NUEVAS VOCACIONES PARA UNA NUEVA EUROPA volver al menú
 
SEGUNDA PARTE
TEOLOGÍA DE LA VOCACIÓN

«Hay diversidad de carismas,
pero un solo Espíritu» (1 Cor 12,4)


La finalidad fundamental de esta segunda parte teológica es hacer comprender el sentido de la vida humana en relación a Dios comunión trinitaria. El misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu santo fundamenta toda la existencia del hombre, como llamada al amor en la entrega de sí mismo y en la santidad; como don en la Iglesia para el mundo. Toda antropología separada de Dios es ilusoria.

Se trata de estudiar los elementos estructurales de la vocación cristiana, su entramado esencial que, evidentemente, no puede ser sino teológico. Esta realidad, que ha sido ya objeto de muchos análisis, incluso del Magisterio, posee una rica tradición espiritual, bíblico-teológica, que ha formado no sólo generaciones de llamados, sino también una espiritualidad de la llamada.

La cuestión del sentido de la vida

14. En la escuela de la palabra de Dios, la comunidad cristiana recibe la respuesta más elevada a la cuestión del significado que surge, más o menos claramente, en el corazón del hombre. Es una respuesta que no viene de la razón humana, aunque siempre provocada dramáticamente por el problema del existir y de su destino, sino de Dios. Es El mismo quien entrega al hombre la clave de lectura para esclarecer y resolver las grandes cuestiones que hacen del hombre un sujeto interrogante: «¿Por qué estamos en el mundo? ¿Qué es la vida? ¿A qué puerto arribamos más allá del misterio de la muerte?».

No se olvide, sin embargo, que en la cultura del ocio, en la que se encuentran embarcados sobre todo los jóvenes actuales, las cuestiones fundamentales corren el peligro de ser sofocadas o de ser eludidas. El sentido de la vida, hoy, más que buscado viene impuesto: o por aquello que se vive en lo inmediato, o por cuanto satisface las necesidades, satisfechas las cuales, la conciencia llega a ser cada vez más obtusa, y las cuestiones más importantes quedan eludidas (27).

Es, por tanto, tarea de la teología pastoral y del acompañamiento espiritual ayudar a los jóvenes a preguntar a la vida, para llegar a formular, en el diálogo decisivo con Dios, la misma pregunta de María de Nazaret: «¿Cómo es posible?» (Lc 1,34).

La imagen trinitaria

15. En la escucha de la Palabra, no sin asombro, descubrimos que la categoría bíblico-teológica más comprensiva y más conveniente para expresar el misterio de la vida, a la luz de Cristo, es aquella de «vocación» (28). «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta también plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (29).

Por esto la figura bíblica de la comunidad de Corinto presenta los dones del Espíritu, en la Iglesia, subordinados al reconocimiento de Jesús como el Señor. Efectivamente, la cristología está en la base de toda antropología y eclesiología. Cristo es el proyecto del hombre. Sólo después de que el creyente ha reconocido que Jesús es el Señor «bajo la acción del Espíritu santo» (1 Cor 12,3) puede acoger el estatuto de la nueva comunidad de los creyentes: «Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos» (1 Cor 12,4-6). La imagen paulina pone en evidencia, claramente, tres aspectos fundamentales de los dones vocacionales en la Iglesia, estrechamente unidos a su origen en el seno de la comunión trinitaria y con específica referencia a cada Persona.

A la luz del Espíritu, los dones son manifestación de su infinita gratuidad. El mismo es carisma (Hech 2,38), manantial de todo don y expresión de la incontenible creatividad divina.

A la luz de Cristo, los carismas vocacionales son ministerios, y manifiestan las más variadas formas de servicio que el Hijo vivió hasta dar la vida. El, en efecto, «no ha venido para ser servido, sino a servir y dar su vida...» (Mt 20,28). Jesús, por tanto, es el modelo de todo ministerio.

A la luz del Padre, los carismas son «operaciones», porque por él, origen de la vida, todo ser libera el propio dinamismo creador.

La Iglesia, pues, refleja como imagen, el misterio de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu santo; y cada vocación lleva en sí los rasgos característicos de las tres personas de la comunión trinitaria. Las personas divinas son origen y modelo de toda llamada: o mejor, la Trinidad es en sí misma un misterioso entrecruce de llamadas y respuestas. Sólo allí, en el interior de aquel diálogo ininterrumpido, todo viviente encuentra no sólo sus raíces, sino también su destino y su futuro, es decir, lo que está llamado a ser y a llegar a ser, en la verdad y en la libertad, en la realidad de su historia.

Los carismas, en efecto, en el estatuto eclesiológico de la primera a los corintios, tienen una finalidad histórica y concreta: «A cada uno se le otorga la manifestación para la común utilidad» (1 Cor 12,7). Hay un bien superior que normalmente sobrepasa el carisma personal: construir en la unidad el cuerpo de Cristo; hacer epifánica su presencia en la historia «para que el mundo crea» (Jn 17,21).

Por tanto, la comunidad eclesial, por una parte, está asida por el misterio de Dios, del que es imagen visible, y, por otra, está totalmente comprometida con la historia del hombre, en situación de éxodo, hacia «los cielos nuevos».

La Iglesia, y en ella cada vocación, manifiestan un idéntico dinamismo: ser llamadas para una misión.

El Padre llama a la vida

16. La existencia de cada uno es fruto del amor creador del Padre, de su voluntad eficiente, de su palabra creadora.

El acto creador del Padre tiene la dinámica de una invitación, de una llamada a la vida. El hombre viene a la vida porque es amado, pensado y querido por una Voluntad buena que lo ha preferido a la no existencia, que lo ha amado antes de que fuese, conocido antes de formarlo en el seno materno, consagrado antes de que saliese a la luz (cf. Jer 1,5; Is 49,1-5; Gál 1,15).

