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SEGUNDA PARTE
TEOLOGÍA DE LA VOCACIÓN
«Hay diversidad de carismas,
pero un solo Espíritu» (1 Cor 12,4)
La finalidad fundamental de esta segunda parte teológica
es hacer comprender el sentido de la vida humana en relación
a Dios comunión trinitaria. El misterio del Padre, del
Hijo y del Espíritu santo fundamenta toda la existencia
del hombre, como llamada al amor en la entrega de sí
mismo y en la santidad; como don en la Iglesia para el mundo.
Toda antropología separada de Dios es ilusoria.
Se trata de estudiar los elementos estructurales de la vocación
cristiana, su entramado esencial que, evidentemente, no puede
ser sino teológico. Esta realidad, que ha sido ya objeto
de muchos análisis, incluso del Magisterio, posee una
rica tradición espiritual, bíblico-teológica,
que ha formado no sólo generaciones de llamados, sino
también una espiritualidad de la llamada.
La cuestión del sentido de la vida
14. En la escuela de la palabra de Dios, la comunidad cristiana
recibe la respuesta más elevada a la cuestión
del significado que surge, más o menos claramente, en
el corazón del hombre. Es una respuesta que no viene
de la razón humana, aunque siempre provocada dramáticamente
por el problema del existir y de su destino, sino de Dios. Es
El mismo quien entrega al hombre la clave de lectura para esclarecer
y resolver las grandes cuestiones que hacen del hombre un sujeto
interrogante: «¿Por qué estamos en el mundo?
¿Qué es la vida? ¿A qué puerto arribamos
más allá del misterio de la muerte?».
No se olvide, sin embargo, que en la cultura del ocio, en la
que se encuentran embarcados sobre todo los jóvenes actuales,
las cuestiones fundamentales corren el peligro de ser sofocadas
o de ser eludidas. El sentido de la vida, hoy, más que
buscado viene impuesto: o por aquello que se vive en lo inmediato,
o por cuanto satisface las necesidades, satisfechas las cuales,
la conciencia llega a ser cada vez más obtusa, y las
cuestiones más importantes quedan eludidas (27).
Es, por tanto, tarea de la teología pastoral y del acompañamiento
espiritual ayudar a los jóvenes a preguntar a la vida,
para llegar a formular, en el diálogo decisivo con Dios,
la misma pregunta de María de Nazaret: «¿Cómo
es posible?» (Lc 1,34).
La imagen trinitaria
15. En la escucha de la Palabra, no sin asombro, descubrimos
que la categoría bíblico-teológica más
comprensiva y más conveniente para expresar el misterio
de la vida, a la luz de Cristo, es aquella de «vocación» (28). «Cristo, el nuevo Adán, en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
también plenamente el hombre al hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación» (29).
Por esto la figura bíblica de la comunidad de Corinto
presenta los dones del Espíritu, en la Iglesia, subordinados
al reconocimiento de Jesús como el Señor. Efectivamente,
la cristología está en la base de toda antropología
y eclesiología. Cristo es el proyecto del hombre. Sólo
después de que el creyente ha reconocido que Jesús
es el Señor «bajo la acción del Espíritu
santo» (1 Cor 12,3) puede acoger el estatuto de la nueva
comunidad de los creyentes: «Hay diversidad de dones,
pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios,
pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones,
pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos»
(1 Cor 12,4-6). La imagen paulina pone en evidencia, claramente,
tres aspectos fundamentales de los dones vocacionales en la
Iglesia, estrechamente unidos a su origen en el seno de la comunión
trinitaria y con específica referencia a cada Persona.
A la luz del Espíritu, los dones son manifestación
de su infinita gratuidad. El mismo es carisma (Hech 2,38), manantial
de todo don y expresión de la incontenible creatividad
divina.
A la luz de Cristo, los carismas vocacionales son ministerios,
y manifiestan las más variadas formas de servicio que
el Hijo vivió hasta dar la vida. El, en efecto, «no ha venido para ser servido, sino a servir y dar su vida...» (Mt 20,28). Jesús, por tanto, es el modelo de
todo ministerio.
A la luz del Padre, los carismas son «operaciones»,
porque por él, origen de la vida, todo ser libera el propio
dinamismo creador.
La Iglesia, pues, refleja como imagen, el misterio de Dios Padre,
de Dios Hijo y de Dios Espíritu santo; y cada vocación
lleva en sí los rasgos característicos de las
tres personas de la comunión trinitaria. Las personas
divinas son origen y modelo de toda llamada: o mejor, la Trinidad
es en sí misma un misterioso entrecruce de llamadas y
respuestas. Sólo allí, en el interior de aquel
diálogo ininterrumpido, todo viviente encuentra no sólo
sus raíces, sino también su destino y su futuro,
es decir, lo que está llamado a ser y a llegar a ser,
en la verdad y en la libertad, en la realidad de su historia.
Los carismas, en efecto, en el estatuto eclesiológico
de la primera a los corintios, tienen una finalidad histórica
y concreta: «A cada uno se le otorga la manifestación
para la común utilidad» (1 Cor 12,7). Hay un bien
superior que normalmente sobrepasa el carisma personal: construir
en la unidad el cuerpo de Cristo; hacer epifánica su
presencia en la historia «para que el mundo crea»
(Jn 17,21).
Por tanto, la comunidad eclesial, por una parte, está
asida por el misterio de Dios, del que es imagen visible, y,
por otra, está totalmente comprometida con la historia
del hombre, en situación de éxodo, hacia «los cielos nuevos».
La Iglesia, y en ella cada vocación, manifiestan un idéntico
dinamismo: ser llamadas para una misión.
El Padre llama a la vida
16. La existencia de cada uno es fruto del amor creador del
Padre, de su voluntad eficiente, de su palabra creadora.
El acto creador del Padre tiene la dinámica de una invitación,
de una llamada a la vida. El hombre viene a la vida porque es
amado, pensado y querido por una Voluntad buena que lo ha preferido
a la no existencia, que lo ha amado antes de que fuese, conocido
antes de formarlo en el seno materno, consagrado antes de que
saliese a la luz (cf. Jer 1,5; Is 49,1-5; Gál 1,15).
