Cuando daba clase de griego, disfrutaba haciendo que mis alumnos fuesen descubridores, despertadores de palabras dormidas.
Recuerdo el día en que a propósito del verbo ago (conducir), toparon con la palabra «mistagogo».
(Llamaban «mistagogo» los griegos y romanos a quien conducía, a quien introducía, guiaba, iniciaba en los misterios. / «Misterio» no quiere decir oscuridad, sino que la luz es tan brillante, tan cegadora, que obliga a cerrar los ojos).
Vino por la noche y me dijo: «Durante la visita al Santísimo le he dicho al Señor que quiero ser un mistagogo». Y al decirlo ponía cara de complicidad.
Tenía buen gusto el crío. Porque no es mal oficio ser guía no de museos sino de vida, de luz.