HIJO volver al indice
 

      La adolescencia es una etapa dolorosa de la vida. No sólo porque la ropa se queda pequeña en un dos por tres, sino porque se desencadena irremediablemente la guerra de la independencia.
     Una guerra que siempre se pierde. Afortunadamente.
     Me gusta visitar los hospitales de sangre de la adolescencia. ¡Qué caras! ¡Qué ojos!
     Cuando veo que las heridas de los fracasados independentistas tardan en cicatrizar echo mano de un bálsamo que yo me sé. Saco del bolsillo el Diario del día y de la noche, de Theodor Haecker y aplico al oído del mozo en trance de recuperación este pensamiento:

     Los «hijos del mundo» ponen su orgullo precisamente en no ser ya «hijos»; de ahí que desprecien al cristiano por el hecho de que necesariamente tiene que tener algo filial e infantil. ¿Y cómo no? Uno de los eternos nombres propios de Dios, revelado por él mismo, es «Padre».

     Se lo aplico —se lo leo— una y otra vez. Despacio. Y pronto sonríen. Como unos niños. ¡Por algo son cristianos!