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CAPÍTULO V
PARA QUE DEIS
MÁS FRUTO
La formación
de los fieles laicos
Madurar continuamente
57. La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos
revela otro aspecto fundamental de la vida y de la misión
de los fieles laicos: la llamada a crecer, a madurar continuamente,
a dar siempre más fruto.
Como diligente viñador, el Padre cuida de su viña.
La presencia solícita de Dios es invocada ardientemente
por Israel, que reza así: «¡Oh Dios Sebaot,
vuélvete ya, / desde los cielos mira y ve, / visita esta
viña, cuidarla, / a ella, la que plantó
tu diestra» (Sal 80, 15-16). El mismo Jesús habla
del trabajo del Padre: «Yo soy la vid verdadera, y mi
Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí
no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda para
que dé más fruto» (Jn 15, 1-2).
La vitalidad de los sarmientos está unida a su permanecer
radicados en la vid, que es Jesucristo: «El que permanece
en mí como yo en él, ése da mucho fruto,
porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
El hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios
a crecer, a madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder;
no puede dejar de asumir su personal responsabilidad. A esta
responsabilidad, tremenda y enaltecedora, aluden las palabras
graves de Jesús: «Si alguno no permanece en mí,
es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego lo recogen,
lo echan al fuego y lo queman» (Jn 15, 6).
En este diálogo entre Dios que llama y la persona interpelada
en su responsabilidad se sitúa la posibilidad —es
más, la necesidad— de una formación integral
y permanente de los fieles laicos, a la que los padres sinodales
han reservado justamente una buena parte de su trabajo. En concreto,
después de haber descrito la formación cristiana
como «un continuo proceso personal de maduración
en la fe y de configuración con Cristo, según
la voluntad del Padre, con la guía del Espíritu
santo», han afirmado claramente que «la formación
de los fieles laicos se ha de colocar entre las prioridades
de la diócesis y se ha de incluir en los programas de
acción pastoral de modo que todos los esfuerzos de la
comunidad (sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este
fin» (209).
Descubrir y vivir la propia vocación y misión
58. La formación de los fieles laicos tiene como objetivo
fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la
propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para
vivirla en el cumplimiento de la propia misión.
Dios me llama y me envía como obrero a su viña;
me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de
su Reino en la historia. Esta vocación y misión
personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel
laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa,
ordenada al reconocimiento gozoso y agradecido de tal dignidad
y al desempeño fiel y generoso de tal responsabilidad.
En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y
nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos
a cada uno por nuestro nombre, como el Buen pastor que «a
sus ovejas las llama a cada una por su nombre» (Jn 10,
3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo
a través del desarrollo histórico de nuestra vida
y de sus acontecimientos, y, por tanto, sólo gradualmente:
en cierto sentido, de día en día.
Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre
nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y
dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración
filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección
espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos
recibidos y al mismo tiempo de las diversas situaciones sociales
e históricas en las que se está inmerso.
En la vida de cada fiel laico hay además momentos particularmente
significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios
y para acoger la misión que él confía.
Entre ellos están los momentos de la adolescencia y de
la juventud. Sin embargo, nadie puede olvidar que el Señor,
como el dueño con los obreros de la viña, llama
—en el sentido de hacer concreta y precisa su santa voluntad—
a todas las horas de la vida: por eso la vigilancia, como atención
solícita a la voz de Dios, es una actitud fundamental
y permanente del discípulo.
De todos modos, no se trata sólo de saber lo que Dios
quiere de nosotros, de cada uno de nosotros en las diversas
situaciones de la vida. Es necesario hacer lo que Dios quiere:
así como nos lo recuerdan las palabras de María,
la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes
de Caná: «Haced lo que él os diga»
(Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios
hay que ser capaz y hacerse cada vez más capaz. Desde
luego, con la gracia del Señor, que no falta nunca, como
dice san León Magno: «¡Dará la fuerza
quien ha conferido la dignidad!» (210); pero también
con la libre y responsable colaboración de cada uno de
nosotros.
Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos
los fieles laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna:
conocer cada vez más las riquezas de la fe y del bautismo
y vivirlas en creciente plenitud. El apóstol Pedro hablando
del nacimiento y crecimiento como de dos etapas de la vida cristiana,
nos exhorta: «Como niños recién nacidos,
desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis
para la salvación» (1 Pe 2, 2).
Una formación integral para vivir en la unidad
59. En el descubrir y vivir la propia vocación y misión,
los fieles laicos han de ser formados para vivir aquella unidad
con la que está marcado su mismo ser de miembros de la
Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana.
En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una
parte, la denominada vida «espiritual», con sus
valores y exigencias; y por otra, la denominada vida «secular»,
es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones
sociales, del compromiso político y de la cultura. El
sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada
sector de su actividad y de su existencia. En efecto, todos
los distintos campos de la vida laical entran en el designio
de Dios, que los quiere como el «lugar histórico»
del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo para
gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad,
toda situación, todo esfuerzo concreto —como por
ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo,
el amor y la entrega a la familia y a la educación de
los hijos, el servicio social y político, la propuesta
de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones
providenciales para un «continuo ejercicio de la fe, de
la esperanza y de la caridad» (211).
El concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos
a esta unidad de vida, denunciando con fuerza la gravedad de
la fractura entre fe y vida, entre evangelio y cultura: «El
Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de una y otra
ciudad, a esforzarse por cumplir fielmente sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico. Se
equivocan los cristianos que, sabiendo que no tenemos aquí
ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran por esto
que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta
de que la propia fe es un motivo que les obliga al más
perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno (...). La separación entre la fe
y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de
los más graves errores de nuestra época» (212).
Por eso he afirmado que una fe que no se hace cultura, es una
fe «no plenamente acogida, no enteramente pensada, no
fielmente vivida» (213).
Aspectos de la formación
60. Dentro de esta síntesis de vida se sitúan
los múltiples y coordinados aspectos de la formación
integral de los fieles laicos.
Sin duda la formación espiritual ha de ocupar un puesto
privilegiado en la vida de cada uno, llamado como está
a crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús,
en la conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a
los hermanos en la caridad y en la justicia. Escribe el Concilio:
«Esta vida de íntima unión con Cristo se
alimenta en la Iglesia con las ayudas espirituales que son comunes
a todos los fieles, sobre todo con la participación activa
en la sagrada liturgia; y los laicos deben usar estas ayudas
de manera que, mientras cumplen con rectitud los mismos deberes
del mundo en su ordinaria condición de vida, no separen
de la propia vida la unión con Cristo, sino que crezcan
en ella desempeñando su propia actividad de acuerdo con
el querer divino» (214).
Se revela hoy cada vez más urgente la formación
doctrinal de los fieles laicos, no sólo por el natural
dinamismo de profundización de su fe, sino también
por la exigencia de «dar razón de la esperanza»
que hay en ellos, frente al mundo y sus graves y complejos problemas.
Se hacen así absolutamente necesarias una sistemática
acción de catequesis, que se graduará según
las edades y las diversas situaciones de vida, y una más
decidida promoción cristiana de la cultura, como respuesta
a los eternos interrogantes que agitan al hombre y a la sociedad
de hoy.
En concreto, es absolutamente indispensable —sobre todo
para los fieles laicos comprometidos de diversos modos en el
campo social y político— un conocimiento más
exacto de la doctrina social de la Iglesia, como repetidamente
los padres sinodales han solicitado en sus intervenciones. Hablando
de la participación política de los fieles laicos,
se han expresado del siguiente modo: «Para que los laicos
puedan realizar activamente este noble propósito en la
política (es decir, el propósito de hacer reconocer
y estimar los valores humanos y cristianos), no bastan las exhortaciones,
sino que es necesario ofrecerles la debida formación
de la conciencia social, especialmente en la doctrina social
de la Iglesia, la cual contiene principios de reflexión,
criterios de juicio y directrices prácticas (cf. Congregación
para la doctrina de la fe, Instr. sobre libertad cristiana y
liberación, 72). Tal doctrina ya debe estar presente
en la instrucción catequética general, en las
reuniones especializadas y en las escuelas y universidades.