La vocación, por tanto, es lo que explica, en la raíz, el misterio de la vida del hombre, y ella misma es misterio de predilección y gratuidad absoluta.

a) «...a su imagen»

En la «llamada creadora» el hombre aparece al instante en toda la plenitud de su dignidad como sujeto llamado a la relación con Dios, a estar ante El, con los otros, en el mundo, con un rostro que sea el reflejo de los mismos semblantes divinos: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). Esta triple relación pertenece al designio originario, porque el Padre «en El —en Cristo— nos eligió antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e irreprensibles en su presencia por la caridad» (Ef 1,4).

Reconocer al Padre significa que nosotros existimos a su manera, habiéndonos creado a su imagen (Sab 2,23). En esto, pues, se contiene la fundamental vocación del hombre: la vocación a la vida y a una vida concebida al instante a semejanza de la divina. Si el Padre es el eterno manantial, la total gratuidad, la fuente perenne de la existencia y del amor, el hombre está llamado, en la medida corta y limitada de su existir, a ser como él; y, por tanto, a «dar vida», a hacerse cargo de la vida de otro.

El acto creador del Padre, pues, es lo que provoca el conocimiento de que la vida es una entrega a la libertad del hombre, llamado a dar una respuesta personalísima y original, responsable y llena de gratitud.

b) El amor, sentido pleno de la vida

En esta perspectiva de la llamada a la vida una cosa debe ser excluida: que el hombre pueda considerar la vida como una cosa obvia, debida, casual.

Quizá resulta difícil, en la cultura actual, experimentar asombro ante el don de la vida (30).

Mientras que es más fácil percibir el sentido de una vida que se da, aquella que redunda en beneficio de los otros, se exige, en cambio, una conciencia más madura, una cierta formación espiritual, para comprender que la vida de cada uno, siempre y ante cualquier situación, es amor recibido, y que en dicho amor está ya encerrado, como consecuencia, un proyecto vocacional.

El mero hecho de existir debería llenar a todos de admiración y de gratitud inmensa hacia aquél que de manera totalmente gratuita nos ha sacado de la nada pronunciando nuestro nombre.

Y, en adelante, la conciencia de que la vida es un don, no debería suscitar solamente una actitud de agradecimiento, sino que, a la larga, debería sugerir la primera gran respuesta a la cuestión fundamental sobre el sentido: la vida es la obra maestra del amor creador de Dios y es en sí misma una llamada a amar. Don recibido que, por naturaleza, tiende a convertirse en bien dado.

c) El amor, vocación de todo hombre

El amor es el sentido pleno de la vida. Dios ha amado tanto al hombre que le ha dado su propia vida, y le ha capacitado para vivir y querer a la manera divina. En este exceso de amor, el amor de los comienzos, el hombre encuentra su radical vocación, que es «vocación santa» (2 Tim 1,19), y descubre la propia inconfundible identidad, que lo hace al momento semejante a Dios, a «imagen del santo» que lo ha llamado (1 Pe 1,15). «Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser —comenta Juan Pablo II— Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano» (31).

d) El Padre educador

Gracias a este amor que lo ha creado nadie puede considerarse «superfluo», porque es llamado a responder según un designio de Dios pensado exclusivamente para él.

Y por tanto, el hombre será feliz y plenamente realizado estando en su puesto, aceptando la propuesta educativa divina, con todo el temor y temblor que una tal exigencia suscita en su corazón de carne. Dios creador que da la vida, es también el Padre que «educa», saca fuera de la nada lo que todavía no es para hacerlo ser; saca fuera del corazón del hombre aquello que él le ha puesto dentro, para que sea plenamente sí mismo y aquello que El le ha llamado a ser, a semejanza suya.

De aquí, la añoranza de infinitud que Dios ha puesto en el mundo interior de cada uno. Como un sello divino.

e) La llamada del bautismo

Esta vocación a la vida y a la vida divina es celebrada en el bautismo. En este sacramento el Padre se inclina con ternura solícita sobre la criatura, hijo o hija del amor de un hombre y de una mujer, para bendecir el fruto de aquel amor y hacerlo plenamente hijo suyo. Nada ni nadie podrá cancelar jamás esta vocación.

Con la gracia del bautismo, Dios Padre interviene para manifestar que él, y sólo El es el autor del plan de salvación, dentro del cual todo ser humano encuentra su rol personal. Su acto es siempre precedente, anterior, no espera la iniciativa del hombre, no depende de sus méritos, ni se configura a partir de sus aptitudes o disposiciones. Es el Padre quien conoce, designa, imprime un impulso, pone un sello, llama aún «antes de la fundación del mundo» (Ef 1,4). Y luego da fuerza, camina cercano, sostiene en la fatiga, es Padre y Madre por siempre...

La vida cristiana adquiere, de este modo, el significado de una experiencia responsable: llega a ser respuesta responsable al hacer crecer una relación filial con el Padre y una relación fraterna en la gran familia de los hijos de Dios. El cristiano está llamado a favorecer, por el amor, aquel proceso de semejanza con el Padre que se llama vida teologal.

Por lo tanto, la fidelidad al bautismo impulsa a plantear a la vida y a sí mismo, cuestiones cada vez más concretas; sobre todo para disponerse a vivir la existencia no sólo según aptitudes humanas, que también son dones de Dios, sino según su voluntad; no según perspectivas mundanas, muchas veces de poca altura, sino según los deseos y designios de Dios.

La fidelidad al bautismo significa, por tanto, mirar a lo alto, como hijos, para llevar a cabo el discernimiento de su voluntad sobre la propia vida y el propio futuro.

El Hijo llama al seguimiento

17. «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta» (Jn 14,8).

