que habla en la Iglesia, fieles y pastores se encuentran y establecen
los vínculos profundos de fe que son el primer momento
del sensus fidei. A este respecto, es útil oír
de nuevo las palabras del Concilio: «La totalidad de
los fieles que tienen la unción del santo (cf.1 Jn 2,
20 y 27). no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad
suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo
el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último
de los laicos cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo
en cuestiones de fe y de moral» (111).
Por eso, para el obispo, la vida de la Iglesia y la vida en
la Iglesia es una condición para el ejercicio de su misión
de enseñar. El obispo tiene su identidad y su puesto
dentro de la comunidad de los discípulos del Señor,
donde ha recibido el don de la vida divina y la primera enseñanza
de la fe. Todo obispo, especialmente cuando desde su Cátedra
episcopal ejerce ante la asamblea de los fieles su función
de maestro en la Iglesia, debe poder decir como san Agustín:
«considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros
maestros, pero respecto al único maestro, somos con vosotros
condiscípulos en la misma escuela» (112). En la
Iglesia, escuela del Dios vivo, obispos y fieles son todos condiscípulos
y todos necesitan ser instruidos por el Espíritu.
El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas
maneras. En el corazón de cada uno, ante todo, en la
vida de las Iglesias particulares, donde surgen y se hacen oír
las diversas necesidades de las personas y de las varias comunidades
eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero también
diversos y nuevos.
También se escucha al Espíritu cuando suscita
en la Iglesia diferentes formas de carismas y servicios. Por
este motivo, en el Aula sinodal se pronunciaron reiteradamente
palabras que exhortaban al obispo al encuentro directo y al
contacto personal con los fieles de las comunidades confiadas
a su cuidado pastoral, siguiendo el modelo del Buen pastor que
conoce a sus ovejas y las llama a cada una por su nombre. En
efecto, el encuentro frecuente del obispo con sus presbíteros,
en primer lugar, con los diáconos, los consagrados y
sus comunidades, con los fieles laicos, tanto personalmente
como en las diversas asociaciones, tiene gran importancia para
el ejercicio de un ministerio eficaz entre el pueblo de Dios.
El servicio auténtico
y autorizado de la Palabra
29. Con la ordenación
episcopal cada obispo ha recibido la misión fundamental
de anunciar autorizadamente la Palabra. El obispo, en virtud
de la sagrada ordenación, es maestro auténtico
que predica al pueblo a él confiado la fe que se ha de
creer y aplicar a la vida moral. Eso quiere decir que los obispos
están revestidos de la autoridad misma de Cristo y que,
por esta razón fundamental, «cuando enseñan
en comunión con el Romano Pontífice, merecen el
respeto de todos, pues son los testigos de la verdad divina
y católica. Los fieles, por su parte, deben adherirse
a la decisión que sobre materia de fe y costumbres ha
tomado su obispo en nombre de Cristo y aceptarla con espíritu
de obediencia religiosa» (113). En este servicio a la
Verdad, el obispo se sitúa ante la comunidad y es para
ella, a la cual orienta su solicitud pastoral y por la cual
eleva insistentemente sus plegarias a Dios.
Así pues, el obispo transmite a sus hermanos, a los que
cuida como el Buen pastor, lo que escucha y recibe del corazón
de la Iglesia. En él se completa el sensus fidei. En
efecto, el concilio Vaticano II enseña: «El Espíritu
de la verdad suscita y sostiene ese sentido de la fe. Con él,
el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio al
que obedece con fidelidad, recibe, no ya una simple palabra
humana, sino la palabra de Dios (cf. 1 Tes 2, 13). Así
se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos
de una vez para siempre (Judas 3). , la profundiza con un juicio
recto y la aplica cada día más plenamente a la
vida» (114). Es, pues, una palabra que, en el seno de
la comunidad y ante ella, ya no es simplemente palabra del obispo
como persona privada, sino del pastor que confirma en la fe,
reúne en torno al misterio de Dios y engendra vida.
Los fieles necesitan la palabra de su obispo; necesitan confirmar
y purificar su fe. La Asamblea sinodal subrayó esto,
indicando algunos ámbitos específicos en los que
más se advierte esta necesidad. Uno de ellos es el primer
anuncio o kerygma, siempre necesario para suscitar la obediencia
de la fe, pero que es más urgente aún en la situación
actual, caracterizada por la indiferencia y la ignorancia religiosa
de muchos cristianos (115). También es evidente que, en
el ámbito de la catequesis, el obispo es el catequista
por excelencia. La gran influencia que han tenido grandes y
santos obispos, cuyos textos catequéticos se consultan
aún hoy con admiración, es un motivo más
para subrayar que la tarea del obispo de asumir la alta dirección
de la catequesis es siempre actual. En este cometido, debe referirse
al Catecismo de la Iglesia Católica.