Esta doctrina social de la Iglesia es, sin embargo, dinámica,
es decir adaptada a las circunstancias de los tiempos y lugares.
Es un derecho y deber de los pastores proponer los principios
morales también sobre el orden social, y deber de todos
los cristianos dedicarse a la defensa de los derechos humanos;
sin embargo, la participación activa en los partidos
políticos está reservada a los laicos» (215).
Finalmente, en el contexto de la formación integral y
unitaria de los fieles laicos es particularmente significativo,
por su acción misionera y apostólica, el crecimiento
personal en los valores humanos. Precisamente en este sentido
el Concilio ha escrito: «(los laicos) tengan también
muy en cuenta la competencia profesional, el sentido de la familia
y el sentido cívico, y aquellas virtudes relativas a
las relaciones sociales, es decir, la probidad, el espíritu
de justicia, la sinceridad, la cortesía, la fortaleza
de ánimo, sin las cuales ni siquiera puede haber verdadera
vida cristiana» (216).
Los fieles laicos, al madurar la síntesis orgánica
de su vida —que es a la vez expresión de la unidad
de su ser y condición para el eficaz cumplimiento de
su misión—, serán interiormente guiados
y sostenidos por el Espíritu santo, como Espíritu
de unidad y de plenitud de vida.
Colaboradores de Dios educador
61. ¿Cuáles son los lugares y los medios de la
formación cristiana de los fieles laicos? ¿Cuáles
son las personas y las comunidades llamadas a asumir la tarea
de la formación integral y unitaria de los fieles laicos?
Del mismo modo que la acción educativa humana está íntimamente unida a la paternidad y maternidad, así
también la formación cristiana encuentra su raíz
y su fuerza en Dios, el Padre que ama y educa a sus hijos. Sí,
Dios es el primer y gran educador de su Pueblo, como dice el
magnífico pasaje del canto de Moisés:
«En
tierra desierta le encuentra, / en el rugiente caos del desierto.
/ Y le envuelve, le sustenta, le cuida, como a la niña
de sus ojos. / Como un águila incita a su nidada, / revolotea
sobre sus polluelos, así él despliega sus alas
y le toma, / y le lleva sobre su plumaje. / Sólo Yahvé le guía a su destino, / no había con él
ningún Dios extranjero» (Dt 32, 10-12; cf. 8, 5).
La obra educadora de Dios se revela y cumple en Jesús,
el Maestro, y toca desde dentro el corazón de cada hombre
gracias a la presencia dinámica del Espíritu.
La Iglesia madre está llamada a tomar parte en la acción
educadora divina, bien en sí misma, bien en sus distintas
articulaciones y manifestaciones. Así es como los fieles
laicos son formados por la Iglesia y en la Iglesia, en una recíproca
comunión y colaboración de todos sus miembros:
sacerdotes, religiosos y fieles laicos.
Así la entera comunidad eclesial, en su diversos miembros,
recibe la fecundidad del Espíritu y coopera con ella
activamente. En tal sentido Metodio de Olimpo escribía:
«Los imperfectos (...) son llevados y formados, como en
las entrañas de una madre, por los más perfectos
hasta que sean engendrados y alumbrados a la grandeza y belleza
de la virtud» (217); como ocurrió con Pablo, llevado
e introducido en la Iglesia por los perfectos (en la persona
de Ananías), y después convertido a su vez en
perfecto y fecundo en tantos hijos.
Educadora es, sobre todo, la Iglesia universal, en la que el
Papa desempeña el papel de primer formador de los fieles
laicos. A él, como sucesor de Pedro, le compete el ministerio
de «confirmar en la fe a los hermanos», enseñando
a todos los creyentes los contenidos esenciales de la vocación
y misión cristiana y eclesial. No sólo su palabra
directa pide una atención dócil y amorosa por
parte de los fieles laicos, sino también su palabra transmitida
a través de los documentos de los diversos dicasterios
de la santa sede.
La Iglesia una y universal está presente en las diversas
partes del mundo a través de las Iglesias particulares.