Es la súplica de Felipe a Jesús, en la tarde de la víspera de la pasión. Es la angustiosa nostalgia de Dios, presente en el corazón de cada hombre: conocer las propias raíces, conocer a Dios. El hombre no es infinito, está inmerso en la finitud; pero su deseo gira en torno a lo infinito.

Y la respuesta de Jesús sorprende a los discípulos: «Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y tú no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).


a) Enviado por el Padre para llamar al hombre

El Padre nos ha creado en el Hijo, «que es irradiación de su gloria y la impronta de su substancia» (Heb 1,3), predestinándonos a ser conformes a su imagen (cf. Rom 8,29). El Verbo es la imagen perfecta del Padre. Este es Aquél en quien se ha hecho visible, el Logos por medio de la cual «nos ha hablado» (Heb 1,2). Todo su ser es de «ser enviado», para hacer a Dios, en cuanto Padre, cercano al hombre, para manifestar su rostro y su nombre a los hombres (Jn 17,6).

Si el hombre es llamado a ser hijo de Dios, se deduce que nadie mejor que el Verbo Encarnado puede «hablar» al hombre y reproducir la imagen perfecta del hijo. Por esto el Hijo de Dios, viniendo a esta tierra, ha invitado a seguirle, a ser como El, a compartir su vida, su palabra, su pascua de muerte y resurrección; hasta sus sentimientos.

El Hijo, el enviado por Dios, se hizo hombre para llamar al hombre: el enviado por el Padre es el que llama a los hombres.

Por esto no existe un sólo párrafo del evangelio, o un encuentro o un diálogo, que no tenga una proyección vocacional, que no exprese, directa o indirectamente, una llamada por parte de Jesús. Es como si sus encuentros humanos, provocados por las más diversas circunstancias, fuesen para El una ocasión para colocar de algún modo a la persona ante la pregunta estratégica: «¿Qué hacer de mi vida?», «¿Cuál es mi camino?».

b) El amor más grande: dar la vida

¿A qué llama Jesús? A seguirle para ser y obrar como El. Más en concreto, a vivir su misma relación en su trato con el Padre y con los hombres: a aceptar la vida como don de las manos del Padre para «perder» y verter este don sobre aquellos que el Padre les ha confiado (32).

Hay un aspecto unificador en la identidad de Jesús que constituye el sentido pleno del amor: la misión. Esta manifiesta la actitud oblativa, que alcanza su epifanía suprema sobre la cruz: «Nadie tiene un amor más grande que éste: el de dar la vida por los propios amigos » (Jn 15,13).

Por tanto todo discípulo está llamado a reproducir y revivir los sentimientos del Hijo, que encuentran una síntesis en el amor, causa decisiva de toda llamada. Pero, ante todo, cada discípulo está llamado a hacer evidente la misión de Jesús, está llamado para la misión: «Como me ha enviado a mí el Padre, así también yo os envío a vosotros» (Jn 20,21). El entramado de cada vocación, o mejor aún, su madurez, consiste en seguir a Jesús en el mundo, para hacer, como él, de la vida un don. El envío-misión es, en efecto, el mandato de la tarde de Pascua (Jn 20,21) y es la última palabra antes de subir al Padre (Mt 28,16-20).

c) Jesús, el formador

Todo llamado es signo de Jesús: en cierto modo su corazón y sus manos continúan abrazando a los pequeños, curando a los enfermos, reconciliando a los pecadores y dejándose clavar en la cruz por amor de todos. Por esto es el Señor Jesús el formador de aquellos que llama, el único que puede plasmar en ellos sus mismos sentimientos.

Todo discípulo, respondiendo a su llamada y dejándose formar por El, manifiesta los rasgos más auténticos de la propia opción. Por esto «el reconocimiento de El como Señor de la vida y de la historia, conlleva el reconocerse uno mismo como discípulo (...) El acto de fe conjuga necesariamente el conocimiento cristológico con el auto-reconocimiento antropológico» (33).

De aquí, la pedagogía de la experiencia vocacional cristiana traída por la palabra de Dios: «Jesús designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). La vida cristiana para ser vivida en plenitud, en la dimensión del don y de la misión, necesita de motivaciones fuertes, y, sobre todo, de comunión profunda con el Señor: en la escucha, en el diálogo, en la oración, en la interiorización de los sentimientos, en el dejarse cada día formar por El, y, especialmente, en el deseo ardiente de comunicar al mundo la vida del Padre.

d) La eucaristía: la entrega para la misión

En todas las catequesis de la comunidad cristiana desde los orígenes es patente la centralidad del misterio pascual: anunciar a Cristo muerto y resucitado. En el misterio del pan partido y de la sangre vertida por la vida del mundo, la comunidad creyente contempla la epifanía suprema del amor, la vida entregada del Hijo de Dios.

Por esto en la celebración de la eucaristía, «cumbre y fuente» (34) de la vida cristiana, se celebra la suprema revelación de la misión de Jesucristo en el mundo; pero, al mismo tiempo, se celebra también la identidad de la comunidad eclesial convocada para ser enviada, llamada para la misión.

En la comunidad que celebra el misterio pascual cada cristiano toma parte y entra en el estilo del don de Jesús, llegando a ser como El pan partido para la oblación al Padre y para la vida del mundo.

La eucaristía llega a ser, así, origen de toda vocación cristiana; en ella cada creyente es llamado a conformarse al Cristo resucitado totalmente ofrecido y dado. Llega a ser modelo de toda respuesta vocacional; como en Jesús, en cada vida y en cada vocación, se da la difícil fidelidad de vivir hasta la medida de la cruz.

Aquél que participa en esto, acepta la invitación-llamada de Jesús a «hacer memoria» de él, en el sacramento y en la vida, a vivir «recordando» en la verdad y la libertad de las opciones diarias el memorial de la cruz, a llenar la existencia de gratitud y gratuidad, a partir el propio cuerpo y verter la propia sangre. Como el Hijo.