La vocación, por tanto, es lo que explica, en la raíz,
el misterio de la vida del hombre, y ella misma es misterio
de predilección y gratuidad absoluta.
a) «...a su imagen»
En la «llamada creadora» el hombre aparece al
instante en toda la plenitud de su dignidad como sujeto llamado
a la relación con Dios, a estar ante El, con los otros,
en el mundo, con un rostro que sea el reflejo de los mismos
semblantes divinos: «Hagamos al hombre a nuestra imagen
y semejanza» (Gén 1,26). Esta triple relación
pertenece al designio originario, porque el Padre «en
El —en Cristo— nos eligió antes de la fundación
del mundo, para que fuésemos santos e irreprensibles
en su presencia por la caridad» (Ef 1,4).
Reconocer al Padre significa que nosotros existimos a su manera,
habiéndonos creado a su imagen (Sab 2,23). En esto, pues,
se contiene la fundamental vocación del hombre: la vocación
a la vida y a una vida concebida al instante a semejanza de
la divina. Si el Padre es el eterno manantial, la total gratuidad,
la fuente perenne de la existencia y del amor, el hombre está
llamado, en la medida corta y limitada de su existir, a ser
como él; y, por tanto, a «dar vida», a hacerse
cargo de la vida de otro.
El acto creador del Padre, pues, es lo que provoca el conocimiento
de que la vida es una entrega a la libertad del hombre, llamado
a dar una respuesta personalísima y original, responsable
y llena de gratitud.
b) El amor, sentido pleno de la vida
En esta perspectiva de la llamada a la vida una cosa debe ser
excluida: que el hombre pueda considerar la vida como una cosa
obvia, debida, casual.
Quizá resulta difícil, en la cultura actual, experimentar
asombro ante el don de la vida (30).
Mientras que es más fácil percibir el sentido
de una vida que se da, aquella que redunda en beneficio de los
otros, se exige, en cambio, una conciencia más madura,
una cierta formación espiritual, para comprender que
la vida de cada uno, siempre y ante cualquier situación,
es amor recibido, y que en dicho amor está ya encerrado,
como consecuencia, un proyecto vocacional.
El mero hecho de existir debería llenar a todos de admiración
y de gratitud inmensa hacia aquél que de manera totalmente
gratuita nos ha sacado de la nada pronunciando nuestro nombre.
Y, en adelante, la conciencia de que la vida es un don, no debería
suscitar solamente una actitud de agradecimiento, sino que,
a la larga, debería sugerir la primera gran respuesta
a la cuestión fundamental sobre el sentido: la vida es
la obra maestra del amor creador de Dios y es en sí misma
una llamada a amar. Don recibido que, por naturaleza, tiende
a convertirse en bien dado.
c) El amor, vocación de todo hombre
El amor es el sentido pleno de la vida. Dios ha amado tanto
al hombre que le ha dado su propia vida, y le ha capacitado
para vivir y querer a la manera divina. En este exceso de amor,
el amor de los comienzos, el hombre encuentra su radical vocación,
que es «vocación santa» (2 Tim 1,19), y
descubre la propia inconfundible identidad, que lo hace al momento
semejante a Dios, a «imagen del santo» que lo
ha llamado (1 Pe 1,15). «Creándola a su imagen
y conservándola continuamente en el ser —comenta
Juan Pablo II— Dios inscribe en la humanidad del hombre
y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad
y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor
es por tanto la vocación fundamental e innata de todo
ser humano» (31).
d) El Padre educador
Gracias a este amor que lo ha creado nadie puede considerarse «superfluo», porque es llamado a responder según
un designio de Dios pensado exclusivamente para él.
Y por tanto, el hombre será feliz y plenamente realizado
estando en su puesto, aceptando la propuesta educativa divina,
con todo el temor y temblor que una tal exigencia suscita en
su corazón de carne. Dios creador que da la vida, es
también el Padre que «educa», saca fuera
de la nada lo que todavía no es para hacerlo ser; saca
fuera del corazón del hombre aquello que él le ha puesto
dentro, para que sea plenamente sí mismo y aquello que
El le ha llamado a ser, a semejanza suya.
De aquí, la añoranza de infinitud que Dios ha
puesto en el mundo interior de cada uno. Como un sello divino.
e) La llamada del bautismo
Esta vocación a la vida y a la vida divina es celebrada
en el bautismo. En este sacramento el Padre se inclina con ternura
solícita sobre la criatura, hijo o hija del amor de un
hombre y de una mujer, para bendecir el fruto de aquel amor
y hacerlo plenamente hijo suyo. Nada ni nadie podrá cancelar
jamás esta vocación.
Con la gracia del bautismo, Dios Padre interviene para manifestar
que él, y sólo El es el autor del plan de salvación,
dentro del cual todo ser humano encuentra su rol personal. Su
acto es siempre precedente, anterior, no espera la iniciativa
del hombre, no depende de sus méritos, ni se configura
a partir de sus aptitudes o disposiciones. Es el Padre quien
conoce, designa, imprime un impulso, pone un sello, llama aún
«antes de la fundación del mundo» (Ef 1,4).
Y luego da fuerza, camina cercano, sostiene en la fatiga, es
Padre y Madre por siempre...
La vida cristiana adquiere, de este modo, el significado de
una experiencia responsable: llega a ser respuesta responsable
al hacer crecer una relación filial con el Padre y una
relación fraterna en la gran familia de los hijos de
Dios. El cristiano está llamado a favorecer, por el amor,
aquel proceso de semejanza con el Padre que se llama vida teologal.
Por lo tanto, la fidelidad al bautismo impulsa a plantear a
la vida y a sí mismo, cuestiones cada vez más
concretas; sobre todo para disponerse a vivir la existencia
no sólo según aptitudes humanas, que también
son dones de Dios, sino según su voluntad; no según
perspectivas mundanas, muchas veces de poca altura, sino según
los deseos y designios de Dios.
La fidelidad al bautismo significa, por tanto, mirar a lo alto,
como hijos, para llevar a cabo el discernimiento de su voluntad
sobre la propia vida y el propio futuro.