En cada una de ellas el obispo tiene una responsabilidad personal
con respecto a los fieles laicos, a los que debe formar mediante
el anuncio de la Palabra, la celebración de la eucaristía
y de los sacramentos, la animación y guía de su
vida cristiana.
Dentro de la Iglesia particular o diócesis se encuentra
y actúa la parroquia, a la que corresponde desempeñar
una tarea esencial en la formación más inmediata
y personal de los fieles laicos. En efecto, con unas relaciones
que pueden llegar más fácilmente a cada persona
y a cada grupo, la parroquia está llamada a educar a
sus miembros en la recepción de la Palabra, en el diálogo
litúrgico y personal con Dios, en la vida de caridad
fraterna, haciendo palpar de modo más directo y concreto
el sentido de la comunión eclesial y de la responsabilidad
misionera.
Además, dentro de algunas parroquias, sobre todo si son
extensas y dispersas, las pequeñas comunidades eclesiales
presentes pueden ser una ayuda notable en la formación
de los cristianos, pudiendo hacer más capilar e incisiva
la conciencia y la experiencia de la comunión y de la
misión eclesial. Puede servir de ayuda también,
como han dicho los padres sinodales, una catequesis posbautismal
a modo de catecumenado, que vuelva a proponer algunos elementos
del «Ritual de la iniciación cristiana de adultos»,
destinados a hacer captar y vivir las inmensas riquezas del
bautismo ya recibido (218).
En la formación que los fieles laicos reciben en la diócesis
y en la parroquia, por lo que se refiere en concreto al sentido
de comunión y de misión, es particularmente importante
la ayuda que recíprocamente se prestan los diversos miembros
de la Iglesia: es una ayuda que revela y opera a la vez el misterio
de la Iglesia, madre y educadora. Los sacerdotes y los religiosos
deben ayudar a los fieles laicos en su formación. En
este sentido los padres del Sínodo han invitado a los
presbíteros y a los candidatos a las sagradas órdenes
a «prepararse cuidadosamente para ser capaces de favorecer
la vocación y misión de los laicos» (219).
A su vez, los mismos fieles laicos pueden y deben ayudar a los
sacerdotes y religiosos en su camino espiritual y pastoral.
Otros ambientes educativos
62. También la familia cristiana, en cuanto «Iglesia
doméstica», constituye la escuela primigenia y
fundamental para la formación de la fe. El padre y la
madre reciben en el sacramento del matrimonio la gracia y la
responsabilidad de la educación cristiana en relación
con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los
valores humanos y religiosos. Aprendiendo las primeras palabras,
los hijos aprenden también a alabar a Dios, al que sienten
cercano como Padre amoroso y providente; aprendiendo los primeros
gestos de amor, los hijos aprenden también a abrirse
a los otros, captando en la propia entrega el sentido del humano
vivir. La misma vida cotidiana de una familia auténticamente
cristiana constituye la primera «experiencia de Iglesia»,
destinada a ser corroborada y desarrollada en la gradual inserción
activa y responsable de los hijos en la más amplia comunidad
eclesial y en la sociedad civil. Cuanto más crezca en
los esposos y padres cristianos la conciencia de que su «iglesia
doméstica» es partícipe de la vida y de
la misión de la Iglesia universal, tanto más podrán
ser formados los hijos en el «sentido de la Iglesia»
y sentirán toda la belleza de dedicar sus energías
al servicio del reino de Dios.
También son lugares importantes de formación las
escuelas y universidades católicas, como también
los centros de renovación espiritual que hoy se van difundiendo
cada vez más. Como han hecho notar los padres sinodales,
en el actual contexto social e histórico, marcado por
un profundo cambio cultural, ya no basta la participación
—por otra parte siempre necesaria e insustituible—
de los padres cristianos en la vida de la escuela; hay que preparar
fieles laicos que se dediquen a la acción educativa como
a una verdadera y propia misión eclesial; es necesario
constituir y desarrollar «comunidades educativas»,
formadas a la vez por padres, docentes, sacerdotes, religiosos
y religiosas, representantes de los jóvenes. Y para que
la escuela pueda desarrollar dignamente su función de
formación, los fieles laicos han de sentirse comprometidos
a exigir de todos y a promover para todos una verdadera libertad
de educación, incluso mediante una adecuada legislación
civil (220).