La eucaristía genera, por fin, el testimonio, prepara la misión: «Id en paz». Se pasa del encuentro con Cristo en el signo del pan al encuentro con Cristo en el signo de cada hombre. El compromiso del creyente no se agota al entrar, sino al salir del templo. La respuesta a la llamada encuentra la historia de la misión. La fidelidad a la propia vocación se alimenta en las fuentes de la eucaristía y se mide en la eucaristía de la vida.

El Espíritu llama al testimonio

18. Todo creyente, iluminado por el conocimiento de la fe, está llamado a conocer y a reconocer a Jesús como el Señor; y en El, a reconocerse a sí mismo. Pero esto no es fruto sólo de un deseo humano o de la buena voluntad del hombre. Aún después de haber vivido la larga experiencia con el Señor, los discípulos tienen siempre necesidad de Dios. Incluso, la víspera de la pasión, ellos sienten una cierta turbación (Jn 14,1), temen la soledad; y Jesús los anima con una promesa inaudita: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,1). Los primeros llamados del evangelio no quedarán solos: Jesús les asegura la solícita compañía del Espíritu.

a) Consolador y amigo, guía y memoria

«El es el 'Consolador', el Espíritu de bondad, que el Padre enviará en el nombre del Hijo, don del Señor resucitado» (35), «para que permanezca siempre con vosotros» (Jn 14,16).

El Espíritu llega a ser el amigo de todo discípulo, el guía de mirada solícita sobre Jesús y sobre los llamados, para hacer de éstos testigos contracorriente del acontecimiento más desconcertante del mundo: Cristo muerto y resucitado. El, en efecto, es «memoria» de Jesús y de su Palabra: «Os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26); más todavía, «os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13).

La permanente novedad del Espíritu está en guiar hacia un conocimiento gradual y profundo de la verdad, verdad que no es concepto abstracto, sino el designio de Dios en la vida de cada discípulo. Es la transformación de la Palabra en vida y de la vida según la Palabra.

b)Animador y acompañante vocacional

De este modo, el Espíritu llega a ser el animador de toda vocación, El que acompaña en el camino para que llegue a la meta, el artista interior que modela con creatividad infinita el rostro de cada uno según Jesús.

Su presencia está siempre junto a cada hombre y a cada mujer, para guiar a todos en el discernimiento de la propia identidad de creyentes y de llamados, para forjar y modelar tal identidad exactamente según el modelo del amor divino. Este «molde divino», el Espíritu santificador trata de reproducirlo en cada uno, como paciente artífice de nuestras almas y «óptimo consolador».

Pero sobre todo el Espíritu prepara a los llamados, al «testimonio»: «El dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio » (Jn 15,26-27). Este modo de ser de cada llamado constituye la palabra convincente, el contenido mismo de la misión. El testimonio no consiste sólo en inspirar las palabras del anuncio como en el evangelio de Mateo (Mt 10,20); sino en guardar a Jesús en el corazón y en anunciarle a El como vida del mundo.

c) La santidad, vocación de todos

Y, así, la cuestión acerca del salto de calidad que imprimir a la pastoral vocacional hoy, llega a ser interrogante que sin duda empeña a la escucha del Espíritu: porque es él quien anuncia las «cosas futuras» (Jn 16,13), es él quien da una inteligencia espiritual nueva para comprender la historia y la vida, a partir de la Pascua del Señor, en cuya victoria está el futuro de cada hombre.

Por consiguiente, resulta legítimo preguntarse: ¿dónde está la llamada del Espíritu santo para estos tiempos nuestros? ¿Qué debemos rectificar en los caminos de la pastoral vocacional?

Pero la respuesta vendrá sólo si acogemos la gran llamada a la conversión, dirigida a la comunidad eclesial y, en ella, a cada uno, como un verdadero itinerario de ascética y renovación interior, para recuperar cada uno la fidelidad a la propia vocación.

Hay una «primacía de la vida en el Espíritu », que está en la base de toda pastoral vocacional. Esto exige la superación de un difundido pragmatismo y de aquella superficialidad estéril que conduce a olvidar la vida teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad. La escucha profunda del Espíritu es el nuevo hálito de toda acción pastoral de la comunidad eclesial.

La primacía de la vida espiritual es la premisa para responder a la nostalgia de santidad que, como ya hemos dicho, atraviesa también esta época de la Iglesia de Europa. La santidad es la vocación universal de cada hombre (36), es la vía maestra donde convergen los diferentes senderos de las vocaciones particulares. Por tanto, la gran cita del Espíritu para estos tiempos de la historia posconciliar es la santidad de los llamados.

d) Las vocaciones al servicio de la vocación de la Iglesia

Pero tender eficazmente hacia esta meta significa adherirse a la acción misteriosa del Espíritu en algunas concretas direcciones, que preparan y constituyen el secreto de una verdadera vitalidad de la Iglesia del 2000.

Al Espíritu santo se atribuye el eterno protagonismo de la comunión que se refleja en la imagen de la comunidad eclesial, visible a través de la pluralidad de los dones y de los ministerios (37). Es, precisamente, en el Espíritu, en efecto, donde todo cristiano descubre su completa originalidad, la singularidad de su llamada, y, al mismo tiempo, su natural e imborrable tendencia a la unidad. Es en el Espíritu donde las vocaciones en la Iglesia son tantas, siendo todas ellas una misma única vocación a la unidad del amor y del testimonio. Es también la acción del Espíritu la que hace posible la pluralidad de las vocaciones en la unidad de la estructura eclesial: las vocaciones en la Iglesia son necesarias en su variedad para realizar la vocación de la Iglesia, y la vocación de la Iglesia —a su vez— es la de hacer posibles y factibles las vocaciones de y en la Iglesia. Todas las diversas vocaciones, pues, tienden hacia el testimonio del ágape, hacia el anuncio de Cristo único salvador del mundo. Precisamente ésta es la originalidad de la vocación cristiana: hacer coincidir la realización de la persona con la de la comunidad; esto quiere decir, todavía una vez más, hacer prevalecer la lógica del amor sobre la de los intereses privados, la lógica de la copartición sobre la de la apropiación narcisista de los talentos (cf. 1 Cor 12-14).