El Hijo llama al seguimiento
17. «Señor, muéstranos al Padre, y nos
basta» (Jn 14,8).
Es la súplica de Felipe a Jesús, en la tarde de
la víspera de la pasión. Es la angustiosa nostalgia
de Dios, presente en el corazón de cada hombre: conocer
las propias raíces, conocer a Dios. El hombre no es infinito,
está inmerso en la finitud; pero su deseo gira en torno
a lo infinito.
Y la respuesta de Jesús sorprende a los discípulos:
«Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros
y tú no me has conocido? El que me ha visto a mí
ha visto al Padre» (Jn 14,9).
a) Enviado por el Padre para llamar al hombre
El Padre nos ha creado en el Hijo, «que es irradiación
de su gloria y la impronta de su substancia» (Heb 1,3),
predestinándonos a ser conformes a su imagen (cf. Rom
8,29). El Verbo es la imagen perfecta del Padre. Este es Aquél
en quien se ha hecho visible, el Logos por medio de la cual
«nos ha hablado» (Heb 1,2). Todo su ser es de
«ser enviado», para hacer a Dios, en cuanto Padre,
cercano al hombre, para manifestar su rostro y su nombre a los
hombres (Jn 17,6).
Si el hombre es llamado a ser hijo de Dios, se deduce que nadie
mejor que el Verbo Encarnado puede «hablar» al
hombre y reproducir la imagen perfecta del hijo. Por esto el
Hijo de Dios, viniendo a esta tierra, ha invitado a seguirle,
a ser como El, a compartir su vida, su palabra, su pascua de
muerte y resurrección; hasta sus sentimientos.
El Hijo, el enviado por Dios, se hizo hombre para llamar al
hombre: el enviado por el Padre es el que llama a los hombres.
Por esto no existe un sólo párrafo del evangelio,
o un encuentro o un diálogo, que no tenga una proyección
vocacional, que no exprese, directa o indirectamente, una llamada
por parte de Jesús. Es como si sus encuentros humanos,
provocados por las más diversas circunstancias, fuesen
para El una ocasión para colocar de algún modo
a la persona ante la pregunta estratégica: «¿Qué
hacer de mi vida?», «¿Cuál es mi
camino?».
b) El amor más grande: dar la vida
¿A qué llama Jesús? A seguirle para ser
y obrar como El. Más en concreto, a vivir su misma relación
en su trato con el Padre y con los hombres: a aceptar la vida
como don de las manos del Padre para «perder»
y verter este don sobre aquellos que el Padre les ha
confiado (32).
Hay un aspecto unificador en la identidad de Jesús que
constituye el sentido pleno del amor: la misión. Esta
manifiesta la actitud oblativa, que alcanza su epifanía
suprema sobre la cruz: «Nadie tiene un amor más
grande que éste: el de dar la vida por los propios amigos
» (Jn 15,13).
Por tanto todo discípulo está llamado a reproducir
y revivir los sentimientos del Hijo, que encuentran una síntesis
en el amor, causa decisiva de toda llamada. Pero, ante todo,
cada discípulo está llamado a hacer evidente la
misión de Jesús, está llamado para la misión:
«Como me ha enviado a mí el Padre, así
también yo os envío a vosotros» (Jn 20,21).
El entramado de cada vocación, o mejor aún, su
madurez, consiste en seguir a Jesús en el mundo, para
hacer, como él, de la vida un don. El envío-misión
es, en efecto, el mandato de la tarde de Pascua (Jn 20,21) y
es la última palabra antes de subir al Padre (Mt 28,16-20).
c) Jesús, el formador
Todo llamado es signo de Jesús: en cierto modo su corazón
y sus manos continúan abrazando a los pequeños,
curando a los enfermos, reconciliando a los pecadores y dejándose
clavar en la cruz por amor de todos. Por esto es el Señor
Jesús el formador de aquellos que llama, el único
que puede plasmar en ellos sus mismos sentimientos.
Todo discípulo, respondiendo a su llamada y dejándose
formar por El, manifiesta los rasgos más auténticos
de la propia opción. Por esto «el reconocimiento
de El como Señor de la vida y de la historia, conlleva
el reconocerse uno mismo como discípulo (...) El acto
de fe conjuga necesariamente el conocimiento cristológico
con el auto-reconocimiento antropológico» (33).
De aquí, la pedagogía de la experiencia vocacional
cristiana traída por la palabra de Dios: «Jesús
designó a doce para que le acompañaran y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14). La vida cristiana para
ser vivida en plenitud, en la dimensión del don y de
la misión, necesita de motivaciones fuertes, y, sobre
todo, de comunión profunda con el Señor: en la
escucha, en el diálogo, en la oración, en la interiorización
de los sentimientos, en el dejarse cada día formar por
El, y, especialmente, en el deseo ardiente de comunicar al mundo
la vida del Padre.
d) La eucaristía: la entrega para la misión
En todas las catequesis de la comunidad cristiana desde los
orígenes es patente la centralidad del misterio pascual:
anunciar a Cristo muerto y resucitado. En el misterio del pan
partido y de la sangre vertida por la vida del mundo, la comunidad
creyente contempla la epifanía suprema del amor, la vida
entregada del Hijo de Dios.
Por esto en la celebración de la eucaristía, «cumbre y fuente» (34) de la vida cristiana, se celebra
la suprema revelación de la misión de Jesucristo
en el mundo; pero, al mismo tiempo, se celebra también
la identidad de la comunidad eclesial convocada para ser enviada,
llamada para la misión.
En la comunidad que celebra el misterio pascual cada cristiano
toma parte y entra en el estilo del don de Jesús, llegando
a ser como El pan partido para la oblación al Padre y
para la vida del mundo.
La eucaristía llega a ser, así, origen de toda
vocación cristiana; en ella cada creyente es llamado
a conformarse al Cristo resucitado totalmente ofrecido y dado.
Llega a ser modelo de toda respuesta vocacional; como en Jesús,
en cada vida y en cada vocación, se da la difícil
fidelidad de vivir hasta la medida de la cruz.