Los padres sinodales han tenido palabras de aprecio y de aliento
hacia todos aquellos fieles laicos, hombres y mujeres, que con
espíritu cívico y cristiano desarrollan una tarea
educativa en la escuela y en los institutos de formación.
También han puesto de relieve la urgente necesidad de
que los fieles laicos maestros y profesores en las diversas
escuelas, católicas o no, sean verdaderos testigos del
evangelio, mediante el ejemplo de vida, la competencia y rectitud
profesional, la inspiración cristiana de la enseñanza,
salvando siempre —como es evidente— la autonomía
de las diversas ciencias y disciplinas. Es de particular importancia
que la investigación científica y técnica
llevada a cabo por los fieles laicos esté regida por
el criterio del servicio al hombre en la totalidad de sus valores
y de sus exigencias. A estos fieles laicos la Iglesia les confía
la tarea de hacer más comprensible a todos el íntimo
vínculo que existe entre la fe y la ciencia, entre el
evangelio y la cultura humana (221).
«Este Sínodo —leemos en una proposición—
hace un llamamiento al papel profético de las escuelas
y universidades católicas, y alaba la dedicación
de los maestros y educadores —hoy, en su gran mayoría,
laicos— para que en los institutos de educación
católica puedan formar hombres y mujeres en los que se
encarne el "mandamiento nuevo". La presencia contemporánea
de sacerdotes y laicos, y también de religiosos y religiosas,
ofrece a los alumnos una imagen viva de la Iglesia y hace más
fácil el conocimiento de sus riquezas (cf. Congregación
para la educación católica, El laico educador,
testigo de la fe en la escuela)» (222).
También los grupos, las asociaciones y los movimientos
tienen su lugar en la formación de los fieles laicos.
Tienen, en efecto, la posibilidad, cada uno con sus propios
métodos, de ofrecer una formación profundamente
injertada en la misma experiencia de vida apostólica,
como también la oportunidad de completar, concretar y
especificar la formación que sus miembros reciben de
otras personas y comunidades.
La formación recibida y dada recíprocamente por
todos
63. La formación no es el privilegio de algunos, sino
un derecho y un deber de todos. Al respecto, los padres sinodales
han dicho: «Se ofrezca a todos la posibilidad de la formación,
sobre todo a los pobres, los cuales pueden ser —ellos
mismos— fuente de formación para todos»,
y han añadido: «Para la formación empléense
medios adecuados que ayuden a cada uno a realizar la plena vocación
humana y cristiana» (223).
Para que se dé una pastoral verdaderamente incisiva y
eficaz hay que desarrollar la formación de los formadores,
poniendo en funcionamiento los cursos oportunos o escuelas para
tal fin. Formar a los que, a su vez, deberán empeñarse
en la formación de los fieles laicos, constituye una
exigencia primaria para asegurar la formación general
y capilar de todos los fieles laicos.
En la labor formativa se deberá reservar una atención
especial a la cultura local, según la explícita
invitación de los padres sinodales: «La formación
de los cristianos tendrá máximamente en cuenta
la cultura humana del lugar, que contribuye a la misma formación,
y que ayudará a juzgar tanto el valor que se encierra
en la cultura tradicional, como aquel otro propuesto en la cultura
moderna. Se preste también la debida atención
a las diversas culturas que pueden coexistir en un mismo pueblo
y en una misma nación. La Iglesia, madre y maestra de
los pueblos, se esforzará por salvar, donde sea el caso,
la cultura de las minorías que viven en grandes naciones.
Algunas convicciones se revelan especialmente necesarias y fecundas
en la labor formativa. Antes que nada, la convicción
de que no se da formación verdadera y eficaz si cada
uno no asume y no desarrolla por sí mismo la responsabilidad
de la formación. En efecto, ésta se configura
esencialmente como «auto-formación».