La santidad llega a ser, por tanto, la verdadera epifanía del Espíritu santo en la historia. Si cada Persona de la comunión trinitaria tiene su rostro, y si es verdad que los rostros del Padre y del Hijo son bastante familiares porque Jesús, haciéndose hombre como nosotros ha revelado el rostro del Padre, los santos llegan a ser el icono que mejor habla del misterio del Espíritu. Así, también, todo creyente fiel al evangelio, en la propia vocación personal y en la llamada universal a la santidad, esconde y revela el rostro del Espíritu santo.

e) El «sí» al Espíritu santo en la confirmación

El sacramento de la confirmación es el momento que expresa del modo más evidente y consciente el don y el encuentro con el Espíritu.

El confirmando ante Dios y su gesto de amor («Recibe el sello del Espíritu santo que te he dado en don») (38), pero también ante la propia conciencia y la comunidad cristiana, responde «amén». Es importante recuperar a nivel formativo y catequético el denso significado de este «amén» (39).

Este «amén» quiere significar, ante todo, el «sí» al Espíritu santo, y con él a Jesús. He aquí porqué la celebración del sacramento de la confirmación prevé la renovación de las promesas bautismales y pide al confirmando el compromiso de renunciar al pecado y a las obras del maligno, siempre al quite para desfigurar la imagen cristiana; y pide, sobre todo, el compromiso de vivir el evangelio de Jesús y en particular el gran mandamiento del amor. Se trata de confirmar y renovar la fidelidad vocacional a la propia identidad de hijos de Dios.

Este «amén» es un «sí» también a la Iglesia. En la confirmación el joven declara que se hace cargo de la misión de Jesús continuada por la comunidad. Comprometiéndose en dos direcciones, para dar realidad a su «amén»: el testimonio y la misión. El confirmando sabe que la fe es un talento que hay que negociar; es un mensaje que transmitir a los otros con la vida, con el testimonio coherente de todo su ser; y con la palabra, con el valor misionero de difundir la buena nueva.

Y finalmente, este «amén» manifiesta la docilidad al Espíritu santo en pensar y decidir el futuro según el designio de Dios. No sólo según las propias aspiraciones y aptitudes; no sólo en los tiempos puestos a disposición por el mundo; sino, sobre todo, en sintonía con el designio, siempre inédito e imprevisible, que Dios tiene sobre cada uno.

Desde la Trinidad a la Iglesia en el mundo

19. Toda vocación cristiana es «peculiar» porque interpela la libertad de cada hombre y origina una respuesta personalísima en una historia original e irrepetible. Por esto cada uno en la propia experiencia vocacional encuentra un acontecimiento irreducible a esquemas generales; la historia de cada hombre es una pequeña historia, pero siempre parte, inconfundible y única, de otra grande historia. En la relación entre estas dos historias, entre la suya pequeña y la grande que le pertenece y lo supera, el ser humano se juega su libertad.

a) En la Iglesia y en el mundo, para la Iglesia y para el mundo

Toda vocación nace en un lugar preciso, en un contexto concreto y limitado, pero no vuelve sobre sí misma, ni tiende hacia la perfección individual o la autorrealización sicológica y espiritual del llamado, sino que florece en la Iglesia, en la Iglesia que camina en el mundo hacia el Reino definitivo, hacia el cumplimiento de una historia que es grande porque es de salvación.

La misma comunidad eclesial tiene una estructura profundamente vocacional: es llamada a la misión; es signo de Cristo misionero del Padre. Como dice la Lumen gentium: «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (40).

La Iglesia, por una parte, es signo que reproduce el misterio de Dios; es icono que envía a la comunión trinitaria en el signo de la comunidad visible, y al misterio de Cristo en el dinamismo de la misión universal. Por otra, la Iglesia está inmersa en el tiempo de los hombres, vive en la historia en condición de éxodo, está en misión al servicio del Reino para hacer de la humanidad la comunidad de los hijos de Dios.

Por tanto, la atención a la historia exige a la comunidad eclesial ponerse en actitud de escuchar las esperanzas de los hombres, de leer los signos de los tiempos que son código y lenguaje del Espíritu santo, de establecer un diálogo crítico y fecundo con el mundo contemporáneo, aceptando con benevolencia tradiciones y culturas para revelar en ellas el designio del Reino y meter en ellas la levadura del evangelio.

Con la historia de la Iglesia en el mundo se entrecruza, así, la pequeña grande historia de cada vocación. Como nació en la Iglesia y en el mundo, igualmente cada llamada está al servicio de la Iglesia y del mundo.

b) La Iglesia, comunidad y comunión de vocaciones

En la Iglesia, comunidad de dones para la única misión, se realiza el paso de la situación en la que se encuentra el creyente injertado en Cristo por el bautismo, a su vocación «particular» como respuesta al carisma específico del Espíritu. En tal comunidad cada vocación es «personal» y se concreta en un proyecto de vida; no existen vocaciones generales.