Aquél que participa en esto, acepta la invitación-llamada
de Jesús a «hacer memoria» de él, en el
sacramento y en la vida, a vivir «recordando» en la verdad y la libertad de las opciones diarias el memorial
de la cruz, a llenar la existencia de gratitud y gratuidad,
a partir el propio cuerpo y verter la propia sangre. Como el
Hijo.
La eucaristía genera, por fin, el testimonio, prepara
la misión: «Id en paz». Se pasa del encuentro
con Cristo en el signo del pan al encuentro con Cristo en el
signo de cada hombre. El compromiso del creyente no se agota
al entrar, sino al salir del templo. La respuesta a la llamada
encuentra la historia de la misión. La fidelidad a la
propia vocación se alimenta en las fuentes de la eucaristía
y se mide en la eucaristía de la vida.
El Espíritu llama al testimonio
18. Todo creyente, iluminado por el conocimiento de la fe, está
llamado a conocer y a reconocer a Jesús como el Señor;
y en El, a reconocerse a sí mismo. Pero esto no es fruto
sólo de un deseo humano o de la buena voluntad del hombre.
Aún después de haber vivido la larga experiencia
con el Señor, los discípulos tienen siempre necesidad
de Dios. Incluso, la víspera de la pasión, ellos
sienten una cierta turbación (Jn 14,1), temen la soledad;
y Jesús los anima con una promesa inaudita: «No
os dejaré huérfanos» (Jn 14,1). Los primeros
llamados del evangelio no quedarán solos: Jesús
les asegura la solícita compañía del Espíritu.
a) Consolador y amigo, guía y memoria
«El es el 'Consolador', el Espíritu de bondad,
que el Padre enviará en el nombre del Hijo, don del Señor
resucitado» (35), «para que permanezca siempre
con vosotros» (Jn 14,16).
El Espíritu llega a ser el amigo de todo discípulo,
el guía de mirada solícita sobre Jesús
y sobre los llamados, para hacer de éstos testigos contracorriente
del acontecimiento más desconcertante del mundo: Cristo
muerto y resucitado. El, en efecto, es «memoria»
de Jesús y de su Palabra: «Os lo enseñará
todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26); más todavía, «os guiará
hacia la verdad completa» (Jn 16,13).
La permanente novedad del Espíritu está en guiar
hacia un conocimiento gradual y profundo de la verdad, verdad
que no es concepto abstracto, sino el designio de Dios en la
vida de cada discípulo. Es la transformación de
la Palabra en vida y de la vida según la Palabra.
b)Animador y acompañante vocacional
De este modo, el Espíritu llega a ser el animador de
toda vocación, El que acompaña en el camino para
que llegue a la meta, el artista interior que modela con creatividad
infinita el rostro de cada uno según Jesús.
Su presencia está siempre junto a cada hombre y a cada
mujer, para guiar a todos en el discernimiento de la propia
identidad de creyentes y de llamados, para forjar y modelar
tal identidad exactamente según el modelo del amor divino.
Este «molde divino», el Espíritu santificador
trata de reproducirlo en cada uno, como paciente artífice
de nuestras almas y «óptimo consolador».
Pero sobre todo el Espíritu prepara a los llamados, al
«testimonio»: «El dará testimonio
de mí, y vosotros daréis también testimonio
» (Jn 15,26-27). Este modo de ser de cada llamado constituye
la palabra convincente, el contenido mismo de la misión.
El testimonio no consiste sólo en inspirar las palabras
del anuncio como en el evangelio de Mateo (Mt 10,20); sino en
guardar a Jesús en el corazón y en anunciarle
a El como vida del mundo.
c) La santidad, vocación de todos
Y, así, la cuestión acerca del salto de calidad
que imprimir a la pastoral vocacional hoy, llega a ser interrogante
que sin duda empeña a la escucha del Espíritu:
porque es él quien anuncia las «cosas futuras»
(Jn 16,13), es él quien da una inteligencia espiritual nueva
para comprender la historia y la vida, a partir de la Pascua
del Señor, en cuya victoria está el futuro de
cada hombre.
Por consiguiente, resulta legítimo preguntarse: ¿dónde
está la llamada del Espíritu santo para estos
tiempos nuestros? ¿Qué debemos rectificar en los
caminos de la pastoral vocacional?
Pero la respuesta vendrá sólo si acogemos la gran
llamada a la conversión, dirigida a la comunidad eclesial
y, en ella, a cada uno, como un verdadero itinerario de ascética
y renovación interior, para recuperar cada uno la fidelidad
a la propia vocación.
Hay una «primacía de la vida en el Espíritu
», que está en la base de toda pastoral vocacional.
Esto exige la superación de un difundido pragmatismo
y de aquella superficialidad estéril que conduce a olvidar
la vida teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad.
La escucha profunda del Espíritu es el nuevo hálito
de toda acción pastoral de la comunidad eclesial.
La primacía de la vida espiritual es la premisa para
responder a la nostalgia de santidad que, como ya hemos dicho,
atraviesa también esta época de la Iglesia de
Europa. La santidad es la vocación universal de cada
hombre (36), es la vía maestra donde convergen los diferentes
senderos de las vocaciones particulares. Por tanto, la gran
cita del Espíritu para estos tiempos de la historia posconciliar
es la santidad de los llamados.
d) Las vocaciones al servicio de la vocación de la Iglesia
Pero tender eficazmente hacia esta meta significa adherirse
a la acción misteriosa del Espíritu en algunas
concretas direcciones, que preparan y constituyen el secreto
de una verdadera vitalidad de la Iglesia del 2000.
