JÉRÉMIE volver al indice
 

     Entre los santos de mi devoción está Jérémie.
     A Jérémie no lo conocí personalmente. Pero repetidas veces he oído hablar de él como de un sacramento viviente, de una luz en medio de la noche, negra noche del sufrimiento.
     Murió en el campo de concentración nazi de Buchenwald.
     Jacques Lusseyran narra su encuentro con él. Falleció pocas semanas después de su llegada al campo de concentración, pero en tan poco tiempo le produjo una impresión inolvidable. Hablaba muy poco. Andaba por las barracas del campo con su paso tranquilo y transformaba toda la situación con su serena presencia. Tampoco él intentaba dar algún sentido a los horribles sucesos que allí se vivían ni dar ánimo inútilmente a los demás para seguir adelante. El estaba simplemente, tranquilo y alegre. Esto bastaba para poner en movimiento todas las cosas y obsequiar interiormente a todos.

     «Cuando le veíamos venir hacia nosotros con su terrible serenidad y alegría, queríamos gritarle: “¡Abre bien tus ojos! Todo lo que aquí se ve ha de arder”. Pero el grito se nos quedaba en la garganta, porque él dirigía manifiestamente su mirada imperturbable sobre nuestra miseria sin pestañear un solo instante. Aún más: no tenía aspecto de un hombre que tiene autoridad y domina la situación. No tenía aire de héroe. Simplemente no tenía miedo, con la misma naturalidad que lo teníamos nosotros».

     Jérémie veía las cosas tal como eran. Veía la tragedia reflejada en el rostro de los hombres. Veía cómo en un momento todo se convertiría en humo de crematorio. Veía las disensiones de los prisioneros que, en aquella atmósfera espantosa de terror, llegaban poco a poco a odiarse. Veía cómo los hombres enloquecían. Veía a los traidores. El lo veía todo perfectamente. Pero su mirada iba más allá de todas estas cosas y se dirigía hacia algo evidente y luminoso, sin molestar nunca a nadie con la intensidad de su visión. No era un hombre patético. Sus escuetas palabras y sus gestos no tenían una unción especial. No era ningún profeta. Era simplemente un hombre bueno. Su existencia era ya un regalo.

     «Era el perdón para nosotros que nos encontrábamos a dos pasos del infierno. Significaba para nosotros una nueva posibilidad de ser, una gran felicidad y una inmensa riqueza».

     El acto vital de este anciano era la lucidez. A través de su existencia aparecía un absoluto en toda su claridad resplandeciente.

     «Había llegado en sí mismo al fondo más profundo y franqueado lo esencial, lo que no depende de ninguna circunstancia exterior, sino que siempre y en todas partes está presente, tanto en el dolor como en la alegría. El había descubierto la fuente de la vida».

     La felicidad que simple y llanamente traía en sí mismo no le pertenecía a él únicamente. La daba generosamente a todos los que encontraba. El misterio de su ser era algo distinto a su personalidad aparente y provisional. Era el misterio de arrobamiento, el secreto de la esperanza esencial. El encuentro con esta clase de hombres es la experiencia de una madura e inquebrantable esperanza.
     El día de Pentecostés, jornada misionera de los enfermos, en la misa que voy a celebrar a las 12,30, hablaré de Jérémie. Veo entre los asistentes a unos cuantos ancianos. Los ancianos, aunque no estén oficialmente enfermos, en realidad no andan muy firmes. Les voy a decir que la bullanguera juventud que asiste a la eucaristía además de la presencia de Cristo sacramental necesita urgentemente del sacramento de su mirada serena y alegre.

     (Cuando leí hace años en el prefacio de una superlarga novela la declaración del autor diciendo que pedía perdón por no haber sido capaz de ser más breve, sonreí creyendo que se trataba de una disculpa irónica.
     Ahora, a propósito de Jérémie, me he dado cuenta de que a veces por mucho que se quiera la brevedad es imposible.
     Quizá sea normal la extensión de esta larga palabra, de la mano de L. Boros, porque Jérémie era un anciano. Y una larga vida no puede encerrarse en unas breves líneas).