Y en su particularidad cada vocación es «necesaria » y «relativa» al mismo tiempo. «Necesaria», porque Cristo vive y se hace visible en su cuerpo que es la Iglesia, y en el discípulo que es parte esencial de ella. «Relativa», porque ninguna vocación agota el signo testimonial del misterio de Cristo, sino que manifiesta solamente un aspecto del mismo. Sólo el conjunto de los carismas convierte en epifanía el entero cuerpo del Señor. En un edificio cada piedra necesita de la otra (1 Pe 2,5); en el cuerpo cada miembro necesita del otro para hacer crecer todo el organismo y servir para común utilidad (1 Cor 12,7).

Esto exige que la vida de cada uno se proyecte a partir de Dios que es su único origen y todo lo dispone para el bien del todo; exige que la vida vuelva a ser descubierta como verdaderamente significativa sólo si está abierta al seguimiento de Jesús.

Pero es también importante que exista una comunidad eclesial que ayude de hecho a descubrir a todo llamado la propia vocación. El clima de fe, de oración, de comunión en el amor, de madurez espiritual, de valor del anuncio, de intensidad de la vida sacramental convierte a la comunidad creyente en un terreno adecuado no sólo para el brote de vocaciones particulares, sino para la creación de una cultura vocacional y de una disponibilidad en cada uno para recibir su llamada personal. Cuando un joven oye la llamada y emprende en su corazón el santo viaje para realizarla, allí, normalmente hay una comunidad que ha creado las premisas para esta disponibilidad obediente (41).

Es como decir: la fidelidad vocacional de una comunidad creyente es la primera y fundamental condición para el florecimiento de la vocación en cada creyente, especialmente en los jóvenes.

c) Signo, ministerio, misión

Por tanto, cada vocación, como opción firme y definitiva de vida, se abre en una triple dimensión: en relación a Cristo, toda llamada es «signo»; en relación a la Iglesia es «ministerio»; en relación al mundo es «misión» y testimonio del Reino.

Si la Iglesia es «en Cristo como un sacramento», toda vocación revela la dinámica profunda de la comunión trinitaria, la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu santo, como acontecimiento que hace ser en Cristo criaturas nuevas y modeladas sobre él.

Cada vocación, entonces, es signo, es un modo particular de revelar el rostro del Señor Jesús. « El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5,14). Jesús llega a ser motivo y modelo decisivos de cada respuesta a las llamadas de Dios.

En relación con la Iglesia, toda vocación es ministerio, radicado en la pura gratuidad del don. La llamada de Dios es un don para la comunidad, para la común utilidad, en el dinamismo de los muchos servicios ministeriales. Esto es posible con docilidad al Espíritu que hace ser a la Iglesia como «comunidad de los rostros» (42), y origina en el corazón del cristiano el ágape, no sólo como ética del amor, sino también como estructura profunda de la persona, llamada y preparada para vivir en relación con los otros, en actitud de servicio, según la libertad del Espíritu.

Toda vocación, por fin, en relación al mundo, es misión. Es vida vivida en plenitud porque es vivida para los otros, como la de Jesús y, por tanto, generadora de vida: «la vida engendra vida» (43). De aquí la intrínseca participación de toda vocación en el apostolado y en la misión de la Iglesia, semilla del Reino. Vocación y misión constituyen dos caras del mismo prisma. Definen el don y la aportación de cada uno al proyecto de Dios, a imagen y semejanza de Jesús.

d) La Iglesia, madre de vocaciones

La Iglesia es madre de vocaciones porque las hace nacer en su seno, por el poder del Espíritu, las protege, las alimenta y las sostiene. Es madre, en particular, porque ejerce una preciosa función mediadora y pedagógica.

«La Iglesia, llamada por Dios, constituida en el mundo como comunidad de llamados, es a su vez instrumento de la llamada de Dios. La Iglesia es llamada viviente, por voluntad del Padre, por los méritos del Hijo, por la fuerza del Espíritu santo (...) La comunidad, que adquiere conciencia de ser llamada, al mismo tiempo adquiere conciencia de que debe llamar continuamente» (44).Por medio y a lo largo de esta llamada, en sus varias formas, discurre también el llamamiento de Dios.

Esta función mediadora, la Iglesia la ejercita cuando ayuda y estimula a cada creyente a adquirir conciencia del don recibido y de la responsabilidad que el don conlleva consigo.

La ejerce, asimismo, cuando se hace intérprete autorizada de la llamada explícita vocacional y llama ella misma, exponiendo las necesidades vinculadas a su misión y a las exigencias del pueblo de Dios, y animando a responder generosamente.

La ejerce, todavía, cuando pide al Padre el don del Espíritu que suscita el consentimiento en el corazón de los llamados, y cuando acoge y reconoce en ellos la llamada misma, dando y confiando, explícitamente con fe y temblor al mismo tiempo, una misión concreta y siempre difícil entre los hombres.

Podemos, en fin, añadir que la Iglesia manifiesta su maternidad cuando, además de llamar y reconocer la idoneidad de los llamados, provee para que éstos reciban una formación adecuada, inicial y permanente, y para que sean efectivamente acompañados a lo largo de una respuesta siempre más fiel y radical. La maternidad eclesial no puede agotarse, ciertamente, en el tiempo de la llamada inicial. Ni puede decirse madre aquella comunidad de creyentes que simplemente «espera», dejando totalmente a la acción divina la responsabilidad de la llamada, casi temerosa de dirigir llamadas: o que da por descontado que los adolescentes y jóvenes, en particular, sepan recibir inmediatamente la llamada vocacional; o que no ofrece caminos trazados para la propuesta y la acogida de la propuesta.

La crisis vocacional de los llamados es también, hoy, crisis de los que llaman, acobardados y poco valientes a veces. Si no hay nadie que llama, ¿cómo podrá haber quien responda?

