SINGER volver al indice
 

     Creo que si me hiciesen un test de memoria verbal brotaría inmediatamente de mi bruma prehistórica la palabra Singer. Seis letras con sabor a música, a sol y cierto olor a aceite de engrasar, debido a que cuando cosía a máquina (con una Singer, claro) ¡cantaba tan bonito mi madre!
     S-i-n-g-e-r: seis letras que deletreé muchas veces («S» de Senén, mi padre; «i» de Jordi, yo; «n» de niño, yo también; «g» de gato, era negro, con manchas blancas; «e» de Mercedes, una niña de mi edad que vivía en la casa de enfrente; «r» de Rosalía, mi madre) y que un buen día leí de corrido con gran sorpresa de todos, incluido yo.
     Descubrí años después otras marcas de máquinas de coser —«Alfa», «Sigma»...— pero nunca pudieron desplazar la protomáquina aquella.
     Luego, cuando malestudié inglés llegué a medioenterarme que Singer significaba «cantor». Pero por muy musical que fuese la palabra se quedó en el tono menor de la gramática y Singer siguió siendo para mí sinónimo de la máquina de coser de mi madre.
     Y así años y años.
     Sólo ahora ha adquirido un nuevo y delicioso sabor, gracias al Nobel de literatura: Isaac B. Singer.
     ¿Nuevo sabor?
     Quizá sería más exacto decir idéntico sabor, identificándose, sobreponiéndose, potenciándose el de la máquina de coser con el del judío de origen polaco, emigrado a Estados Unidos, que escribe en jiddich y te introduce tan maravillosamente en su mundo fantástico y familiar, haciendo que abras los ojos como un niño ante la sorpresa de lo cotidiano.
     Confieso que al leer en La familia Moskat aquello de «Un hombre no debe estar triste. Dejarse vencer por la melancolía es ser un idólatra», dudé si no lo había oído ya antes, en casa, de pequeño.