Por esto sigue siendo válido lo que escribí en
la Exhortación apostólica Catechesi tradendae:
«En el campo de la catequesis tenéis vosotros,
queridísimos Hermanos [obispos], una misión particular
en vuestras Iglesias: en ellas sois los primeros responsables
de la catequesis» (116). Por eso el obispo debe ocuparse
de que la propia Iglesia particular dé prioridad efectiva
a una catequesis activa y eficaz. Más aún, él
mismo ha de ejercer su solicitud mediante intervenciones directas
que susciten y conserven también una auténtica
pasión por la catequesis (117).
Consciente de su responsabilidad en la transmisión y
educación de la fe, el obispo se ha de esforzar para
que tengan una disposición similar cuantos, por su vocación
y misión, están llamados a transmitir la fe. Se
trata de los sacerdotes y diáconos, personas consagradas,
padres y madres de familia, agentes pastorales y, especialmente
los catequistas, así como los profesores de teología
y de ciencias eclesiásticas, o los que imparten clases
de religión católica (118). Por eso, el obispo
cuidará la formación inicial y permanente de todos
ellos.
Para este cometido resulta especialmente útil el diálogo
abierto y la colaboración con los teólogos, a
los que corresponde profundizar con métodos apropiados
la insondable riqueza del misterio de Cristo. El obispo ha de
ofrecerles aliento y apoyo, tanto a ellos como a las instituciones
escolares y académicas en que trabajan, para que desempeñen
su tarea al servicio del pueblo de Dios con fidelidad a la Tradición
y teniendo en cuenta las cuestiones actuales (119). Cuando se
vea oportuno, los obispos deben defender con firmeza la unidad
y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo que está o no conforme con la palabra de Dios (120).
Los padres sinodales llamaron también la atención
de los obispos sobre su responsabilidad magisterial en materia
de moral. Las normas que propone la Iglesia reflejan los mandamientos
divinos, que se sintetizan y culminan en el mandamiento evangélico
de la caridad. Toda norma divina tiende al mayor bien del ser
humano, y hoy vale también la recomendación del
Deuteronomio: «Seguid en todo el camino que el Señor
vuestro Dios os ha trazado: así viviréis, seréis
felices» (5, 33). . Por otro lado, no se ha de olvidar
que los mandamientos del Decálogo tienen un firme arraigo
en la naturaleza humana misma y que, por tanto, los valores
que defienden tienen validez universal. Esto vale especialmente
por lo que se refiere a la vida humana, que se ha de proteger
desde la concepción hasta a su término con la
muerte natural, la libertad de las personas y de las naciones,
la justicia social y las estructuras para ponerla en práctica (121).
Ministerio episcopal
e inculturación del evangelio
30. La evangelización
de la cultura y la inculturación del evangelio forman
parte de la nueva evangelización y, por tanto, son un
cometido propio de la función episcopal. A este respecto,
tomando algunas de mis expresiones anteriores, el Sínodo
repitió: «Una fe que no se convierte en cultura,
es una fe no acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (122).
En realidad, éste es un cometido antiguo y siempre nuevo,
que tiene su origen en el misterio mismo de la Encarnación
y su razón de ser en la capacidad intrínseca del
evangelio para arraigar, impregnar y promover toda cultura,
purificándola y abriéndola a la plenitud de la
verdad y la vida que se ha realizado en Cristo Jesús.
A este tema se ha prestado mucha atención durante los
Sínodos continentales, que han dado valiosas indicaciones.
Yo mismo me he referido a él en varias ocasiones.
Por tanto, considerando los valores culturales del territorio
en que vive su Iglesia particular, el obispo ha de esforzarse
para que se anuncie el evangelio en su integridad, de modo que
llegue a modelar el corazón de los hombres y las costumbres
de los pueblos. En esta empresa evangelizadora puede ser preciosa
la contribución de los teólogos, así como
la de los expertos en el patrimonio cultural, artístico
e histórico de la diócesis, que tanto en la antigua
como en la nueva evangelización, es un instrumento pastoral
eficaz (123).
Los medios de comunicación social tienen también
gran importancia para transmitir la fe y anunciar el evangelio
en los «nuevos areópagos»; los padres sinodales
pusieron su atención en ello y alentaron a los obispos
para que haya una mayor colaboración entre las Conferencias
episcopales, tanto en el ámbito nacional como internacional,
con el fin de que se llegue a una actividad de mayor cualidad
en este delicado y precioso ámbito de la vida social (124).