La dimensión ecuménica

20. La Europa actual, tiene necesidad de nuevos santos y de nuevas vocaciones, de creyentes capaces de «lanzar puentes » para unir siempre más a las Iglesias. Este es un aspecto típico de novedad, un signo de los tiempos de la pastoral vocacional del final del milenio. En un continente marcado por una profunda aspiración unitaria, las Iglesias deben ser las primeras en dar el ejemplo de una fraternidad más fuerte que cualquier división, y que habrá que construir y reconstruir una y otra vez. «La pastoral vocacional hoy en Europa debe tener una dimensión ecuménica. Todas las vocaciones, existentes en cada Iglesia de Europa, están empeñadas conjuntamente en asumir el gran reto de la evangelización en los umbrales del tercer milenio, dando un testimonio de comunión y de fe en Jesucristo, único salvador del mundo» (45).

En tal espíritu de unidad eclesial van promovidas y favorecidas la coparticipación de los bienes que el Espíritu santo ha sembrado por todas partes, y la ayuda recíproca entre las Iglesias.

Las Iglesias católicas de Oriente

21. Mayor atención, por parte de las Iglesias de la Europa occidental, debe prestarse a los caminos espirituales y formativos de las Iglesias católicas orientales; esto no puede sino ejercer una benéfica influencia sobre la pastoral vocacional de todas las Iglesias. Especial importancia tiene la santa liturgia en orden a la formación de las vocaciones para las Iglesias de Oriente. Ella es el momento en el que se hace la proclamación y la adoración del Misterio de la salvación y donde surge la comunión y se construye la hermandad entre los creyentes, hasta llegar a ser la verdadera conformadora de la vida cristiana, la síntesis más completa de sus diversos aspectos. En la liturgia la confesión gozosa de pertenecer a la tradición de las Iglesias de oriente está unida a la plena comunión con la Iglesia de Roma.

No se puede ser promotor de vocaciones al sacerdocio y a la vida monástica si no se vuelve a las fuentes de las propias tradiciones primitivas, en sintonía con los santos padres y con su profundo sentido de la Iglesia. Este proceso de gran alcance requiere tiempo, paciencia, respeto de la sensibilidad de los fieles, pero también decisión.

Por esto, se insta a los obispos, a los superiores religiosos y a los agentes de pastoral de las Iglesias católicas orientales de Europa a que sientan la necesidad apremiante de recuperar y custodiar íntegro, para todas sus Iglesias, el respectivo patrimonio litúrgico, pues contribuye de modo insustituible al nacimiento y al desarrollo de la teología y de la catequesis. Esto, según el ejemplo del método mistagógico de los padres, abre a la experiencia de la llamada y de la vida espiritual, y madura un seguro y fuerte espíritu ecuménico (46).

En las experiencias eclesiales diversificadas, y a través de estudios que presentan el patrimonio histórico, teológico, jurídico y espiritual de las Iglesias a las que pertenecen, los jóvenes orientales pueden encontrar a punto ambientes educativos apropiados para madurar el sentido universal de su entrega a Cristo y a la Iglesia.

Es tarea de los obispos promover, aproximarse con simpatía y acompañar con solicitud paterna a los jóvenes que individual o colectivamente piden dedicarse a la vida monástica valorando el carisma de las comunidades monásticas, ricas en formadores y en guías espirituales.

El ministerio ordenado y las vocaciones en la reciprocidad de la comunión

22. «En muchas Iglesias particulares, la pastoral vocacional necesita todavía hacer luz respecto a la relación entre ministerio ordenado, vocación de especial consagración y todas las demás vocaciones. La pastoral vocacional unitaria se funda sobre la vocacionalidad de la Iglesia y de cada vida humana como llamada y como respuesta. Esta vocacionalidad es el fundamento del compromiso unitario de toda la Iglesia para todas las vocaciones y, en particular, para las vocaciones de especial consagración» (47).

a) El ministerio ordenado

Dentro de esta sensibilidad general, parece que deba darse hoy una particular atención al ministerio ordenado, que representa la primera modalidad específica de anuncio del evangelio. El representa «la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo redentor en los diversos tiempos y lugares» 48), y manifiesta propiamente la dependencia directa de la Iglesia de Cristo, que continúa enviando su Espíritu para que ella no se quede encerrada en sí misma, en su cenáculo, sino que camine por los senderos del mundo anunciando la buena noticia.

Esta modalidad vocacional se puede expresar según tres grados: episcopal (al que va unida la garantía de la sucesión apostólica); presbiteral (que es la « representación de Cristo como pastor») (49) y diaconal (signo sacramental de Cristo siervo) (50). A los obispos está confiado el ministerio de la llamada respecto a aquellos que aspiran a las Ordenes sagradas, para llegar a ser sus colaboradores en el oficio apostólico.

El ministerio ordenado hace ser a la Iglesia, sobre todo a través de la celebración de la eucaristía «culmen et fons» (51) de la vida cristiana y de la comunidad llamada a hacer memoria del Resucitado. Como toda otra vocación, nace en la Iglesia y forma parte de su vida. Por tanto el ministerio ordenado tiene un servicio de comunión en la comunidad y, en razón de esto, tiene la intransferible tarea de promover cada vocación.

De aquí la traducción pastoral: el ministerio ordenado para todas las vocaciones y todas las vocaciones para el ministerio ordenado en la reciprocidad de la comunión. El obispo, pues, con su presbiterio, está llamado a discernir y cultivar todos los dones del Espíritu. Pero de modo particular el cuidado del seminario debe ser preocupación de toda la Iglesia diocesana a fin de garantizar la formación de los futuros presbíteros y la creación de comunidades eucarísticas como plena manifestación de la experiencia cristiana.

b) Atención a todas las vocaciones

El discernimiento y el cuidado de la comunidad cristiana deben extenderse a todas las vocaciones, tanto a las generadas en las formas tradicionales de la Iglesia como a los nuevos dones del Espíritu: la consagración religiosa en la vida monástica y en la vida apostólica, la vocación laical, el carisma de los institutos seculares, las Sociedades de vida apostólica, la vocación al matrimonio, las diversas formas de agregaciones-asociaciones a institutos religiosos, las asociaciones misioneras, las nuevas formas de vida consagrada.