Al Espíritu santo se atribuye el eterno protagonismo
de la comunión que se refleja en la imagen de la comunidad
eclesial, visible a través de la pluralidad de los dones
y de los ministerios (37). Es, precisamente, en el Espíritu,
en efecto, donde todo cristiano descubre su completa originalidad,
la singularidad de su llamada, y, al mismo tiempo, su natural
e imborrable tendencia a la unidad. Es en el Espíritu
donde las vocaciones en la Iglesia son tantas, siendo todas
ellas una misma única vocación a la unidad del
amor y del testimonio. Es también la acción del
Espíritu la que hace posible la pluralidad de las vocaciones
en la unidad de la estructura eclesial: las vocaciones en la
Iglesia son necesarias en su variedad para realizar la vocación
de la Iglesia, y la vocación de la Iglesia —a su
vez— es la de hacer posibles y factibles las vocaciones
de y en la Iglesia. Todas las diversas vocaciones, pues, tienden
hacia el testimonio del ágape, hacia el anuncio de Cristo
único salvador del mundo. Precisamente ésta es
la originalidad de la vocación cristiana: hacer coincidir
la realización de la persona con la de la comunidad;
esto quiere decir, todavía una vez más, hacer
prevalecer la lógica del amor sobre la de los intereses
privados, la lógica de la copartición sobre la
de la apropiación narcisista de los talentos (cf. 1
Cor 12-14).
La santidad llega a ser, por tanto, la verdadera epifanía
del Espíritu santo en la historia. Si cada Persona de
la comunión trinitaria tiene su rostro, y si es verdad
que los rostros del Padre y del Hijo son bastante familiares
porque Jesús, haciéndose hombre como nosotros
ha revelado el rostro del Padre, los santos llegan a ser el
icono que mejor habla del misterio del Espíritu. Así,
también, todo creyente fiel al evangelio, en la propia
vocación personal y en la llamada universal a la santidad,
esconde y revela el rostro del Espíritu santo.
e) El «sí» al Espíritu santo en
la confirmación
El sacramento de la confirmación es el momento que expresa
del modo más evidente y consciente el don y el encuentro
con el Espíritu.
El confirmando ante Dios y su gesto de amor («Recibe
el sello del Espíritu santo que te he dado en don») (38),
pero también ante la propia conciencia y la comunidad
cristiana, responde «amén». Es importante
recuperar a nivel formativo y catequético el denso significado
de este «amén» (39).
Este «amén» quiere significar, ante todo,
el «sí» al Espíritu santo, y con
él a Jesús. He aquí porqué la celebración
del sacramento de la confirmación prevé la renovación
de las promesas bautismales y pide al confirmando el compromiso
de renunciar al pecado y a las obras del maligno, siempre al
quite para desfigurar la imagen cristiana; y pide, sobre todo,
el compromiso de vivir el evangelio de Jesús y en particular
el gran mandamiento del amor. Se trata de confirmar y renovar
la fidelidad vocacional a la propia identidad de hijos de Dios.
Este «amén» es un «sí»
también a la Iglesia. En la confirmación el joven
declara que se hace cargo de la misión de Jesús
continuada por la comunidad. Comprometiéndose en dos
direcciones, para dar realidad a su «amén»:
el testimonio y la misión. El confirmando sabe que la
fe es un talento que hay que negociar; es un mensaje que transmitir
a los otros con la vida, con el testimonio coherente de todo
su ser; y con la palabra, con el valor misionero de difundir
la buena nueva.
Y finalmente, este «amén» manifiesta la
docilidad al Espíritu santo en pensar y decidir el futuro
según el designio de Dios. No sólo según
las propias aspiraciones y aptitudes; no sólo en los
tiempos puestos a disposición por el mundo; sino, sobre
todo, en sintonía con el designio, siempre inédito
e imprevisible, que Dios tiene sobre cada uno.
Desde la Trinidad a la Iglesia en el mundo
19. Toda vocación cristiana es «peculiar»
porque interpela la libertad de cada hombre y origina una respuesta
personalísima en una historia original e irrepetible.
Por esto cada uno en la propia experiencia vocacional encuentra
un acontecimiento irreducible a esquemas generales; la historia
de cada hombre es una pequeña historia, pero siempre
parte, inconfundible y única, de otra grande historia.
En la relación entre estas dos historias, entre la suya
pequeña y la grande que le pertenece y lo supera, el
ser humano se juega su libertad. a) En la Iglesia y en el mundo, para la Iglesia y para el mundo
Toda vocación nace en un lugar preciso, en un contexto
concreto y limitado, pero no vuelve sobre sí misma, ni
tiende hacia la perfección individual o la autorrealización
sicológica y espiritual del llamado, sino que florece
en la Iglesia, en la Iglesia que camina en el mundo hacia el
Reino definitivo, hacia el cumplimiento de una historia que
es grande porque es de salvación.
La misma comunidad eclesial tiene una estructura profundamente
vocacional: es llamada a la misión; es signo de Cristo
misionero del Padre. Como dice la Lumen gentium: «es
en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (40).
La Iglesia, por una parte, es signo que reproduce el misterio
de Dios; es icono que envía a la comunión trinitaria
en el signo de la comunidad visible, y al misterio de Cristo
en el dinamismo de la misión universal. Por otra, la
Iglesia está inmersa en el tiempo de los hombres, vive
en la historia en condición de éxodo, está
en misión al servicio del Reino para hacer de la humanidad
la comunidad de los hijos de Dios.
Por tanto, la atención a la historia exige a la comunidad
eclesial ponerse en actitud de escuchar las esperanzas de los
hombres, de leer los signos de los tiempos que son código
y lenguaje del Espíritu santo, de establecer un diálogo
crítico y fecundo con el mundo contemporáneo,
aceptando con benevolencia tradiciones y culturas para revelar
en ellas el designio del Reino y meter en ellas la levadura
del evangelio.
Con la historia de la Iglesia en el mundo se entrecruza, así,
la pequeña grande historia de cada vocación. Como
nació en la Iglesia y en el mundo, igualmente cada llamada
está al servicio de la Iglesia y del mundo.
b) La Iglesia, comunidad y comunión de vocaciones
En la Iglesia, comunidad de dones para la única misión,
se realiza el paso de la situación en la que se encuentra
el creyente injertado en Cristo por el bautismo, a su vocación
«particular» como respuesta al carisma específico
del Espíritu. En tal comunidad cada vocación es
«personal» y se concreta en un proyecto de vida;
no existen vocaciones generales.
