NARCISO volver al indice
 

     No tengo absolutamente nada contra ninguna de las exóticas nomenclaturas (Carbiner, Carlton, Flower Record, Yellow Sun, Bridal Crown, Cheerfulness, Cragford, Peeping Tom, Trevithian, Triandrus Silver Chines...) con que la Real Sociedad de Horticultura de la Gran Bretaña cataloga las múltiples especies y variedades de narcisos, esas deliciosas flores de la familia de las amarilidáceas.
     Ni menos aún contra el glorioso patrono de Gerona, san Narciso, obispo y mártir.
Y hasta encuentro que el agua mineral amparada bajo su nombre es muy potable.
     Contra quien sí tengo mucho es contra los innumerables disimulados Narcisos que andan sueltos por ahí, se llamen oficialmente Andrés, Basilio o Carlos, Olga, Paquita o Quiteria.
     Cuando tengo que hablarles sobre la vocación, les temo. Porque los Narcisos no tienen remedio: viven satisfechos de sí mismos, se autoescuchan, se contemplan, se miman.
     El mundo tiene un centro: ellos. Un rostro, el suyo. Una palabra, yo.
     Para ellos, todo lo demás, aparte ser un producto de la Edad Media, es alienante.

     Al contarles sibilinamente la historia de su antepasado (al nacer Narciso sus padres consultaron a Tiresias, el adivino. Este les respondió: «El niño vivirá hasta viejo si no se contempla a sí mismo»), incansablemente inclinado sobre la superficie de un terso lago contemplando la belleza de su rostro y pronunciando su nombre para que el eco se lo devolviese agrandado, rugen y dejan malparados a mis ascendientes.
     E infaliblemente, a la hora de las preguntas, preguntan, ¡cómo no!, por la autorrealización.
     Aviso para incautos: no les expliquéis que los narcisos-flores se realizan regalando su color y su perfume, que el santo obispo se realizó dando testimonio de Cristo hasta el derramamiento de su sangre y que el agua se siente feliz cuando sirve para apagar la sed.
     Ah, y nunca se os ocurra citarles aquellas palabras de Cristo: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la conservará» (Mt 16, 25-26). Podría darles un ataque de corazón, si es que lo tienen.