Estos diferentes dones del Espíritu están presentes de diversas formas en las Iglesias de Europa; pero todas estas Iglesias, en cualquier caso, están llamadas a dar testimonio de acogida y de ayuda a cada vocación. Una Iglesia está viva cuanto más abundante y variada es en ella la manifestación de las diversas vocaciones.

En un tiempo, pues, como el nuestro, necesitado de profecía, es sabio favorecer aquellas vocaciones que son un signo particular «de aquello que todavía no nos ha sido revelado que seremos» (1 Jn 3,2), como las vocaciones de especial consagración; pero es también sabio e indispensable favorecer el aspecto profético típico de cada vocación cristiana, incluso la laical, para que la Iglesia sea, ante el mundo, cada vez más, signo de las cosas futuras, de aquel Reino que es «ya sí, pero todavía no».

María, madre y modelo de cada vocación

23. Existe una criatura en la que el diálogo entre la libertad de Dios y la libertad del hombre se realiza de modo perfecto, de manera que las dos libertades puedan actuar realizando plenamente el proyecto vocacional; una criatura que nos ha sido dada para que en ella podamos contemplar un perfecto designio vocacional, el que debería cumplirse en cada uno de nosotros.

¡Es María, la imagen salida del designio de Dios sobre la criatura! Es, en efecto, criatura como nosotros, pequeño fragmento en el que Dios ha podido verter todo su amor divino; esperanza que nos ha sido dada para que mirándola, podamos también nosotros aceptar la Palabra a fin de que se cumpla en nosotros.

María es la mujer en la que la santísima Trinidad puede manifestar plenamente su libertad electiva. Como dice san Bernardo comentando el mensaje del ángel Gabriel en la anunciación: «Esta no es una Virgen encontrada en el último momento, ni por casualidad, sino que fue elegida antes de los siglos; el Altísimo la predestinó y se la preparó» (52). Y san Agustín ya había escrito mucho antes: «Antes que el Verbo naciese de la Virgen, El ya la había predestinado como su madre» (53).

María es la imagen de la elección divina de toda criatura, elección hecha desde la eternidad y totalmente libre, misteriosa y amante. Elección que, normalmente, va más allá de lo que la criatura puede desear para sí: que le pide lo imposible y le exige sólo una cosa: el valor de fiarse.

Pero la Virgen María es también modelo de la libertad humana en la respuesta a esta elección. Ella es la muestra de lo que Dios puede hacer cuando encuentra una criatura libre de acoger su propuesta. Libre de pronunciar su «sí », libre de encaminarse por la larga peregrinación de la fe, que será también la peregrinación de su vocación de mujer llamada a ser Madre del Salvador y Madre de la Iglesia. Aquel largo viaje se concluirá a los pies de la cruz, con un «sí» todavía más misterioso y doloroso que la hará ser plenamente madre; y, después, también en el cenáculo, donde engendra y sigue todavía hoy engendrando, con el Espíritu, la Iglesia y cada vocación.

María, en fin, es la imagen perfectamente realizada de la «mujer», perfecta síntesis del alma femenina y de la creatividad del Espíritu, que en ella encuentra y escoge la esposa, virgen madre de Dios y del hombre, hija del Altísimo y madre de todo viviente. ¡En ella cada mujer encuentra su vocación de virgen, de esposa, de madre!


NOTAS:

(27) Proposiciones, 3.

(28) Pablo VI, Populorum progressio, 15.

(29) Gaudium et spes, 22.

(30) Al respecto se expresa así una tesis final del Congreso: «En el contexto europeo es importante hacer emerger el primer momento vocacional, el del nacimiento. La aceptación de la vida demuestra que se cree en aquel Dios que "ve" y "llama" desde el seno materno» (Proposiciones, 34).

(31) Juan Pablo II, Familiaris consortio, 11.

(32) Por esto, como recuerda una tesis del Congreso, « sólo en el contacto vivo con Jesucristo Salvador, los jóvenes pueden desarrollar la capacidad de comunión, madurar la propia personalidad y decidirse por El» (Proposiciones, 13).

(33) IL, 55.

(34) Sacrosanctum concilium, 10.

(35) Cf. Veritatis splendor, 23-24.

(36) Cf. Lumen gentium, cap. V.

(37) Cf. Proposiciones, 16.

(38) Rito de la confirmación.

(39) Cf. Proposiciones, 35.

(40) Lumen gentium, 1.

(41) Cf. Proposiciones, 21.

(42) II Epiclesi.

(43) DC, 18.

(44) DC, 13.

(45) Proposiciones, 28.

(46) Esto forma parte de la enseñanza insistentemente reclamada por Juan Pablo II en las cartas encíclicas, Slavorum Apostoli (1995), y Ut unum sint (1995), así como en la Exhortación apostólica Orientale lumen (1995).

(47) IL, 58.

(48) Juan Pablo II, Christifideles laici, 55.

(49) Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 15.

(50) «En la pastoral específica de las vocaciones se debe reservar un puesto a la vocación al diaconado permanente. Los diáconos permanentes son ya una realidad valiosa en diversas parroquias y no sería bueno que no se les incluyese como nuevas vocaciones de la nueva Europa» (Proposiciones, 18).

(51) Sacrosanctum concilium, 10.

(52) «In laudibus Virginis Matris», Homilia II, 4: sancti Bernardi opera, Romæ, Editiones Cistercenses, 1966, p. 23.

(53) «In Iohannis Evangelium Tractatus» VIII, 9: CCL, 36, p. 87.