Además está la convicción de que cada uno
de nosotros es el término y a la vez el principio de
la formación. Cuanto más nos formamos, más
sentimos la exigencia de proseguir y profundizar tal formación;
como también cuanto más somos formados, más
nos hacemos capaces de formar a los demás.
Es de particular importancia la conciencia de que la labor formativa,
al tiempo que recurre inteligentemente a los medios y métodos
de las ciencias humanas, es tanto más eficaz cuanto más
se deja llevar por la acción de Dios: sólo el
sarmiento que no teme dejarse podar por el viñador, da
más fruto para sí y para los demás.
Llamamiento y oración
64. Como conclusión de este documento post-sinodal vuelvo
a dirigiros, una vez más, la invitación del «dueño
de casa» del que nos habla el evangelio: Id también
vosotros a mi viña. Se puede decir que el significado
del Sínodo sobre la vocación y misión de
los laicos está precisamente en este llamamiento de nuestro
Señor Jesucristo dirigido a todos, y, en particular,
a los fieles laicos, hombres y mujeres.
Los trabajos sinodales han constituido para todos los participantes
una gran experiencia espiritual: la de una Iglesia atenta —en
la luz y en la fuerza del Espíritu— para discernir
y acoger el renovado llamamiento de su Señor; y esto
para volver a presentar al mundo de hoy el misterio de su comunión
y el dinamismo de su misión de salvación, captando
en particular el puesto y papel específico de los fieles
laicos. El fruto del Sínodo —que esta Exhortación
tiene intención de urgir como el más abundante
posible en todas las Iglesias esparcidas por el mundo—
estará en función de la efectiva acogida que el
llamamiento del Señor recibirá por parte del entero
pueblo de Dios y, dentro de él, por parte de los fieles
laicos.
Por eso os exhorto vivamente a todos y a cada uno, pastores
y fieles, a no cansaros nunca de mantener vigilante, más
aún, de arraigar cada vez más —en la mente,
en el corazón y en la vida— la conciencia eclesial;
es decir, la conciencia de ser miembros de la Iglesia de Jesucristo,
partícipes de su misterio de comunión y de su
energía apostólica y misionera.
Es particularmente importante que todos los cristianos sean
conscientes de la extraordinaria dignidad que les ha sido otorgada
mediante el santo bautismo. Por gracia estamos llamados a ser
hijos amados del Padre, miembros incorporados a Jesucristo y
a su Iglesia, templos vivos y santos del Espíritu. Volvamos
a escuchar, emocionados y agradecidos, las palabras de Juan
el evangelista: «¡Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre para llamarnos hijos de Dios, y lo somos realmente!» (1 Jn 3, 1).
Esta «novedad cristiana» otorgada a los miembros
de la Iglesia, mientras constituye para todos la raíz
de su participación al oficio sacerdotal, profético
y real de Cristo y de su vocación a la santidad en el
amor, se manifiesta y se actúa en los fieles laicos según
la «índole secular» que es «propia
y peculiar» de ellos.
La conciencia eclesial comporta, junto con el sentido de la
común dignidad cristiana, el sentido de pertenecer al
misterio de la Iglesia Comunión. Es éste un aspecto
fundamental y decisivo para la vida y para la misión
de la Iglesia. La ardiente oración de Jesús en
la última Cena: «Ut unum sint!», ha de convertirse
para todos y cada uno, todos los días, en un exigente
e irrenunciable programa de vida y de acción.
El vivo sentido de la comunión eclesial, don del Espíritu
santo que urge nuestra libre respuesta, tendrá como fruto
precioso la valoración armónica, en la Iglesia
«una y católica», de la rica variedad de
vocaciones y condiciones de vida, de carismas, de ministerios
y de tareas y responsabilidades, como también una más
convencida y decidida colaboración de los grupos, de
las asociaciones y de los movimientos de fieles laicos en el
solidario cumplimiento de la común misión salvadora
de la misma Iglesia. Esta comunión ya es en sí
misma el primer gran signo de la presencia de Cristo salvador
en el mundo; y, al mismo tiempo, favorece y estimula la directa
acción apostólica y misionera de la Iglesia.