Y en su particularidad cada vocación es «necesaria
» y «relativa» al mismo tiempo. «Necesaria», porque Cristo vive y se hace visible en su
cuerpo que es la Iglesia, y en el discípulo que es parte
esencial de ella. «Relativa», porque ninguna vocación
agota el signo testimonial del misterio de Cristo, sino que
manifiesta solamente un aspecto del mismo. Sólo el conjunto
de los carismas convierte en epifanía el entero cuerpo
del Señor. En un edificio cada piedra necesita de la
otra (1 Pe 2,5); en el cuerpo cada miembro necesita del otro
para hacer crecer todo el organismo y servir para común
utilidad (1 Cor 12,7).
Esto exige que la vida de cada uno se proyecte a partir de Dios
que es su único origen y todo lo dispone para el bien
del todo; exige que la vida vuelva a ser descubierta como verdaderamente
significativa sólo si está abierta al seguimiento
de Jesús.
Pero es también importante que exista una comunidad eclesial
que ayude de hecho a descubrir a todo llamado la propia vocación.
El clima de fe, de oración, de comunión en el
amor, de madurez espiritual, de valor del anuncio, de intensidad
de la vida sacramental convierte a la comunidad creyente en
un terreno adecuado no sólo para el brote de vocaciones
particulares, sino para la creación de una cultura vocacional
y de una disponibilidad en cada uno para recibir su llamada
personal. Cuando un joven oye la llamada y emprende en su corazón
el santo viaje para realizarla, allí, normalmente hay
una comunidad que ha creado las premisas para esta disponibilidad
obediente (41).
Es como decir: la fidelidad vocacional de una comunidad creyente
es la primera y fundamental condición para el florecimiento
de la vocación en cada creyente, especialmente en los
jóvenes.
c) Signo, ministerio, misión
Por tanto, cada vocación, como opción firme y
definitiva de vida, se abre en una triple dimensión:
en relación a Cristo, toda llamada es «signo»;
en relación a la Iglesia es «ministerio»;
en relación al mundo es «misión» y testimonio del Reino.
Si la Iglesia es «en Cristo como un sacramento»,
toda vocación revela la dinámica profunda de la
comunión trinitaria, la acción del Padre, del
Hijo y del Espíritu santo, como acontecimiento que hace
ser en Cristo criaturas nuevas y modeladas sobre él.
Cada vocación, entonces, es signo, es un modo particular
de revelar el rostro del Señor Jesús. «
El amor de Cristo nos urge» (2 Cor 5,14). Jesús
llega a ser motivo y modelo decisivos de cada respuesta a las
llamadas de Dios.
En relación con la Iglesia, toda vocación es ministerio,
radicado en la pura gratuidad del don. La llamada de Dios es
un don para la comunidad, para la común utilidad, en
el dinamismo de los muchos servicios ministeriales. Esto es
posible con docilidad al Espíritu que hace ser a la Iglesia
como «comunidad de los rostros» (42), y origina
en el corazón del cristiano el ágape, no sólo
como ética del amor, sino también como estructura
profunda de la persona, llamada y preparada para vivir en relación
con los otros, en actitud de servicio, según la libertad
del Espíritu.
Toda vocación, por fin, en relación al mundo,
es misión. Es vida vivida en plenitud porque es vivida
para los otros, como la de Jesús y, por tanto, generadora
de vida: «la vida engendra vida» (43). De aquí
la intrínseca participación de toda vocación
en el apostolado y en la misión de la Iglesia, semilla
del Reino. Vocación y misión constituyen dos caras
del mismo prisma. Definen el don y la aportación de cada
uno al proyecto de Dios, a imagen y semejanza de Jesús.
d) La Iglesia, madre de vocaciones
La Iglesia es madre de vocaciones porque las hace nacer en su
seno, por el poder del Espíritu, las protege, las alimenta
y las sostiene. Es madre, en particular, porque ejerce una preciosa
función mediadora y pedagógica.
«La Iglesia, llamada por Dios, constituida en el mundo
como comunidad de llamados, es a su vez instrumento de la llamada
de Dios. La Iglesia es llamada viviente, por voluntad del Padre,
por los méritos del Hijo, por la fuerza del Espíritu
santo (...) La comunidad, que adquiere conciencia de ser llamada,
al mismo tiempo adquiere conciencia de que debe llamar continuamente» (44).Por medio y a lo largo de esta llamada, en sus
varias formas, discurre también el llamamiento de Dios.
Esta función mediadora, la Iglesia la ejercita cuando
ayuda y estimula a cada creyente a adquirir conciencia del don
recibido y de la responsabilidad que el don conlleva consigo.
La ejerce, asimismo, cuando se hace intérprete autorizada
de la llamada explícita vocacional y llama ella misma,
exponiendo las necesidades vinculadas a su misión y a
las exigencias del pueblo de Dios, y animando a responder generosamente.
La ejerce, todavía, cuando pide al Padre el don del Espíritu
que suscita el consentimiento en el corazón de los llamados,
y cuando acoge y reconoce en ellos la llamada misma, dando y
confiando, explícitamente con fe y temblor al mismo tiempo,
una misión concreta y siempre difícil entre los
hombres.
Podemos, en fin, añadir que la Iglesia manifiesta su
maternidad cuando, además de llamar y reconocer la idoneidad
de los llamados, provee para que éstos reciban una formación
adecuada, inicial y permanente, y para que sean efectivamente
acompañados a lo largo de una respuesta siempre más
fiel y radical. La maternidad eclesial no puede agotarse, ciertamente,
en el tiempo de la llamada inicial. Ni puede decirse madre aquella
comunidad de creyentes que simplemente «espera»,
dejando totalmente a la acción divina la responsabilidad
de la llamada, casi temerosa de dirigir llamadas: o que da por
descontado que los adolescentes y jóvenes, en particular,
sepan recibir inmediatamente la llamada vocacional; o que no
ofrece caminos trazados para la propuesta y la acogida de la
propuesta.
La crisis vocacional de los llamados es también, hoy,
crisis de los que llaman, acobardados y poco valientes a veces.
Si no hay nadie que llama, ¿cómo podrá haber quien responda?