En realidad, cuando se trata del anuncio del evangelio, es importante
preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa,
sea incisiva y promueva su escucha y acogida. Evidentemente,
esto comporta el compromiso de dedicar, especialmente en los
seminarios, un espacio adecuado para la formación de
los candidatos al sacerdocio sobre el empleo de los medios de
comunicación social, de manera que los evangelizadores
sean buenos predicadores y buenos comunicadores.
Predicar con la
palabra y el ejemplo
31. El ministerio
del obispo, como pregonero del evangelio y custodio de la fe
en el pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito
si faltara una referencia al deber de la coherencia personal:
su enseñanza ha de proseguir con el testimonio y con
el ejemplo de una auténtica vida de fe. Si el obispo,
que enseña a la comunidad la Palabra escuchada con una
autoridad ejercida en el nombre de Jesucristo (125), no vive
lo que enseña, transmite a la comunidad misma un mensaje
contradictorio.
Así resulta claro que todas las actividades del obispo
deben orientarse a proclamar el evangelio, «que es una
fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Su cometido esencial es ayudar al Pueblo
de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia
de la fe (cf. Rom 1, 5). y abrace íntegramente la enseñanza
de Cristo. Podría decirse que, en el obispo, misión
y vida se unen de tal de manera que no se puede pensar en ellas
como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, obispos, somos
nuestra propia misión. Si no la realizáramos,
no seríamos nosotros mismos. Con el testimonio de la
propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de la presencia
de Cristo en nuestras comunidades.
El testimonio de vida es para el obispo como un nuevo título
de autoridad, que se añade al título objetivo
recibido en la consagración. A la autoridad se une el
prestigio. Ambos son necesarios. En efecto, de una se deriva
la exigencia objetiva de la adhesión de los fieles a
la enseñanza auténtica del obispo; por el otro
se facilita la confianza en su mensaje. A este respecto, parece
oportuno recordar las palabras escritas por un gran obispo de
la Iglesia antigua, san Hilario de Poitiers: «El bienaventurado
apóstol Pablo, queriendo definir el tipo ideal de obispo
y formar con su enseñanza un hombre de Iglesia completamente
nuevo, explicó lo que, por decirlo así, debía
ser su máxima perfección. Dijo que debía
profesar una doctrina segura, acorde con la enseñanza,
de tal modo que pudiera exhortar a la sana doctrina y refutar
a quienes la contradijeran [...]. Por un lado, un ministro de
vida irreprochable, si no es culto, conseguirá sólo
ayudarse a sí mismo; por otro, un ministro culto pierde
la autoridad que proviene de su cultura si su vida no es irreprensible»(126).
El apóstol Pablo nos indica una vez más la conducta
a seguir con estas palabras: «Muéstrate dechado
de buenas obras: pureza de doctrina, dignidad, palabra sana,
intachable, para que el adversario se avergüence, no teniendo
nada malo que decir de nosotros» (Tit 2, 7-8).
NOTAS:
100. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos, 12; cf. Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 25.
101. Cf. Propositiones 14 y 15.
102. Cf. Propositio 14.
103. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001) 29: AAS
93 (2001) 285-286.
104. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre
la Iglesia en el mundo actual, 22.
105. Cf. Propositio 15.
106. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975)
28: AAS 68 (1976) 24.
107. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, 25; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
10; Código de Derecho Canónico, c. 747 §
1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales,
c. 595 § 1.
108. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 7.
109. Cf. ibíd., 8.
110. Cf. ibíd., 10.
111. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 12.
112. En. In Ps. 126, 3: PL 37,1669.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 25.
114. Ibid., 12.
115. Cf. Propositio 15.
116. N. 63: AAS 71 (1979) 1329.
117. Cf. Congregación para el Clero, Directorio General
para la Catequesis (15 agosto 1997). , 233: Ench. Vat. 16,1065.
118. Cf. Propositio 15.
119. Cf. Propositio 47.
120. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum
veritatis (24 mayo 1990) 19; Código de Derecho Canónico,
c. 386 § 2; Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, c. 196 § 2.
121. Cf. Propositio 16.
122. Discurso a los participantes en el I Congreso nacional italiano
del Movimiento eclesial de Compromiso Cultural (16 enero 1982)2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(2 mayo 1982) p. 19; . Cf. Propositio 64.
123. Cf. Propositio 65.
124. Cf. Propositio 66.
125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la
divina revelación, 10.
126. De Trinitate, VIII,1: PL 10,236.
|
|