En los umbrales del tercer milenio, toda la Iglesia, pastores
y fieles, ha de sentir con más fuerza su responsabilidad
de obedecer al mandato de Cristo: «Id por todo el mundo
y proclamad la buena nueva a toda la creación»
(Mc 16, 15), renovando su empuje misionero. Una grande, comprometedora
y magnífica empresa ha sido confiada a la Iglesia: la
de una nueva evangelización, de la que el mundo actual
tiene una gran necesidad. Los fieles laicos han de sentirse
parte viva y responsable de esta empresa, llamados como están
a anunciar y a vivir el evangelio en el servicio a los valores
y a las exigencias de las personas y de la sociedad.
El Sínodo de los obispos, celebrado en el mes de octubre
durante el año mariano, ha confiado sus trabajos, de
modo muy especial, a la intercesión de María santísima,
madre del redentor. Y ahora confío a la misma intercesión
la fecundidad espiritual de los frutos del Sínodo. Al
término de este documento postsinodal me dirijo a la
Virgen, en unión con los padres y fieles laicos presentes
en el Sínodo y con todos los demás miembros del
pueblo de Dios. La llamada se hace oración: Oh Virgen santísima
Madre de Cristo y Madre de la Iglesia,
con alegría y admiración
nos unimos a tu Magnificat, a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios,
«cuya misericordia se extiende
de generación en generación»,
por la espléndida vocación
y por la multiforme misión
confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios
a vivir en comunión de amor
y de santidad con él
y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo
y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica
en todo el mundo.
Virgen del Magnificat,
llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo
por esta vocación y por esta misión.
Tú que has sido,
con humildad y magnanimidad,
«la esclava del Señor»,
danos tu misma disponibilidad
para el servicio de Dios
y para la salvación del mundo.
Abre nuestros corazones
a las inmensas perspectivas
del reino de Dios
y del anuncio del evangelio
a toda criatura.
En tu corazón de madre
están siempre presentes los muchos peligros
y los muchos males
que aplastan a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo.
Pero también están presentes
tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores,
los progresos realizados
en el producir frutos abundantes de salvación.
Virgen valiente,
inspira en nosotros fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar
todos los obstáculos que encontremos
en el cumplimiento de nuestra misión.
Enséñanos a tratar las realidades del mundo
con un vivo sentido de responsabilidad cristiana
y en la gozosa esperanza
de la venida del reino de Dios,
de los nuevos cielos y de la nueva tierra.
Tú que junto a los Apóstoles
has estado en oración
en el cenáculo
esperando la venida del Espíritu de pentecostés,
invoca su renovada efusión
sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente
a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid,
llamados a dar mucho fruto
para la vida del mundo.
Virgen Madre,
guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos
e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria.
Amén.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 30 de diciembre,
fiesta de la sagradaFamilia de Jesús, María y
José, del año 1988, undécimo de mi Pontificado.
NOTAS:
209. Propositio 40.
210. "Dabit virtutem, qui contulit dignitatem" (san León Magno, Serm. II, 1: S. Ch. 200, 248).
211. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
212. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 43. Cf. también Dec. sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 21; Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: AAS 68 (1976) 19.
213. Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso Nacional del Movimiento Eclesial de Acción Cultural (M.E.I.C.) (16 enero 1982), 2: Insegnamenti, V, 1 (1982) 131; cf. también la Carta al cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado, con la que se constituye el Pontificio Consejo para la Cultura (20 mayo 1982): AAS 74 (1982) 685; Discurso a la Comunidad universitaria de Lovaina (20 mayo 1985): Insegnamenti, VIII, 1 (1985) 1591.
214. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
215. Propositio 22. Cf. también Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 570-572.
216. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
217. san Metodio de Olimpo, Symposion III, 8: S. Ch. 95, 110.
218. Cf. Propositio 11.
219. Propositio 40.
220. Cf. Propositio 44.
221. Cf. Propositio 45.
222. Propositio 44.
223. Propositio 41.
224. Propositio 42.
224. Propositio 42.
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