La dimensión ecuménica
20. La Europa actual, tiene necesidad de nuevos santos y de
nuevas vocaciones, de creyentes capaces de «lanzar puentes
» para unir siempre más a las Iglesias. Este es
un aspecto típico de novedad, un signo de los tiempos
de la pastoral vocacional del final del milenio. En un continente
marcado por una profunda aspiración unitaria, las Iglesias
deben ser las primeras en dar el ejemplo de una fraternidad
más fuerte que cualquier división, y que habrá
que construir y reconstruir una y otra vez. «La pastoral
vocacional hoy en Europa debe tener una dimensión ecuménica.
Todas las vocaciones, existentes en cada Iglesia de Europa,
están empeñadas conjuntamente en asumir el gran
reto de la evangelización en los umbrales del tercer
milenio, dando un testimonio de comunión y de fe en Jesucristo,
único salvador del mundo» (45).
En tal espíritu de unidad eclesial van promovidas y favorecidas
la coparticipación de los bienes que el Espíritu
santo ha sembrado por todas partes, y la ayuda recíproca
entre las Iglesias.
Las Iglesias católicas de Oriente
21. Mayor atención, por parte de las Iglesias de la Europa
occidental, debe prestarse a los caminos espirituales y formativos
de las Iglesias católicas orientales; esto no puede sino
ejercer una benéfica influencia sobre la pastoral vocacional
de todas las Iglesias. Especial importancia tiene la santa liturgia
en orden a la formación de las vocaciones para las Iglesias
de Oriente. Ella es el momento en el que se hace la proclamación
y la adoración del Misterio de la salvación y
donde surge la comunión y se construye la hermandad entre
los creyentes, hasta llegar a ser la verdadera conformadora
de la vida cristiana, la síntesis más completa
de sus diversos aspectos. En la liturgia la confesión
gozosa de pertenecer a la tradición de las Iglesias de
oriente está unida a la plena comunión con la
Iglesia de Roma.
No se puede ser promotor de vocaciones al sacerdocio y a la
vida monástica si no se vuelve a las fuentes de las propias
tradiciones primitivas, en sintonía con los santos padres
y con su profundo sentido de la Iglesia. Este proceso de gran
alcance requiere tiempo, paciencia, respeto de la sensibilidad
de los fieles, pero también decisión.
Por esto, se insta a los obispos, a los superiores religiosos
y a los agentes de pastoral de las Iglesias católicas
orientales de Europa a que sientan la necesidad apremiante de
recuperar y custodiar íntegro, para todas sus Iglesias,
el respectivo patrimonio litúrgico, pues contribuye de
modo insustituible al nacimiento y al desarrollo de la teología
y de la catequesis. Esto, según el ejemplo del método
mistagógico de los padres, abre a la experiencia de la
llamada y de la vida espiritual, y madura un seguro y fuerte
espíritu ecuménico (46).
En las experiencias eclesiales diversificadas, y a través
de estudios que presentan el patrimonio histórico, teológico,
jurídico y espiritual de las Iglesias a las que pertenecen,
los jóvenes orientales pueden encontrar a punto ambientes
educativos apropiados para madurar el sentido universal de su
entrega a Cristo y a la Iglesia.
Es tarea de los obispos promover, aproximarse con simpatía
y acompañar con solicitud paterna a los jóvenes
que individual o colectivamente piden dedicarse a la vida monástica
valorando el carisma de las comunidades monásticas, ricas
en formadores y en guías espirituales.
El ministerio ordenado y las vocaciones en la reciprocidad de
la comunión
22. «En muchas Iglesias particulares, la pastoral vocacional
necesita todavía hacer luz respecto a la relación
entre ministerio ordenado, vocación de especial consagración
y todas las demás vocaciones. La pastoral vocacional
unitaria se funda sobre la vocacionalidad de la Iglesia y de
cada vida humana como llamada y como respuesta. Esta vocacionalidad
es el fundamento del compromiso unitario de toda la Iglesia
para todas las vocaciones y, en particular, para las vocaciones
de especial consagración» (47).
a) El ministerio ordenado
Dentro de esta sensibilidad general, parece que deba darse hoy
una particular atención al ministerio ordenado, que representa
la primera modalidad específica de anuncio del evangelio.
El representa «la garantía permanente de la presencia
sacramental de Cristo redentor en los diversos tiempos y lugares» 48), y manifiesta propiamente la dependencia directa
de la Iglesia de Cristo, que continúa enviando su Espíritu
para que ella no se quede encerrada en sí misma, en su
cenáculo, sino que camine por los senderos del mundo
anunciando la buena noticia.
Esta modalidad vocacional se puede expresar según tres
grados: episcopal (al que va unida la garantía de la
sucesión apostólica); presbiteral (que es la «
representación de Cristo como pastor») (49) y
diaconal (signo sacramental de Cristo siervo) (50). A los obispos
está confiado el ministerio de la llamada respecto a
aquellos que aspiran a las Ordenes sagradas, para llegar a ser
sus colaboradores en el oficio apostólico.
El ministerio ordenado hace ser a la Iglesia, sobre todo a través
de la celebración de la eucaristía «culmen
et fons» (51) de la vida cristiana y de la comunidad llamada
a hacer memoria del Resucitado. Como toda otra vocación,
nace en la Iglesia y forma parte de su vida. Por tanto el ministerio
ordenado tiene un servicio de comunión en la comunidad
y, en razón de esto, tiene la intransferible tarea de
promover cada vocación.
De aquí la traducción pastoral: el ministerio
ordenado para todas las vocaciones y todas las vocaciones para
el ministerio ordenado en la reciprocidad de la comunión.
El obispo, pues, con su presbiterio, está llamado a discernir
y cultivar todos los dones del Espíritu. Pero de modo
particular el cuidado del seminario debe ser preocupación
de toda la Iglesia diocesana a fin de garantizar la formación
de los futuros presbíteros y la creación de comunidades
eucarísticas como plena manifestación de la experiencia
cristiana.
b) Atención a todas las vocaciones
El discernimiento y el cuidado de la comunidad cristiana deben
extenderse a todas las vocaciones, tanto a las generadas en
las formas tradicionales de la Iglesia como a los nuevos dones
del Espíritu: la consagración religiosa en la
vida monástica y en la vida apostólica, la vocación
laical, el carisma de los institutos seculares, las Sociedades
de vida apostólica, la vocación al matrimonio,
las diversas formas de agregaciones-asociaciones a institutos
religiosos, las asociaciones misioneras, las nuevas formas de
vida consagrada.
