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     Párroco durante muchos, muchísimos años, acaban de jubilarle.
     Él, que conoce tan bien el corazón humano, sospecha con fundamento que malpienso de su soledad.
     Para desengañarme, estoy seguro, acaba de enviarme esta cita de Gheorghiu acompañada de cinco palabras: «Me traje el rosario, Jorge».

     Johan Moritz fue enviado a cumplir una condena de trabajos forzados a Alemania. Trabajaba en una fábrica de botones para el ejército. A pesar del trabajo en cadena, no se aburría nunca. Para ello pensaba en cada botón que salía de sus manos. Seguía el destino de esos botones que serían cosidos en las guerreras de los soldados. De los soldados que siempre tienen, en rudas partes, veinte años, y que participarían, con los botones fabricados por sus manos, en grandiosos desfiles. Los soldados también iban a los bailes. Y danzaban con esos botones. Los tocaban cada mañana, cuando se ponían las guerreras, y cada noche, cuando se las quitaban. Al tocar los botones fabricados por Johan Moritz, los miles, los millones de soldados, tocaban en cierto modo los dedos de quien los había fabricado. Johan Moritz se sentía en contacto, casi epidérmico, con los millones de soldados a los que subministraba los botones. Y, así, nunca estaba solo. ¿Cómo podía estarlo si millones de soldados eran sus amigos? El participaba en sus alegrías, en sus penas, en sus heroicidades y, a menudo, en su muerte. Puesto que los soldados eran enterrados con los botones fabricados por Moritz.

     Entiendo, viejo párroco.
     La palabra de Dios que sembraste en tus fieles te acompaña, reanimada con la lluvia de las avemarías de tu rosario.
     Entiendo, viejo párroco. No, no estás solo.