Estos diferentes dones del Espíritu están presentes
de diversas formas en las Iglesias de Europa; pero todas estas
Iglesias, en cualquier caso, están llamadas a dar testimonio
de acogida y de ayuda a cada vocación. Una Iglesia está
viva cuanto más abundante y variada es en ella la manifestación
de las diversas vocaciones.
En un tiempo, pues, como el nuestro, necesitado de profecía,
es sabio favorecer aquellas vocaciones que son un signo particular
«de aquello que todavía no nos ha sido revelado
que seremos» (1 Jn 3,2), como las vocaciones de especial
consagración; pero es también sabio e indispensable
favorecer el aspecto profético típico de cada
vocación cristiana, incluso la laical, para que la Iglesia
sea, ante el mundo, cada vez más, signo de las cosas
futuras, de aquel Reino que es «ya sí, pero todavía
no».
María, madre y modelo de cada vocación
23. Existe una criatura en la que el diálogo entre la
libertad de Dios y la libertad del hombre se realiza de modo
perfecto, de manera que las dos libertades puedan actuar realizando
plenamente el proyecto vocacional; una criatura que nos ha sido
dada para que en ella podamos contemplar un perfecto designio
vocacional, el que debería cumplirse en cada uno de nosotros.
¡Es María, la imagen salida del designio de Dios
sobre la criatura! Es, en efecto, criatura como nosotros, pequeño
fragmento en el que Dios ha podido verter todo su amor divino;
esperanza que nos ha sido dada para que mirándola, podamos
también nosotros aceptar la Palabra a fin de que se cumpla
en nosotros.
María es la mujer en la que la santísima Trinidad
puede manifestar plenamente su libertad electiva. Como dice
san Bernardo comentando el mensaje del ángel Gabriel
en la anunciación: «Esta no es una Virgen encontrada
en el último momento, ni por casualidad, sino que fue
elegida antes de los siglos; el Altísimo la predestinó
y se la preparó» (52). Y san Agustín ya
había escrito mucho antes: «Antes que el Verbo
naciese de la Virgen, El ya la había predestinado como
su madre» (53).
María es la imagen de la elección divina de toda
criatura, elección hecha desde la eternidad y totalmente
libre, misteriosa y amante. Elección que, normalmente,
va más allá de lo que la criatura puede desear
para sí: que le pide lo imposible y le exige sólo
una cosa: el valor de fiarse.
Pero la Virgen María es también modelo de la libertad
humana en la respuesta a esta elección. Ella es la muestra
de lo que Dios puede hacer cuando encuentra una criatura libre
de acoger su propuesta. Libre de pronunciar su «sí
», libre de encaminarse por la larga peregrinación
de la fe, que será también la peregrinación
de su vocación de mujer llamada a ser Madre del Salvador
y Madre de la Iglesia. Aquel largo viaje se concluirá
a los pies de la cruz, con un «sí» todavía
más misterioso y doloroso que la hará ser plenamente
madre; y, después, también en el cenáculo,
donde engendra y sigue todavía hoy engendrando, con el
Espíritu, la Iglesia y cada vocación.
María, en fin, es la imagen perfectamente realizada de
la «mujer», perfecta síntesis del alma
femenina y de la creatividad del Espíritu, que en ella
encuentra y escoge la esposa, virgen madre de Dios y del hombre,
hija del Altísimo y madre de todo viviente. ¡En
ella cada mujer encuentra su vocación de virgen, de esposa,
de madre!
NOTAS:
(27) Proposiciones, 3.
(28) Pablo VI, Populorum progressio, 15.
(29) Gaudium et spes, 22.
(30) Al respecto se expresa así una tesis final del Congreso:
«En el contexto europeo es importante hacer emerger el
primer momento vocacional, el del nacimiento. La aceptación
de la vida demuestra que se cree en aquel Dios que "ve"
y "llama" desde el seno materno» (Proposiciones,
34).
(31) Juan Pablo II, Familiaris consortio, 11.
(32) Por esto, como recuerda una tesis del Congreso, «
sólo en el contacto vivo con Jesucristo Salvador, los
jóvenes pueden desarrollar la capacidad de comunión,
madurar la propia personalidad y decidirse por El» (Proposiciones,
13).
(33) IL, 55.
(34) Sacrosanctum concilium, 10.
(35) Cf. Veritatis splendor, 23-24.
(36) Cf. Lumen gentium, cap. V.
(37) Cf. Proposiciones, 16.
(38) Rito de la confirmación.
(39) Cf. Proposiciones, 35.
(40) Lumen gentium, 1.
(41) Cf. Proposiciones, 21.
(42) II Epiclesi.
(43) DC, 18.
(44) DC, 13.
(45) Proposiciones, 28.
(46) Esto forma parte de la enseñanza insistentemente
reclamada por Juan Pablo II en las cartas encíclicas,
Slavorum Apostoli (1995), y Ut unum sint (1995), así
como en la Exhortación apostólica Orientale lumen (1995).
(47) IL, 58.
(48) Juan Pablo II, Christifideles laici, 55.
(49) Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 15.
(50) «En la pastoral específica de las vocaciones
se debe reservar un puesto a la vocación al diaconado
permanente. Los diáconos permanentes son ya una realidad
valiosa en diversas parroquias y no sería bueno que no
se les incluyese como nuevas vocaciones de la nueva Europa» (Proposiciones, 18).
(51) Sacrosanctum concilium, 10.
(52) «In laudibus Virginis Matris», Homilia II,
4: sancti Bernardi opera, Romæ, Editiones Cistercenses,
1966, p. 23.
(53) «In Iohannis Evangelium Tractatus» VIII, 9: CCL,
36, p. 87.
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